—Pasen y vean a este salvaje. Tiene un defecto de nacimiento, de lo más extraño…
Eddie atisbo por la entrada. Allí dentro había visto a algunas personas muy raras. Estaba Jolly Jane, que pesaba más de doscientos cuarenta kilos y que necesitaba que dos hombres la empujasen para subir por las escaleras. Estaban las siamesas, que compartían la columna vertebral y tocaban instrumentos musicales. Y también los tragasables, las mujeres barbudas y una pareja de hermanos indios cuya piel se había vuelto de goma de tanto untársela y frotársela con aceite, y les colgaba de brazos y piernas.
Eddie, de niño, había sentido pena por las personas que exhibían allí. Las obligaban a sentarse en cabinas o a subirse en estrados, a veces entre rejas, mientras los visitantes pasaban entre ellas, burlándose y señalándolas. El que los anunciaba hacía publicidad de los monstruos, y era la voz de ese hombre la que Eddie oía ahora.
—¡Sólo un terrible giro del destino podía dejar a un hombre en una situación tan penosa! Lo hemos traído desde el otro extremo del mundo para que ustedes lo puedan ver…
Eddie entró en la sala en penumbra. La voz se hizo más potente.
—Este trágico desdichado ha sido víctima de la perversa naturaleza…
Llegaba desde el otro extremo de un estrado.
—Sólo aquí, en Los Hombres Más Extraños del Mundo, pueden ustedes estar tan cerca…
Eddie se acercó al telón.
—Deleiten su vista con la más extraor…
La voz del que lo anunciaba desapareció. Y Eddie retrocedió incrédulo.
Allí, sentado en una silla, solo sobre el estrado, había un hombre de edad madura con unos hombros estrechos y caídos, desnudo de cintura para arriba. La tripa le asomaba por encima del cinturón. Tenía el pelo muy corto, los labios finos y la cara aguileña y ojerosa. Eddie lo habría olvidado hacía mucho de no ser por un rasgo especial.
Su piel era azul.
—Hola, Edward —dijo—. Te he estado esperando.