A Morgis no le importó verse obligado a quedarse atrás mientras el Grifo seguía con lo que el dragón consideraba una misión idiota y muy peligrosa, sólo para demostrar quién era a sí mismo y a los Supremos Vigilantes. Tendría que haber sido al contrario. Sabía por las cosas que le había explicado su padre y los informes de los espías cómo era el ex gobernante de Penacles. Había muchos motivos para admirarlo y el tiempo que llevaban viajando juntos no había hecho más que aumentar las características que el duque había descubierto. Bajo otras circunstancias, Morgis lo habría considerado un amigo, pero los dragones no son así. El Grifo era un aliado temporal —se repetía una y otra vez— y, cuando regresaran al Reino de los Dragones, la tregua entre el pájaro-león y el Dragón Azul llegaría por fin a su término.
No había mencionado a su compañero la existencia del pequeño artilugio que guardaba en una de sus bolsas. El Grifo habría desconfiado sin duda, de haber sabido que Morgis había ido informando a su progenitor de todo lo que sucedía. Al fin y al cabo, era el deber del duque, pero el Grifo quizá lo habría considerado una señal de desconfianza e incluso de traición. Todo esto se lo había explicado el Dragón Azul aunque Morgis seguía sin comprenderlo muy bien. A pesar de su aspecto físico, a pesar de sus conocimientos y experiencia, Morgis era aún joven comparado con su padre y el Grifo. La muerte violenta de sus dos predecesores lo había colocado en una posición de poder de la que le habría gustado prescindir.
El artefacto en cuestión, como la mayoría de los instrumentos de comunicación, era de naturaleza cristalina. Morgis no pretendía comprender su funcionamiento; la cuestión era que funcionaba. Una idea le vino a la mente de improviso. ¿Supondría la utilización de aquellos objetos que el Dragón de Cristal también podía enterarse de todo lo que se decía? ¿Era ése el secreto del tremendo poder de aquel Rey Dragón? Se estremeció ante la idea. Ahora que el Dragón de Hielo había muerto, su reluciente hermano del sudoeste era el mayor y probablemente el más poderoso de todos los soberanos reinantes.
Volvía a dejar vagar la mente. Era algo que había empezado a hacer cada vez con más frecuencia desde que iniciara la travesía con el Grifo. Éste lo llamaba librepensamiento, una habilidad que había permitido a la humanidad avanzar y extenderse de la forma en que lo había hecho. Morgis le había recordado entonces que Toma fue un librepensador, y eso dio pie a una discusión que…
¡Volvía a hacerlo! Con mucho empeño el duque se concentró en el cristal. La transmisión sería débil, lo sabía por pasadas experiencias, pues el hechizo que envolvía el cristal no había sido pensado para cubrir tales distancias.
El duque se concentró, dirigiendo la mente en busca de la de su padre. Había que tener en cuenta cierta diferencia horaria, pero dudó de que tuviera demasiada importancia por el momento aunque, de todos modos, el duque no deseaba perturbar el reposo de su progenitor si podía evitarlo.
La imagen se negó a aparecer. Recibió una impresión de neblina —no, más bien de una niebla espesa— que parecía separar al País de los Sueños del mundo exterior. Morgis juró en voz baja. ¿Era ése el motivo de que los vigilantes no le hubieran quitado el cristal? ¿Sabían ellos que no funcionaría?
De repente estableció contacto con otro ser. No sabía de qué se trataba, pero era una especie de espíritu afín. De naturaleza draconiana y tan sobrecogedor que el duque estuvo casi a punto de cortar la comunicación.
Se trataba de una mente y algo más. La mente de un dragón, pero ¡qué dragón!
Entonces la conexión dio paso a otra imagen. La imagen de una puerta —la Puerta— y del Grifo de pie ante ella, con los brazos levantados. Al cabo de unos instantes el pájaro-león bajó los brazos y miró a su espalda, con toda probabilidad a la mujer que lo había acompañado, pensó Morgis con cierta acritud. Por el hecho de ser un dragón sentía una considerable desconfianza por las hembras. Si un dragón hembra no tenía crías de las que ocuparse, solía pasarse el tiempo intentando seducir a un macho o, lo que era peor, a un humano. No comprendía la fascinación que estos últimos sentían por las hembras; no era sólo que fueran sabrosas… aunque el duque jamás había probado carne humana. El Dragón Azul era por demás austero, motivo por el cual sus súbditos humanos le eran tan leales.
