JEAN-PAUL SARTRE:
«UNA BOLITA DE TINTA»
JEAN-PAUL SARTRE, como Bertrand Russell, fue un filósofo profesional que además buscó predicar a un público masivo. Pero hubo una diferencia importante entre sus enfoques. Russell veía la filosofía como una ciencia hierática en la que el pueblo no podía participar. Lo más que podía hacer un filósofo mundano como él era destilar pequeñas cantidades de sabiduría y distribuirlas, sumamente diluidas, por medio de artículos periodísticos, libros populares y transmisiones de radio. Sartre, por el contrario, como trabajaba en un país donde la filosofía se enseña en la escuela secundaria y está en boca de todos en los cafés, creía que a través de obras de teatro y novelas podía conseguir la participación de las masas en su sistema. Por un tiempo al menos pareció haberlo logrado. Por cierto, ningún filósofo de este siglo ha tenido un impacto tan directo sobre las mentes y actitudes de tantos seres humanos, en especial entre la gente joven, en todo el mundo. El existencialismo fue la filosofía popular de fines de la década del cuarenta y durante la del cincuenta. Sus obras de teatro fueron grandes éxitos de público. Sus libros se vendían en gran cantidad, de algunos de ellos más de dos millones de volúmenes en Francia solamente[1]. Ofrecía un modo de vida. Presidía una iglesia secular, si bien nebulosa. Sin embargo en definitiva, ¿qué significó todo eso?
Como la mayoría de los intelectuales notables, Sartre fue un egoísta supremo. Tampoco esto debe sorprender, dadas las circunstancias de su niñez. Fue el clásico del hijo único mimado. Su familia pertenecía a la clase media alta de provincia, su padre era un oficial naval, su madre una Schweitzer de Alsacia. Por lo que se decía, el padre era un tipo insignificante, muy dominado por su padre; un hombre inteligente, sin embargo, un polytechnicien, que se dejaba unos bigotes enormes para compensar su baja estatura (1,55 m). De todos modos murió cuando Sartre tenía sólo 15 meses y se convirtió «sólo en una fotografía en el dormitorio de mi madre». La madre, Anne-Marie, se casó de nuevo con un industrial, Joseph Mancy, dueño de la fábrica Delaunay-Belleville en La Rochelle. Sartre, que nació el 21 de junio de 1905, heredó la altura de su padre (1,56 m), su inteligencia y sus libros, pero en su autobiografía, Les mots, hizo grandes esfuerzos para eliminarlo de su vida. «Si hubiese vivido», Escribió, «mi padre me habría aplastado. Por suerte murió joven». «Nadie en mi familia», añadió, «ha podido despertare en mi ninguna curiosidad por él». En cuanto a los libros, «Como todos sus contemporáneos tenía basura… Los vendí: el muerto significaba muy poco para mí»[2].
El abuelo, que aplastó a sus propios hijos, estaba encantado con Jean Paul y le permitió el libre uso de su gran biblioteca. Su madre fue un felpudo, y el pequeño su posesión más preciosa. Le tuvo con vestido y pelo largo más tiempo aun que al pequeño Hemingway, hasta que tuvo casi ocho años, cuando el abuelo decretó la masacre de los rulos. Sartre llamó «paraíso» a su infancia, su madre fue «Esta virgen, que vivía con nosotros, vigilada y dominado por todos, estaba ahí para servirme… Mi madre era mía y nadie cuestionaba mi tranquilo dominio. No conocí la violencia ni el odio y me salvé del duro aprendizaje de los celos». No había por qué «rebelarse», ya que «el capricho de los demás nunca pretendió imponérseme como ley». Una vez, a los cuatro años, puso sal en el dulce, por otra parte, a falta de crímenes, ningún castigo. Su madre le llamaba Polou. Le decían que era hermoso «y yo lo creía». Era un niño precoz «y recordaban lo que decía y me lo repetían». De modo que «aprendí a inventar otras cosas». Sabía, dijo, «como decir sin esfuerzo cosas superiores a mi edad». A veces, en verdad, el relato de Sartre recuerda el de Rousseau: «Dios nació en lo profundo de mi corazón y la verdad en la juvenil oscuridad de mi comprensión». «No tenía derechos porque me abrumaban con amor; no tenía deberes porque todo lo hacía por medio del amor»[3].
Su abuelo «cría en progreso, y yo también: el progreso, ese camino largo y arduo que me llevó a mí mismo». Se describía como «una posesión cultural… Estaba impregnado de cultura y se la devolvía a la familia como un resplandor». Recuerda el intercambio que tuvo lugar cuando pidió permiso para leer Madame Bovary de Flaubert (considerada entonces todavía como inconveniente). Madre: «Pero si el querido pequeño lee esos libros a su edad, ¿qué hará cuando crezca?». Sartre: «¡los viviré!». Esta ingeniosa respuesta fue repetida con deleite en el círculo familiar y fuera de él[4].
Como Sartre sentía poco respeto por la verdad es difícil decir hasta qué punto se puede creer la descripción que hace de su infancia y su juventud. Cuando la madre leyó Les mots quedó perturbada: Polou ne rien compris á son enfance («Polou no comprendió nada de su infancia»), fue su comentario. Lo que la disgustó fue su comentario despiadado sobre los miembros de la familia. Es indudable que le consintieron[5]. Pero cuanto tenía cuatro años ocurrió una catástrofe: después de un ataque de gripe tuvo un orzuelo en el ojo derecho y perdió su uso. Sus ojos siempre le traerían problemas. Invariablemente usaba gafas gruesas, y a partir de sus sesenta años fue quedándose ciego progresivamente. Cuando Sartre por fin fue a la escuela descubrió que su padre le había mentido sobre su aspecto, y que era feo. Aunque bajo, estaba bien formado: ancho, de tórax amplio, fuerte, pero la cara era muy fea y el ojo defectuoso le volvía casi grotesco. Por ser feo, le pegaban. Se desquitaba con ingenio, desprecio, bromas, y se convirtió en ese personaje agridulce, el bufón de la escuela. Luego perseguiría a las mujeres, como decía él, «para quitarme de encima la carga de mi fealdad»[6].
Sartre tuvo la mejor educación al alcance de un hombre de su generación: un buen liceo en La Rochelle, dos años de internado en el ILCE Henri Quatre en París, probablemente la mejor escuela secundaria de Francia entonces; luego la Ëcole Normal Supérieure, donde se graduaron los académicos más notable de Francia. Tuvo contemporáneos muy capaces: Paul Nizan, Raymond Aron, Simone de Beauvoir. Practicó el boxeo y la lucha. Tocaba el piano, nada mal, cantaba bien con una voz poderosa y colaboró en las revistas teatrales de la École con piezas satíricas breves. Escribió poemas, novelas, obras de teatro, canciones, cuentos y ensayos filosóficos. Era de nuevo el bufón, pero con una gama de trucos mucho más amplia. Adquirió el hábito, que mantuvo muchos años, de leer unos trescientos libros al año[7]. El campo era muy amplio; las novelas americanas le apasionaban. También tuvo su primera amante, Simone Jollivet; como su padre, si estaban a mano, prefería las mujeres altas, y Simona era una rubia larguirucha, más de una cabeza más alta que él. Sartre no aprobó su primer examen para graduarse, pero lo hizo brillantemente el año siguiente, el primero de todos: Beauvoir, tres años menor que él, fue la segunda. Fue en junio de 1929, y como la mayoría de los jóvenes inteligentes en esa época, Sartre fue maestro de escuela.
Se puede decir que la década del treinta fue una década perdida para Sartre. No le trajo la fama literaria que esperaba y deseaba con pasión. Pasó casi todos esos años como maestro en Le Havre, compendio de la falta de atractivo de la vida provincial. Hubo viajes a Berlín, donde, a sugerencia de Aron, estudió a Husserl, Heidegger y la fenomenología, entonces la filosofía más original en Europa Central. Pero la mayor parte del tiempo la ocupó en la monotonía de la enseñanza. Odiaba a la burguesía. En realidad tenía mucha conciencia de clase. Pero no era marxista. De hecho nunca leyó a Marx, salvo quizás en extractos. Fue por cierto un rebelde, pero un rebelde sin causa. No se incorporó a ningún partido. No le interesó el ascenso de Hitler.
España le dejó indiferente. Más allá de lo que pudiera haber pretendido después, los hechos sugieren que antes de la guerra no tenía opiniones políticas firmes. Una fotografía le muestra engalanado en el día de un discurso académico, de toga negra de seda con volantes fruncidos y una capa amarilla con tiras de armiño, las dos prendas demasiado grandes. De costumbre llevaba una chaqueta deportiva y camisa sin corbata, que se negaba a usar. Recién entrado en la edad madura adoptó el uniforme de un intelectual; jersey blanco con cuello de polo, una extraña chaqueta de símil cuero. Bebía mucho. En el día de su segundo discurso fue el actor principal en una escena grotesca que anticipa a Lucky Jim (Jim el afortunado), de Kingsley Amis, cuando borracho e incoherente no pudo cumplir su cometido y tuvo que ser sacado del escenario[8]. Entonces y toda su vida se identificó con la juventud, en particular con la juventud estudiantil. A sus alumnos les permitía hacer más o menos lo que querían. Su menaje fue: el individuo es enteramente responsable por sí mismo, tiene derecho a criticar todo y a todos. Los jóvenes podían quitarse la chaqueta y fumar en clase. No estaban obligados a tomar notas ni a presentar ensayos. Nunca pasaba lista ni imponía castigos, ni clasificaba. Escribió mucho, pero no encontraba editor para sus primeras obras de ficción. Tuvo la tristeza de ver que sus amigos, Nizan y Aron, era publicados y adquirían cierta fama. Por fin en 1936 publicó un libro, sobre sus estudios alemanes, Récherches philosophiques. Atrajo poca atención. Pero empezaba a darse cuenta de qué quería hacer.
