Los dos jinetes se habrían aburrido de no ser porque se encontraban en un continente extranjero donde cualquier persona o cosa debía ser considerada una amenaza potencial. El paisaje era tan monótono que a veces les daba la impresión de que estuvieran viajando en círculo. Todo tenía tendencia a parecer igual. El Grifo casi ansiaba la llegada de la puesta de sol, aunque sólo fuera porque otorgaría un aspecto distinto al paisaje que los rodeaba. Morgis se recostó en su silla.
—¿Acampamos aquí o preferís seguir adelante un poco más? No tengo ganas de detenerme, y desde luego los caballos parecen ansiosos por seguir.
Era cierto. Ambos jinetes tenían dificultades para controlar sus monturas. Los caballos querían correr, pero ni el Grifo ni su compañero tenían la menor intención de permitírselo. Correr frenéticamente por un bosque cada vez más oscuro no era una idea muy sensata. El Grifo consideró la pregunta del duque.
—Sigamos adelante un poco más. —Levantó la mano para señalar el cielo—. Será Hestia la única que brillará un poco esta noche y ni siquiera será visible la mitad de ella. No tengo el menor deseo de viajar por estos bosques mucho tiempo si no puedo ver.
—No hemos visto nada. Están vacíos.
—Entonces preguntaos por qué están tan vacíos.
Morgis calló y el Grifo pudo volver a concentrarse en lo que les esperaba. La pregunta hecha al dragón le preocupaba un poco. Los bosques estaban totalmente vacíos. Hasta los ruidos normales de la naturaleza —las aves y los animales nocturnos— se oían amortiguados. ¿Era acaso ésa una zona tan escasamente poblada que tanto silencio fuera normal? Quizá los aramitas, en su conquista inicial de la región, habían diezmado en tal forma la vida animal que todavía no se había recuperado. Pero era extraño porque en ese caso también habría sufrido el paisaje. Con tantos guerreros en su hipotético ejército, la destrucción habría sido a gran escala: árboles talados o quemados y cosas por el estilo.
Los árboles eran demasiado viejos. Durante el tiempo que habrían necesitado para crecer hasta alcanzar semejante altura, la vida animal haría ya tiempo que se habría recuperado.
De improviso se puso en tensión, el bosque se había quedado completamente silencioso. En un silencio sepulcral.
Distinguió a Morgis en medio de la penumbra. Había detenido su montura, y le hacía señales. Algo al norte. El Grifo se detuvo, se concentró, y, gracias al silencio, lo oyó. Un sonido muy débil, pero inconfundible. El tintineo del metal contra el metal.
Echar a correr habría sido una estupidez. El pájaroleón atisbo a su alrededor, sus ojos se posaron sobre unos espesos matorrales a su derecha. Indicó al dragón lo que pensaba hacer, desmontó y condujo a su animal lentamente hacia el lugar. Morgis lo siguió con su montura. Condujeron a los caballos hasta detrás del follaje y luego los obligaron a tumbarse.
La visibilidad era casi inexistente, lo cual les beneficiaba. En su posición actual, era más probable que fueran ellos quienes vieran primero a los recién llegados.
No tuvieron que esperar mucho. El tintineo del metal contra el metal era más evidente, igual que el ruido de hombres y caballos. Morgis posó una mano sobre el hombro del Grifo para alertarlo. El primero de los jinetes, cuyo aspecto era el de una mancha borrosa, pasó muy cerca de ellos.
No veía sus yelmos, pero sabía que eran pirataslobo. Había algo, algo que era tan parte de ellos que, en ese momento, hasta podía imaginar lo que pensaban. Eran al menos diez, tal vez el doble. Era difícil de decir, pero dudó de que se equivocase por mucho.
En un momento dado le pareció que le escudriñaban el cerebro; de forma sutil, casi imperceptible. El Grifo creó una barrera, desviando la sonda de modo que creyó haber dejado de existir. Se volvió hacia el dragón con ansiedad, pero Morgis asentía ya con la cabeza; también él había percibido la sonda. Un hechicero de algún tipo acompañaba a la patrulla. Como el que había estado con D’Shay la última vez. Aquel que había parecido consumirse y morir cuando uno de los guardaespaldas sin vida del Grifo aplastó accidentalmente el talismán que el hombre utilizaba. ¿Guardián? Esa era la expresión. Los aramitas iban acompañados por un guardián.