El Grifo volvió a mirar al frente, con una mirada de consternación en su rostro de rapaz. Algo oscuro y borroso saltaba sobre él…
Una mano pálida cayó sobre el cristal y lo lanzó fuera de su mano con violencia. El cristal se estrelló contra el suelo, resquebrajándose. Un pie calzado lo aplastó hasta convertirlo en fino polvillo.
Morgis levantó los ojos y se encontró con el espacio en blanco que hacía las veces de rostro de un miembro de los nogente.
No se dejó engañar por su suave apariencia. El poder de aquellas criaturas ya había dejado su huella en él; aunque de todos modos el dragón tampoco carecía de poder. Tenía conjuros preparados para ocasiones como ésa y lanzó el primero de ellos de forma casi automática. Unos ojos que podían ver en el interior de aquel otro mundo en que se encontraba el espectro de poder contemplaron cómo se manipulaba una parte de éste y las bandas de energía salían en busca del siniestro intruso.
Era imposible saber si la criatura veía de la misma forma en que veían dragones y humanos, pero la no-persona —una mínima parte de la mente del duque maldijo a los Supremos Vigilantes por no dar a aquellas monstruosidades un nombre auténtico— bajó la vista hacia su cuerpo y pareció estudiar lo que hacía el dragón. A medida que su control aumentaba, Morgis se permitió una leve sonrisa.
El ser sin rostro se limitó a pasar entre sus bandas de energía como si no fueran más que una ilusión y éstas se cerraron sobre sí mismas desintegrándose.
«Muy mal», pensó Morgis para sí. «Muy mal».
Lanzó otro conjuro, más violento. Las sutilezas eran cosa del pasado ahora; la autodefensa era lo más importante. Lo que acababa de lanzar destrozaría la parte frontal de su habitación y desperdigaría los restos de su adversario en una docena de direcciones diferentes.
Al menos eso se suponía que debía suceder.
El aire que rodeaba al intruso centelleó con fuerza, cegando al dragón, que se cubrió los ojos y dio un paso atrás. La explosión que debía de haber producido su conjuro no se produjo.
Morgis no era un ser muy perspicaz, pero empezó a estrujarse la mente en busca de algún truco que lo librara de la nopersona. El ataque por medios mágicos había fracasado de mala manera. A lo mejor, pensó con rapidez, sería necesario utilizar la fuerza. Adoptar la forma de dragón lo dejaría demasiado vulnerable a un ataque; quedaba pues la espada… y la habilidad del duque con la espada era bien conocida en su país.
La espada apareció en su mano en cuestión de milésimas de segundo. Ya había dejado atrás la cuestión de la autodefensa. Morgis quería la sangre de la criatura sin rostro; parecía que ninguna otra cosa podría salvar al dragón. Le satisfizo ver que la togada figura se había detenido al darse cuenta de sus intenciones; eso significaba que reconocía la espada como una auténtica amenaza.
Sonrió y atacó.
La nopersona extendió una mano blanda y pálida… y sujetó el filo de la espada. La hoja especialmente afilada que, combinada con la fuerza del dragón, habría podido atravesar casi el tronco de un árbol de un metro de grueso, no produjo ni un rasguño en la palma del ser.
Éste tiró de la hoja hacia él, y el dragón tuvo al menos la previsión de soltarla; de lo contrario habría ido a caer en brazos del otro. Aun así, empezaba a quedarse sin ideas y sin espacio donde moverse. La criatura sin rostro había conseguido de forma lenta y metódica arrinconarlo en una esquina. Morgis se rindió a lo inevitable y se tragó el orgullo.
Gritó. Al menos, lo intentó. No le pasaba nada a su voz; estaba seguro. Sin embargo, el grito sonó apenas como un susurro y no tuvo que adivinar quién era el responsable.
Su espalda chocó contra la pared. No tenía ningún espacio para retroceder. Silbó. Muy bien. Si la cosa lo quería, lo tendría de pies a cabeza. Se arrojó contra el ser con las manos afiladas dirigidas hacia el rostro vacío, mientras su figura se deshacía y reformaba, recuperando el aspecto con el que había nacido. Morgis miró a la criatura de soslayo. A la vez sus mandíbulas se distendían y perdía todo rastro de humanidad. Ahora se vería si su asaltante había contado con aquello.
