Lord Petrac insistió en que lo acompañaran a la arboleda donde tenía su hogar aunque sólo fuera para comer algo. El Grifo estaba ansioso por regresar a Sirvak Dragoth y ponerse en marcha hacia Canisargos, pero Troia le dio a entender con discreción que la Voluntad del Bosque los hacía partícipes de un honor que pocos recibían. Aunque Lord Petrac era un Supremo Vigilante y amigo del bosque que los rodeaba, era también un espíritu reservado. Incluso los demás Supremos Vigilantes tenían que ponerse en contacto con él antes de visitarlo.
Resultó, además, que Petrac no era el único habitante de aquella arboleda concreta. Sus dos invitados descubrieron con gran sorpresa por su parte, que también existía lo que podría pasar por un pueblo en el País de los Sueños, el primero que el Grifo recordaba haber visto. Sólo se le podía llamar pueblo por el hecho de poseer habitáculos artificiales y una población de tres docenas de seres por los menos. El Grifo fue incapaz de decidir si se trataba de elfos o de una mezcla de elfos y humanos. No se parecían a los elfos ni a los semielfos que conocía, pero se sabía que aquella raza podía alcanzar diferentes tamaños y era tan diversa en el sentido social como la humana. Al menos éstos no se parecían a los más molestos y diminutos elfos que sus hermanos más altos denominaban duendes.
Eran bellos de rostro y de cuerpo, tal y como decía un viejo dicho que el Grifo conocía. Allí, en medio de las maravillas de la naturaleza, iban casi desnudos. Lo poco que llevaban —y era tan poco que hacía que Troia pareciera llevar demasiada ropa— era puramente decorativo y en general de un color que se complementaba con los colores de la arboleda. El Grifo y Troia recibieron apenas miradas superficiales y sonrisas amistosas, pero la presencia de Lord Petrac fue suficiente para hacer que algunos cayeran de rodillas por lo que el pájaro-león no pudo evitar pensar en que era un homenaje bastante parecido al que un vasallo rinde a su señor.
Apenas si habían atravesado el poblado cuando Petrac extendió los brazos y anunció:
—Ya estamos. ¿Os gusta?
Por su experiencia de otros habitantes de los bosques, el Grifo había esperado algo que enlazara la naturaleza con la civilización. Cabe y Gwen habitaban en la Mansión, una enorme casa muy antigua que era una combinación de piedra y el tronco de un árbol gigantesco, y en la que era difícil decir dónde terminaba la piedra y empezaba el árbol, de tan hábiles como habían sido los artesanos originales. Había esperado, pues, que la Voluntad del Bosque viviera en un albergue al menos igual de magnífico.
Pero lo que el Supremo Vigilante llamaba hogar no era más que un pequeño terreno en el que se había formado un alero a partir de materia vegetal. El muro de vegetación era desagradablemente parecido al construido por los tzee, observó el Grifo, pero aquí cumplía un cometido más benévolo. Toscas sillas de paja y madera conformaban una especie de sala de audiencias con un gran lecho que evidentemente cubría las necesidades de Petrac. Había un cuenco de fruta fresca, ramas, hojas y cosas parecidas en una roca plana de mediana altura situada junto al lecho. El Grifo pasó la mirada con rapidez del cuenco a su anfitrión, comprendiendo entonces que el aspecto de ciervo del vigilante era más que una apariencia. Se preguntó cómo se las apañaría la parte humana en aquella dieta.
—Por favor; sentaos. Tomad un poco de fruta.
Lord Petrac tomó a Troia del brazo y la condujo hacia adelante. Igual que el Grifo, la muchacha estaba desconcertada. Por la expresión de su rostro era evidente que había esperado una residencia más ostentosa para alguien a quien respetaba tanto. El pájaroleón, situado junto a ella, pudo observar cómo se apretaban sus labios hasta formar una fina línea, y se dio cuenta de que daba por sentado que había cierta injusticia en aquella situación. Haggerth y Mrin/Amrin vivían en el elegante Sirvak Dragoth, mientras Lord Petrac se veía obligado a vivir en un lugar que era imposible pudiera resguardarlo de una lluvia moderadamente fuerte. El Grifo estaba convencido de que no era ése el caso, pero decidió que era mejor dejar que la Voluntad del Bosque explicara todo aquello.
