11

El Grifo se despertó.

Nadie que hubiera mirado en su dirección habría podido apreciar el menor cambio en su aspecto. Sus ojos seguían cerrados, y respiraba con la regularidad del que está dormido. Ni siquiera se movía y sin embargo, estaba despierto…

… y encadenado. Algo más allá podía escuchar la respiración de otra persona, y, a juzgar por el consistente siseo que se dejaba oír cada vez que el otro aspiraba, comprendió que se trataba del Duque Morgis. El dragón seguía sin sentido. El Grifo dejó de lado los ruidos de la respiración de su compañero y buscó otros. Escuchó a lo lejos pisadas marcando el paso y el susurro ahogado de voces masculinas, probablemente guardias. Hizo caso omiso de crujidos y chirridos, normales en una edificación antigua que no podía ocultar sus muchos años. De cuando en cuando, Morgis se movía en sueños, haciendo repiquetear las cadenas que le sujetaban las muñecas, tobillos… y, sí, también el cuello.

El Grifo abrió un ojo y atisbo a su alrededor.

No se veía ni a Trola ni a Jerilon Dane en la exigua celda. El pájaroleón ya se había dado cuenta antes, pero nunca estaba de más la evidencia visual, en especial cuando había que vérselas con magia de un tipo u otro. Abrió el otro ojo y estudió el lugar con detenimiento.

No estaba precisamente en un recinto como los que solía habitar cuando era monarca de Penacles, pero tampoco era el peor lugar en el que jamás hubiera estado. Al menos estaba bastante caldeado aunque hubiera humedad. Predominaba el olor a podredumbre, mas para un soldado que había pasado gran parte de su vida en los campos de batalla, era apenas una ligera molestia. Casi todas las paredes estaban cubiertas de moho y diminutas criaturas de todas las formas imaginables corrían de un lado a otro. El Grifo se revolvió molesto. Varias de aquellas desagradables criaturas habían decidido comprobar sus condiciones de anfitrión.

Sacó las uñas, dobló los dedos hacia adelante y dejó que las puntas de las afiladas garras rozaran los grilletes que le sujetaban las muñecas. A pesar de lo duras y afiladas que tenía las garras, eran muy sensibles a la naturaleza de las cosas, algo que aquellos que no las poseían no habrían comprendido jamás. Las zarpas eran algo más que armas para los animales; eran herramientas que afinaban sus sentidos.

Los grilletes, como temía, estaban protegidos por gran número de hechizos de sujeción. Además estaban hechos de una aleación de la cual sólo sabía que era muy resistente. Las cadenas, era natural, también seguían la misma pauta. El Grifo, que conocía bien la ardua tarea que habría supuesto la creación de semejantes ataduras, comprendió que sus compañeros —por lo menos Morgis— y él no se encontraban en una de las celdas comunes. No, era una celda de aislamiento, una mazmorra.

De improviso, todo él se puso rígido; su cabeza se había despejado lo suficiente para recordar la existencia del silbato que aún le quedaba. Aunque era muy diminuto, no podía decir si lo habrían encontrado o no. Intentó llegar hasta su pecho con una mano, pero ni siquiera con las uñas alcanzaba. Ya había sido bastante duro verlo en las manos de Haggerth, pero ahora quizá fuera el trofeo de uno de los pirataslobo de más categoría… Un hombre al parecer tan peligroso como el mismo D’Shay.

D’Rak. El nombre había surgido varias veces en conversaciones. Parecía ser el supuesto rival de D’Shay. El Gran Guardián D’Rak. Un hombre muy parecido a D’Shay.

«¿Qué podría haber sucedido?», se preguntó. Habían llegado a Qualard y se habían encontrado con pirataslobo. Pero no eran soldados corrientes sino hombres como Draque y llevaban diminutos artilugios parecidos al Diente del Devastador que el guardián llevaba antes de su muerte. Hubo un momento en que creyó que el mundo entero caía de costado y los teletransportaron aquí, paralizados como estatuas, incapaces de defenderse.