La esencia de la obra de Sartre fue la proyección del activismo filosófico a través de la ficción y el drama. Esto ya lo tuvo decidido en su mente a fines de la década del treinta. Argumentaba que todos los novelistas que escribían entonces —pensaba en Dos Passos, Virginia Wolf, Faulkner, Joyce, Aldous Huxley, Gide y Thomas Mann— reflejaban ideas viejas, en su mayoría derivadas, directa o indirectamente, de Descartes y Hume. Sería mucho más interesente, escribió a Jean Paulhan, «hacer una novela de la época de Heidegger, y eso es lo que quiero hacer». Su problema fue que durante la década del treinta trabajó en la ficción y la filosofía enteramente por separado: comenzó a entusiasmar a la gente cuando reunió a ambas con firmeza y obligó al público a prestarle atención a través del teatro. Pero poco a poco iba emergiendo una especie de novela filosófica. Quería llamarla Mélancholie. Sus editores cambiaron el título por La Nausée, mucho más llamativo, y por fin publicó en 1938. Una vez más, tuvo poco respuesta al principio.
Fue gracias a la guerra como Sartre adquirió renombre. Para Francia fue un desastre, para algunos amigos, como Nizan, fue la muerte. A otros les trajo peligro y descrédito. Pero Sartre tuvo una buena guerra. Le alistaron en la sección meteorológica del cuartel general del Escuadrón de Artillería del Ejército, donde lanzaba globos de aire caliente a la atmósfera para comprobar de qué lado soplaba el viento. Sus camaradas se reían de él. Su cabo un profesor de matemáticas observó: «Desde un principio supimos que no nos serviría de nada desde el punto de vista militar». Era el momento peor del ánimo militar francés.
Sartre era conocido por no bañarse jamás y ser asquerosamente sucio. Lo que hacía era escribir. Todos los días producía cinco páginas de una novela que a su tiempo sería Les chemins de la Liberté, cuatro páginas de su Diario de la Guerra, de innumerables cartas, todas dirigidas a mujeres. Cuando los alemanes invadieron, el frente cayó y Sartre fue tomado prisionero, mientras seguía escribiendo (21 de junio de 1939). En el campo de prisioneros de guerra cerca de Trèves fue politizado por los guardianes alemanes que despreciaban a sus prisioneros franceses, sobre todo cuando estaban sucios, y a Sartre le dieron repetidos puntapiés en su amplio trasero. Como en la escuela, sobrevivió haciendo bromas y escribiendo para representaciones en el campo de prisiones. También siguió trabajando mucho en sus propias novelas y piezas de teatro. Hasta su liberación en marzo de 1941, cuando le clasificaron como «parcialmente ciego».
Sartre se dirigió directamente a parís. Consiguió trabajo como profesor de filosofía en el famoso Lycée Condorcet, que tenía a la mayor parte de su personal en el exilio, en la clandestinidad o en campos de prisiones. Pese a sus métodos, o quizás a causa de ellos, los inspectores escolares informaron que su «enseñanza» era «excelente». París en tiempo de guerra le resultó estimulante. Más adelante escribió: «Me entenderá le gente si digo que el horror era intolerable pero que nos adaptábamos bien a él… Nunca fuimos tan libres como bajo la ocupación alemana»[9]. Pero eso dependía de quién era uno. Sartre tuvo suerte. Como no había tomado parte en la vida política de la preguerra, ni siquiera en el Frente Popular de 1936, no figuraba en ningún registro o lista nazi. Por lo que a ellos les importaba, estaba «limpio». En realidad los conocedores le miraban con simpatía. París estaba lleno de intelectuales alemanes francófilos con uniforme, como Gerhardt Heller, Kart Epting, Kar-Heinz Bremen. Tenían influencia no sólo sobre la censura, sino también sobre los periódicos y revistas permitidos, y especialmente sobre sus reseñas teatrales y de libros[10]. Para ellos, las novelas y piezas de teatro de Sartre, con su trasfondo filosófico de Europa Central y sobre todo su énfasis en Heidegger, aprobado por los intelectuales nazis, eran decididamente aceptables. Sartre nunca colaboró activamente con el régimen. Lo más cerca que estuvo de hacerlo fue cuando escribió para Comedia, un semanario colaboracionista, y aceptó en un momento dado colaborar regularmente con una columna. Pero no tuvo dificultad en conseguir que le publicaran sus obras y presentaran sus piezas. Como dijo André Malraux: «Yo estaba enfrentando a la GESTAPO mientras en París Sartre presentaba sus obras con la autorización de los censores alemanes»[11].
Sartre ansiaba, vagamente, contribuir a la Resistencia. Por suerte para él sus intentos no llegaron a nada. En esto hay una ironía curiosa, la clase de ironía a la que uno se acostumbra cuando escribe sobre intelectuales. La filosofía personal de Sartre, que ponto se llamaría existencialismo, ya estaba tomando forma en su mente. Era esencialmente una filosofía de la acción, que argumentaba que el carácter y el sentido del hombre quedaban determinados por sus acciones, no por sus opiniones, por sus hechos, no por sus palabras.
La ocupación nazi despertó todos los instintos antiautoritarios de Sartre. Quiso luchar contra ella. Si hubiese seguido sus máximas filosóficas, lo había hecho volando trenes de tropas o tirando contra los miembros de la SS. Pero en realidad eso no fue lo que hizo. Habló. Escribió. Se inclinaba hacia la Resistencia en teoría, mente y espíritu, pero no en la acción. Ayudó a organizar un grupo clandestino, Socialismo y Libertad, que hacía reuniones y debates. Parece que creyó que si todos los intelectuales pudiesen unirse y hacer sonar las trompetas, las paredes de la Jericó nazi se derrumbarían. Pero Gide y Malraux, a quienes se acercó, le rechazaron. Algunos miembros del grupo, como su colega filósofo Maurice Merleau Ponty, estaban comenzando a confiar en el marxismo. Sartre, en la medida en que era algo, seguía a Proudhon: con ese espíritu escribió su primera manifiesto político de cien páginas, en que hablaba de la Francia de posguerra[12]. De modo que hubo muchas palabras, pero no actos. Un miembro, Jean Pouillon, lo expresó así: «No fuimos un grupo de Resistencia organizado, sólo un puñado de amigos que había decidido ser antinazis juntos y transmitir nuestras convicciones a otros». Otros, que no eran miembros, fueron más críticos. George Chazelas, que optó por el partido comunista, dijo: «Desde el principio me impresionaron como muy infantiles: nunca se dieron cuenta, por ejemplo, de hasta que punto su charla ponía en peligro el trabajo de los demás». Raoul Lévy, otro hombre activo de la Resistencia, dijo que lo que hacían era «un mero parloteo alrededor de una mesa del té» y que el mismo Sartre era «un analfabeto político»[13]. Finalmente el grupo murió de inanición.
Sartre entonces no hizo nada importantes por la Resistencia. No levantó un dedo, ni escribió una palabra, para salvar a los judíos. Se dedicó implacablemente a promover su propia carrera. Escribió furiosamente, piezas de teatro, filosofía y novelas, sobre todo en los cafés. Su asociación con St. Germanin-des-Près, que pronto sería famosa en todo el mundo, fue en su origen por entero accidental. Su texto filosófico más importante, L’Être et le Néant (El ser y la nada), que presentaba los principios del activismo sartreano de la manera más completa, fue compuesto principalmente en el frío invierno de 1942-43. Monsieur Boubal, propietario del Café Flore en el Boulevard St. Germain, era sumamente hábil para conseguir carbón para la calefacción y tabaco para fumar. De modo que Sartre escribía allí, todos los días, sentado con su feo y abrigado sobretodo de piel artificial, de un brillante color naranja, que le caía mal, que había conseguido de alguna forma. Bebía una taza de té lechoso, y luego garabateaba sin apartar durante horas, levantando apenas los ojos del papel, «una pelotita de piel y tinta»[14]. Simone de Beauvoir, que así le describió, anotó que estaba amenizando el tratado, que llegó a tener 722 páginas, con «pasajes picantes». Uno «se refiere a agujeros en general y el otro se concentra en el ano y en al acto de hacer el amor al estilo italiano»[15]. Se publicó en junio de 1943. El éxito tardó en llegar, (algunas de las críticas más importantes no se publicaron hasta 1945), pero fue seguro y acumulativo[16]. Fue sin embargo a través del teatro como Sartre se impuso como figura importante.
Su pieza Les Louches se estrenó el mismo mes en que se publicó L’Être y al principio se vendieron comparativamente pocas entradas. Pero atrajo la atención y consolidó la creciente reputación de Sartre. Pronto le solicitaron de Pathé que escribiera obras para cine, escribió tres (entre ellas la brillante Les jeux sont faits) y por primera vez ganó una buena cantidad de dinero. Estuvo relacionado con la creación de una nueva revista que fue muy influyente, Les Lettres françaises (1943) y en la primavera siguiente fue elegido miembro del jurado para el Prix de la Pléiade, junto con André Malraus y Paul Élourdad, seña segura de que ya era un factor de poder literario. En ese tiempo, el 27 de mayo de 1944, se presente su obra Huis clos (Sin salida) en el Vieux Colombier. Esta obra brillante, en la que tres personas se encuentran en una sala que resulta ser una antecámara del infierno, funcionaba en dos niveles. En un nivel era un comentario sobre el carácter, con el mensaje «El infierno son los demás». En otro era una presentación popular de L’Être et le Neant, una versión radicalizada de Heidegger, al que se la había dado un llamativo brillo gálico y una pertinencia contemporánea, y que presentaba un mensaje de activismo y desafío oculto. Era el tipo de cosa para la que los franceses siempre se han mostrado notablemente dotados: tomar una idea alemana y adecuarla a la moda en el momento oportuno. La pieza tuvo un éxito enorme tanto con la crítica como con el público, y se la ha descrito bien como «el hecho cultural que inauguró la edad dorada de St-Germanin-des-Pres»[17].