La mano que se extendió al frente y lo sujetó por el rostro fue la misma que había detenido la afilada y mortífera espada casi sin esfuerzo. No utilizó mucho más para detener en seco al dragón, invirtiendo la transformación de un modo muy parecido a como lo habían hecho los tzee. El gruñido del duque se convirtió en un grito de dolor y cayó de rodillas, de nuevo bajo su aspecto humanoide. Mientras luchaba contra la terrible sensación de dolor alzó las manos e intentó apartar la del otro. Tuvo el mismo éxito que si hubiera intentado arrancar de la superficie de la tierra el Reino de los Dragones entero. El pánico se apoderó de él; Morgis no se había encontrado jamás en semejante situación de impotencia.
La nopersona pareció bajar la mirada hacia su derrotado oponente. No mostraba el menor indicio de satisfacción ni tampoco de cólera. Si es que sentía algo, más bien parecía curiosidad por su persona.
Morgis tuvo la impresión de que el mundo se esfumaba.
El ser sin rostro retiro la mano y estudio al dragón que tenía ahora los ojos en blanco. Morgis, inconsciente de cuanto lo rodeaba, continuó de rodillas mirando al frente sin ver. La criatura extendió la mano izquierda y trazó un dibujo en el pecho del duque. Luego, satisfecha, la no-persona retrocedió, miró o pareció mirar —pues carecía de algo que pudiera considerarse ojos— la habitación en general, y luego muy despacio y con calma salió por la puerta.
Al cabo de menos de un minuto, el dragón se levantó y abrió los ojos. Parpadeó una vez, luego introdujo la mano en una de las bolsas de su cinturón.
El cristal no estaba. Morgis meditó por un instante y luego dio un paso en dirección al resto de sus pertenencias. En un momento dado sus botas pisaron el sitio exacto donde había sido triturado el objeto que buscaba y del que ahora no quedaba ni rastro. Ignorante de ese hecho, Morgis rebuscó a fondo entre sus pocas posesiones. Al final se dio por vencido y se sentó en el borde de una de las sillas del recinto. Al parecer, pensó, los Supremos Vigilantes habían reconocido lo que era el cristal y decidieron confiscarlo.
Puesto que era evidente que no podía hacer nada, se levantó de la silla y se dirigió a la cama. Al hacerlo, observó con sorpresa que su espada descansaba sobre una de las otras sillas. No recordaba en absoluto haberla desenvainado. Se reprendió a sí mismo por su falta de cuidado, la recuperó y volvió a colocarla allí donde pudiera alcanzarla con rapidez.
La cama era blanda. Mientras que a un humano le habría sido imposible descansar con comodidad llevando puesta la armadura, el dragón poseía la ventaja de que, puesto que en su caso la armadura era sólo un remedo de una auténtica, podía ajustaría según le conviniera. Así pues, se tumbó sobre el lecho y se relajó.
Lo último que pensó antes de dormirse fue que esperaba que el Grifo regresara pronto, antes de que enloqueciera de aburrimiento.
* * *
Los Corredores son muy buenos en el desempeño de sus cometidos, y, cuando se les presenta una ocasión aunque sea de forma repentina y casi milagrosa, se adaptan con facilidad a la situación. Por ese motivo, el primero que descubrió la Puerta abierta no lo pensó dos veces y la atravesó como una exhalación seguido casi de inmediato por sus compañeros. Fue también esta adaptabilidad la que permitió al incorpóreo cazador aprovechar la situación y atacar el blanco más cercano, todo ello en el espacio de pocos segundos. Y sólo el hecho de que el blanco más cercano fuera el Grifo echó por tierra lo que, de lo contrario, habría sido un avance perfecto.
Allí donde la oscura forma dio por sentado que se encontraría su víctima no fue el lugar donde su supuesta víctima estaba al cabo de un instante. El Grifo había sobrevivido a una etapa como mercenario que duró más años de los que vivían muchos humanos, y no sobrevivió sólo gracias a la suerte. Sus ya bien desarrolladas dotes, en gran parte inherentes a él por ser lo que era, alcanzaron un nivel que pocos podían igualar. Y a pesar del largo período vivido como monarca de una región próspera, el Grifo no permitió que la buena vida lo ablandara.