Lord Petrac condujo a la mujerfelino hasta una de las sillas y la hizo sentar, acción que reveló lo mucho que ella lo respetaba. El Grifo dudó de que hubiera actuado con tanto recato con cualquier otro. Curiosamente sintió una punzada de celos, que quedó olvidada cuando se dio cuenta de que la silla de Troia se movía. No, cambiaba. Cogida de improviso, la joven se aferraba a ella con todas sus fuerzas, como si esperase verse arrojada al suelo en cualquier momento.
La Voluntad del Bosque lanzó una carcajada, una sonora carcajada por cierto, y explicó:
—No hace más que ajustarse a tu silueta. Sugiero que te tranquilices; terminará antes si dejas de moverte.
El Grifo se volvió para estudiar la silla que tenía al lado. Igual que las otras parecía una tosca pieza de mobiliario. Se preguntó si la habrían diseñado para que fuese así, o si se trataba sólo de una muestra del sentido del humor del vigilante. Se sentó con cierta reluctancia. La sensación bajo sus posaderas resultó sorprendentemente agradable. Era cálida y blanda y, si permanecía relajado, se ajustaba de forma perfecta a su figura. Cuando se encontró a gusto, dedicó un gesto de aprobación a su anfitrión. Troia, moviéndose todavía, lo miró colérica.
—¿Fruta? Me disculpo por no ofreceros carne, pero, espero que lo comprenderéis.
En su calidad de amigo de toda la vida salvaje del bosque, el Supremo Vigilante seguramente consideraba un asesinato matar a un animal para luego comérselo. De todos modos, comprendía las necesidades de los otros, y sabía que muchos de los animales a los que ofrecía su amistad se cazaban entre ellos cuando no estaban bajo su influencia.
El Grifo contempló la fruta, meditó sobre la cuestión del decoro, y por fin se metamorfoseó para adoptar una más conveniente forma humana. Lord Petrac lo observó casi con indiferencia, pero Troia lo miró como si se hubiera convertido en un tzee. No lo había visto comer todavía y, por lo tanto, no conocía ni su habilidad para cambiar de forma ni su preferencia por el cuerpo humano en ciertas ocasiones.
—Eres un ser versátil, Grifo —comentó el Supremo Vigilante mientras escogía una fruta.
—Ese es el mismo rostro que tenías cuando te capturé… sólo que aquél era una ilusión.
—Basada en la realidad. A veces me encuentro con que cambio de aspecto de forma inconsciente. Esta es la única forma que puedo adoptar. Cualquier otra cosa requiere una magia muy potente o crear una ilusión muy complicada. Lamento si os he alterado.
—En absoluto —respondió Petrac. Mordió un puñado de hierba y hojas, un espectáculo desconcertante para sus dos invitados.
Los ojos de Troia lo contemplaron estudiándolo.
—Se tarda un poco en acostumbrarse, pero no está mal.
—Me alegro de que lo apruebes. —El Grifo se permitió una ligera sonrisa.
Ante su sorpresa, la mujer desvió la mirada al instante, concentrándose en la fruta que tenía entre las manos. El pájaroleón cambió de tema de inmediato.
—Lord Petrac, os doy las gracias por vuestra hospitalidad, pero no puedo quedarme. Por muy arriesgado que sea, debo ir a Canisargos. D’Shay es la clave de mi pasado y, estoy seguro, también la clave de gran parte de la actual crisis.
—La interminable guerra de desgaste, quieres decir.
—Como vos decís. Además debo admitir que posiblemente ya sabe que estoy aquí, y lo más probable es que sepa que en cuanto descubrí que sigue vivo juré ir tras él.
—Entonces ¿por qué molestarse en ir? Seguro que habrá dispuesto varias trampas ingeniosas. Shaidarol siempre poseyó gran imaginación para esas cosas.
El Grifo vaciló, luego repuso:
—Porque el hecho mismo de que sepa que voy en su busca será mi salvoconducto para llegar a la capital aramita.
