Eddie tenía razón. En el interior de la base de la Caída Libre, oculto a la vista, el cable que subía a la vagoneta número 2 había estado rozando durante los últimos meses en una polea bloqueada, que había ido serrando los hilos de acero del cable —como si pelara una espiga de trigo— hasta que prácticamente estuvieron cortados. Nadie lo había notado. ¿Cómo lo iban a notar? Sólo una persona que hubiera reptado dentro del mecanismo podría haber visto la improbable causa del problema.
La polea estaba bloqueada por un objeto pequeño que debía de haber caído por la abertura en algún momento.
Una llave de coche.
—¡No sueltes la vagoneta! —gritó Eddie. Hacía gestos con las manos—. ¡Oye! ¡Oooye! ¡Es el cable! ¡No sueltes la vagoneta! ¡Se partirá!
La multitud apagó su voz. Vitoreaba enfebrecida mientras Willie y Domínguez descargaban al último ocupante. Los cuatro estaban a salvo. Se abrazaban encima de la plataforma.
—¡Dom! ¡Willie! —gritaba Eddie. Una persona chocó contra su cintura, tirando su walkie-talkie al suelo. Eddie se dobló para recogerlo. Willie fue a los controles. Puso el dedo encima del botón verde. Eddie alzó la vista.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No hagas eso!
Eddie se volvió hacia la multitud.
—¡Atrás!
Algo de la voz de Eddie debía de haber atraído la atención de la gente; dejaron de soltar vítores y empezaron a dispersarse. Se hizo un claro debajo de la Caída Libre.
Y Eddie vio la última cara de su vida.
Caída encima de la base metálica de la atracción, como si alguien la hubiera tirado allí, la nariz moqueándole y las lágrimas llenándole los ojos, estaba la niña con el animal hecho con limpiapipas. ¿Amy? ¿Annie?
—Mami…, mamá…, mamá —balbuceaba, casi rítmicamente, paralizada, como los niños cuando lloran.
—Mami… Mamá…, mami… Mamá…
La mirada de Eddie saltó de ella a las vagonetas. ¿Tenía tiempo? Ella y las vagonetas…
Whump. Demasiado tarde. Las vagonetas caían… «¡Dios santo, ha soltado el freno!». Para Eddie todo sucedió como a cámara lenta. Dejó caer su bastón e hizo esfuerzos con su pierna mala hasta que notó una descarga de dolor que casi lo hizo caer. Un gran paso. Otro paso. Dentro de la caja de la Caída Libre, se rompió el último hilo del cable y destrozó la conducción hidráulica. La vagoneta número 2 ahora caía como un peso muerto, nada la podría detener, una roca cayendo por un despeñadero.
En aquellos momentos finales, a Eddie le pareció oír el mundo entero: gritos lejanos, olas, música, una ráfaga de viento, un sonido grave, intenso y feo que, comprendió, era su propia voz que le perforaba el pecho. La niña alzó los brazos. Eddie se lanzó. Su pierna mala le falló. Medio volando, medio tambaleándose avanzó hacia la pequeña y cayó en la plataforma metálica, que desgarró su camisa y le abrió la carne, justo debajo de la etiqueta en la que se leía «EDDIE» y «MANTENIMIENTO». Notó dos manos en la suya, dos manos pequeñas.
Hubo un gran impacto.
Un cegador relámpago de luz.
Y después, nada.