Huis Clos hizo famoso a Sartre, un ejemplo más de la fuerza única del teatro para proyectar las ideas. Pero, curiosamente, fue a través del anticuado foro de la conferencia pública como Sartre se hizo mundialmente famoso, hasta célebre, un nostre sacré. Antes del año de la presentación de la obra Francia estaba en paz. Todos, en particular, trataban ansiosamente de ponerse al día con los años culturales perdidos y buscando el elixir de la verdad de posguerra. Entre los comunistas y los recién surgidos socialdemócratas católicos (MRP) se libraba una batalla feroz por la preeminencia en la universidad. Sartre utilizó su nueva filosofía para ofrecer una alternativa; no una iglesia ni un partido, sino el desafió de una doctrina del individualismo en la que cada ser humano se visto como amo absoluto de su alma si opta por seguir el camino de la acción y el coraje. Era un mensaje de libertad después de una pesadilla totalitaria. Sartre ya había afirmado sus dotes y capacidad de persuasión como conferenciante con una serie exitosa sobre «Las técnicas sociales de la novela» que había dado en la calle St. Jacques, en el otoño de 1944. Entonces sólo había dejado asomar algunas de sus ideas. Un año después. Con Francia libre y ansiosa por recibir estímulo intelectual, anunció una conferencia pública en la Salle des Centraux, calle Jean Goujon 8, el 29 de octubre de 1945. La palabra «existencialismo» no fue suya. Parece ser que la inventó la prensa. En agosto, cuando le pidieron que definiera el término, Sartre había respondido: «¿Existencialismo? No sé qué es. Mi filosofía es una filosofía de la existencia». Luego decidió aceptar lo que los medios de comunicación habían acuñado, y tituló su conferencia: «El existencialismo es humanismo».
Nada es tan poderoso, dictaminó Víctor Hugo, como una idea cuyo momento ha llegado. El momento de Sartre llegó de dos maneras. Estaba predicando la libertad a gente hambrienta de ella y que la esperaba. Pero no era una libertad fácil. «El existencialismo», decía Sartre, «define al hombre por sus actos… Les dice que la esperanza está sólo en la acción, y que la única cosa que le permite vivir al hombre es la acción». De modo que «El hombre se compromete con su vida, y de ella deriva su imagen, más allá de la cual no hay nada». El nuevo europeo de 1945, decía Sartre, era el individuo nuevo, existencialista… «solo, sin excusas. Esto es lo que quiero decir cuando afirmo que estamos condenados a ser libres»[18]. De modo que la nueva libertad existencialista de Sartre resultó sumamente atractiva a una generación desilusionada: solitaria, austera, noble, levemente agresiva por no decir violenta, y antielitista, popular… nadie quedaba excluido. Cualquier, pero en especial los jóvenes, podían ser existencialistas.
Además, Sartre estaba presidiendo una de esas grandes revoluciones periódicas de la moda intelectual. Entre las dos guerras, asqueada por los excesos doctrinarios de la larga batalla sobre Dreyfus y por la carnicería de Flandes la intelectualidad francesa había cultivado las virtudes de la indiferencia. El tono lo había dado Julien Benda, cuyo libro La trahison des cleres (La traición de los intelectuales), publicado en 1927, de inmenso éxito, exhortaba a los intelectuales a evitar «comprometerse» con credo, partido o causa alguna, a concentrase en los principios abstractos y a mantenerse fuera de la arena política. Uno de los muchos que habían seguido a Benda fue precisamente el propio Sartre. Hasta 1941 nadie pudo haber estado menos comprometido. Pero ahora, tal como había examinado la atmósfera con sus globos llenos de aire caliente, olió una brisa diferente. El y sus amigos habían creado una revista nueva, Les Temps modernes, con Sartre como director general. El primer número había aparecido en septiembre, con su manifiesto editorial. Exigía imperiosamente que los escritores se comprometieran de nuevo.
El escritor tiene un lugar en su época. Cada palabra tiene eco. También cada silencio. Considerando a Flaubert y a (Edmond) Goncourt responsables de la represión que siguió a la Comuna porque no escribieron ni una sola línea para impedirla. Se podrá decir: no era asunto suyo. Pero en ese caso ¿era el juicio de Calas asunto de Voltaire? ¿Era la condena de Dreyfus asunto de Zola?[19]
Este fue el trasfondo de la conferencia. Ese otoño había una extraordinaria tensión cultural en Paris. Tres días antes de que Sartre hablara había habido un escándalo en el estreno de dos ballets nuevos, Les Forains y Le Rendez-vous, en el Théatre des Champs-Elysées cuando el telón de Picasso fue recibido con un abucheo por el público de sociedad que llenaba el teatro.
La conferencia de Sartre no fue demasiado publicitada: algunas noticias en la sección de anuncios en Libération, Le Fígaro, Le Monde y Combat. Pero es indudable que la propaganda fue tremenda. Cuando Sartre llegó cerca del salón, a las 20 30, la multitud reunida en la calle era tan grande que él temió que fuera una manifestación organizada por el PC: en realidad se trataba de gente que intentaba desesperadamente entrar y, como la sala ya estaba llena, sólo se permitía la entrada a las celebridades. Sus amigos tuvieron que abrirle paso al propio Sartre. Dentro, las mujeres se desmayaban, y hubo sillas rotas. El acto tardó en comenzar una hora. Lo que Sartre dio fue, en lo esencial, una conferencia académica técnica de filosofía, pero dadas las circunstancias se convirtió en el primer gran evento de la posguerra para los medios de comunicación. Por una coincidencia notable, Julien Benda también pronunció una conferencia pública esa noche, con una sala prácticamente vacía.
La cobertura de la conferencia de Sartre por parte de la prensa fue sorprendente[20]. Muchos periódicos reprodujeron miles de palabras del texto de Sartre pese a la escasez de papel. Denunciaron apasionadamente tanto lo que dijo como la forma en que lo dijo. El diario católico La Croix llamó al existencialismo «un peligro mayor que el racionalismo del siglo XVIII o el positivismo del XIX», y se unió con el comunista L’Humanité para llamar a Sartre enemigo de la sociedad. A su debido tiempo todos los libros de Sartre fueron incluidos en el Index de Libros Prohibidos del Vaticano, y el comisario de cultura de Stalin, Alexander Fadayev, le llamó «Un chacal con máquina de escribir una hiena con estilográfica». Además Sartre se convirtió en el foco de unos celos profesionales tremendos. La Escuela de Frankfurt, que odiaba a Brecht, odió más a Sartre. Max Horkheimer le llamó «deshonesto y pandillero del mundo filosófico». Todos estos ataques sólo lograron acelerar el encumbramiento de Sartre. Para ese entonces era, como tantos intelectuales antes que él un experto en el arte de publicitarse. Lo que él no podía hacer lo hacían sus seguidores por él. Samedi Soir comentó agriamente: «No hemos visto un éxito de promoción semejante desde los tiempos de Barnum»[21]. Pero cuanto más se moralizaba sobre el fenómeno Sartre, más florecía este. El ejemplar de noviembre de Les Temps modernes señalaba que Francia era un país agotado y desmoralizado. Todo lo que le quedaba era su literatura y su industria de la moda, y el existencialismo estaba concebido para dar a los franceses un poco de dignidad y para preservarles su individualidad en una época de degradación. Seguir a Sartre se convirtió, de una manera misteriosa, en un acto patriótico. Una versión apresuradamente ampliada de su conferencia vendió, como libro, medio millón de ejemplares en un mes.
Además, el existencialismo no era sólo una filosofía para ser leída, fue una moda para gozar. Un Catecismo del existencialismo insistía: «El existencialismo, como la fe, no puede ser explicado: sólo puede ser vivido» y les decía a los lectores dónde vivirlo[22]. Que St.-Germain-des Pres se convirtiera en el centro de la moda intelectual no era una novedad. Sartre, en realidad, seguía las huellas de Voltaire, Diderot y Rousseau, que había patrocinado el viejo Café Procope, boulevard abajo.
De nuevo había estado animando bajo el Segundo Imperio, en la época de Gautier, Geroge Sand, Balzac y Zola; fue entonces cuando el Café Flore se inauguró, con Huysmans y Apollinaire entre sus parroquianos[23]. Pero en el París de preguerra el centro intelectual había sido Montparnasse, sin compromiso político, levemente homosexual, cosmopolita, con sus cafés adornados por jovencitas delgadas y bisexuales. El desplazamiento a St. Germanin, que era social y sexual además de intelectual, fue en consecuencia espectacular, porque el St. Germain de Sartre era izquierdizante, comprometido, marcadamente heterosexual, ultra francés.
Sartre era un alma sociable, que amaba el whisky, el jazz, las chicas y el cabaret. Cuando no se le vía en el Flore o en el Deux Magots, a una manzana, o comiendo en la Brasserie Lipp enfrente, estaba en los nuevos nightclub de los sótanos o caves, que ahora se abrían inesperadamente en las entrañas del Quartier Latín. En el Rose Roge estaba la cantante Julette Greco, para la que Sartre escribió una canción deliciosa; el escritor y compositor Boris Vian tocaba el trombón allí y escribía para Les Temp modernes. En la rue Dahphine estaba el Tabou y en la rue Jacob el Bar Verte. No muy lejos, en el número 42 de la rue Bonaparte, vivía el propio Sartre, en un apartamento que daba sobre la misma iglesia de St. Germain y el Deux Magots. (Su madre también vivía allí, seguía cuidando del lavado de su ropa. El movimiento hasta tenía su propio boletín informativo diario, el periódico Combat, dirigido por Albert Camus, cuyas exitosas novelas eran saludadas en todas partes como existencialistas. Simone de Beauvoir recordó más adelante: «Combat anunciaba favorablemente todo lo que salía de nuestras plumas o de nuestras bocas». Sartre trabajaba todo el día escribiendo sin parar: en esa época escribió millones de palabras, conferencias, piezas de teatro, ensayos, introducciones, artículos, programas de radio, guiones, informes, diatribas filosóficas[24]. Jacques Audiberti lo describió como «un camión que se detiene en todas partes produciendo una gran conmoción, en la biblioteca, en el teatro y en el cine». Pero por la noche jugaba, y al finalizar la velada generalmente estaba borracho y a menudo agresivo. Una vez le puso un ojo amoratado a Camus[25]. La gente se acercaba a mirarle con asombro. Era rey del quartier, de los enragés (los iracundos), de los que estaban branché (al tanto), de los rats des caves (ratas de los sótanos); en las palabras de su promotor principal, Jean Paulhan, era «el líder espiritual de miles de jóvenes».
Pero si Sartre era el rey ¿quién era la reina? Y si él era el líder espiritual de los jóvenes ¿a dónde los llevaba? Estas son dos cuestiones separadas, si bien unida, que deben ser examinadas a su vez. Para el invierno de 1945-46, cuando se convirtió en una celebridad europea, hacía dos décadas que estaba asociado con Simone de Beauvoir. De Beauvoir era una chica de Montparnasse que realmente había nacido en un apartamento encima del famoso Café de la Rotonda.