Oyó pasos que se acercaban a la celda y comprendió que iban a detenerse. La llave chirrió en la cerradura del pesado portalón de madera y la puerta se abrió. Una enorme figura monstruosa vestida con un mandil negro, pantalones y botas, el rostro cubierto por una capucha —¡sin agujeros para los ojos!—, volvió la cabeza en dirección a los dos prisioneros, vio que las cadenas seguían intactas y retrocedió. El carcelero se hizo a un lado y una segunda fila penetró en la celda. El pájaro-león lo reconoció al instante, a pesar de que en su anterior encuentro sólo lo había podido vislumbrar durante unos segundos.

—Despierto. Bien. ¿Sabes quién soy? ¿Lo recuerdas?

—Eres D’Rak.

—Lo soy; pero antes de que iniciemos las negociaciones, me gustaría darte las gracias por tu puntualidad. Mis hombres apenas si habían tenido tiempo de ocupar sus posiciones cuando tus dos compañeros y tú salisteis por la Puerta. ¿Eso era la Puerta, verdad?

El Grifo, que había estado reflexionando acerca de la palabra «negociaciones» y acerca del hecho de que los subordinados del guardián hubieran capturado sólo a tres personas, asintió en silencio. ¿Habría conseguido escapar Trola? ¿Era ésa la forma que tenía Mrin/Amrin de deshacerse de tres huéspedes indeseables? El Grifo se maldijo en silencio por no haber aprovechado el tiempo pasado junto a Lord Petrac para pedirle detalles del doble Supremo Guardián. Petrac habría respondido a todas sus preguntas. Sin embargo…

Lanzó un alarido de agonía como si de improviso un millón de las diminutas sabandijas que pululaban por todas partes hubieran decidido comérselo vivo. Esa fue la sensación que tuvo. Miles y miles de bocas diminutas mordiéndolo por todas partes. Lo peor fue la brusquedad del ataque. Mientras luchaba contra el insoportable dolor, el Grifo sintió que se cubría de vergüenza. Vergüenza por la debilidad que acababa de revelar a un enemigo.

D’Rak lo vigilaba, sonriendo con sádico placer ante su tormento. El Grifo no pudo evitar observar que, fuera cual fuera su estructura facial, todos los aramitas que había estudiado de cerca tenían un aspecto decididamente feroz que se manifestaba en toda su crudeza en los momentos de cólera o de siniestro placer.

No había duda de que eran criaturas del Devastador.

—Cuando te hablo —dijo D’Rak con dulzura —, espero la cortesía de una respuesta. —La mano izquierda del gran guardián sujetaba un colgante que le pendía del cuello. Se parecía mucho al colmillo afilado de un lobo tallado en cristal.

Un agudo siseo y un terrible rechinar de cadenas los informó a ambos de que Morgis estaba despierto y furioso. El Grifo se dio cuenta de que intentaba transformarse pero, como le había sucedido en la trampa tendida por los tzee, algo lo devolvía por la fuerza a su forma humanoide.

D’Rak volvió la cabeza y contempló al dragón con la expresión que se dedica a un loco.

—Si lo deseas, dejaré que cambies a tu forma de dragón, pero debo advertirte que ni los grilletes ni las cadenas se romperán y morirás asfixiado, o quizá decapitado, antes de poder hacer gran cosa. Me he asegurado de que los collares queden muy justos.

—Empiezo a estar cansado de encontrarme en situaciones comprometidas —siseó Morgis tristemente—. ¡Dame una espada y deja que luche hasta la muerte! ¡Sssi no es una essspada, entonces libérame al menosss para que pueda perecer como un guerrero!

—Un auténtico espíritu guerrero. Quizá te complaceré más tarde aunque, si tu compañero recobra el juicio, puede que tu muerte no sea necesaria. —El guardián volvió su atención al Grifo, que ya se había recuperado—. Lo digo en serio.