El Corredor pasó por encima de su cabeza y aterrizó con soltura unos cuatro metros más allá. Sus ojos distinguieron las dos figuras que observaban a poca distancia. ¡Un Supremo Vigilante! El Corredor, una borrosa forma lobuna, pareció estremecerse de ansiedad. Cómo le recompensaría el Padre aquello…
En otras circunstancias, el Grifo habría intentado ocuparse de la criatura. Sin embargo, varias otras formas oscuras y excitadas requerían su atención, y su fino oído ya le había informado de que el primer Corredor había decidido atacar a Troia y a Lord Petrac. Decidió que entre los dos podrían deshacerse de una de aquellas monstruosidades. Lo consideró justo, teniendo en cuenta que él tendría que ocuparse de media docena al menos.
Los Corredores eran unas abominaciones desconcertantes. Vislumbró dientes, refulgentes ojos inyectados en sangre, y formas parecidas a las de delgados y rápidos depredadores; pero, de todos modos, no se trataba de animales comunes. Los Corredores se mezclaban y pasaban unos a través de los otros como si carecieran de sustancia o fueran una misma criatura. No obstante, el Grifo sabía que si lo atacaban, el ataque sería muy real.
Empezaron a dar vueltas a su alrededor, algunos siguiendo la dirección de las manecillas del reloj y otros al revés. Eran cuatro o cinco. Le era imposible decir cuántos habían cruzado la Puerta antes de que ésta decidiera cerrarse. Por lo menos otro más debía de haber pasado junto a él para reunirse con el primero en el ataque a los dos compañeros del pájaroleón. Otro, el primero que saltó sobre él tras la embestida inicial, estaba muerto o en todo caso vencido. El Grifo lo había capturado con las zarpas cuando intentaba llegar hasta su cuello. Por lo que parecía, cuando se solidificaban para atacar, los Corredores eran vulnerables a las represalias.
De todas formas sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que volvieran a echársele encima. Intentaban confundirlo, hacer que se volviera en la dirección equivocada de modo que uno pudiera atacarlo en un punto vulnerable, mientras los otros caerían sobre él cuando intentara deshacerse del primero. Era una estrategia sencilla, pero efectiva. Habría funcionado con otros adversarios, pero no con el Grifo.
Empezaba a penetrar en los dominios de la hechicería —con un hechizo concreto en mente— cuando advirtió algo asombroso: los Corredores lo esperaban también allí. Al menos, una parte de sus mentes estaba en contacto con los mismos poderes que él buscaba. De no haber sido por su cuidadosa atención, se habría encontrado cogido él mismo en una trampa. Se retiró antes de que las mentes de las criaturas advirtieran su presencia.
Estaba ante un complicado dilema. Los Corredores vigilaban en los dos niveles, el físico y el mágico, y sabían qué esperaban. Si intentaba utilizar hechicería, lo atraparían. Si utilizaba la fuerza física…
¡Claro! El único que había muerto hasta el momento había muerto a consecuencia de un ataque físico. ¿Sería posible, pues, que aunque los Corredores pudieran vigilar en dos planos diferentes, sólo pudieran atacar en el físico? ¿Significaba eso que en todas las demás ocasiones no eran más que fantasmas inofensivos?
El proceso de deducción duró cuestión de segundos, sin que dejara de prestar atención al peligro más inmediato. Era algo que había desarrollado al extremo durante innumerables campañas; el mercenario incapaz de pensar mientras se encontraba en una situación de vida o muerte moría joven.
Se escuchaba ruido a su espalda, ruido de lucha, pero era consciente de lo peligroso de volverse aunque fuera por un momento. Además, si estaba en lo cierto, era muy posible que pudiera utilizar las habilidades incorpóreas de las espectrales criaturas en beneficio propio. Si eran físicamente incapaces de tocarlo…
Permitió que dieran dos vueltas más y luego dejó al descubierto el costado derecho. Los Corredores eran inteligentes, pero al fin y al cabo no eran más que animales. El instinto prevaleció y la figura lobuna más cercana saltó sobre su desprotegido costado.