Tuvo una infancia difícil, en una familia arruinada por una quiebra vergonzosa en la que su abuelo fue sentenciado a prisión; la dote de su madre nunca se pagó y su padre fue un boulevardier inútil que no podía conseguir un buen trabajo[26]. Sobre sus padres escribió con amargura: «Mi padre estaba tan convencido de la culpabilidad de Dreyfus como mi madre lo estaba de la existencia de Dios»[27]. Ella se refugió en el estudio, y se convirtió en una intelectual, si bien notablemente elegante. En la Universidad de Paris fue una estudiante destacada de filosofía, y Sartre y su círculo la acogieron. «A partir de ahora» le dijo él, «estarás bajo mi ala». En cierto sentido esto siguió siendo verdad, aunque fue una relación con altibajos. Era dos centímetros y medio más alta que Sartre, tres años menor y, en un sentido estrictamente académico, más capaz. Uno de sus contemporáneos, Maurice de Gandillac, describió su trabajo como «riguroso, exigente, preciso, muy técnico»; peso a su juventud casi le gana el primer lugar a Sartre en la graduación, y los examinadores Georges Davy y Jean Wahl, la consideraban mejor filósofo[28]. Como Sartre, era una escritora compulsiva y era en muchos aspectos mejor. No podía escribir para el teatro, pero sus obras autobiográficas, aunque igualmente poco fiables en cuanto a datos, son más interesantes que las de él, y su novela más importante, Les Mandarins, que describe el mundo literario francés de posguerra y le ganó el Prix Goncourt, es mucho mejor que cualquiera de las de Sartre. Además, no tenía ninguna de las debilidades personales de Sartre, salvo la de mentir.
Sin embargo, esta mujer brillante y resulta se convirtió en la esclava de Sartre casi desde el primera encuentro. Y siguió siéndolo a lo largo de su vida adulta hasta que él murió. Le sirvió de amante, esposa sustituta, cocinera y administradora, guardaespaldas femenina y enfermera, sin jamás adquirir una posición legal o financiera definida en su vida. En todo lo esencial, Sartre no la trató mejor que Rousseau a su Thérése; peor aun porque le fue públicamente infiel. En los anales de la literatura hay pocos casos peores de la explotación de una mujer por un hombre. Esto fue más llamativo aun porque Beauvoir era una feminista desde siempre. En 1949 produjo su primer manifiesto feminista, Le Deuxiéme sexe, que se vendió ampliamente en todo el mundo[29]. Sus primera palabras On ne nait pas femme, on la deviente («NO se nace mujer, se hace mujer») son un eco consciente del comienzo del Contrato social de Rousseau. Beauvoir fue de hecho la progenitora del movimiento feminista, y tendía derecho a ser su santa patrona, pero en su propia vida traicionó todo lo que este sostenía.
No se sabe claramente cómo Sartre logró establecer y mantener ese domino sobre Beauvoir. Ella nunca pudo escribir con sinceridad sobre la relación que tenían. El nunca se tomó el trabajo de escribir algo sobre el tema. Cuando se conocieron él había leído mucho más que ella y era capaz de destilar sus lectura en monólogos y charlas que ella encontraba irresistibles. Su control sobre ella era obviamente de tipo intelectual no pudo haber sido sexual. Ella fue su amante durante la década del treinta, pero en algún momento dejó de serlo; a partir de los años cuarenta sus relaciones sexuales parece que no existieron casi: él la tenía ahí para cuando no había otra mejor a mano.
Sartre fue el arquetipo de lo que en la década del sesenta se conoció como un hombre chauvinista. Su propósito era recrear para sí en la vida adulta el «paraíso» de su primera infancia, en la que fue el centro de un salón de perfumada femineidad. Pensaba en las mujeres en términos de victoria y ocupación. «Cada una de mis teorías», dice en La Nausée, «fue un acto de conquista y posesión. Pensaba que un día, con la ayuda de todas ellas, conquistaría el mundo». Quería la libertad total para sí mismo, escribió, y «soñaba sobre todo con afirmar esta libertad contra las mujeres»[30]. A diferencia de muchos seductores experimentados, a Sartre no le disgustaban las mujeres. En realidad las prefería a los hombres, quizá porque tendían menos a discutir con él. Anotó: «Prefiero hablar con una mujer sobre algo mínimo antes que de filosofía con Aron»[31]. Amaba escribir cartas a mujeres, a veces una docena en un día. Pero veía a las mujeres no tanto como personas, sino como trofeos para añadir a su cinturón de centauro, y sus intentos por defender y racionalizar su política de conquista en términos progresistas no hacían sino poner una capa de hipocresía. Fue así como dijo que deseaba «conquistar a una mujer casi como conquistaría a un animal salvaje» pero «esto era sólo para sacarla de su estado salvaje y llevarla a uno de igualdad con el hombre». O también, al recordar sus primeras seducciones, reflexionó sobre «el profundo imperialismo que había en todo eso»[32]. Pero no hay ninguna prueba de que esos pensamientos le apartaran jamás de una conquista en potencia; era para consumo público.
Cuando Sartre sedujo a Beauvoir le resumió su filosofía sexual. Fue sincero acerca de su deseo de acostarse con muchas mujeres. Dijo que su credo era «Viajar, poligamia, transparencia». En la universidad, un amigo había notado que el nombre de ella era como la palabra inglesa beaver que en francés es castor. Para Sartre siempre fue Castor o vous, nunca fue tu[33]. Hay veces que no siente que la veía como un animal superior adiestrado. De su política de «afirmar su libertad contra las mujeres», el escribió: «El Castor aceptó esa libertad y la conservó»[34]. El le dijo que había dos clases de sexualidad: «amor necesario» y «amor contingente». El último no era importante. Aquellas a quienes se les concedía eran periféricas, y retenían su consideración sólo en «un arriendo de dos años». El amor que sentía por ella pertenecía a la clase «necesaria», permanente; ella era una «central» no una «periférica». Por cierto que estaba en entera libertad de seguir la misma política. Podía tener sus «periféricos» siempre que Sartre siguiera siendo su amor necesario, central. Pero ambos debían exhibir «transparencia». Esta era sólo otra palabra para designar el juego intelectual favorito de la «franqueza» sexual, que ya encontramos en los casos de Tolstoi y Russell. Cada uno, le dijo Sartre, debía contar al otro en qué estaba metido…
La política de transparencia, como era de esperarse, sólo llevaba finalmente a más y más sórdidas capas de ocultamiento. Beauvoir trató de ponerla en práctica, pero es obvio que la indiferencia con la que Sartre recibía la noticia de sus aventuras, en su mayor parte aparentemente meros intentos o poco entusiastas, le causaba dolor.
Se rio simplemente cuando le describió su seducción por Arthur Koestler, que aparece en Les Mandarins. Además a aquellos que se veían arrastrados a la política de transparencia no siempre les gustaba.
Su propio gran amor periférico, en algún modo el gran amor de su vida, fue Nelson Algren, el novelista estadounidense. Cuando él ya tenía setenta y dos años y su aventura era tan sólo un recuerdo, concedió una entrevista en la que manifestó su furia ante las declaraciones hechas por él. Haberlo contado en Les Mandarins ya fue bastante malo, dijo, pero por lo menos allí figuraba bajo otro nombre. Pero en el segundo volumen de su autobiografía, La flor de la vida, no sólo le había nombrado sino que citaba sus cartas, a lo que se había sentido obligado a consentir con disgusto: «Demonio, las cartas de amor deberían ser privadas» despotricó. «He estado en burdeles en todas partes del mundo y las mujeres que están allí siempre cierran la puerta, estén en Corea o en la India. Pero esta mujer abrió la puerta de golpe y llamó al publico y a la prensa»[35]. Al parecer Algren se indignó tanto al pensar en el comportamiento de Beauvoir que tuvo un ataque cardíaco masivo cuando el periodista se fue, y murió esa noche.
Sartre también practicó la transparencia, pero sólo hasta cierto punto. En su conversación y sus cartas la mantenía informada acerca de sus nuevas chicas. Por ejemplo: «es la primera vez que duermo con una morena… llena de olores, extrañamente velluda, con un poco de pelo negro en la región lumbar y un cuerpo blanco… Una lengua como una víbora, que se desenroscaba continuamente, y me llegaba hasta las amígdalas»[36]. Ninguna mujer, por «central» que fuera, podía desear leer semejantes cosas sobre una de sus rivales. Cuando Sartre estuvo en Berlín, en 1933, y Beauvoir se reunió con él brevemente allí, lo primero que le contó fue que tenía una nueva amante, Marie Ville. En el caso de Sartre, lo mismo que en el de Shelley, había un ansia infantil de que el viejo amor diera su aprobación al nuevo. De todos modos, Sartre nunca lo contó todo. Cuando Beauvoir, que pasó la mayor parte de 1930 enseñando en Rouen, se quedaba con él en Berlín o en cualquier otra parte, él le daba un anillo de matrimonio para que se lo pusiera. Pero eso fue la más cerca que ella estuvo del matrimonio. Tenían su idioma privado. Se registraban en los hoteles como Monsieur et Madame Organatique o Sr. Y Sra. Morgan a. C., los millonarios yanquis, pero no hay prueba alguna de que él quisiera jamás casarse con ella o que le hubiese dado la opción de una unión más formal. Enteramente a espaldas de ella, en varias ocasiones le propuso matrimonio a una periférica.
Que no estaba de acuerdo con la vida que llevaban es obvio. Nunca pudo llegar a aceptar a las amantes de Sartre con ecuanimidad. Se sentía agraviada por Marie Ville. Más agraviada se sintió por la siguiente. Olga Kosakiewicz. Olga era una de dos hermanas (la otra, Wanda, también fue amante de Sartre) y, para empeorar el asunto, una de las alumnas de Beauvoir. A Beauvoir le desagradó tanto la aventura con Olga que la puso en su novela, L’Invité, y allí la asesinó[37].
