Viernes, 15,15 horas

Domínguez apretó el botón del ascensor y la puerta se cerró con estrépito. Un ventanuco interior se alineó con un ventanuco exterior. El aparato se elevó con una sacudida y por el cristal estropeado vio que desaparecía el vestíbulo.

—No me puedo creer que este ascensor todavía funcione —dijo Domínguez—. Debe de ser, por lo menos, del siglo pasado.

El hombre a su lado, el abogado que se ocupaba de la herencia, asintió ligeramente, simulando interés. Se quitó el sombrero —había poca ventilación y estaba sudando— y observó los números que se encendían en el panel de latón. Aquélla era la tercera cita del día. Una más y podría irse a casa a cenar.

—Eddie no tenía muchas cosas —dijo Domínguez.

—Ejem —dijo el hombre secándose la frente con un pañuelo—. Entonces no nos llevará mucho.

El ascensor se detuvo bruscamente, la puerta se abrió con estrépito y se dirigieron hacia el 6B. El pasillo todavía tenía los azulejos a cuadros blancos y negros de la década de 1960 y olía a comida: ajo y patatas fritas. El conserje les había dado la llave, junto con una fecha límite. El próximo miércoles. Necesitaba que el piso estuviera vacío para un nuevo inquilino.

—Vaya… —dijo Domínguez después de abrir la puerta y entrar en la cocina—. Todo está perfectamente ordenado, y eso que era un viejo. —El fregadero estaba limpio. Las encimeras fregadas. Bien lo sabe Dios, pensó, su casa nunca estaba tan limpia.

—¿Documentos financieros? —preguntó el hombre—. ¿Estados de cuentas bancarias? ¿Joyas?

Domínguez pensó en Eddie llevando joyas puestas y casi soltó una carcajada. Se dio cuenta de lo mucho que le echaba de menos, de lo extraño que era no tenerle en el parque dando órdenes a gritos y supervisándolo todo como un halcón madre. Ni siquiera habían vaciado su taquilla. Nadie tuvo valor. Se limitaron a dejar sus cosas en el taller, donde estaban, como si fuera a volver al día siguiente.

—No lo sé. Mire en ese mueble del dormitorio.

—¿El buró?

—Sí. Oiga, yo sólo estuve aquí una vez. En realidad sólo conocía a Eddie del trabajo.

Domínguez se apoyó en la mesa y miró por la ventana de la cocina. Vio el viejo carrusel. Miró su reloj. «Hablando de trabajo…», pensó.

El abogado abrió el cajón de arriba del buró del dormitorio. Apartó unos pares de calcetines, pulcramente enrollados uno dentro de otro, y la ropa interior, calzoncillos blancos, uno encima de otro. Debajo había una caja forrada de cuero, un objeto con aspecto serio. La abrió con la esperanza de encontrar algo enseguida. Frunció el ceño. Nada importante. No había ni estados de cuentas bancario, ni pólizas de seguro, sólo una pajarita negra, el menú de un restaurante chino, un antiguo mazo de cartas, una carta con una medalla del ejército y una descolorida foto Polaroid de un hombre junto a una tarta de cumpleaños rodeado de niños.

—Oiga —gritó Domínguez desde la otra habitación—, ¿es esto lo que necesita?

Apareció con un montón de sobres que había sacado de un cajón de la cocina, algunos de un banco cercano, otros del Departamento de Veteranos de Guerra. El abogado los recorrió y, sin levantar la vista, dijo:

—Esto servirá.

Sacó un estado de cuenta bancario y tomó nota mental del saldo. Luego, como sucedía con frecuencia en este tipo de visitas, se felicitó en silencio por sus acciones, bonos y plan de pensiones. Él no iba a terminar como aquel pobre palurdo, con nada más que enseñar que una cocina ordenada.