—Has hablado de negociación…

—Lo he hecho. Tenemos un enemigo común, pájaro. Ya sabes de quién hablo. Te ofrezco una especie de alianza.

El Grifo ladeó la cabeza y dedicó a D’Rak una mirada de menosprecio.

—¿Una alianza? Estoy de acuerdo en que sería agradable deshacerse de D’Shay de una vez por todas, pero ¿una alianza contigo? Dime, ¿qué podría hacerme creer que harías honor al trato hecho?

—Los piratas-lobo carecen de honor —escupió Morgis—. Mi progenitor así me lo dijo, y no he visto nada que pueda hacerme cambiar de opinión.

D’Rak se frotó la barbilla con una mano enguantada.

—Supongo que podría limitarme a prometeros una muerte rápida y sin dolor. Tú, Grifo, has podido probar lo que es una muerte lenta y dolorosa. De todas formas, me gustaría tu cooperación, un esfuerzo combinado y total por parte de nosotros dos es la mejor forma de deshacernos de aquel que en una ocasión llamabas Shaidarol.

El pájaroleón pareció meditar sus palabras, luego preguntó:

—¿Qué sucedió en Qualard, D’Rak? Debes de saberlo, de lo contrario no habrías enviado hombres allí.

—Sé lo suficiente —respondió él, encogiéndose de hombros—. Eso no viene al caso. Hablábamos de D’Shay. Te tiene miedo, sabes.

—¿Qué?

—Te tiene miedo. Bajo esa rabia, esa extraordinaria confianza, te tiene miedo. Creo que a lo mejor soy el único que lo sabe, aparte de mi señor, el Devastador.

El Grifo quiso rechazar la idea enseguida, pero el razonamiento del aramita despertó su curiosidad. También esperaba que el guardián dijera más de lo necesario. En ese momento, información era lo único que el Grifo tenía alguna esperanza de conseguir y, aunque la consiguiera, de poco le serviría si D’Rak decidía de repente que no lo necesitaba.

—D’Shay no ha demostrado jamás nada remotamente parecido al miedo… y ¿por qué había de temerme a mí? D’Rak le dedicó una educada sonrisa.

—D’Shay te teme porque el hecho de que sigas con vida lo disminuye ante los ojos del Devastador. Durante el tiempo que estuviste perdido, se le dio el beneficio de la duda. Ahora tiene, digamos, un límite de tiempo. El Devastador no es un dios paciente. Hasta sus seguidores más leales pueden caer en desgracia de la noche a la mañana. D’Shay debe su prolongada existencia, no sé cómo, al Lord Devastador. Una existencia que el Señor de la Cacería puede interrumpir en cualquier momento.

No era la respuesta que esperaba el Grifo; sabía que existía otro motivo, pero al menos le proporcionaba cierta información sobre D’Shay. Esperaba conseguir algún indicio con respecto a la verdad de su pasado y su conexión con Qualard. Al menos esta última la comprobó por la trampa tendida por el gran guardián. D’Rak sabía que el Grifo iba a ir a la destruida ciudad.

—Hablas de negociaciones, pero veo que falta uno de nosotros. —El Grifo deseó que Morgis no lo contradijera.

—La hembra está en otra celda. He dicho que quería tu cooperación, pero me ayudarás por la fuerza, si es necesario.

El Grifo se volvió hacia Morgis, quien le devolvió la mirada pero no le facilitó ninguna idea en un sentido ni en otro. Sabía que la decisión debía tomarla el pájaroleón.

El Grifo adoptó una expresión reacia, levantó los ojos hacia D’Rak, suspiró, y dijo:

—Si puedes garantizar que seguiremos con vida una vez que esto haya terminado, aceptaré. D’Rak le mostró el Diente del Devastador.

—Juro por este símbolo de mi señor que no te causaré daño mientras viva. Más que eso, no puedo prometer.