—¿Qué? —Troia abandonó la contemplación de la fruta para mirarlo—. ¡Eso es absurdo!
—¿Lo es? D’Shay y yo nos parecemos en muchas cosas. Me quiere para él, Troia. Esto es algo personal. Olvida a los piratas-lobo. D’Shay ha convertido mi vida en la suya propia, y yo he empezado a hacer lo mismo con él.
—Las guerras más terribles son las que se libran entre «hermanos» —citó Lord Petrac. Meneó la cabeza—. El enfrentamiento entre vosotros dos podría suponer un peligro mayor que el mismo Devastador.
—O podría ser el final de la amenaza que representan los piratas-lobo. Quiero averiguar por qué me recuerdan ellos y en cambio nadie de aquí sabe quién soy.
Se produjo un tenso silencio tras sus palabras que no se rompió hasta que un pájaro, un cuervo, aterrizó de improviso en el hombro izquierdo del Supremo Vigilante.
—Me parece que Haggerth debe de estar preocupado por el resultado de tu «juicio» —dijo Lord Petrac mientras acariciaba al ave.
—Me parece que fue muy poco concluyente —respondió el Grifo arrugando la frente.
—Por el contrario, te enfrentaste a un grupo de criaturas del Devastador y las venciste. Podrías muy bien haberte unido a ellos y habernos matado… o al menos haberlo intentado.
—¡Él no habría hecho eso! —escupió Troia, sacando las uñas con sorprendente rapidez. Bajó la mirada hacia ellas al instante e hizo una mueca—: Lo… lo siento.
—Tú crees en él, gatita, igual que yo.
La Voluntad del Bosque tomó al cuervo en su mano derecha y le musitó algo. El ave graznó varias veces. Petrac asintió para sí y luego le volvió a susurrar. Cuando terminó, alzó la mano en el aire y dejó que el cuervo se fuera.
—Se trataba de Haggerth. Creo que el mensaje que le he dado lo convencerá. Sólo tienes un problema, y se refiere a tu guía, alguien llamado Jerilon Dane.
—¡Él! —Esta vez la mujer-gato no se disculpó por volver a mostrar las uñas—. ¡Acabó con mi clan! ¡Hizo asesinar a las crías!
—Él no hizo eso. Sí, es responsable de la muerte de muchos, pero en combate. Jerilon Dane era uno de los oficiales aramitas más civilizados. Eso fue su ruina. Por eso lo obligaron a representar el papel del zorro en la cacería de los Corredores. No consiguió ningún progreso auténtico, al menos a los ojos de la Manada, y mostró compasión, un rasgo que los piratas-lobo llevan siglos intentando eliminar de sus soldados.
—Me reservo mi opinión para cuando haya hablado con él —dijo el Grifo—. Las criaturas pueden cambiar. ¿Es ése el problema? ¿No confían en él?
—Haggerth parece que sí. Mrin/Amrin… supongo que sí. Los otros Supremos Vigilantes no tienen nada que ver con esto, y lo más probable es que acepten lo que decidamos. No, el problema es que Dane se niega a regresar contigo. Dice que viajar contigo significa la muerte segura para él, que con un milagro hay suficiente. No puedo reprochárselo, si se tiene en cuenta su punto de vista.
El Grifo se puso a considerar el punto de vista del antiguo piratalobo… y algunas de las intrigantes posibilidades que significaba su presencia en el País de los Sueños.
—Este hombre era un comandante aramita. De alta graduación.
—Así es.
—Entonces tengo que disculparme y ponerme en marcha ahora, Lord Petrac —anunció el Grifo levantándose—. Tanto si puedo como si no puedo convencer a ese hombre de que venga a Canisargos conmigo, tengo que hablar con él, ¡aunque sea para no perder el juicio!
El Supremo Vigilante arrugó el entrecejo todo lo que le permitieron sus facciones.
—No comprendo tu lógica.
El Grifo miró a Trola, pero ésta sacudió la cabeza para indicar que tampoco comprendía. El antiguo monarca de Penacles los señaló a ambos con las manos y dijo:
—Ni vosotros dos ni nadie en el País de los Sueños sabe nada de mí. Eso es algo que se ha repetido una y otra vez.