En su autobiografía confesó: «estaba molesta con Sartre porque había creado esta situación, y con Olga por haberse aprovechado de ella». Se defendió: «No tenía la intención de cederle la posición soberana que siempre había ocupado, en el centro mismo del universo»[38]. Pero cualquier mujer que se sienta obligada a referirse a su amante como «el centro mismo del universo» no está en buena situación para frustrar sus devaneos. Lo que hizo Beauvoir fue intentar controlarlos con una forma de participación. Los tres, Sartre, Beauvoir y la joven, que en general era una alumna, fuera de él o de ella, formaban un triángulo, con Beauvoir como supervisora. Con frecuencia usaban el término «adopción». A principios de la década del cuarenta parece que se volvió peligrosamente notorio por seducir a sus propias alumnas. En una crítica hostil de Huis clos, Robert Francis escribió «Todos conocemos a Monsieur Sartre. Es un extraño profesor de filosofía que se ha especializado en el estudio de la ropa interior de sus alumnas»[39]. Pero como Beauvoir tenía muchas más alumnas adecuadas, fueron sus estudiantes las que proveyeron el mayor número de víctimas de Sartre; en realidad Beauvoir parece que estuvo muy cerca entonces de desempeñar el papel de celestina. También, en su confuso deseo de no verse excluida del amor, formó sus propias relaciones estrechas con las jovencitas. Una de esas niñas fue Natalie Sorokine, hija de exiliados rusos, y la mejor alumna de Beauvoir en el Lycée Moliére de Passy, donde enseñó durante la guerra. En 1943 los padres de Natalie acusaron formalmente a Beauvoir de raptar a una menor, un delito penal serio castigado con pena de prisión. Intervinieron amigos comunes y finalmente la acusación no prosperó. Pero Beauvoir fue excluida de la universidad y su permiso para enseñar en cualquier parte de Francia fue revocado para el resto de su vida[40].
Durante la guerra fue cuando Beauvoir estuvo más cerca de ser una verdadera esposa para Sartre: cocinaba, cosía, lavaba para él, y cuidaba su dinero. Pero cuando la guerra terminó él se encontró de pronto rico y rodeado de mujeres, que buscaban su atractivo intelectual tanto como su dinero. Su mejor año para conquistas sexuales fue 1946, que marcó prácticamente el final de su relación con Beauvoir. «En una etapa relativamente temprana», como explica John Wightman, «aceptó tácitamente el papel de seudo esposa mayor y sexualmente jubilada, en las márgenes de su serrallo fluctuante»[41]. Protestaba por «todo el dinero que gastaba en ellas»[42]. Observó con preocupación que a medida que Sartre envejecía, sus chicas eran más jóvenes, de diecisiete o dieciocho años, y que hablaba de «adoptarlas» legalmente, lo que significaba que heredarían sus derechos de autor. Podía darles consejos y prevenirlas, como hacía Helene Weigel con las jóvenes de Brecht, aunque ella no tenía el estado legal de la alemana. Siempre le mentían. En 1946 y 1948, mientras Sartre viajaba por América, le hizo un relato detallado de su tórrida aventura con una tal Dolores; pero Sartre, mientras le contaba que se estaba cansando de la «extenuante pasión» de la jovencita, en realidad le estaba proponiendo que se casara con él. Además tuvo a Michelle, la dulce rubia esposa de Boris Vian, a Wanda, la linda hermana de Olga, a Evelyne Rey, la exótica actriz rubia para la que Sartre escribió un papel en su última pieza, Les Sequestrés d’Altona, a Arlette, que sólo tenía diecisiete años cuando Sartre la conoció (fue la que Beauvoir más odió) y a Héléne Lasithiotaks, una jovencita griega.
En un tiempo, a fines de la década del cincuenta, tenía cuatro amantes a la vez, Michelle, Arlette, Evelyne, Wanda, junto con Beauvoir, engañándolas a todas de una forma u otra. Públicamente dedicó su Critique de la raison dialectique (1960) a Beauvoir, pero hizo que su editor Gallimar imprimiera privadamente dos ejemplares con las palabras «Para Wanda», cuando Les Sequestrés se publicó le dijo a Wanda y a Evelyn que se lo había dedicado a cada una.
Uno de los motivos por los que a Beauvoir no le gustaban estas jóvenes es que creía que alentaban a Sartre a llevar una vida de excesos, no sólo excesos sexuales, sino también bebida y drogas. Entre 1945 y 1955 Sartre produjo una cantidad inmensa de escritos y otros trabajos, y para hacerlo aumentó firmemente su ingesta tanto de alcohol como de barbitúricos. Mientras estaba en Moscú en 1954 sufrió un colapso debido al exceso de bebida, y tuvo que ser internado de inmediato en una clínica soviética. Pero, una vez recuperado, siguió escribiendo de treinta a cuarenta páginas al día, tomando a menudo un envase entero de píldoras de Corydrate (una droga retirada del mercado por peligrosa en 1971) para poder seguir trabajando. El libro sobre la razón dialéctica parece, de hecho haber sido escrito bajo la influencia tanto de la bebida como de las drogas. Su biógrafa, Annie Cohen-Solala, dice que a menudo tomaba un litro de vino durante almuerzo de dos horas en Lipp, la Coupole, Balzar y otros lugares predilectos, y calcula que su consumo diario de estimulantes en esa época incluía dos paquetes de cigarrillos, varias pipas de tabaco negro, algo más de un litro de alcohol (principalmente vino, vodka, whisky y cerveza), 200 miligramos de anfetaminas, quince gramos de aspirina, varios gramos de barbitúricos, y además de café y té[43]. En realidad Beauvoir no les hizo justicia a las jóvenes amantes. Todas trataron de reformar a Sartre, y Arlette, la más joven, fue la que más hizo para lograrlo, hasta llegar a sacarle una promesa escrita de que nunca más volvería a tocar el Corydrane, el tabaco o el alcohol, promesa que rompió muy pronto[44].
Rodeado como estaba por mujeres amantes, si bien a menudo díscolas, en la vida de Sartre quedaba poco tiempo para los hombres. Tuvo una serie de secretarios, algunos como Jean Cau, de gran capacidad. Siempre estuvo rodeado por una multitud de intelectuales jóvenes. Pero todos dependían de él en cuanto a sueldo, limosnas o padrinazgo. A los que nunca pudo aguantar mucho tiempo fue a sus iguales entre los intelectuales, de su misma edad y antigüedad, que en cualquier momento podían desinflar sus argumentos a menudo flojos y verbosos. A Nizan le mataron antes de que pudiera producirse la ruptura, pero se peleó con todos los demás: Raymond Aron (1947), Arthur Koestler (1948), Merleau-Ponty (1951), Camus (1952), Diderot, Voltaire y Hume, o la de Tolstoi con Turguenev, a diferencia de este último caso, no hubo reconciliación.
Sartre parece que tuvo celos de la apariencia personal de Camus, que le hacía sumamente atractivo para las mujeres, y de su verdadera capacidad y originalidad como novelista: La peste, que se publicó en junio de 1947, tuvo un efecto irresistible sobre los jóvenes, y rápidamente se vendieron 350 000 ejemplares. Esto fue motivo de alguna crítica ideológica en Les Temps modernes pero la amistad continuó a manera un tanto precaria. Sin embargo, a medida que Sartre se acercaba a la izquierda, Camus se volvía más independiente. En cierto sentido ocupó la misma posición que Orwell en Inglaterra: se opuso a todos los sistemas autoritarios y llegó a considerar a Stalin como un hombre perverso en el mismo plano que Hitler. Como Orwell y a diferencia de Sartre, siempre sostuvo que las personas eran más importantes que las ideas. Beauvoir informa que en 1946 le confió que: «Lo que usted y yo tenemos en común es que los individuos cuentan más que cualquier otra cosa para nosotros. Preferimos lo concreto a lo abstracto, las personas a las doctrinas. Colocamos a la amistad por encima de la política»[45].
En el fondo de su corazón quizás estuviera de acuerdo con él, pero cuando la ruptura final tuvo lugar, con motivo del libro de Camus L’Homme révolté en 1951-52, ella por cierto estuvo con el grupo de Sartre. El y sus acólitos de Les Temps modernes vieron el libro como un ataque al stalinismo y decidieron atacarlo en dos etapas. Para la primera Sartre propuso la joven Francis Jeanson, que tenía entonces sólo veintinueve años, comentando en la reunión de la editorial que lo decidió: «Será el más duro, pero por lo menos será cortés». Luego, cuando Camus replicó, el propio Sartre escribió un largo ataque extraordinariamente desagradable dirigido a Camus personalmente: «Una dictadura violenta y ceremonial se ha apoderado de usted, apoyada por una burocracia abstracta, y pretende decidir según la ley moral», sufría de «vanidad herida» y se permitía una «mezquina pelea de autores». «Su combinación de deprimente presunción y vulnerabilidad siempre impidió que la gente le dijera la verdad desnuda»[46]. Para entonces Sartre tenía a toda la izquierda organizada detrás de él y su ataque perjudicó a Camus; quizá también le dolió (Camus era un hombre vulnerable) y a veces se sentía deprimido por haber roto con Sartre. En otras ocasiones sólo se reía y veía a Sartre como una figura cómica, «un hombre cuya madre tiene que pagarle el impuesto a las rentas».
La incapacidad de Sartre para mantener amistad con cualquier hombre de su propia estatura intelectual ayuda a comprender la incongruencia, incoherencia y a veces la total frivolidad de sus opiniones políticas. La verdad es que por naturaleza no era un animal político. En realidad no tuvo opiniones importantes hasta después de los cuarenta años. Una vez separado de hombres como Koestler y Aron, que ya habían madurado a fines de la década del cuarenta y eran pesos pesados en política, fue capaz de apoyar a cualquiera o a cualquier cosa. En 1946-47, muy consciente de su inmenso prestigio entre los jóvenes, vacilaba acerca de a qué partido, si es que a alguno, apoyar.
Al parecer creyó que un intelectual tenía una especie de deber moral de respaldar a «los trabajadores». El problema con Sartre era que son conocía, y no hacía ningún esfuerzo por conocer, a ningún trabajador, parte de su brillante secretario, Jean Cau, que por ser de origen proletario y tener un fuerte acento de Aude, pasaba por serlo. ¿No debía uno entonces respaldar al partido que la mayoría de los trabajadores apoya? En la Francia de la década del cuarenta eso significaban los comunistas. Pero Sartre no era un marxista; en realidad el marxismo era casi el opuesto exacto de la filosofía fuertemente individualista que él predicaba. De todos modos, aun a fines de la década no podía decidirse a condenar al partido comunista o al stalinismo, uno de los motivos de su pelea con Aron y con Koestler. Su ex alumno Jean Kanapa, ya un intelectual comunista destacado, escribió fastidiado: «Es un animal peligroso a quien le gusta coquetear con el marxismo porque no ha leído a Marx, aunque más o menos sabe qué es el marxismo»[47].