—Comprendo. —Conociendo a D’Shay, el Grifo no podía aceptar sin más la facilidad con que el aramita había hecho su juramento. Sonaba como un juramento sincero, pero las promesas de un lobo hambriento…

El gran guardián los miraba a la espera de una respuesta.

—¿Aceptáis los dos lo que os he ofrecido? ¿Me ayudaréis a acabar con nuestro enemigo común?

El Grifo asintió, y Morgis, tras alguna vacilación, hizo lo mismo. El aramita les tendió el objeto cristalino.

—Quiero que cada uno de vosotros lo toque. Tened cuidado; tiene unas aristas muy afiladas.

—Espera… —Morgis apretó los puños y empezó a protestar.

—Vosotros exigís mis juramentos y yo quiero los vuestros. Os podéis pudrir aquí dentro… o que os entregue a D’Shay como oferta de paz.

Antes de que el dragón pudiera replicar, el Grifo extendió la mano. Al tocar el Diente del Devastador sintió una leve punzada de dolor, como si algo le hubiera cortado el… ¡gotas de sangre le resbalaban por el dedo! Apartó la mano al momento. El brillante líquido escarlata resbaló sobre el cristal y fue absorbido.

D’Rak apartó el artilugio sin ofrecérselo a Morgis.

—Eso será suficiente. Ahora estoy seguro de tu cooperación, y tú de la mía.

—¿Qué has hecho?

—¡Era una trampa! ¡Lo sabía! —rugió el duque. El guardián ocultó el cristal bajo su camisa.

—Tu destino está ahora ligado al mío, Grifo. Mis objetivos son los tuyos. Si algo me sucediera a mí, a través de este vínculo que compartimos, morirías.

Si esperaba ver una expresión de desconcierto en el rostro del Grifo, el piratalobo se equivocó. En lugar de protestar, el pájaro-león se limitó a clavar los ojos en los del aramita al tiempo que decía con calma:

—Entonces lo mejor será que los dos tengamos cuidado o ambos lo lamentaremos.

—Desde luego. —D’Rak pareció un poco sorprendido por no haber recibido la respuesta adecuada—. Hecho esto…

Hizo chasquear los dedos y el enorme carcelero —de quien el Grifo y Morgis se habían olvidado ya— se inclinó pesadamente sobre el pájaro-león. No hubo forma de saber qué hizo ni cómo lo hizo, considerando que se suponía que no podía ver, pero los grilletes que rodeaban ambas muñecas cayeron al suelo de repente. No se oyó el chasquido de ningún mecanismo de cierre y el carcelero tenía sólo la llave que abría la puerta de la celda. Mientras la gigantesca figura seguía con su tarea, el Grifo hizo una pregunta que le preocupaba desde hacía rato.

—Una pregunta, D’Rak. ¿No consideras todo este plan tuyo como un ataque contra tu propio dios?

—En absoluto. Sirvo al Gran Maestre y, a través de él, sirvo a mi señor el Devastador. D’Shay no sirve a nadie excepto al Devastador, y lo hace de mala gana. Ocupa sus pensamientos con demasiada frecuencia en otros menesteres y pierde de vista los objetivos del imperio. En cuanto a ti, creo que la seguridad de que ya no puedes ser una amenaza para nosotros será suficiente. El Gran Maestre te proporcionará los medios de regresar a tu hogar al otro lado del mar. Existen formas de asegurarnos tu cooperación, si es necesario.

El Grifo se incorporó y se desperezó, buscando el silbato disimuladamente con el pretexto de alisarse la ropa. Seguía allí. Algo inherente a la naturaleza del artilugio le permitía permanecer oculto a los demás a menos que el pájaroleón decidiera mostrarlo. Le había preocupado que la facilidad con que Haggerth se apoderó de él significara que había perdido aquel poder de permanecer oculto, pero, al parecer, el Supremo Vigilante lo descubrió sólo por el hecho de ser quien era. Cualquier otro que no fuera uno de los vigilantes del’País de los Sueños seguía siendo víctima de su sutil poder. Era una suerte, en especial en esos momentos.

