De nuevo en el parque de atracciones. La gente seguía callada en torno a los restos de la Caída Libre. Las señoras mayores se llevaban la mano a la garganta. Las madres tiraban de sus hijos. Varios hombres fornidos en camiseta se abrieron paso hacia delante, como si fueran a resolver algo, pero una vez llegados allí, también se limitaron a mirar, impotentes. El sol achicharraba y afilaba las sombras, obligaba a que la gente protegiera los ojos haciendo una visera con la mano, como si estuviera saludando militarmente.
»¿Ha sido grave?, —susurraba la gente. Domínguez se abrió paso desde el fondo del grupo, con la cara roja, la camisa empapada de sudor. Vio la carnicería.
—Oh, no, no, Eddie —gimió llevándose las manos a la cabeza.
Llegaron los de seguridad. Echaron a la gente hacia atrás. Pero luego también ellos adoptaron posturas de impotencia, con las manos en la cadera, a la espera de ambulancias. Era como si todos —las madres, los padres, los niños con sus vasos gigantes de refresco— estuvieran demasiado aturdidos para mirar y demasiado aturdidos para marcharse. Tenían la muerte a sus pies, mientras una alegre cancioncilla salía de los altavoces del parque.
»¿Ha sido grave? —Se oyeron sirenas. Llegaron hombres uniformados. Se rodeó la zona con una cinta de plástico amarilla. Los puestos bajaron las persianas. Las atracciones fueron cerradas indefinidamente. Por la playa se corrió la voz de lo que había pasado, y a la caída del sol el Ruby Pier estaba desierto.