El único paso positivo que dio Sartre fue ayudar a organizar un movimiento contra la Guerra Fría de la izquierda no comunista, llamado Rasemblement Démocratique Revolutionnaire, en febrero de 1948. Tenía el propósito de reclutar a los intelectuales del mundo (lo llamó «La Internacional de la Mente») y su tema fue la unidad continental. «¡Juventud Europea, uníos!» proclamó Sartre en un discurso en junio de 1948. «¡Formad vuestro propio destino!… Al crear Europa, esta nueva generación creará la democracia»[48]. De hecho, si Sartre hubiese querido realmente jugar la carra de Europa y hacer historia, habría debido dar su apoyo a Jean Monnet, que entonces echaba las bases del movimiento que diez años más tarde crearía la Comunidad Europea. Pero eso hubiese requerido prestar mucha atención a los detalles económicos y administrativos, algo imposible de hacer para Sartre. Tal como fue todo, a su coorganizador en el RDR, David Roussset, le resultó inútil: «peso a su lucidez, vivía en un mundo totalmente aislado de la realidad». Estaba, dijo Rousset, «muy involucrado en el juego de las ideas» pero se interesaba poco por los hechos: «Sartre vivió en una burbuja». Cuando se reunió el primer Congreso nacional del partido en junio de 1949, no se pudo encontrar a sarta en ninguna parte: estaba en Méjico con Dolores, tratando de convencerla de que se casara con él. El RDR simplemente se disolvió, y Sartre transfirió su atención fluctuante al absurdo Movimiento Ciudadanos del Mundo, de Gay Davis. François Mauriac, el gran novelista y sardónico católico independiente, le dio a Sartre algunos consejos sensatos públicamente en esa época, evocando las palabras burlonas de la joven amiga insatisfecha de Rousseau: «Nuestro filósofo debe dejarse convencer: abandona la política, Zanetto, ¡estudia la mathemática!»[49]
En cambio, Sartre se interesó por el caso del ladrón homosexual Jean Genet, un impostor astuto que atrajo fuertemente el lado crédulo del temperamento de Sartre: el lado que buscaba un sustituto de la fe religiosa. Escribió un libro enorme y absurdo sobre Genet, de casi 700 páginas, que era en realidad una alabanza del antinomianismo, la anarquía y la incoherencia sexual. Este fue el momento, en la opinión de sus amigos más sensatos, en que Sartre dejó de ser un pensador serio y sistemático, y se convirtió en un sensacionalista intelectual[50].
Es extraño que Beauvoir, una persona más racional, que en ciertos sentidos se parecía y se vestía como una maestra de escuela anticuada, pudiera hacer tan poco para salvarle de semejantes locuras. Pero quería retener a su amor y la posición que tenía en su corte (como la describió John Wightman, Madame de Maintenon para su Louis XIV) y le preocupaba también que bebiera y tomara píldoras. Para conservar su confianza pensaba que tenía que estar de acuerdo con él. Fue así como le sirvió de eco más de que de mentor, y ese fue el esquema de su relación: reforzó sus errores de juicio y avaló sus tonterías. No tenía más de animal político que él, y con el tiempo llegó a decir los mismos disparates que él sobre los sucesos mundiales.
En 1952 Sartre resolvió su dilema acerca del partido comunista y decidió apoyarlo. Este fue un juicio emocional, no racional, al que llegó a través de su conexión con dos campañas de agitación del partido comunista: «L’Affaire Henri Martin» (Martin era un marinero en la fuerza naval que fue encarcelado porque se negó a participar en la guerra de Indochina), y la supresión brutal de los disturbios organizados por el partido comunista contra el general Matthew Ridgeway, el comandante americano de la NATO[51]. Como muchos previeron entonces, la campaña del partido comunista para lograr que liberara a Martin en realidad indujo a las autoridades a mantenerle en prisión más tiempo del previsto en un principio; esto no le importó al partido comunista (esa detención ayudaba a sus propósitos) pero Sartre debió haber sido más sensato. El nivel de su percepción política quedó puesto en evidencia por su acusación contra Antoine Pinay, el primer ministro, un conservador parlamentario tradicionalista, de establecer una dictadura[52]. Sartre nunca demostró tener un conocimiento real ni interés, por no hablar de entusiasmo, por la democracia parlamentaria. Tener el voto en una sociedad multipartidaria no era en absoluto lo que él entendía por libertad. ¿Qué quería decir entonces? Eso era más difícil de contestar.
El alineamiento de Sartre con los comunistas en 1952 no tuvo ningún sentido lógico. Fue justo el momento en que otros intelectuales de ala izquierda dejaban el partido comunista a montones, mientras se documentaban y reconocían los espantosos crímenes de Stalin en todo Occidente. De modo que Sartre se encontró yendo contra la corriente. Mantuvo un silencio molesto sobre los campos de concentración de Stalin, y la defensa de su silencio fue una contradicción total de su manifiesto sobre el compromiso en Les Temps modernes. «Como no éramos miembros del partido ni simpatizantes declarados», argumentó débilmente, «no teníamos el deber de escribir sobre los campos de trabajo soviéticos; teníamos derecho a mantenernos distantes de las discusiones sobre la naturaleza de este sistema, siempre que no ocurrieran hechos de importancia sociológica»[53]. También se obligó a si mismo a mantener silencio sobre los espantosos juicios contra Slansky, y otros comunistas judíos checos en Praga. Peor aun, permitió que le convirtieran en un títere en la absurda conferencia que realizó el Movimiento Comunista por la Paz Mundial en Viena en diciembre de 1952. Esto significó inclinarse ante Fadayev, que le había llamado hiena y chacal, decirles a los delegados que los tres hechos más importantes de su vida eran el Frente Popular de 1936. La Liberación y «este congreso» (una mentira flagrante) y, lo que no es menos, cancelar la representación en Viena de su vieja pieza anticomunista, Les Mains sales, a instancias de los jefes del partido comunista[54].
Algunas de las cosas que Sartre hizo y dijo durante los cuatro años que apoyó firmemente al partido comunista son casi increíbles. Sartre, como Bertrand Russell, nos recuerda una de las verdades desagradables de la máxima de Descartes: «No hay nada absurdo o increíble que no haya sido afirmado por algún filósofo». En julio de 1954, después de una visita a Rusia, concedió una entrevista de dos horas a un periodista del compañero de ruta Libération. Se trata de la descripción más servil del estado soviético hecha por un intelectual destacado de Occidente desde la notoria expedición de Geroge Bernard Sahw a principios de la década del treinta[55]. El dijo que los ciudadanos soviéticos no viajaban, no porque no se les permitiera hacerlo, sino porque no sentían deseos de salir de su maravilloso país. «Los ciudadanos soviéticos», insistió, «critican a su gobierno mucho más y con más resultado que nosotros». De hecho, sostuvo, «En la URSS hay total libertad de crítica». Muchos años después confesó que había mentido:
Después de mi primera visita a la URSS en 1954, mentí. En realidad quizá mentir sea una palabra demasiado fuerte: escribí un artículo… en el que dije una cantidad de cosas amistosas sobre la URSS en las que no creía. Lo hice en parte porque estimé que no es cortés denigrar a nuestros anfitriones en cuanto uno vuelve a su casa, y en parte porque en realidad no sabía dónde estaba en relación tanto con la URSS como con mis propias ideas[56].
Esta fue una confesión extraña para «el dirigente espiritual de miles de jóvenes», además fue muy engañosa con sus mentiras originales, ya que Sartre se estaba alineando consciente y deliberadamente con los fines del partido comunista en esa época. En verdad es más caritativo correr un velo sobre algunas de las cosas que dijo e hizo en 1952-56.
Para esta última fecha la reputación pública de Sartre, tanto en Francia como en el mundo en general, estaba muy baja, y él no podía dejar de darse cuenta de ello. Utilizó la invasión de Hungría por el Soviet con alivio como una razón, o por lo menos una excusa, para romper con Moscú y el partido comunista. De igual manera se interesó por la floreciente guerra de Argelia (en especial después de que el retorno al poder de De Gaulle proporcionó una figura conveniente para odiar a partir de 1958) como una buena causa respetable para recobrar su prestigio entre la izquierda independiente, y especialmente los jóvenes. Hasta cierto punto esta maniobra fue genuina.
Tuvo un éxito limitado. Sartre tuvo una guerra de Argelina «buena», como había tenido una Segunda Guerra Mundial «buena». A diferencia de Russell, no llegó a conseguir que le arrestaran, aunque hizo todo lo posible. En septiembre de 1960 convenció a unos 121 intelectuales de que firmaran una declaración afirmando «el derecho a la desobediencia (para la administración pública, el ejército, etcétera) en la guerra de Argelia». El gobierno de una Cuarta República casi seguro le habría encarcelado, pero la quinta fue un asunto más sofisticado, dominada por los hombres de intelecto y cultura notable, el propio De Gaulle y André Malraux. Malraux dijo: «Es mejor permitir que Sartre grite “¡Vivan los terroristas!” en la Place de la Concorde, que arrestarle y vernos en un apuro por haberlo hecho». DeGaulle le dijo al Gabinete, contando los casos de François Villon, Voltaire y Romain Rolland, que era mejor no tocar a los intelectuales: «Esta gente dio mucho trabajo en su momento, pero es esencial que sigamos respetando la libertad de pensamiento y expresión en la medida en que sea compatible con las leyes del estado y la unidad nacional»[57].