Con una rapidez inalcanzable para la mayoría de las criaturas, el Grifo sujetó al sorprendido Corredor y, antes de que pudiera recuperar su incorporeidad, lo lanzó contra sus compañeros. Estos, claro está, conservaban todavía su estado espectral… que era exactamente lo que él quería. Incluso antes de que el aerotransportado Corredor consiguiera recuperarse lo suficiente para reaccionar, el Grifo se había movido ya junto con la criatura de modb que cuando ésta aterrizó, él estaba fuera del círculo. Los Corredores aullaron, y el que había sido víctima del engaño intentó morder al pájaroleón, olvidando que había vuelto a perder la forma sólida.
Libre del círculo, ahora que había provocado la cólera de los animales, el Grifo giró en redondo y, atrapando todo el poder de que fue capaz con la mayor rapidez posible, lanzó una ráfaga de energía en bruto al más cercano de sus perseguidores. La criatura se deshizo en medio de la brillante explosión de energía, desapareciendo en mitad del salto. La que la seguía más de cerca sólo tuvo tiempo de iniciar un brusco frenazo antes de desaparecer también ella como un pedazo de hielo arrojado a una hoguera.
Una tercera de aquellas borrosas figuras lobunas consiguió virar y esquivar la explosión, pero el impacto recibido le arrancó parte del lomo y las dos patas traseras. El Grifo se sobresaltó al descubrir que, a pesar de su naturaleza incorpórea, los Corredores sangraban al recibir una herida de importancia; al menos algo oscuro y húmedo manaba del agonizante monstruo.
Quedaban dos Corredores todavía. Por lo visto habían tenido tiempo suficiente de considerar sus posibilidades, lo cual quería decir que huían y conseguirían escapar por el momento a menos que se hiciera algo. Como ahora controlaba la situación, hizo uso de un conjuro sacado de su memoria y se concentró en la extensión de terreno situado frente a las dos fieras que huían.
La hierba que se encontraba a unos diez metros aproximadamente de los Corredores se inclinó hacia éstos con evidente intención. Tal y como suponía, los Corredores hicieron caso omiso de aquella amenaza física y siguieron corriendo sin aminorar la marcha. El pájaroleón contempló el ondulante suelo que los envolvía, y, cuando nada reapareció, meneó la cabeza satisfecho. Para no causar más daño al terreno había creado una pequeña puerta escondida tras la ilusión de un ataque físico. Los Corredores atravesaron la abertura sin vacilar y ésta había sido diseñada para cerrarse en cuanto hubieran pasado.
Por desgracia para aquellas criaturas, no había salida. El Grifo las arrojó al Vacío infinito, una dimensión de la nada que podía tragarse todo un mundo y no verse saciada. Existían pocas posibilidades de que los dos seres consiguieran encontrar un modo de salir antes de que alguna otra cosa que flotase en el Vacío acabara con ellos, incorpóreos o no.
Al Grifo se le había ocurrido este truco después de que él y el Dragón Azul estuvieron a punto de sufrir un destino semejante a manos de uno de los propios hijos del Rey Dragón. El pájaroleón y el Rey Dragón utilizaron una puerta muy parecida a ésta (denominada agujero dimensional por algún antiguo y siniestro motivo), y avanzaban por el sendero abierto en el Vacío cuando la rebelde cría del Dragón Azul cerró la puerta. Sólo los salvó la experiencia y la rapidez de reacción. Morgis llevaba ahora el título que había pertenecido a aquel dragón traidor; después de todo, el rango de poco sirve a los muertos.
De repente recordó a las dos criaturas que habían pasado junto a él para atacar a Trola y a Lord Petrac. El Grifo no prestó atención al hecho de que sus pensamientos hubieran ido dedicados primero y ante todo a ella. De haberlo hecho, habría supuesto que el motivo era que ella no era un Supremo Vigilante como Lord Petrac.
Con verdadero alivio descubrió que no parecían haber sufrido el menor daño aunque la Voluntad del Bosque parecía extrañamente abatido. Troia, que intentaba consolarlo con respecto a algo, alzó la cabeza cuando el Grifo se aproximó.
—Nunca ha estado así antes —murmuró la mujer-gato. Petrac se movió, y levantó la cabeza para mirar al pajaroleen. El rostro de ciervo daba un tono más trágico a su tristeza.
