El cumpleaños de Eddie es hoy - Décima parte

Eddie y su hermano están sentados dentro del taller de mantenimiento.

—Éste —dice orgullosamente Joe, con una taladradora en la mano— es el último modelo.

Joe lleva una chaqueta sport a cuadros y zapatos blancos y negros. Eddie piensa que su hermano tiene un aspecto demasiado fino —y fino significa falso—, pero ahora Joe es un vendedor de una empresa de herramientas y Eddie lleva años con la misma ropa, de modo que quién sabe.

—Sí, señor —dice Joe—, y fíjate en esto. Funciona con esta pila.

Eddie sujeta la pila entre los dedos, una cosa pequeña que se llama níquel cadmio. Difícil de creer.

—Ponla en marcha —dice Joe tendiéndole la taladradora.

Eddie aprieta el gatillo. Empieza a hacer ruido.

—Está bien, ¿eh? —Grita Joe.

Aquella mañana Joe le ha dicho a Eddie su nuevo sueldo. Era tres veces lo que él ganaba. Luego Joe felicitó a Eddie por su ascenso: jefe de mantenimiento del Ruby Pier, el antiguo cargo de su padre. Eddie hubiera querido responder: «Si es tan estupendo, ¿por qué no lo coges tú, y yo me quedo con el tuyo?». Pero no lo hizo. Eddie nunca decía nada que sintiera tan profundamente.

—Hooolaaa. ¿Hay alguien?

Marguerite está en la puerta, con un rollo de entradas de color naranja en la mano. La mirada de Eddie se dirige, como siempre, al rostro de ella, su piel aceitunada, sus oscuros ojos de color café. Este verano ella trabaja en la taquilla y lleva el uniforme oficial del Ruby Pier: camisa blanca, chaleco rojo, pantalones negros, una boina roja y su nombre en una plaquita colocada por debajo de la clavícula. Verla vestida así le molesta, en especial delante de su hermano, el triunfador.

—Enséñale la taladradora —dice Joe, y volviéndose hacia Marguerite añade—: Funciona con pilas.

Eddie la aprieta. Marguerite se tapa los oídos.

—Hace más ruido que tus ronquidos —dice.

—¡Vaya! —grita Joe riendo—. ¡Vaya! ¡Te tiene calado!

Eddie baja la vista avergonzado, luego ve que su mujer sonríe.

—¿Puedes salir un momento? —le dice.

Eddie le muestra la taladradora.

—Tengo trabajo aquí.

—Sólo un momento, ¿vale?

Eddie se levanta lentamente y la sigue afuera. El sol le da en la cara.

—¡Cumpleaños feeeliz, señor Eddie! —Exclama un grupo de niños al unísono.

—Bien, lo tendré —dice Eddie.

Marguerite grita:

—Muy bien, niños, ¡a poner las velas en la tarta!

Los niños corren a una tarta de crema que está encima de una mesa plegable cercana. Marguerite se inclina hacia Eddie y susurra:

—Les prometí que apagarías las treinta y ocho de una vez.

Eddie se suena. Ve cómo su esposa organiza el grupo. Como siempre, le encanta ver con qué facilidad Marguerite conecta con los niños y le entristece su incapacidad para tenerlos. Un médico dijo que era demasiado nerviosa. Otro dijo que había esperado demasiado, que debería haberlos tenido a los veinticinco años. Con el tiempo, se quedaron sin dinero para médicos. Eso era lo que había.

Marguerite llevaba casi un año hablando de adoptar uno. Fue a la biblioteca. Trajo documentos a casa. Eddie dijo que ya eran demasiado mayores.

—¿Qué es ser demasiado mayor para un niño? —contestó ella.

Eddie dijo que pensaría en ello.

—Muy bien —gritó ella al lado de la tarta—. ¡Venga, señor Eddie! ¡Apágalas! Oh, espera, espera… —Buscó en su bolso y sacó una cámara de fotos, un artefacto complicado con varillas, lengüetas y un flash.

—Charlene me la ha prestado. Es una Polaroid.

Marguerite encuadra la foto, Eddie junto a la tarta y los niños apretujándose en torno a él, admirando las treinta y ocho llamitas. Un niño da un golpecito a Eddie y dice:

—Apáguelas todas, ¿vale?