En la década del setenta Sartre pasó buena parte de su tiempo viajando por China y el Tercer Mundo, término inventado por el geógrafo Alfred Sauby en 1952, pero que Sartre popularizó. El y Simona de Beauvoir se convirtieron en figuras populares, fotografiados charlando con varios dictadores afroasiáticos (él con sus trajes y camisas del Primer Mundo, ella con sus chaquetas tejidas de maestra, animada por faldas y bufandas «étnicas»). Lo que Sartre decía de los regímenes que le invitaban no tenía mucho más sentido que sus espaldarazos a la Rusia de Stalin, pero era más aceptable. De Castro: «El país que ha emergido de la revolución cubana es una democracia directa». De la Yugoslavia de Tito: «Es la puesta en práctica de mi filosofía». Del Egipto de Nasser: «Hasta ahora me he negado a hablar del socialismo en relación con el régimen de Egipto. Ahora sé que me equivocaba». Fue especialmente cálido en su elogio de la China de Mao. Condenó ruidosamente los «Crímenes de guerra» de Estados Unidos en Vietnam s y comparó a Estados Unidos con los nazis (pero ya había comparado a DE Gaulle con los nazis, olvidando que el general estaba peleando con ellos cuando a él le representaban todas sus obras de teatro en el París ocupado). Tanto él como Beauvoir fueron siempre antiamericanos: en 1947, después de una visita, Beauvoir había escrito una pieza absurda en Les Temps modernes, llena de errores ortográficos hilarantes («Greeniwich Village», «Max Tswin» (Mark Twain), «James Algee») y afirmaciones imbéciles, como que sólo a los ricos se les permite la entrada en las tiendas de la Quinta Avenida; prácticamente todas las afirmaciones que hay en ella son falsas, y se convirtió en el blanco de una brillante polémica a cargo de Mary McCarthy[58]. Ya en la década del sesenta Sartre desempeño un papel principal en el desacreditado «Tribuna de Crímenes de Guerra» de Bertrand Russell en Estocolmo. Ninguna de estas actividades más bien vacías tuvo mucho efecto sobre el mundo y sólo lograron mitigar el impacto de cualquier cosa seria que Sartre pudiera decir.
Sin embargo, el consejo que Sartre ofreció a sus admiradores del Tercer Mundo tuvo un aspecto más siniestro. Aunque él mismo no fue un hombre de acción (una de las burlas más hirientes de Camus fue que Sartre «trataba de hacer la historia desde su sillón») siempre incitaba a la acción a los demás, y la acción generalmente significaba violencia. Se convirtió en padrino de Frantz Fanon, el ideólogo africano que podría ser llamado el fundador del racismo negro africano moderno, y escribió un prefacio a su Biblia de la violencia, Les Damnés de la terre (1961), que es aun más sanguinario que el texto mismo. Para un hombre negro, escribió Sartre, «matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, destruir a un opresor y al hombre que este oprime al mismo tiempo». Esto fue una puesta al día del existencialismo: la propia liberación a través del asesinato. Fue Sartre quien inventó la técnica verbal (recogida en la filosofía alemana) de identificar al orden existente como «violento» (por ejemplo la «violencia institucionalizada») justificando así la muerte para desterrarla. Afirmó: «Para mí el problema esencial es rechazar la teoría según la cual la izquierda no debería responder a la violencia»[59]. Nota: no «un» problema. Sino el problema «esencial». Como los textos de Sartre se difundían ampliamente, en especial entre los jóvenes, se convirtió entonces en el padrino de muchos movimientos terroristas que comenzaron a abrumar a la sociedad a partir de fines de la década del sesenta. Lo que no previó, y que un hombre más sabio hubiese previsto, fue que la mayor parte de esa violencia a la que dio estímulo filosófico sería infligida por los negros, no sobre los blancos, sino a otros negros. Al ayudar a Fanon a enardece a África contribuyó a las guerras civiles ya asesinatos masivos que han sumergido a la mayor parte de ese continente a partir de mediados de la década del sesenta hasta hoy. Su influencia en el sudeste de Asia, donde estaba terminando la guerra de Vietnam, fue aun más funesta. Los crímenes horrendos perpetrados en Camboya desde abril de 1975 en adelante, que incluyeron la muerte de entre un quinto y un tercio de la población, fueron organizados por un grupo de intelectuales francoparlantes de clase media conocido como Angka Leu (La Organización Superior). De sus ocho líderes, cinco eran maestros, uno profesor universitario, otro funcionario del estado y otro economista. Todos habían estudiado en Francia en la década del cincuenta, ya allí no habían pertenecido al partido comunista, pero habían absorbido las doctrinas de Sartre, de activismo filosófico y «violencia necesaria». Estos asesinos fueron sus hijos ideológicos.
La propia acción de Sartre durante los últimos quince años de su vida no tuvo mayor importancia. Más bien, como Russell, luchó con desesperación por mantenerse en la vanguardia. En 1968 se puso del lado de los estudiantes, como había hecho desde sus primeros días de maestro. Muy pocas personas salieron de los hechos de mayo de 1968 con algo de buen nombre. Raymond Aron fue una excepción destacada en Francia[60], de modo que la poco digna actuación de Sartre quizá no merezca una censura especial. En una entrevista por Radio Luxemburgo saludó a las barricadas de estudiantes: «la violencia es lo único que les queda a los estudiantes que todavía no se han incorporado al sistema de sus padres… Por el momento la única fuerza antiinstitucional en nuestros fláccidos países de Occidente está representada por los estudiantes… les toca a los estudiantes decidir qué forma debe asumir su lucha. No podemos ni siguiera atrevernos a aconsejarles en esta cuestión»[61]. Esta fue una afirmación curiosa para un hombre que había pasado treinta años aconsejando a los jóvenes qué debían hacer. Hubo más estupideces: «Lo que hay de interesante en vuestra acción», les dijo a los estudiantes, «es que pone a la imaginación en el poder». Simona de Beauvoir sentía el mismo entusiasmo. De todas las consignas «audaces» que los estudiantes habían pintado en las paredes de la Sorbonne, decía entusiasmada, la que más la conmovía era «Está prohibido prohibir». Sartre se rebajó a hacerlo una entrevista al efímero líder estudiantil, Daniel Cohn-Bendit, y la publicó en dos artículos en el Nouvel-Observateur. Los estudiantes estaban «ciento por ciento en lo cierto», sentía, ya que el régimen que estaban destruyendo era «la política de la cobardía… una invitación a asesinar». Buena parte de un artículo la dedicó a atacar a su ex amigo Aron que fue casi el único que en ese momento de locura mantuvo la serenidad[62].
Pero estas payasadas no entusiasmaban a Sartre. Fueron sus jóvenes cortesanos los que le empujaron a aceptar un papel activo. Cuando el 20 de mayo apareció en el anfiteatro de la Sorbonne para dirigirse a los estudiantes, dio la impresión de un viejo confundido por las luces brillantes y el humo, y porque le llamaban «Jean-Paul», algo que sus acólitos nunca se habían atrevido a hacer. Sus observaciones no tuvieron mucho sentido y terminó: «Ahora os voy a dejar. Estoy cansado. Si no me voy ya terminaré diciendo una punta de idioteces». En su última presentación ante los estudiantes, el 10 de febrero de 1969, quedó desconcertado cuando, justo antes de comenzar a hablar, le entregaron una nota grosera del liderazgo estudiantil que decía: «Sartre, sea claro, sea breve. Tenemos que discutir y decidir una serie de reglas». No era el tipo de consejo que jamás hubiese estado acostumbrado a recibir, o que fuera capaz de seguir[63].
Para entonces, por otra parte, había adquirido un nuevo interés. Como ocurría con Tolstoi y Russell, el lapso de atención de Sartre era breve. Su interés por la revolución estudiantil duró menos de un año. Fue seguido por un intento, igualmente breve pero más extravagante, de identificarse con «los trabajadores», esos seres misteriosos e idealizados sobre los que escribió tanto, pero que se la habían escapado toda su vida. En la primavera de 1970 la extrema izquierda hizo un tardío intento en Francia de europeizar la violenta Revolución Cultural de Mao. El movimiento se llamó Izquierda Proletaria y Sartre accedió a incorporarse a él; en teoría se convirtió en jefe de redacción de su periódico, La Cause du peuple, sobre todo para evitar que la policía lo confiscara. Sus fines eran harto violentos hasta para el gusto de Sartre (pedía que se encarcelara a los administradores de fábricas y se linchara a los diputados parlamentarios) pero era crudamente romántico, infantil y fuertemente antiintelectual. Sartre realmente no tenía cabida en él y así pareció sentirlo él mismo, rezongando: «si siguiera mezclándome con activista me tendrían que llevar en silla de ruedas y molestaría todo el mundo».
Pero algunos de sus jóvenes seguidores le empujaron para que siguiera y por fin no pudo resistir las tentaciones de la farándula política. De modo que a París se le ofreció el espectáculo de Sartre, a quien hasta De Gaulle (para disgusto de Sartre) saludaba como Cher Maître, vendiendo en la calle, a los sesenta y siete años, diarios torpemente escritos, y encajando folletos a peatones aburridos. Un fotógrafo lo captó en los Champs Elisées así ocupado el 26 de junio de 1970, vestido con su nueva vestimenta proletaria de jersey blanco, anorak y pantalones abolsados. Hasta consiguió que le arrestaran, pero le liberaron en menos de una hora. En octubre volvió a la carga, de pie sobre un barril de aceite frente a la fábrica Renault en Billancourt, arengando a los obreros. Una noticia en L’Aurore se burló: «Los obreros no quisieron ni oírle. La congregación de Sartre se formó exclusivamente con los pocos maoístas que había llevado consigo»[64]. A los dieciocho meses estaba de vuelta en otra fábrica Renault y esta vez le hicieron entrar de contrabando para que diera apoyo verbal a una huelga de hambre; pero los guardias de seguridad le encontraron y le echaron. Los esfuerzos de Sartre no parece que despertaran ni un atisbo de interés entre los verdaderos obreros de la fábrica; todos sus colaboradores eran intelectuales de la clase media, como siempre había ocurrido.