También supo entonces a dónde iban. Se dirigían en línea recta al pueblo donde ellos habían comprado los caballos, es decir, que por lo menos intentaban averiguar si el Korhus había desembarcado a alguien.
El último de los pirataslobo pasó junto a los dos compañeros de viaje. El dúo aguardó mientras el Grifo contaba los segundos mentalmente. Morgis, cansado, estuvo a punto de incorporarse cuando el Grifo tiró de él para que permaneciera agachado. Fue una suerte: apenas el dragón regresó a su lugar detrás del follaje cuando hicieron su aparición nuevos piratas-lobo, siguiendo idéntica ruta que sus predecesores. Era tal y como había sospechado el Grifo. El segundo grupo servía de apoyo. Era una forma de sacar al enemigo del escondite y luego atacarlo por ambos flancos. Se le deja creer que la patrulla ha pasado y se lo atrapa por sorpresa cuando sale del escondite.
Estaba claro que llevaban menos ventaja de la que daban por sentado. De alguna manera, en menos de un día había corrido la voz desde uno de los barcos pirata hasta algún destacamento. El pájaroleón no dudaba de que la noticia correría con la misma rapidez por toda la zona en cuanto la patrulla descubriera la existencia de dos viajeros desconocidos que se habían visto obligados a comprar caballos apenas a quince kilómetros del puerto natural. Ni siquiera podían confiar en que disponían del tiempo que necesitaría la patrulla para llegar hasta el pueblo, interrogar a los habitantes, y dar la vuelta para perseguirlos. Si las comunicaciones eran tan eficientes, tal vez más adelante hubiera ya una patrulla esperando para cortarles el paso.
Esta vez esperaron mucho más tiempo antes de pensar siquiera en incorporarse. Por fin, el Grifo se levantó sin hacer ruido, escudriñando los árboles que los rodeaban. Una extraña sensación le recorrió el cuerpo, como si no estuvieran solos a pesar de la certeza de su mente de que todos los aramicas habían pasado ya. Era una sensación parecida a cuando creyó que los observaban innumerables ojos, sólo que esta vez le pareció que estaban totalmente rodeados.
Morgis se levantó, desentumeciendo los músculos. El dragón no estaba hecho para acurrucarse.
—Sugiero que sigamos mientras los caballos aguanten. Tenemos que poner tanta distancia por medio como sea posible.
—Podríamos recurrir a las capas mágicas. Hacer que nos confundiéramos con el follaje… No, entonces tendríamos que abandonar los caballos —El Grifo, pues, asintió—. No hay elección. Seguiremos cabalgando…, pero nos detendremos en cuantío uno de nosotros empiece a dar cabezadas. No hay que excederse por temor a desprestigiarse. Si uno de nosotros se cansa le avisa al otro.
—De acuerdo —asintió el duque.
Montaron y, superada la breve discusión, continuaron directamente hacia el este. Morgis sugirió el sudeste, pero el Grifo estaba seguro de que lo que buscaba estaba más al norte…, si es que estaba en alguna parte. Dirigirse al nordeste no obstante, era arriesgado, los llevaría demasiado cerca de las zonas más pobladas del imperio de los pirataslobo.
Hestia continuó su trayecto por los cielos, esparciendo una luz débil. Los dos jinetes agradecían la protección que les proporcionaba pero, a la vez, les habría gustado poder ver algo más que pocos metros delante de ellos.
La sensación de que los vigilaban siguió inquietando al pájaroleón.
El tiempo transcurría despacio. El Grifo levantaba los ojos de cuando en cuando hacia la solitaria luna, en un intento por calcular tanto la velocidad de sus caballos como lo que faltaba para el amanecer. La tercera vez que alzó la vista, sus ojos se entrecerraron. ¿No había estado la luna a su izquierda toda la noche? ¿Qué hacía ahora detrás de ellos? Una luna era constante. Seguía una ruta y permanecía en ella. No viajaba de un lado a otro como un jovencito vagabundo.
Así pues, si no era cosa de la luna, ¿quería decir que se dirigían… al sur?
—Tenemos un problema. —Las palabras eran del Grifo, pero las pronunció Morgis. El pájaro-león apartó la vista de la mal colocada luna y miró al frente hacia el lugar que indicaba el dragón.
—No hay forma de atravesar esa maraña. «Maraña» era una palabra suave para definir lo que les cerraba el paso. No existía camino alguno. En su lugar, se encontraban frente a un enorme revoltijo de árboles y plantas trepadoras tan espeso que se necesitarían días para despejarlo.