Eddie mira hacia abajo. El azúcar glaseado tiene incontables señales de manitas.

—Lo haré —dice mirando a su mujer.

Eddie miró fijamente a la joven Marguerite.

—No eres tú —dijo.

Ella dejó la cesta con almendras. Sonrió tristemente. Los invitados seguían bailando la tarantela a sus espaldas, mientras el sol se apagaba detrás de un jirón de nubes blancas.

—No eres tú —dijo Eddie, otra vez.

Los que bailaban gritaron alegres algo a coro.

Tocaban panderetas.

Ella le ofreció la mano. Eddie estiró la suya instintivamente, como si fuera a coger un objeto que había caído. Cuando sus dedos se encontraron, experimentó una sensación desconocida, como si sobre su propia carne se formara carne, suave, cálida y que casi le hacía cosquillas. Ella se arrodilló junto a él.

—No eres tú —dijo Eddie.

—Soy yo —susurró ella.

—No eres tú, no eres tú, no eres tú —murmuró Eddie, mientras dejaba caer la cabeza sobre el hombro de ella y, por primera vez desde su muerte, empezó a llorar.

Se habían casado un día de Nochebuena en el segundo piso de un restaurante chino mal iluminado que se llamaba Sammy Hong’s. El dueño, Sammy, aceptó alquilarlo por aquella noche, ya que imaginó que tendría pocos clientes. Eddie gastó el dinero que le quedaba del ejército en la fiesta —pollo asado y verduras chinas, vino de oporto y un hombre con un acordeón—. Las sillas de la ceremonia se necesitaban para la cena, de modo que, una vez que se hicieron las promesas, los camareros pidieron a los invitados que se levantaran para llevar las sillas a las mesas del piso de abajo. El acordeonista se sentó en un taburete. Años más tarde, Marguerite haría bromas sobre que lo único que faltaba en su boda «fueron los cartones del bingo».

Cuando terminaron de cenar y recibieron algunos pequeños regalos, brindaron por última vez y el acordeonista guardó su instrumento. Eddie y Marguerite salieron por la puerta principal. Llovía ligeramente, una lluvia gélida, pero el novio y la novia fueron andando solos a casa, pues estaba a unas pocas manzanas de distancia. Marguerite llevaba su vestido de novia debajo de un grueso jersey rosa. Eddie vestía un traje blanco y una camisa que le apretaba el cuello. Iban cogidos de la mano. Avanzaron entre charcos de luces de la calle. A su alrededor todo parecía absolutamente callado.

La gente dice que «encuentra» el amor, como si fuera un objeto escondido bajo una piedra. Pero el amor adopta muchas formas y nunca es igual para todos los hombres y mujeres. Lo que la gente encuentra es un determinado amor. Y Eddie encontró un determinado amor con Marguerite, un amor agradecido, un amor profundo pero sosegado, un amor que él sabía que, por encima de todo, era irreemplazable. Una vez que ella se hubo ido, dejó que fueran pasando los días, él dejó que su corazón durmiera.

Ahora ella estaba aquí de nuevo, tan joven como el día que se casaron.

—Ven a pasear conmigo —dijo ella.

Eddie intentó levantarse, pero su rodilla mala le falló. Ella le levantó sin esfuerzo.

—Tu pierna —dijo mirando la cicatriz con una tierna familiaridad. Luego alzó la vista y le tocó los mechones de pelo de encima de las orejas.

—Es blanco —dijo sonriendo.

Eddie no conseguía mover la lengua. No podía hacer mucho más que mirar. Ella era exactamente como la recordaba; más guapa, en realidad, pues sus recuerdos finales de ella habían sido los de una mujer mayor que sufría. Se puso a su lado, callado, hasta que los ojos de ella se estrecharon y los labios se le fruncieron traviesamente.

—Eddie. —Casi se reía—. ¿Has olvidado tan rápido cómo era?

Eddie tragó saliva.

—Eso nunca lo olvidé.

Ella le tocó la cara levemente y a él se le extendió el calor por el cuerpo. Marguerite hizo un gesto en dirección al pueblecito y los invitados que bailaban.

