El viaje

Eddie no vio nada de su momento final en la tierra, ni del parque de atracciones, ni de la multitud, ni de la vagoneta de fibra de cristal destrozada.

En las historias sobre la vida después de la muerte, muchas veces el alma flota por encima del momento del adiós, vuela sobre los coches de la policía en los accidentes de carretera, o se agarra como una araña a los techos de la habitación del hospital. Ésas son las personas a las que se concede una segunda oportunidad, las que por alguna razón recuperan su lugar en el mundo.

Eddie, parecía, no tendría una segunda oportunidad.

¿Dónde…?

¿Dónde…?

¿Dónde…?

El cielo era una neblinosa sombra de color calabaza, luego turquesa intenso, luego lima brillante. Eddie estaba flotando y sus brazos todavía estaban extendidos.

¿Dónde…?

La vagoneta de la torre caía. Eso él lo recordaba. La niña —¿Amy? ¿Annie?— lloraba. Eso él lo recordaba. Recordaba que él se había lanzado hacia ella. Recordaba que él se golpeaba contra la plataforma. Notaba dos manitas en las suyas.

¿Luego qué?

¿La salvó?

Eddie sólo podía imaginarlo, como si hubiera pasado años atrás. Forastero todavía, no sentía ninguna de las emociones que se experimentan en tales ocasiones. Sólo sentía calma, como un niño acunado en los brazos de su madre.

¿Dónde…?

El cielo que le rodeaba volvió a cambiar, primero a un amarillo de pomelo, luego a un verde de bosque, luego a un rosa que momentáneamente Eddie asoció con, qué sorpresa, algodón de azúcar.

¿La salvó?

¿Estaba viva?

¿Dónde… está mi preocupación?

¿Dónde está mi dolor?

Era eso lo que echaba en falta. Todo el daño que había sufrido alguna vez, todo el dolor que alguna vez había soportado; todo eso había desaparecido como una expiración. No sentía la agonía. No sentía tristeza. Notaba su conciencia humeante, ascendiendo en espiral, incapaz de nada excepto calma. Ahora, por debajo de él, los colores volvieron a cambiar. Algo hacía remolinos. Agua. Un océano. Flotaba sobre un enorme mar amarillo. Ahora se volvía de color melón. Ahora era azul como un zafiro. Ahora él empezaba a caer, precipitándose hacia la superficie. Todo fue más rápido de lo que él había imaginado nunca, y, sin embargo, no sintió la brisa en su cara, y tampoco tuvo miedo. Vio la arena de una orilla dorada.

Luego estaba bajo el agua.

Luego todo estaba en silencio.

¿Dónde está mi preocupación?

¿Dónde está mi dolor?