—No utilicéis magia —advirtió el Grifo.
—No soy tan estúpido —musitó Morgis—. Cualquier hechizo que pudiera abrirnos paso a través de esta masa sería hacer sonar un cuerno para que nuestros amigos de negro pudieran localizarnos. De la misma forma, no hay ni que pensar en fuego. ¿Sugerís que nos abramos paso a golpes de espada?
—Sugiero que lo rodeemos.
—¿Por dónde? —El duque extendió los brazos—. Se extiende sin fin. ¿Por qué no lo vimos antes?
La sensación de que los observaban era cada vez más intensa.
—No… no lo sé.
—Tendremos que… —Su voz terminó en un suspiro.
El Grifo no se molestó en preguntar. Morgis tenía la vista clavada detrás de ellos. El pájaroleón se volvió en su silla… y se encontró cara a cara con un muro de vegetación tan espeso como el que tenían delante.
—¡Por el Dragón de los Abismos! —Juró el dragón en voz baja—. ¡Una trampa!
Volvieron los caballos a la derecha, al oeste. Una nueva pared saludó sus entrecerrados ojos. Cambiaron de dirección y descubrieron que su última ruta de escape también se había desvanecido.
Fue entonces cuando empezaron los susurros.
Al principio no les prestaron atención, más preocupados por encontrar un modo de salir que no precisara el empleo de poderes mágicos tan poderosos que alertara a los aramitas. Luego pensaron que se trataba del viento que provocaba ruidos al pasar entre las enmarañadas ramas y enredaderas. Después de unos minutos de frustración se dieron cuenta de que no había viento.
—Hemos caído en una trampa —masculló Morgis.
—Pero no de los piratas-lobo.
—Entonces, ¿de quién?
El Grifo no respondió, más preocupado por distinguir qué era lo que murmuraban las voces. Le fue imposible, sin embargo, ya que las voces hablaban tan deprisa que sólo podía captar una o dos palabras, ni siquiera de ésas estaba muy seguro.
«… hemos… tzee… seguro que es…».
«… pero si… muerto… tzee… de regreso…».
«… casualidad… recuperar… venganza…».
«… venganza… tzee…».
«… poder… oferta… tzee… conquistar…».
Los susurros no seguían un orden, y la mayor parte del tiempo sonaban a la vez. Parecía una persona dividida en varias partes que intentara mantener una conversación consigo misma.
Escuchó un crujir de ropa y al volverse vio que el dragón se quitaba la capa. La ilusión de una imagen humana se desvaneció en cuanto el dragón se sacó la capa por la cabeza. Los murmullos se interrumpieron de improviso, como si sus perseguidores no esperaran lo que veían.
—Tomad esto. —Morgis le arrojó la capa.
Los murmullos se reanudaron aunque ahora en un tono diferente, como si los que hablaban se vieran obligados a tomar una rápida decisión.
«… dragón… uno de sus… tzee…».
«… los dos entonces…».
«… yo/nosotros… crecer…».
«… poder… tzee…».
«… poder…».
«… poder… tzee…».
Los murmullos se acallaron de nuevo de forma inquietante.
Morgis desmontó a toda prisa y le entregó las riendas del caballo a su compañero.
—Apartaos. Voy a transformarme.
El Grifo habría protestado, pero el dragón ya había iniciado la metamorfosis. La armadura se ablandó y deformó. Los brazos y las piernas se doblaron en ángulos imposibles y crecieron. Las manos se convirtieron en garras. De la espalda del duque brotaron diminutas alas que se extendieron y siguieron creciendo. Morgis cayó hacia adelante y quedó a cuatro patas. En aquellos momentos ocupaba ya casi todo el espacio del que disponían.
El complicado rostro de dragón del yelmo del duque resbaló hacia abajo despacio, revelándose poco a poco como el auténtico rostro del dragón. Morgis, ahora ya casi por completo bajo la apariencia de dragón, siguió aumentando de tamaño.
El Grifo miró al cielo y arrugó la frente al ver que una bóveda de enmarañada vegetación se formaba por encima de su encierro. Los invisibles murmuradores proseguían su curiosa conversación, con una nueva intensidad, una nueva seguridad en sus voces. De improviso, el pájaroleón tuvo un terrible presentimiento y, mientras controlaba como podía con una mano a las dos aterrorizadas cabalgaduras, alzó la otra en dirección a la casi completa bóveda y manipuló los campos de energía.