—Y es cierto, muy cierto —interpuso la Voluntad del Bosque—. A pesar de que pocos de nosotros somos lo bastante viejos para recordar algo que se remonta a tanto tiempo atrás. La guerra ha conseguido lo que no pudo la naturaleza… alguno de nosotros tendría que recordar.
—¿Y quién recuerda?
—Shaidarol, claro, pero eso se debe a que… El Supremo Vigilante se interrumpió al ver que el Grifo asentía…
—… A que él era uno de los servidores del Devastador. Como lo fue Jerilon Dane. —El Grifo cruzó los brazos y sonrió sin alegría—. ¡Puede que Jerilon Dane conozca mi pasado, y se lo sacaré aunque tenga que arrancárselo con mis propias garras!
* * *
—No puedo ayudarte —declaró el ex pirata-lobo categórico—. No hay nada que te pueda decir.
Hubo momentos en su largo y colorido pasado en que el Grifo estuvo a punto de perder por completo el control. Momentos en que la bestia que habitaba en su interior amenazó con hacerse permanentemente con el control. Se enorgullecía, no obstante, de no haber cedido nunca del todo a pesar de haber estado a punto de hacerlo muchas veces.
Ahora se encontraba en esa situación.
Se habían reunido en la cámara donde Haggerth y Mrin/Amrin lo habían interrogado la primera vez. Aparte de los dos Supremos Vigilantes, se encontraban allí unas doce personas más. La mayoría eran nogente o «los Seres Sin Rostro», como Morgis, a quien disgustaba lo poco apto del otro título, había empezado a llamar, que aguardaban con aparente indiferencia el resultado de la reunión. Morgis y Troia también estaban allí. Otras dos figuras de importancia se encontraban asimismo en la sala. Una era otro Supremo Vigilante, un hombre delgado, de incipiente calvicie que llevaba una larga flauta; estaba sentado a un lado de sus camaradas y no decía nada. Ni Haggerth ni Mrin/Amrin habían hecho el menor intento de presentarlo a los demás.
La otra persona de la habitación era, por supuesto, el antiguo piratalobo Jerilon Dane.
Dane no era un cobarde. Aunque era más joven de lo que esperaba el pájaroleón, tenía el aspecto de un hombre que ha pasado años en el frente o cerca de él, un aspecto que el Grifo veía cada vez que se miraba a un espejo. Si no era un cobarde, se contenía porque no tenía el menor deseo de contar lo que sabía.
El Grifo había recuperado su forma natural, e hizo uso de su apariencia depredadora. Extendió una de sus manos en forma de garra, aferró al veterano comandante por la pechera de la camisa y tiró de él hasta que la nariz del aramita quedó a menos de tres centímetros de su afilado pico. Hay que reconocer que Dane se limitó a tragar saliva de forma muy sonora.
—Tú… —el Grifo recalcó cada palabra con meticulosidad—… me dirás qué hay en mí que tanto preocupa a tus antiguos amos para que me hayan robado de la memoria de mi propia gente o te demostraré con toda precisión por qué el grifo salvaje es una bestia a la que la mayoría de los animales aprenden a evitar, incluso los depredadores de mayor tamaño.
Jerilon Dane le dedicó una peligrosa sonrisa burlona, peligrosa para el aramita por atreverse a esbozarla. El antiguo piratalobo levantó una mano y con deliberado ademán retiró la garra del Grifo de su camisa; éste tenía la melena erizada, y el deseo de atacar se hacía cada vez más incontenible. Sin embargo, Dane seguía fingiendo que no existía demasiado peligro para él.
A su espalda, Haggerth dijo:
—No habrá ningún derramamiento de sangre en esta habitación, Grifo. Aunque sea necesario derribarte por otros medios.
—No habrá ninguna necesidad de eso —resopló el aramita —. Si el inadaptado me quisiera escuchar en lugar de graznar, comprendería lo que digo.
—Comprendo muy bien, carroñero.
Ahora fue Dane quien se erizó, pero de otro modo, claro está.