Pero para el hombre que fallaba en la acción, que en realidad nunca había sido un activista en el verdadero sentido de la palabra, siempre le quedaban «las palabras». Fue apropiado que su fragmento de autobiografía llevara ese título. Su lema fu Nulla dies sine lenia, «NI un día sin escribir». Esa fue una promesa que cumplió. Escribía con más facilidad aun que Russell y podía producir hasta 10 000 palabras al día. Buena parte fue de poca calidad; o, más bien, pretenciosa, altisonante y carente de sustancia, inflada. Esto lo descubrí por mí mismo en París a principios de la década del cincuenta, cuando ocasionalmente traducía sus polémicas: a menudo se leían bien en francés, pero se venía abajo cuando se expresaban en lo s concretos términos anglosajones. A Sartre no le importaba demasiado la calidad. Escribiéndole a Beauvoir en 1940 y reflexionando sobre la enorme cantidad de palabras que ponía por escrito, confesó: «Siempre pensé que la cantidad es una virtud»[65]. Es curioso que en sus últimas décadas estuviera cada vez más obsesionado por Flaubert, un escrito de excepcional meticulosidad, especialmente en lo que se refiere a las palabras, que revisaba sus obras con una insistencia maniática. El libro que finalmente escribió sobre Flaubert consta de tres volúmenes y 2802 páginas, muchas de ellas casi imposibles de leer. Sartre escribió muchos libros, algunos enormes, y muchos más que no concluyó, aunque a menudo reciclaba ese material en otras obras. Proyectó un tomo gigante sobre la Revolución Francesa, y otro sobre Tintoretto, otra gran empresa fue su autobiografía, que rivalizaba en extensión con las Mémoires d’otre-tombe de Chateaubriand, y de las que Les Mots es, de hecho, un extracto.
Sartre confesaba que las palabras eran toda su vida: «He invertido todo en la literatura… Comprendo que la literatura es un sustituto de la religión».
Admitía que para él las palabras eran más que sus letras, sus significados: eran cosas vivientes, algo así como ocurría con los estudiantes judíos del Zohar o de la Cábala, que sentían que las letras de la Tora tenían un poder religioso: «Sentía el misticismo de las palabras… poco a poco el ateísmo ha devorado todo. He desautorizado y secularizado la escritura… como un descreído volví a las palabras, con la necesidad de saber lo que significa el habla… Me afano, pero ante mí siento la muerte de un sueño, una brutalidad gozosa, la tentación perpetua del terror»[66]. Esto fue escrito en 1954, cuando a Sartre le quedaban millones de palabras por escribir. ¿Qué significa? Muy poco, probablemente. Sartre siempre prefirió escribir disparates antes que no escribir nada. Es un escritor que en verdad confirma la áspera observación del doctor Johnson: «Un francés siempre tiene que estar hablando, sepa o no algo de lo que se está tratando»[67]. Como dijo él mismo: «(Escribir) es mi hábito y también mi profesión». Tenía opinión pesimista sobre la eficacia de lo que escribía. «Durante muchos años traté a mi pluma como si fuera mi espada: ahora me doy cuenta de lo débiles que somos. No importa: seguiré escribiendo libros». También habló a veces hablaba largamente. En ocasiones hablaba cuando nadie escuchaba. En la autobiografía del director de cine John Huston hay un brillante esbozo de Sartre. En 1958-59 trabajaron juntos en un guión sobre Freud. Sartre se había instalado en la casa de Huston en Irlanda. Describió a Sartre como «un barrilito, y tan feo como puede llegar a ser un hombre. Tenía la cara hinchada y marcada de viruela, los dientes amarillentos y un ojo defectuoso». Pero su característica aun más notable era su charla interminable: «Con él no existía nada parecido a una conversación. Hablaba sin parar. No era posible interrumpirle. Uno esperaba a que tuviera que recobrar el aliento, pero no lo hacía. Las palabras salín en un verdadero torrente». A Huston le sorprendió ver que Sartre tomaba nota de sus propias palabras mientas hablaba. A veces Huston salía de la habitación, incapaz ya de soportar la interminable procesión de palabras. Pero el zumbido distante de la voz de Sartre le seguía por toda la casa. Cuando Huston volvió a la habitación, Sartre seguía hablando[68].
Esta diarrea verbal acabó por destruir su magia como conferenciante. Cuando apareció su desastroso libro sobre la dialéctica, Jean Wahl le invitó a que diera una conferencia sobre él en el Collage de Philosophie. Sartre comenzó a las seis, leyendo de un manuscrito que sacó de una carpeta enorme, «con un tono de voz mecánico y apresurado». Nunca levantó la vista del texto. Parecía completamente absorto en su propia obra. Al cabo de una hora el público se cansó. El salón estaba lleno y había gente de pie. Al cabo de una hora y tres cuartos, el público estaba exhausto y algunos se habían echado en el suelo. Sartre parecía haber olvidado que estaban ahí. Wahl tuvo que acabar por hacerle una seña para que dejara de hablar. Sartre recogió sus papeles bruscamente y se fue sin decir una palabra[69]. Pero siempre tenía su corte para escucharle. Gradualmente, a medida que Sartre envejecía, hubo menos cortesanos. A fines de la década del cuarenta y principios de la del cincuenta ganó cantidades prodigiosas de dinero.
Pero los gastó con la misma rapidez. Siempre fue descuidado respecto del dinero. Cuando era niño, siempre que lo necesitaba no tenía más que sacarlo de la cartera de su madre. Como maestro, él y Beauvoir pedían prestado (y prestaban) sin reparos: «pedíamos prestado a todo el mundo», admitió ella[70]. Él dijo: «El dinero tiene algo de perecedero que me gusta. Amo verlo escabullirse entre mis dedos y desaparecer»[71]. Esta indiferencia tenía su lado agradable. A diferencia de muchos intelectuales, y en especial de los famosos, Sartre fu genuinamente generoso con el dinero. Le causaba placer pagar la cuenta en un café o restaurante, a menudo a gente que apenas conocía. Donaba a las causas. Dio al RDR más de 300 000 francos (más de 100 000 dólares al cambio de 1948), su secretario Jean Cau decía de él que era «increíblemente generoso y confiado»[72]. Su generosidad y su (ocasional) sentido del humor fueron los mejores rasgos de su carácter. Pero su actitud hacia el dinero también fue irresponsable. Pretendía ser profesional en cuanto a derechos y honorarios de sus agentes (en el único encuentro que tuvo con Hemingway, en 1949, los dos escritores hablaron sólo de esos temas, una conversación muy al gusto de Hemingway[73]) pero esto sólo era para impresionar. El sucesor de Cau, Claud Faux, manifiesta: «Sartre se obstinaba en negarse a tener algo que ver con el dinero. Lo veía como una pérdida de tiempo. Y sin embargo lo necesitó siempre, para darlo, para ayudar a los demás»[74]. El resultado es que debía sumas enormes a sus editores y tenía que afrontar intimaciones espantosas por pago de impuestos atrasados. Su madre le paga los impuestos en secreto (de ahí la burla de Camus), pero sus recursos no eran ilimitados, y para fines de la década del cincuenta Sartre tenía serios problemas financieros, de los que nunca se liberó realmente. A pesar de sus continuas y grandes ganancias, siguió endeudado y a menudo con escasez de efectivo. Una vez se quejó de que no le alcanzaba el dinero para comprarse un para de zapatos. Siempre tuvo un cierto número de personas a sueldo por cumplir alguna función o recibiendo limosnas. Constituían su corte exterior, mientras las mujeres formaban la íntima. A fines de los años sesenta el número descendió mucho al debilitarse su posición económica, y la corte exterior se empequeñeció.
En la década del setenta Sartre fue una figura cada vez más patética, envejecido prematuramente, prácticamente ciego, a menudo borracho, preocupado por el dinero, incierto acerca de sus opiniones. Entonces entró en su vida un joven judío del El Cairo, Benny Levy, que escribió bajo el nombre de Pierre Víctor. Su familia había huido de Egipto cuando la crisis de Suez, en 1956-57, y era un apátrida. Sartre le ayudó a conseguir permiso para quedarse en Francia y le empleó como su secretario. A Víctor le gustaban los misterios, llevaba gafas oscuras y a veces una barba falsa. Sus opiniones eran excéntricas, a veces extremas, las sostenía con firmeza y quería seriamente que su jefe las aceptara. El nombre de Sartre aparecía acompañando declaraciones extrañas que los dos hombres escribían juntos[75]. Beauvoir temía que Víctor resultara otro Ralph Schoenman. Se amargó especialmente cuando hizo una alianza con Arlette.
Comenzó a odiarle y temerle, como Sonya Tolstoi había odiado y temido a Chertkov. Para entonces ya Sartre no era capaz de cometer muchas locuras públicas. Su vida privada seguía siendo variada sexualmente y su tiempo se repartía entre su harén. Pasaba las vacaciones así: tres semanas con Arlette en la casa que tenían en condominio en el sur de Francia; dos semanas con Wanda, generalmente en Italia, varias semanas en una isla griega con Héléne; luengo un mes con Beauvoir, por lo general en Roma. En París a menudo se mudaba de uno a otro de los apartamentos de sus mujeres. Beauvoir describió brutalmente sus últimos años en su pequeño libro: Adieux (Un adiós a Sartre): su incontinencia, su embriaguez, posibilitada por la bebida que sus chicas le facilitaban llevándole botellas de whisky a escondidas, la lucha por el poder sobre lo que quedaba de su mente. Su muerte, en el Hospital de Broussais, en 15 de abril de 1980, debió ser un alivio para todos. En 1965 había adoptado en secreto a Arlette como hija. De modo que heredó todo, incluso la propiedad literaria, y dirigió la publicación póstuma de sus manuscritos. Para Beauvoir fue la traición final: el «centro» eclipsado por una de las «periféricas». Le sobrevivió cinco años. Una reina madre para la izquierda intelectual francesa. Pero no había hijos, ningún heredero.
En realidad Sartre, como Russell, no logró dar ninguna coherencia ni firmeza a sus opiniones políticas. No le sobrevivió ningún cuerpo de doctrina. Al final, otra vez como Russell, no representó nada más que un vago deseo de pertenecer a la izquierda y al campo de la juventud. El declinar intelectual de Sartre, que después de todo en un momento preció estar identificado con una filosofía de la vida llamativa, sin bien confusa, fue particularmente espectacular. Pero siempre hay un gran sector del público educado que exige líderes intelectuales, por poco satisfactorios que sean. Pese a sus enormidades, Rousseau fue ampliamente honrado a su muerte y después. Sartre, otro monstre sacré, tuvo un entierro magnífico al que asistió todo el París intelectual más de 50 000 personas, la mayoría jóvenes, siguieron su cuerpo al cementerio de Montparnasse. Para ver mejor, algunos se subieron a los árboles. Uno se cayó sobre el ataúd mismo. ¿A qué causa habían ido a honrar? ¿Qué fe, qué verdad luminosa sobre la humanidad, afirmaban son su presencia masiva? Sería bueno saberlo.