D’Rak aguardó paciente, sus ojos parecían mirar a través del Grifo en lugar de a él. Cuando estuvieron listos indicó al carcelero:

—R’Mok se ocupará de vuestra garita. Si queréis seguirme…

Una vez fuera descubrieron que los pasillos de la mazmorra no eran menos insignificantes que la celda. El Grifo paseó la mirada por las otras celdas. Algunas estaban ocupadas e hizo intención de mirar una de ellas. Una mano pesada y poderosa lo echó hacia atrás. Los ojos de D’Rak taladraron los suyos.

—Ella está en otra parte. ¿No pensarías que la iba a poner tan cerca de vosotros? Yo no corro riesgos.

A su espalda, Morgis emitió un ruidito. El guardián lo ignoró y giró a la izquierda. Sin vacilar marchó pasillo abajo, totalmente seguro de que sus dos socios lo seguirían. Morgis y el Grifo intercambiaron una mirada y luego la dirigieron al monstruoso carcelero, que los contemplaba en silencio desde detrás de su ciega capucha.

Se pusieron en marcha en pos del aramita. Morgis se inclinó hacia el Grifo y musitó:

—¿Realmente creéis todo lo que ha dicho? ¿Sus promesas, sus razones?

—Claro que no… Ni él espera que lo crea.

—¿Ah, no?

El pájaroleón negó con la cabeza. Observó a D’Rak con un ojo mientras respondía:

—Nos tiene de momento. Lo sabe. Por lo poco que comprendo y recuerdo de los piratas-lobo, no existe nada comparable a sus intrigas políticas. Se mienten unos a otros sin escrúpulos más que los humanos o los dragones. Es lo que los hace tan peligrosos… A veces ni siquiera ellos saben dónde termina la verdad y empieza la mentira. Es posible que D’Rak, a causa de su posición privilegiada en el imperio, piense que ambas cosas son ahora lo mismo.

—Recordáis más cosas —dijo Morgis deteniéndose. El Grifo lo sujetó por el brazo y tiró de él. D’Rak había aminorado el paso, y no dudaba de que el gran guardián estaba a punto de darse la vuelta y echar una mirada a sus nuevos «aliados». El Grifo le susurró a toda prisa:

—Algunas cosas las aprendí cuando era monarca. De todos modos, recuerdo otras, en especial acerca de los guardianes. Recuerdo lo suficiente para saber que tenemos que estar alerta.

—D’Rak puede dar un traspiés en un escalón, caer y romperse el cuello. ¿Entonces qué?

—Tendréis que encontrar el camino de vuelta a casa solo. Nadando, quizá.

—Hummm. Una cosa. ¿Qué ha sido de nuestro guía aramita?

—No lo sé, la verdad —repuso el Grifo con un encogimiento de hombros.

—¿Caballeros? —los llamó el guardián, con tono irónico—. Por favor. Ellos apresuraron el paso.

—Podéis contemplar Canisargos, si lo deseáis, ¡la mayor ciudad que jamás se haya alzado sobre la tierra!

D’Rak los había conducido a través de la fortaleza de los guardianes, pasando por recintos donde había hombres que miraban fijamente aquellos extraños artefactos de todas las formas y tamaño imaginables, por otras llenas de criaturas exóticas y de obras de arte, sin detenerse hasta llegar al balcón desde el cual les dijo que vigilaba a su gente.

—El Gran Maestre es un caudillo militar. No comprende a la gente. Así pues, corresponde a los guardianes supervisar el funcionamiento diario de las ciudades. Siempre que es posible, un guardián viaja con cada patrulla. El guardián puede anular cualquier orden dada por el jefe de la patrulla, si justifica el motivo.