—¡Tú no escuchas! ¡No puedo decirte nada de lo que quieres saber, porque no recuerdo nada de ello ahora!
El Grifo dio un paso atrás sobresaltado. Los demás permanecieron mudos. Ni siquiera se podía detectar el sonido de sus respiraciones.
—¿Qué? —fue todo lo que el pájaro-león consiguió por fin farfullar. Jerilon Dane le volvió a dedicar una sonrisa burlona.
—En cuanto desperté en una de las habitaciones de la ciudadela, me di cuenta de que existían lagunas en mi memoria. Cosas que había querido ofrecer a cambio de asilo, incluidas cosas que tenían que ver específicamente contigo, además. Cuando comprendí lo que había sucedido me quedé aterrado, temiendo que los señores de Sirvak Dragoth me devolvieran a los Corredores.
—Jamás haríamos eso —le aseguró Haggerth.
—Ninguno de vosotros ha crecido bajo el gobierno del Gran Maestre ni del Lord Devastador. No podía estar seguro. Pensé que a lo mejor alguno de vosotros había conservado algún resto de información… Es algo que piensan muchos del consejo, si no recuerdo mal.
—Ha habido muchas bajas entre los vigilantes más ancianos —observaron Mrin/Amrin con amargura. Había un conflicto personal inherente en los tonos de sus dos voces, pero no dieron explicaciones y nadie quiso sacar el tema a relucir.
—Entonces estáis peor de lo que imaginábamos. Lo que yo puedo recordar es que siempre ha existido el miedo de que vosotros… — el sarcasmo de su voz era algo inconsciente, un retroceso a su anterior vida como pirata-lobo— podríais, podríais, podríais… —Aspiró con fuerza —. Me resulta difícil expresarlo aunque recurra a lo que me han contado y a lo que he podido deducir: que vosotros… podríais buscar y encontrar lo que fue tan importante para vuestra causa.
El ex oficial lanzó un juramento ante el agotador esfuerzo que le costaba el simple hecho de hacer aquella declaración.
—Lo siento. Eso es lo mejor que puedo hacer.
—Una magia muy poderosa —masculló Haggerth.
—Terriblemente poderosa —añadieron Mrin/Amrin. El otro Supremo Vigilante acarició su flauta y se limitó a asentir.
—¿Puede esperarse menos del Lord Devastador? —sonrió Jerilon Dane con amargura.
—Harías bien en recordar que ya no es tu señor —susurró Trola. Era evidente que no sentía la menor estima por el hombre.
—Intentaré hacerlo.
—Podemos prescindir de discusiones inútiles —interrumpió el Grifo—. Lo que necesitamos es una dirección para seguir. Una línea de conducta. Canisargos.
—Ya he declarado que no regresaré allí. Luperion no es nada comparada con Canisargos. Cuando se convirtió en la capital tras la destrucción de Qualard, se ordenó a los guardianes que envolvieran a la ciudad con una telaraña de magia tan compleja que ni siquiera la más insignificante de las brujas caseras pasara inadvertida. ¿Puedes imaginar lo que produciría tu materialización en, o cerca de, la ciudad? Se dispararían más alarmas, inaudibles para todos excepto para los guardianes, claro, que si el Devastador en persona hubiera venido de visita.
—¿Recuerdas todo eso?
—Mi antiguo señor —respondió Dane dirigiendo una rápida mirada a Troia— al parecer no ve nada malo en dar a conocer tales precauciones.
—Parece que esss asssí —dijo Morgis, tan alterado por los recientes acontecimientos que empezaba a descuidar su pronunciación. Sin embargo se corrigió al instante:
»Una defensa de esa clase saldría muy cara, pero sería muy efectiva.
—Salió muy cara. Tengo entendido que la mayoría de los guardianes que tomaron parte murieron a causa del esfuerzo realizado para instalar la barrera mágica.
—Lo más probable es que sufrieran «accidentes» —concluyó el dragón—. Es una práctica común en muchos lugares.