No sucedió nada.
Se escuchó un chillido, y las voces de los que susurraban asumieron un tono triunfal, de dueños y señores de la situación.
«… nuestro… tzee… por fin…».
El caballo del Grifo se encabritó de improviso, lanzándolo violentamente por los aires; pero el pájaroleón no había sobrevivido a los años de servicio como mercenario sin haber aprendido a adaptarse siempre que fuera posible. Al chocar contra el suelo, rodó por él para amortiguar el impacto; el impulso lo lanzó contra la pared del cerco viviente que los envolvía, y se desplomó allí. Tuvo el tiempo justo de abrir los ojos y hacerse a un lado antes de que el caballo del dragón lo pisoteara sin querer.
En cuanto a Morgis, el Grifo lo encontró donde estaba en un principio, las manos aferradas a la tierra, gimoteando. Había regresado por completo a la forma humanoide, y la conmoción de la repentina inversión lo llevó al borde de un estado catatónico.
Los murmullos sonaban casi jubilosos, y su constante y ahora por completo indescifrable chapurreo comenzó a pesar de forma abrumadora en la mente del ex monarca. Empezó a retraerse en sí mismo, a buscar alguna manera de escapar de ellos. Sus manos, rebuscando sin propósito fijo, dieron con un aro del que colgaban dos pequeños silbatos que se le habían caído de un bolsillo. Le trajo un recuerdo de otra época, cuando los clanes del Dragón Negro y sus fanáticos seguidores humanos asediaban a Penacles. Los dragones habían cubierto el cielo una noche, y todos ellos pertenecían a aquel Rey Dragón. Penacles habría caído sin duda esa noche si no hubiera utilizado el tercer silbato que originalmente acompañaba a estos dos. Aquel silbato convocó a todas las aves de los alrededores. Tantas que los dragones no pudieron ocultarse. Los dragones destruyeron muchas aves, pero también se destruyeron entre ellos. Enormes bandadas de aves rodearon a dragones enteros, un millar de diminutos cuchillos hirieron a los desventurados monstruos.
El ataque había fracasado por completo, y con él desapareció la única posibilidad del Dragón Negro de conseguir una victoria rápida.
No le importaba cuál de los dos silbatos sostenía en la mano. Se lo llevó al pico, sabiendo muy bien que habría sido más fácil con un auténtico rostro humano en lugar del falso, pero, igual que el convulsionado Morgis, no lograba cambiar su aspecto, sobre todo en ese momento cuando hasta no perder la conciencia le costaba un esfuerzo tremendo. Todo lo que debía hacer, recordó, era pasar el aire por el silbato. Nada más que pasar el aire.
Fue mucho más difícil de lo que esperaba y supo que sus invisibles perseguidores tenían algo que ver con eso. Cada vez que estaba a punto de conseguirlo, la cabeza empezaba a martillearle de forma incontrolable a causa de los demenciales murmullos de las ocultas criaturas. En una ocasión, casi estuvo a punto de dejar caer los silbatos.
Con los restos de pensamiento consciente que le quedaban, se obligó a crear una barrera mental que aislara su mente. Le costó mucho más que antes, cuando bloqueó la sonda lanzada al azar por el piratalobo. No obstante tomó forma poco a poco, fortaleciéndose gradualmente, cada vez con mayor rapidez hasta que volvió a tener el control. Apretó con más fuerza el silbato e, incluso, consiguió adoptar una forma semihumana.
Con el silbato bien sujeto entre sus recién creados labios, sopló con fuerza. Sopló hasta casi desvanecerse por falta de aire.
Cumplida su misión, el silbato se le desmenuzó en la mano, dejando tras sí sólo un montoncito de ceniza.
Los murmullos golpearon con renovadas fuerzas la barrera que había creado, pero ahora se percibía incertidumbre en el enloquecido susurrar que lo impregnaba todo. El Grifo se preguntó si algún piratalobo habría oído el silbato o el grito de dolor de Morgis. Sin saber cómo, estaba seguro de que ésta no era una de sus trampas. No, el Grifo y su compañero habían ido a parar a algún siniestro rincón del País de los Sueños que buscaban.
Un recuerdo floreció en su mente. En realidad era más bien una frase: Sirvak Dragoth custodia el País de los Sueños, pero gobierna sólo a aquellos que desean ser gobernados. Una forma de decir que los señores de Dragoth daban la bienvenida a todos y no estorbaban a nadie que no quisiera saber nada de su forma de vida.