Justificar en realidad quería decir que el guardián normalmente encontraba alguna forma de coaccionar al capitán, pensó el Grifo al recordar la patrulla del capitán D’Haaren. No era una alianza fácil.

Canisargos —dejando de lado la política, los locos, y los dioses lobo— era un espectáculo que, por una vez, intimidó al Grifo. La ciudad parecía extenderse sin fin hasta llegar a la línea del horizonte. Igual que en Luperion, muchos de los edificios parecían altos y lustrosos rectángulos, pero a diferencia de la otra ciudad, aquí espiras afiladas y aserradas coronaban una de cada dos torres. Lo que podía verse de las murallas circundantes indicaba que cualquier posible conquistador tendría que construir escalas y máquinas de asedio al menos tres veces más altas que las normales.

El Grifo dirigió una rápida mirada hacia la zona donde estaba el sol. Faltaba poco más de una hora para el anochecer del día siguiente a aquel en que habían cruzado la Puerta en dirección a Qualard, de eso estaba seguro. ¿Qué había sucedido en ese tiempo?

Por doquier había torres de vigilancia bien guarnecidas. Sus sentidos percibieron el poder que emanaba de todas partes y se dio cuenta de que no surgía sólo de la fortaleza de los guardianes; estaba por todas partes. Se hacía casi más uso de los campos y líneas de poder —o de los aspectos luminosos y oscuros del espectro, si se prefería creer en esta teoría— en Canisargos que en todo el Reino de los Dragones.

—¡Mirad ahí! —silbó Morgis, indicando al cielo. Unos hombres cabalgaban sobre el lomo de largas y fornidas criaturas aladas que descendían en picado por todas partes. El Grifo comprendió, no sin un sobresalto, que lo que veía eran los animales de los que había tomado el nombre. No existían más que unos pocos en el Reino de los Dragones; en realidad jamás se había encontrado con ninguno; pero aquí, sin embargo, parecía haber cientos. No podía imaginar a los grifos siendo utilizados en tareas de vigilancia aérea si eran una especie rara. No, seguramente se los reservaba para misiones especiales de alta prioridad.

Sintió una punzada de soledad. Hasta aquellas bestias gozaban de la compañía de otras de su raza. No había duda de que él era un inadaptado.

—¿No corremos ningún riesgo estando aquí afuera? —preguntó Morgis al gran guardián.

—En absoluto. Estamos protegidos de las miradas de los no guardianes. Ellos no ven más que una ventana atrancada y vacía.

El Grifo dirigió a Canisargos una última mirada. Desde donde estaba, la muchedumbre se fundía en un vasto mar en movimiento. Apenas si podía distinguir ningún detalle de la parte baja de la ciudad.

—Aún no hemos visto a nuestra compañera. Dijiste que tu lacayo iba a ir a buscarla.

—Y lo hará —D’Rak chasqueó los dedos, y una figura de aspecto desagradable pareció materializarse de la nada—. D’Altain, quisiéramos algo de beber. ¿Puedes ocuparte del asunto?

—Sí, amo. —El aramita desapareció en la habitación interior, pero no antes de que el Grifo pudiera detectar un destello de odio en los ojos del hombre.

—Estás rodeado de gente muy interesante, Lord D’Rak.

—¿D’Altain? —El gran guardián pareció divertido—. Es un ayudante eficiente, aunque no muy agradable como persona.

—¿No es un criado?

—Lo hago servir como tal en ciertas ocasiones. —D’Rak sonrió con astucia—. Así lo mantengo a raya.

—Eso engendra rebeldía —gruñó el Duque Morgis— Yo no permitiría que se me tratara como un criado si mi posición social fuera más elevada.

El jefe aramita volvió la mirada en dirección a la estancia.

—D’Altain hace lo que yo quiero. Confiad en mí.

—Las palabras de más de un cabecilla asesinado —replicó el dragón irónico.

—¡Mi señor! —D’Altain irrumpió en el balcón, retorciéndose las manos mientras miraba a su amo. La expresión divertida se esfumó del rostro de D’Rak.

