El cumpleaños de Eddie es hoy - Novena parte

Tiene treinta y siete años. El desayuno se le está enfriando.

—¿Ves el salero? —le pregunta Eddie a Noel.

Noel se levanta de la mesa masticando un trozo de salchicha, se inclina sobre la mesa de al lado y coge el salero.

—Ten —murmura—. Feliz cumpleaños.

Eddie sacude el salero con fuerza.

—Parece que resulta difícil que haya sal en las mesas.

—¿Es que tú eres el encargado? —dice Noel.

Eddie se encoge de hombros. La mañana es ya cálida y la humedad sofocante. Su rutina es ésta: desayuno, una vez por semana, sábados por la mañana, antes de que el parque enloquezca. Noel tiene una tintorería y Eddie le ayudó a conseguir la contrata para la limpieza de los uniformes de mantenimiento del Ruby Pier.

—¿Qué opinas de este tipo tan guapo? —dice Noel. Tiene un ejemplar de la revista Life abierto y le muestra la foto de un joven candidato político—. ¿Cómo puede presentarse a presidente este tipo? ¡Es un niño!

Eddie se encoge de hombros.

—Es más o menos de nuestra edad.

—¿Bromeas? —dice Noel. Levanta una ceja—. Yo creía que para ser presidente había que ser mayor.

—Nosotros somos mayores —murmura Eddie.

Noel cierra la revista. Baja la voz.

—Oye, ¿te enteraste de lo que pasó en Brighton?

Eddie asiente con la cabeza. Da un sorbo a su café. Se ha enterado. Un parque de atracciones. Una góndola. Se rompió algo. Una madre y su hijo cayeron desde veinte metros. Se mataron.

—¿Conoces a alguien de allí? —pregunta Noel.

Eddie se pone la lengua entre los dientes. De vez en cuando se entera de ese tipo de historias, un accidente en algún parque, y se estremece como si tuviera una avispa volando cerca de la oreja. No pasa un día que no le preocupe lo que pasa aquí, en el Ruby Park, durante sus horas de trabajo.

—No —dice—, no sé nada de Brighton.

Clava la vista en la ventana, por la que ve un grupo nutrido de bañistas que salen de la estación de tren. Llevan toallas, sombrillas y cestas de mimbre con sándwiches envueltos en papel. Algunos incluso llevan lo más nuevo: sillas plegables hechas con aluminio ligero.

Pasa un anciano con un sombrero de jipijapa, fumando un puro.

—Fíjate en ese tipo —dice Eddie—. Estoy seguro de que tirará el puro en la pasarela.

—¿Sí? —dice Noel—. ¿Y qué?

—Si cae por entre las aberturas, puede provocar un incendio. Se huele incluso. Los productos químicos que ponen en la madera prenden enseguida. Ayer atrapé a un chico, no debía de tener más de cuatro años, iba a meterse una colilla de puro en la boca.

Noel pone cara de circunstancias.

—¿Y?

Eddie echa balones fuera.

—Y nada. La gente debería tener más cuidado, eso es todo.

Noel se introduce el tenedor lleno de salchicha en la boca.

—Eres más alegre que unas castañuelas. ¿Siempre te diviertes tanto el día de tu cumpleaños?

Eddie no contesta. La antigua oscuridad ha ocupado un asiento a su lado. Ya está acostumbrado a ella y le hace sitio como quien hace sitio a un compañero en un autobús abarrotado.

Piensa en lo que tiene que hacer hoy: un espejo roto en la Casa de la Risa, poner parachoques nuevos en los autos de choque, cola de pegar, se recuerda, debe pedir más cola. Piensa en aquellos pobres de Brighton. Se pregunta a quién tendrán allí en mantenimiento.

—¿A qué hora terminas hoy? —pregunta Noel.

Eddie lanza un suspiro.

—Va a haber mucho trabajo. Verano. Sábado. Ya sabes.

Noel levanta una ceja.

—Podemos ir a las carreras hacia las seis.

Eddie piensa en Marguerite. Siempre piensa en ella cuando Noel menciona las carreras de caballos.

—Venga. Es tu cumpleaños —dice su amigo.

Eddie clava el tenedor en los huevos, ahora ya demasiado fríos para molestarse por ello.

—Muy bien —dice.