—Señor, por favor… —imploró Eddie—. Yo no sabía… Créame… Dios me asista, yo no lo sabía.
El Hombre Azul asintió con la cabeza.
—No lo podías saber. Eras demasiado pequeño.
Eddie dio un paso atrás. Se puso en guardia, como preparándose para una pelea.
—Pero ahora lo tengo que pagar —dijo.
—¿Pagar?
—Mi pecado. Por eso estoy aquí, ¿verdad? ¿Justicia?
El Hombre Azul sonrió.
—No, Edward. Estás aquí para que yo te pueda enseñar algo. Todas las personas con las que te encontrarás aquí tienen una cosa que enseñarte.
Eddie no se lo creía. Siguió con los puños cerrados.
—¿Cuál? —dijo.
—Que no hay actos fortuitos. Que todos estamos relacionados. Que uno no puede separar una vida de otra más de lo que puede separar una brisa del viento.
Eddie sacudió la cabeza.
—Nosotros estábamos lanzando una pelota. Fue una estupidez mía… salir corriendo de aquel modo. ¿Por qué tuvo que morir usted en vez de yo? No está bien.
El Hombre Azul extendió la mano.
—Lo que está bien —dijo— no dirige la vida y la muerte. Si lo hiciera, ninguna persona joven moriría jamás.
Extendió la mano con la palma hacia arriba y de pronto estaban en un cementerio detrás de un pequeño grupo de asistentes a un entierro. Un sacerdote leía una Biblia junto a la tumba. Eddie no veía las caras, sólo la parte de atrás de los sombreros, vestidos y trajes.
—Mi entierro —dijo el Hombre de Azul—. Fíjate en los que asisten. Algunos ni siquiera me conocían bien, pero fueron. ¿Por qué? ¿Nunca te lo has preguntado? ¿Por qué se reúne la gente cuando mueren los demás? ¿Por qué considera la gente que debe hacerlo?
»Lo hace porque el espíritu humano sabe, en el fondo, que todas las vidas se entrecruzan. Que la muerte no sólo se lleva a alguien, deja a otra persona, y en la pequeña distancia entre que a uno se lo lleve o lo deje, las vidas cambian.
»Dices que deberías haber muerto tú en vez de yo. Pero durante mi vida en la tierra también hubo personas que murieron en mi lugar. Es algo que pasa todos los días. Cuando cae un rayo un momento después de que te hayas ido, o se estrella un avión en el que podrías haber estado. Cuando tu compañero de trabajo enferma y tú no. Creemos que esas cosas son fortuitas, pero hay un equilibrio en todo. Uno se marchita, otro crece. El nacimiento y la muerte forman parte de un todo.
»Por eso nos gustan tanto los niños pequeños… —se volvió hacia los asistentes al sepelio— y los entierros.
Eddie volvió a mirar a los reunidos en torno a la tumba. Se preguntó si a él le harían un funeral. Se preguntó si acudiría alguien. Vio al sacerdote leyendo la Biblia y a los asistentes con la cabeza, baja. Se trataba del día del entierro del Hombre Azul, hacía muchos años. Eddie había asistido, era niño y no se estuvo quieto durante la ceremonia, ignorando el papel que desempeñaba allí.
—Sigo sin entenderlo —susurró Eddie—. ¿Qué fue lo bueno que trajo su muerte?
—Tú viviste —respondió el Hombre Azul.
—Pero apenas nos conocíamos. Yo era un perfecto desconocido.
El Hombre Azul puso los brazos sobre los hombros de Eddie. Éste notó aquella sensación cálida, de fusión.
—Los desconocidos —dijo el Hombre Azul— sólo son familiares a los que todavía no se ha llegado a conocer.
Con eso, el Hombre Azul atrajo hacia sí a Eddie. Éste notó instantáneamente que todo lo que el Hombre Azul había sentido en su vida pasaba a él, se deslizaba al interior de su cuerpo; la soledad, la vergüenza, el nerviosismo, el ataque al corazón. Todo se introdujo en Eddie como cuando se cierra un cajón.
—Me marcho —le susurró al oído el Hombre Azul—. Para mí se ha terminado este nivel del cielo. Pero tú conocerás a otros aquí.
—Espere —dijo Eddie echándose hacia atrás—. Dígame únicamente una cosa. ¿Salvé a la niña? En el parque de atracciones. ¿La salvé?
El Hombre Azul no contestó. Eddie se vino abajo.
—Entonces mi muerte fue inútil, lo mismo que mi vida.
—Ninguna vida es inútil —dijo el Hombre Azul—. Lo único que es inútil es el tiempo que pasamos pensando que estamos solos.
Dio unos pasos en dirección a la tumba y sonrió. Y cuando hizo eso, su piel adquirió un bello tono de color caramelo, suave y sin manchas. Eddie pensó que era la piel más perfecta que había visto nunca.
—¡Espere! —gritó Eddie, pero de pronto fue llevado por el aire lejos del cementerio, y volaba por encima del gran océano gris. Bajo él, vio los techos del antiguo Ruby Pier, las agujas y torreones, las banderas ondeando con la brisa.
Luego desapareció todo.