—Has olvidado el vino, D’Altain. ¿Qué sucede?

—El felino. ¡La criatura que el oso R’Mok tenía que traer! El Grifo se puso rígido, hizo a un lado al gran guardián y agarró al subalterno por el cuello de la camisa.

—¿Qué pasa con ella?

—¡Ha desaparecido!

—¿Es esto una nueva traición, pirata-lobo? —increpó el Grifo girando en redondo hacia D’Rak.

—Grifo… —empezó a decir Morgis.

—Déjalo, guerrero dragón —dijo D’Rak sacudiendo la cabeza—. No, mi emplumado y peludo amigo, esto no es ninguna traición por mi parte. Si dejas que mi ayudante respire un poco, quizás averigüemos algo.

Sin darse cuenta, el Grifo había levantado a D’Aitain del suelo. El hombrecillo rebotó ligeramente cuando sus pies volvieron a tocarlo y se tambaleó vacilante durante un segundo. Cuando se hubo recuperado, dirige una colérica mirada al antiguo monarca y se volvió hacia su señor.

—R’Mok está muerto, amo. Uno de los novicios lo encontró caído cerca de la celda. ¡Su cabeza…, su cabeza no se veía por ninguna parte!

—¡Maldita sea! —maldijo el gran guardián—. ¡Después de tanto trabajo! ¡R’Mok era el mejor que habíamos conseguido!

El pájaroleón volvió a reclamar la atención de D’Altain.

—La mujer… Troia… ¿qué hay de ella?

—Ninguna señal. La puerta de la celda estaba cerrada, y la llave de R’Mok seguía en su cinturón… a menos que alguien la hubiera devuelto allí.

D’Rak se mesó los bigotes mientras su mente hacía mil cábalas.

—Tiene que estar todavía en el edificio, salvo… ¿Podría haber hecho aparecer la Puerta? Decidme la verdad, amigos.

—En cuanto a la verdad… —La melena del Grifo se erizó—. ¿Cómo sabemos que esto no es otra más de tus intrigas, guardián? ¡Los aramitas son famosos en este continente por sus trucos!

El gran guardián entrecerró los ojos, y el pájaroleón comprendió que D’Rak sabía ahora que su «aliado» recordaba mucho, mucho más, de lo que había dado a entender antes. El Grifo descubrió que no le importaba; todo lo que importaba en aquel momento era encontrar a Troia.

—¿Señor? —Un muchacho muy joven ataviado con ropas de guardián, evidentemente un novicio, penetró en el balcón dando un traspié palideció al ver al Grifo y luego al dragón, y finalmente recordó el motivo que lo había llevado allí—: Señor. ¡Hay un mensajero! ¡Pide que se le deje entrar!

—¿Quién está aquí, estúpido? ¿Qué mensajero? —Puesto que acababa de recibir una noticia preocupante, D’Rak descargó su enojo con el infortunado novicio.

—Un hombre de Lord D’Shay. Pide audiencia. —Era sorprendente que el joven guardián encontrara voz para dar su mensaje.

Se produjo un silencio abrumador.

—Qué… oportuno —murmuró por fin D’Rak —. Tan pronto. —Se volvió hacia el Grifo, quien había sacado las uñas ante la sola mención del nombre de su adversario—. Creo que tenemos la respuesta a nuestras preguntas, Lord Grifo.

—¿Qué quieres decir?

«D’Shay. Tenía que estar cerca». El pájaroleón se esforzó por mantener la respiración bajo control. Si perdía el control…

—¿No es evidente? —El gran guardián pareció sorprendido al ver que el Grifo no parecía estar de acuerdo —. La oportunidad es demasiado perfecta. Yo diría que existen muchas probabilidades de que nuestra amiga sea ahora huésped de D’Shay… y que este mensajero sea su forma de extendernos una invitación para que nos reunamos con él en su terreno.