El Grifo miró a su compañero con fijeza. Si recapacitaba, no tendría por qué sorprenderle que los dragones pusieran en práctica tales métodos. Los dioses sabían muy bien que más de un humano había eliminado la posibilidad de una filtración de secretos eliminando a los únicos que los conocían.
—Mencionaste Qualard —el nombre había hecho chasquear algo en su mente—, la antigua capital.
—¿Y? —Dane se encogió de hombros.
Más de uno de los Seres Sin Rostro —el pájaro-león encontraba más cómoda la denominación utilizada por el dragón— pareció revolverse nervioso al oír hablar de la devastada ciudad. Se trató de gestos apenas visibles, el fugaz movimiento de un dedo o una crispación del cuerpo, pero el Grifo, un cazador veterano, observó el cambio sufrido por las ambivalentes criaturas. Decidió seguir adelante.
—¿Qué le sucedió a Qualard?
—Hasta yo puedo responder a eso —dijo Troia, al tiempo que se acariciaba el muslo con una de sus afiladas manos. El Grifo tuvo que hacer un esfuerzo para mantener los ojos fijos en su rostro—. Los piratas-lobo de aquel entonces fracasaron miserablemente en la misión encomendada por su perruno dios y éste los castigó a ellos y a todos los habitantes de la ciudad. Eso demuestra lo genial que es el ser al que obedecen esos soldados-perro.
El ex pirata palideció, pero recordó dónde se encontraba y asintió:
—Más o menos, ésa es la verdad.
El Grifo no estaba tan seguro de que así fuera.
—Parece un poco exagerado, a pesar del escaso recuerdo que tengo de cómo se supone que es el Devastador.
—Si hay alguna otra cosa, no puedo recordarla.
—¿Recuerdas cuánto hace que sucedió?
—No soy un anciano como tú, pájaro —repuso con una leve sonrisa—. Fue antes de que yo naciera. De todos modos… me parece que hará al menos un par de siglos.
—Más o menos —murmuró el Grifo. Levantó una mano y se frotó el cuello pensativo.
—¿Qué sucede? —preguntaron Mrin/Amrin a Haggerth—. ¿En qué debe de estar pensando esta cabeza de chorlito ahora?
Haggerth se encogió de hombros, pero es posible que su velo ocultara una sonrisa. Desde luego no parecía compartir las preocupaciones de su doble camarada vigilante. El tercer Supremo Vigilante, como no se le pedía opinión, sacó un pedazo de tela y empezó a limpiar los complicados dibujos de su flauta.
—Dane, ¿sabes algo de la disposición de Qualard? Sé que no es muy probable, pero…
—Sí, sé algo, Grifo.
—¿Sí?
—Forma parte de la historia militar. En los primeros tiempos vio muy de cerca la guerra. Algunas de las batallas más importantes se celebraron cerca de ella. Admito que estudié con un poco más de atención de lo necesario, pero hasta su caída, Qualard estaba considerada inexpugnable.
Mrin/Amrin murmuraron algo ininteligible. Como el doble ser no pareció inclinado a repetir lo que había dicho, nadie le hizo preguntas.
El Grifo se volvió hacia los Supremos Vigilantes.
—Con vuestro permiso, he cambiado de idea. Me gustaría ir a Qualard.
—¿De qué servirá ir a las ruinas de una ciudad que lleva muerta dos siglos? —inquirieron Mrin/Amrin desdeñosos—. Parece muy poco probable que quede nada de valor después de tanto tiempo.
—Tal vez sea verdad. ¿Tengo vuestro permiso? Haggerth miró a Mrin/Amrin, quienes encogieron ambos pares de hombros en señal de rendición. El velado vigilante miró al Grifo.
—No sé por qué no. Dudo de que dejases de ir si te lo prohibiese. De todas formas, aunque Qualard puede estar muerta, podrías encontrarte con algo que viva entre las ruinas. Incluso los aramitas tienden a no acercarse por allí.
En los ojos del Grifo apareció un centelleo que sus antiguos camaradas, como su anterior segundo en el mando, Toos (ahora probablemente el rey Toos I de Penacles), habrían reconocido. El centelleo insinuaba los medios que el Grifo habría empleado para lograr éxito como comandante y ganarse el respeto de cuantos le servían.