—Perdonadme. A medida que declina el País de los Sueños, se me hace más repulsiva cualquier medida violenta que tomo. Eran monstruosidades, cierto, pero vivían, disfrutaban de la vida tal y como era. ¿Qué culpa tienen ellos si el Devastador los ha hecho así?
El Grifo no lo consideró desde ese punto de vista y decidió que no lo intentaría. La guerra era algo terrible, pero tener en cuenta la vida del enemigo hasta el punto en que amenazara la propia existencia… era una idea demasiado perturbadora. Sabía que si se llegaba al extremo de tener que elegir entre su vida y sus creencias o las de su enemigo, lucharía para defender lo que era suyo.
De todos modos comprendía que las cosas no podían ser sólo blancas o negras y farfulló algo al respecto dirigido a Lord Petrac aunque, incluso a él, le parecieron palabras huecas.
El Supremo Vigilante, más tranquilo, le dio las gracias con un gesto de cabeza y consiguió esbozar una débil sonrisa.
—Sé que hacemos lo que debemos. El Devastador y sus hijos, los aramitas, no aceptarán un compromiso. Rendirnos dócilmente sería una estupidez. Los piratas-lobo se limitarían a pisotear nuestros cadáveres. —Sacudió la cabeza—. No sé explicar lo que me ha ocurrido. Cuando alcé mi bastón y los borré del mundo de los seres vivos me sentí abrumado por su pérdida. Me temo que esta larga guerra empieza a afectarme.
El Grifo sintió alivio al verlo reaccionar. Las cosas ya estaban bastante mal sin tener que hacerse cargo de un Supremo Vigilante abrumado por prejuicios morales. La tarea de Petrac no era envidiable. Suspiró y se volvió otra vez hacia la Puerta.
Esta no había cambiado de aspecto durante la lucha. Las oscuras criaturas de los costados continuaban moviéndose por todas partes sin cesar. Los enormes batientes estaban perfectamente cerrados, y un ligero resplandor rodeaba la estructura.
«Satisfecha contigo misma?», le gritó el Grifo mentalmente. «¿Fue ésa la sentencia… dejar entrar una jauría de esos horrores? ¿A qué juegas?».
No estaba seguro de si la Puerta era parte intrínseca del País de los Sueños o sólo un artefacto creado por alguien mucho tiempo atrás. No obstante, era la cosa más sólida contra la que podía dirigir su rabia en aquellos momentos.
—Grifo… no —dijo Troia al tiempo que daba un paso hacia él.
Se encogió de hombros haciendo caso omiso de sus palabras.
—Déjame. Lord Petrac tiene su carga que llevar; yo tengo algunas cargas de las cuales debo deshacerme. ¿Qué es lo que protegemos realmente aquí? ¿Se preocupa de verdad el País de los Sueños por nosotros? Quiero respuestas.
El Grifo dio unas zancadas en dirección a la Puerta. Estaba a menos de tres metros cuando se esfumó, y se encontró mirando unos cuantos árboles y el resto del paisaje.
Sin embargo, antes de que se desvaneciera, pudo vislumbrar algo, como si aquello hubiera escogido ese momento para enviarle una especie de mensaje. Claro que, a lo mejor, eran imaginaciones suyas. Duró un segundo y el Grifo no lo habría podido describir más que como la impresión de un ser enorme y poderoso. No se trataba del Devastador. Habría reconocido la vileza de aquella criatura. No, esto era otra cosa.
Y estaba prisionero. A su alrededor se habían tejido ataduras que demostraban grandes conocimientos; eso también lo percibió el Grifo.
De lo más recóndito de su mente vinieron a importunarlo viejos recuerdos, pero, igual que tantos otros que insinuaban terribles necesidades y acontecimientos de gran trascendencia, volvieron sobre sí mismos y se enterraron de nuevo en el lodazal de su subconsciente. Se quedó allí inmóvil, sin hablar, mientras interiormente se maldecía por haber regresado a una tierra que amenazaba con hacer que el Reino de los Dragones pareciera, en comparación, un lugar tranquilo y amigable.
Ahora, más que nunca, estaba decidido a ir a Canisargos… Aunque significara enfrentarse al mismísimo Devastador.
Estaba seguro de que, con su suerte, eso era lo que probablemente sucedería.