—Todo son bodas —dijo muy contenta—. Eso fue lo que elegí. Un mundo de bodas detrás de cada puerta. Oh, Eddie, nunca cambian, cuando el novio levanta el velo, cuando la novia recibe el anillo, las esperanzas que les asoman a los ojos son iguales en todo el mundo. Creen de verdad que su amor y su matrimonio van a batir todos los récords.

Sonrió.

—¿Tú crees que nosotros lo conseguimos?

Eddie no supo qué responder.

—Tuvimos un acordeonista —dijo.

Salieron de la fiesta y subieron por un sendero de grava. La música se confundió con los ruidos de fondo. Eddie quería contarle todo lo que había visto, todo lo que había pasado. Quería preguntarle sobre todas las cosas sin importancia y también sobre todas las importantes. Notaba una agitación interior, una ansiedad que se detenía y empezaba. No tenía idea de por dónde empezar.

—¿A ti también te ocurrió lo mismo? —dijo finalmente—. ¿Te encontraste con cinco personas?

Ella asintió con la cabeza.

—Cinco personas diferentes —dijo él.

Ella volvió a asentir con la cabeza.

—¿Y te lo explicaron todo? ¿Y eso fue importante?

Ella sonrió.

—Muy importante. —Le tocó la barbilla—. Y luego te esperé.

Él examinó atentamente los ojos de ella. Su sonrisa. Se preguntó si su espera habría sido como la de él.

—¿Cuánto sabes… de mí? Quiero decir, ¿cuánto sabes desde…?

Todavía tenía problemas para decirlo.

—Desde que moriste.

Ella se quitó el sombrero de paja y se apartó los rizos espesos, jóvenes, de la frente.

—Verás, yo sé todo lo que pasó cuando estábamos juntos…

Frunció los labios.

—Y ahora sé por qué pasó…

Se llevó las manos al pecho.

—Y también sé… que me querías mucho.

Le cogió de la otra mano. Él notó el calor que lo ablandaba.

—No sé cómo has muerto —dijo ella.

Eddie pensó durante un momento.

—Tampoco yo estoy seguro —dijo—. Había una niña, una niña pequeña, se acercó a aquella atracción y tenía problemas…

Los ojos de Marguerite se dilataron. Parecía muy joven. Aquello era más duro de lo que Eddie imaginaba: hablarle a su mujer del día que él murió.

—Tienen esas atracciones, ¿sabes?, esas atracciones nuevas, nada que ver con las que teníamos antes… Ahora todo va a mil kilómetros por hora. Total, que en aquella atracción las vagonetas bajan a toda velocidad y se supone que los frenos hidráulicos las detienen, para que acaben de bajar lentamente, pero algo partió el cable y una vagoneta quedó suelta. Todavía me cuesta creerlo, pero la vagoneta cayó porque yo les dije que la soltaran… Me refiero a que le dije a Dom, que es el chico que ahora trabaja conmigo… No fue culpa suya…, yo se lo dije y luego traté de impedirlo, pero no me oía, y aquella niña estaba sentada justo allí. Yo traté de llegar hasta ella. Traté de salvarla. Toqué sus manitas, pero entonces…

Se interrumpió. Marguerite ladeó la cabeza, animándole a continuar. Él suspiró.

—No he hablado tanto de esto desde que llegué aquí —dijo.

Ella asintió con la cabeza y sonrió, una sonrisa encantadora, y al verla, los ojos de Eddie empezaron a humedecerse y una oleada de tristeza le invadió de pronto, así de sencillo, nada de aquello importaba, nada de lo de su muerte o del parque o de la multitud a la que él había gritado: «¡Atrás!». ¿Por qué estaba contando aquello? ¿Qué estaba haciendo? ¿Estaba con ella de verdad? Como un pesar oculto que se alza para apoderarse del corazón, su alma estaba rodeada de antiguas emociones y los labios le empezaron a temblar y fue invadido por la tristeza de todo lo que había perdido. Había estado buscando a su mujer, a su mujer muerta, a su mujer joven, a su mujer añorada, a su única mujer, y no quería buscar más.

—Dios, Dios, Marguerite —susurró—. Lo siento tanto. Lo siento tanto. Me es imposible expresarlo. Me es imposible. Imposible.

Dejó caer la cabeza en las manos y, finalmente lo dijo, dijo lo que dice todo el mundo:

—Te he echado tanto de menos.