—La cual es una de las razones por las que quiero ir. Algo me sucede… o quizá sea un recuerdo que me importuna. —Alzó una mano para anticiparse a lo que sabía iba a decir el Supremo Vigilante—. Lo haría mejor con el menor número de personas posible. No tengo ningún deseo de apartar a nadie de sus deberes. Nadie nos ha atacado, excepto los Corredores, desde que estoy aquí, pero sospecho que durante todo este tiempo os habéis estado defendiendo de algo parecido al acoso.
Al oír esto, el vigilante de la flauta levantó los ojos. No hizo nada más, se limitó a mirar al Grifo.
Haggerth asintió, y el velo se agitó ligeramente. Llevaba una especie de lastre en la parte inferior para evitar que la brisa lo echara a un lado y revelara lo que nadie deseaba fuera revelado.
—Los guardianes nos acosan día y noche aunque han aflojado un poco últimamente. No pueden tocar el País de los Sueños, pero su poder ataca a los individuos, minando nuestras energías despacio pero sin tregua, como si sus soldados cargaran contra nosotros. Me temo que el punto muerto ya ha dejado de serlo. El Gran Guardián D’Rak, que quizá sea el único rival auténtico de D’Shay, desea que esto sea una victoria para los suyos. Sospecho que son los preliminares de un ataque total tanto en el plano físico como en el mágico.
—Eso pensé yo —asintió el Grifo—. Si no hay objeciones, me gustaría llevar a Jerilon Dane, al Duque Morgis y a nadie más.
Haggerth miró al antiguo piratalobo, que cerró los ojos pensativo y por fin, de mala gana, asintió. Al parecer, Qualard le parecía un destino bastante más seguro, y, de todas formas, no le cabía la menor duda de que, de una manera u otra, acabaría viajando con el Grifo a alguna parte.
—Muy bien —empezó el Supremo Vigilante, pero Trola lo interrumpió.
—Maestro Haggerth, maestro Mrin/Amrin. —No mencionó ni siquiera al tercer miembro del augusto grupo, ocupado otra vez con su flauta —. Si se me permite, vamos a enviar al exterior a dos seres no familiarizados, o incapaces de recordar cómo funcionan las cosas en el imperio del Devastador. Los va a guiar alguien cuya lealtad para con nosotros es reciente, lo cual no quiere decir, claro está, que desconfíe de él —añadió con rapidez.
Morgis, que se había colocado más cerca del Grifo, susurró sarcástico:
—¡Oh, no! Desde luego no dice tal cosa.
—Chissst.
—Debemos enviar a uno de los nuestros, en especial por si es necesario regresar con rapidez. Está la cuestión de si pueden hacer aparecer la Puerta en caso de que sea menester. Me ofrezco a ser quien los acompañe.
—¿Tú? —preguntó innecesariamente Haggerth. No se volvió siquiera hacia sus compañeros—. Muy bien. Id. Todos vosotros. Marchad antes de que surja algo más.
—Geas —llamaron Mrin/Amrin, y el Grifo comprendió que no se trataba sólo de una palabra sino del nombre del tercer Supremo Vigilante. El hombre alzó la cabeza con indiferencia—. ¿Puedes traer aquí la Puerta?
Geas movió la cabeza en señal de asentimiento y se llevó la flauta a los labios. Empezó a interpretar una melodía y, a medida que ésta se desarrollaba, los que la escuchaban por primera vez se sintieron conmovidos: era como si un padre amantísimo llamara a un hijo díscolo… o quizá como si un hijo amantísimo llamara a un padre díscolo. Conforme tocaba, el rostro del guardián se congestionaba, pero no debido al esfuerzo sino a una profunda emoción.
Los nogente sujetaron al Grifo, a Jerilon Dane y a Morgis y los apartaron a un lado. El aire empezó a formar ondulaciones muy cerca del lugar donde habían estado, y de las ondulaciones empezó a surgir una mancha alta y ancha…
—¿No podríamos haber hecho nosotros mismos una puerta? —preguntó el Grifo a Troia, que se había reunido con ellos.