«Celadores, eso es lo que son», decidió el Grifo.
El continuo mascullar de murmullos se convirtió de repente en un inconexo balbuceo de enfado y ansiedad. La presión sobre la mente del pájaroleón cesó de pronto, y un movimiento no muy lejano le dijo que ya no atacaban a Morgis. Los caballos, no obstante, permanecían paralizados donde estaban, los flancos convulsionados. El instinto de manada había prevalecido y se mantenían pegados el uno al otro, esperando el ataque de algo, algo a lo que pudieran cocear para mitigar su terror. El Grifo decidió vigilarlos con atención si aquella prisión viviente se debilitaba. En su estado actual, los animales saldrían de estampida a la primera oportunidad, obligando a sus jinetes a viajar a pie por un bosque definitivamente hostil.
Algo gruñó en el exterior, por fortuna, algo felino. Eso significaba que el silbato había cumplido su misión, pues, cualquiera que fuera la cosa que estuviera al otro lado era símbolo de una parte de él. Mientras se incorporaba hasta conseguir sentarse, el Grifo acarició el silbato restante. ¿Para qué servía el tercero? El primero estaba relacionado con su naturaleza de ave. ¿Qué quedaba entonces?
Las paredes de la prisión se combaron hacia adentro, y, mientras se aplastaba una vez más contra el suelo cubriéndose la cabeza con las manos, el Grifo se dijo que quizá todavía lo averiguaría antes de que acabara todo aquello…, siempre y cuando sobreviviera.
Al ver que transcurrían los segundos y el enorme muro vegetal no acababa dé aplastarlo se arriesgó a abrir los ojos y mirar a su alrededor.
No quedaba el menor rastro del cerco. La sensación de ser vigilado por todos aquellos ojos había desaparecido. Los murmullos habían cesado.
Su fino sentido del oído percibió el débil sonido de algo que se movía entre la maleza, algo que se alejaba a toda velocidad hacia el este. El Grifo se incorporó de un salto y lo lamentó de inmediato. La lucha por mantener el control de su mente le había dejado un fuerte dolor de cabeza. Se balanceó pero no llegó a caer.
—¿Grifo?
Morgis había procurado evitar llamarlo así por temor a revelar sus auténticas identidades. Hasta entonces no habían pensado en utilizar otro nombre, cosa que el Grifo decidió remediar en cuanto el mundo dejara de habérselas con él. Se sujetó la cabeza y se volvió en dirección a su compañero.
El dragón estaba de rodillas y lo primero que hizo fue recoger la capa que el Grifo había dejado caer en un momento dado. Aparte de haberse ensuciado un poco, no le había sucedido nada. En cuanto Morgis se la puso, volvió a convertirse en el hombre alto y fornido de antes.
—¿Qué sucedió? ¿Qué hicisteis?
El antiguo monarca guardó disimuladamente el silbato restante en un bolsillo de forma que no lo viera su «aliado» y respondió:
—Invoqué un antiguo conjuro de ayuda, un conjuro de mi oscuro pasado. Con él conseguí atraer algo procedente de mis parientes felinos.
No era del todo mentira, pero tampoco verdad. A pesar de ello, Morgis pareció aceptarlo a pies juntillas; puesto que no conocía la existencia del último silbato, no poseía ninguna evidencia de que su compañero ocultara nada.
—¿Qué sucedió con nuestros invisibles amigos y con nuestra verde prisión?
—La verdad es que no lo sé.
—¿Acaso hemos encontrado el País de los Sueños? Al ver que el dragón se encontraba bien después de todo, el Grifo volvió su atención a las monturas que, sorprendentemente, no habían huido al desvanecerse la trampa. El pájaro-león clavó los ojos en la dirección en que había oído marchar a su salvador.
—No en la parte que quisiéramos encontrar. Empiezo a tener nuevas ideas sobre el tema.
—¿Nuevas ideas o viejos recuerdos? —inquirió Morgis irónico. Estaba de pie, al parecer sin haber sufrido el menor daño, aunque el pájaro-león no se dejó engañar. Si el dragón sentía algún dolor no dejaría que el Grifo lo notara. Era demasiado orgulloso.
—¿Qué eran esas cosas? —preguntó el duque al tiempo que tomaba las riendas de su corcel.
—No lo sé. Tengo la sensación de que debería saberlo, pero no lo sé. No todos mis recuerdos están tan dispuestos a materializarse.
