Década de 1920. En un hospital atestado de uno de los barrios más pobres de la ciudad, el padre de Eddie fuma pitillos en la sala de espera, donde hay otros padres que también fuman. La enfermera entra con una tablilla con pinza. Dice su nombre. Lo pronuncia mal. Los demás hombres sueltan humo. ¿Y bien?
Él levanta la mano.
—Felicidades —dice la enfermera.
La sigue por el pasillo hasta la sala de los recién nacidos. Sus zapatos hacen un ruido seco contra el suelo.
—Espere aquí —dice la enfermera.
Por el cristal ve que ella comprueba los números de las cunas de madera. Pasa delante de una, no es la suya, de otra, no es la suya, de otra, no es la suya, de otra, no es la suya.
Se detiene. Allí. Debajo de la manta. Una cabeza diminuta con un gorrito azul. Comprueba su tablilla con pinza otra vez, luego señala.
El padre respira pesadamente, asiente con la cabeza. Durante un momento su cara parece desmoronarse, como un puente que se hundiera en un río. Luego sonríe.
El suyo.