—Ninguno de nosotros ha estado en la ciudad. Este es el único método seguro. La Puerta —la mayúscula quedó muy patente por su tono de voz— no necesita haber estado allí.
—¿Por qué no utilizarla contra Canisargos?
—Nuestro poder tiene límites. También el de Geas para convencerla de que haga esto.
—¿Convencerla?
—En otro momento —repuso ella, pues la Puerta se había formado ya por completo. Esta vez era toda de hierro, y el óxido aumentaba. Las enloquecidas criaturas seguían corriendo arriba y abajo, pero sus movimientos eran más incontrolados. El Grifo meneó la cabeza y dijo a Troia:
—No estay muy seguro de esta parte. ¿Recuerdas la última vez que utilizamos la Puerta…?
—Eso fue diferente.
—¿Lo fue?
Geas interpretó de improviso una nota interrogativa, y los enormes batientes de la Puerta empezaron a abrirse muy despacio. Todos los reunidos parecieron contener la respiración… Incluso los Seres Sin Rostro, si es que realmente respiraban.
Una escena de antigua pero total destrucción fue todo lo que se ofreció a su vista miraran donde miraran. No había la menor duda de que aquello era la desdichada ciudad de Qualard. Desde donde estaban, pudieron ver que el viento soplaba con fuerza, y que el sol quedaba oculto tras una masa de nubes grises.
—Tengo entendido que Qualard no fue nunca un lugar muy hospitalario —observó Haggerth—. Lo mejor será que vosotros cuatro os vayáis ya. No se puede saber cuánto tiempo permanecerá abierta la Puerta. Raras veces le pedimos que abra a tales lugares, y no dará paso durante mucho tiempo.
—¿Qué comeremos y beberemos? —preguntó Dane, y acto seguido hizo una mueca de sorpresa al ver que cuatro de las criaturas sin rostro entraban en la sala llevando con ellas cuatro morrales. El aramita se estremeció y musitó al Grifo—: Puede que sean muy serviciales, pero me producen escalofríos por la manera en que parece que se anticipan o saben las cosas.
El Grifo asintió y tomó el morral que le ofrecía uno de aquellos seres. Se lo cargó al hombro y, cuando vio que sus compañeros estaban listos, avanzó hacia la Puerta.
—¿Sin caballos? —inquirió Morgis.
—Es una región demasiado rocosa —respondió Troia—. Además no iremos muy lejos, creo.
—¿Qué esperas encontrar cuando lleguemos allí? —preguntó Dane al Grifo.
—Dependeré de tu memoria y de la mía para responder a eso. Hay algo allí… Estoy bastante seguro.
—Oh, muy bien. Me parece que he aceptado con demasiada precipitación.
Morgis tropezó con ellos, absorto en la escena que tenía delante. Sus ojos se posaron primero en el Grifo y luego en Jerilon Dane.
—Tiene razón. Hay algo ahí.
—¿También, tú? —masculló el ex pirata-lobo.
—¡Buena caza! —los despidió Haggerth.
Penetraron en la Puerta…
… y en la desolación de Qualard…
… y apenas si habían tenido tiempo de reconocer las figuras cubiertas con un yelmo de lobo que los rodeaban, los brazos en alto, cuando…
… fueron enviados a otra parte…
… donde se vieron rodeados por un número mayor de figuras cubiertas con yelmos de lobo y descubrieron que no podían hablar, no podían moverse.
Alguien lanzó una risita satisfecha desde algún lugar fuera del alcance de la visión del Grifo. Resonó el sonido de un pesado par de botas en la oscura sala, y una mano enorme y poderosa agarró al pájaroleón por el hombro y lo hizo girar. El rostro con que se encontró no era nada agradable.
—Bienvenido a Canisargos, Grifo. Soy tu anfitrión. Mi nombre es D’Rak, y estoy tan contento de que por fin nos conozcamos…
D’Rak sonrió. Era una sonrisa aterradoramente parecida a la que el Grifo recordaba haber visto en el rostro de D’Shay durante su último encuentro. Fue la última cosa que vio antes de perder el conocimiento.
Era la sonrisa de un depredador a punto de devorar a su presa.