Morgis silbó dando a entender que comprendía.
—Estabais diciendo algo sobre nuevas ideas…
—Se me ha ocurrido que deberíamos seguir ese sendero. —El Grifo indicó en dirección este, la ruta seguida por su misterioso benefactor.
—¿Alguna razón especial?
—Nuestro salvador se fue por ahí. Se me ha ocurrido que él, ella o ello está vinculado sin el menor género de dudas con el País de los Sueños… con la parte que queremos encontrar.
El dragón montó en medio de gruñidos sordos. Estaba más magullado en su interior de lo que el Grifo había supuesto al principio.
—Entonces, vayámonos de aquí, amigo. No tengo el menor deseo de volver a enfrentarme con nuestros susurrantes amiguitos…, al menos durante la noche. Que se atrevan a venir de día…
Cerró una mano despacio y con fuerza en gráfica demostración de lo que les haría.
El Grifo se abstuvo de comentar las posibilidades del dragón, si se tenía en cuenta lo que les había sucedido ya. En su lugar, montó y dijo:
—Olvidaos de eso por ahora. Quiero poner distancia entre nosotros y este lugar…, una hora quizá. Luego aconsejaría que acampásemos, haciendo turnos para montar guardia. Muy pronto vamos a necesitar descanso.
A pesar de ser apenas visible, el rostro de Morgis pareció irradiar alivio. La verdad es que se encontraba mucho peor de lo que estaba dispuesto a admitir. El Grifo ya había decidido que el dragón montaría la segunda guardia que no se iniciaría hasta que el pájaroleón no estuviera totalmente seguro de que el agotamiento empezaba a hacer mella en él.
Con una mirada a su espalda que se suponía era para asegurarse de que estaban libres de la presencia de los murmuradores, el Grifo espoleó a su caballo en dirección al este. Morgis lo siguió al momento, las manos aferradas con fuerza a las riendas. No les costó nada hacer andar a los caballos; tampoco ellos tenían el menor deseo de permanecer en aquella zona.
Así pues fue una suerte que se encontraran lejos del lugar cuando dos figuras surgieron de lo que sólo podía describirse como un desgarrón en la realidad. Figuras altas y delgadas, que se movían con arrogancia en lugar de ocultarse como habían hecho las criaturas susurrantes. De haber estado allí el Grifo, quizás habría reconocido a las dos figuras, las habría reconocido a pesar de que carecían de rostro; sólo una zona blanca y vacía en el lugar donde tendrían que haber estado los ojos, la nariz y la boca. Los dos seres no parecían contemplar lo que los rodeaba sino más bien aguardar la llegada de un tercero.
El tercer ser se les unió a los pocos instantes, una forma sinuosa, felina que se tornó borrosa a medida que se acercaba a ellos, para convertirse por fin en algo humano… o al menos humanoide. La mujer —no cabía error posible sobre eso incluso a la débil luz de Hestia— señaló hacia el este por donde habían marchado los dos jinetes creyendo que seguían un rastro. Un rastro que ella había dejado a propósito.
No se intercambiaron palabras entre ella y los dos seres sin rostro, pero éstos asintieron. La mujer volvió a difuminarse y se convirtió otra vez en un felino peligroso de raza indefinida, para luego alejarse a grandes zancadas entre los árboles, en pos del Grifo y de Morgis.
Los otros dos la observaron hasta que desapareció, luego volvieron a entrar en la abertura, que se cerró en cuanto hubieron pasado.
Los murmullos se iniciaron otra vez al cabo de un momento. Ahora tenían un nuevo tono, y se repetía una y otra vez una palabra —un nombre—, un signo de su enojo y ansiedad por borrar algún día la satisfecha arrogancia de que hacían alarde los que se acababan de marchar.
Tzee. Era el nombre que daban a su raza, el único que conocían. Era una especie de poder en sí mismo, y sacaban energía de él.
Tzee. El Grifo habría recordado el nombre de haberlo oído. Habría recordado lo que podían hacer cuando reunían todo su poder, que era lo que hacían en estos momentos. Los tzee recordaban muy bien al Grifo. Habían cometido el error de creer que la sorpresa podía confundirlo. Experiencias pasadas deberían haberles recordado que era una concepción errónea. El inadaptado siempre había demostrado ser astuto… Al parecer incluso había resucitado de entre los muertos.
Pronto, se prometieron los tzee, sería diferente. El lo había dicho… y él tenía el poder de hacer que así fuera.