¿Quién pagaría el funeral de Eddie? No tenía parientes. No había dejado instrucciones. Su cuerpo permaneció en el depósito de cadáveres de la ciudad, lo mismo que su ropa y sus efectos personales, camisa de trabajo, calcetines, zapatos, gorra de tela, anillo de boda, pitillos y limpiapipas; todo esperando que lo reclamasen.
Al final, el señor Bullock, el dueño del parque, liquidó la factura utilizando el dinero de un cheque que Eddie ya no podía cobrar. El ataúd fue una caja de madera y la iglesia se eligió por su situación, la más cercana al parque, pues muchos de los asistentes tenían que volver al trabajo.
Unos minutos antes de la ceremonia el pastor pidió a Domínguez, que llevaba una chaqueta sport azul marino y sus vaqueros negros más nuevos, que pasara a su despacho.
—¿Podría contarme algunas de las cualidades del fallecido? —preguntó el pastor—. Tengo entendido que usted trabajaba con él.
Domínguez tragó saliva. Nunca se sentía demasiado cómodo con los curas. Cruzó los dedos nerviosamente, como para alejar un maleficio, y habló en voz baja, tal como creía que debía hablarse en una situación así.
—Eddie —dijo finalmente— quería mucho a su mujer.
Descruzó los dedos y luego añadió rápidamente:
—Yo, naturalmente, nunca la conocí.