8

BERTRAND RUSSELL:
¡AL DIABLO CON LA LÓGICA!

NINGÚN intelectual en la historia del mundo aconsejó a la humanidad durante un período tan largo como Bertrand Russell, tercer conde de Russell (1872-1970). Nació el año en que el general Ulises S. Grant fue reelegido presidente de Estados Unidos, y murió la víspera del Watergate. Tenía unos meses menos que Marcel Proust y Stephen Cranem y unas semanas más que Calvin Coolidge y Max Beerbohm; sin embargo vivió tanto que llego a saludar a los estudiantes rebeldes de 1968 y a gozar con las obras de Stoddard y Pinter. Siempre derramó una corriente ininterrumpida de consejos, exhortaciones, información y prevenciones sobre una sorprendente diversidad de temas. Una bibliografía (casi sin duda incompleta) enumera sesenta y ocho libros. El primero, La democracia social alemana, se publicó en 1896, cuando a la reina Victoria todavía le quedaban cinco años de vida; el póstumo Ensayos de análisis (1973) se conoció al año que renunció Nixon, entre tanto publicó libros sobre geometría, filosofía, matemáticas, justicia, reconstrucción social, ideas políticas, misticismo, lógica, bolchevismo, China, la mente, la industria. El Abecé de los átomos (este en 1923, treinta y seis años más tarde, publicó un libro sobre la guerra nuclear), la ciencia, la relatividad, educación, escepticismo, matrimonio, la felicidad, la moral, ociosidad, religión, cuestiones internacionales, historia, el poder, la verdad, el Conocimiento, autoridad, ciudadanía, ética, biografía, ateísmo, sabiduría, el futuro, el desarme, paz, crímenes de guerra y otros temas[1].

A esto se debe sumar una enorme producción de artículos en periódicos y revistas que abarcan todo tema imaginable, sin excluir El uso del lápiz labial, Modales de los turistas, Eligiendo cigarros y Maltrato de las esposas.

¿Por qué se sentía Russell capacitado para ofrecer tanto consejo, y por qué le escuchaba la gente? La respuesta a la primera pregunta no salta a primera vista. Es probable que el motivo más importante que le llevó a escribir tanto fuera que escribir le resultaba muy fácil y en su caso además le pagaban muy bien. Su amigo Meles Malleson escribió sobre él en la década del veinte: «Bertie salía a caminar solo todas las mañanas y componía y planeaba su trabajo del día. Volvía entonces y escribía durante el resto de la mañana llana y fácilmente y sin hacer una sola corrección»[2]. Los ingresos debidos a esta agradable actividad quedaban registrados en una pequeña libreta en la que anoto el pago que había recibido por todo lo escrito o transmitido por radio a lo largo de su vida. La llevaba en un bolsillo interior y en sus raros momentos de ocio o desaliento, la sacaba para leerla, «una ocupación muy gratificante», según él[3].

Por cierto, Russell no fue un hombre que tuviese gran experiencia de la vida que lleva la mayoría de la gente, o que se interesara mucho por los sentimientos y las opiniones de la multitud. Fue un huérfano cuyos padres murieron antes de que él hubiese cumplido cuatro años, y pasó su infancia en la casa de su abuelo, el primer conde Russell, que, como Lord John Russell, piloteó el proyecto de la Gran Reforma de 1832 a través de la vieja Cámara de los Comunes no reformada aún. Los antecedentes de Russell le situaban dentro de la aristocracia Whig que, si bien, se aislaba herméticamente de todo contracto con el populacho y hasta la clase media, tenía un apego incomprensible por las ideas radicales. El viejo conde, como ex primer ministro, gozaba de una residencia libre de alquiler, Pembroke Lodge, en Richmond Park, que la reina Victoria le había concedido, y Russell se crio allí. Siempre di por sentado que su acento inimitable, de gran claridad y antiquísimo, le venía directamente del abuelo, aunque a menudo se clasificaba erróneamente como «Blomsbury». Sin embargo, la persona que más influyó en su infancia fue su abuela, una dama de principios firmes, fuertemente religiosa, de opiniones marcadamente puritanas. Los padres de Russell habían sido ateos y ultrarradicales, y habían dejado instrucciones para que Bertrand fuera educado bajo la égida de John Stuart Mill. Su abuela rechazó esto de plano y retuvo a Russell en casa, en un ambiente de Biblias y Libros Azules, y fue educado por una serie de gobernantas y tutores (uno de los cuales in embargo resultó ser ateo). Nada de esto tuvo mayor importancia, ya que de todos modos Russell hubiese seguido su camino a pesar de todo. A los quince años ya escribía en su diario en el alfabeto griego para ocultar sus pensamientos de ojos curiosos: «He llegado a… estudiar los fundamentos mismos de la religión en la que fui educado»[4]. se convirtió en ateo entonces y siguió siéndolo durante el resto de sus días.

La noción de que la mayoría de las personas reconocen y necesitan a algún tipo de ser supremo nunca tuvo el menor atractivo para él. Creía que las respuestas a todos los enigmas del universo sólo las podría encontrar la mente humana.

Ningún hombre tuvo jamás más confianza en el poder de la mente, aunque tendía a verla casi como una fuerza abstracta, incorpórea. Su amor por el intelecto abstracto y su recelo de los movimientos del cuerpo, derivado muy probablemente de las enseñanzas puritanas de su abuela, fueron los que hicieron de él un matemático. La ciencia de los números —nada más alejado de la gente— fue la primera y la gran pasión de su vida. Con la ayuda de un ejército de tutores consiguió una beca para el Trinity College, de la universidad de Cambridge, y en 1893 figuró séptimo con Distinción en el examen final de matemáticas. Obtuvo luego una beca para graduados en Trinity y, a su debido tiempo, estuvo listo el borrador del gran trabajo que escribió con Alfred North Whitehead, Principia Matemática, que completó el último día del viejo siglo. Escribió: «Las matemáticas me gustan porque no son humanas». En su ensayo, El estudio de las matemáticas, se regocijaba: «Las matemáticas poseen no sólo la verdad, sino una belleza suprema, una belleza fría y austera, como la de una escultura, que no atrae a ninguna parte de nuestra naturaleza más débil, sublimemente pura y susceptible de una perfección tal como sólo el gran arte puede mostrar»[5].

Russell nunca creyó que el populacho pudiera penetrar las fronteras del conocimiento ni que se lo debía animar a intentarlo. Desarrolló su trabajo profesional en matemáticas de una manera altamente técnica, sin hacer la menor concesión al no especialista. La especulación filosófica, argumentaba, requiere de un lenguaje especial, y luchó no sólo por mantener sino por fortalecer este código hierático. Fue un sumo sacerdote del intelecto que prohibía a los extraños penetrar sus secretos. Disentía fuertemente con aquellos de sus colegas filosóficos, como G. E. More, que quería debatir los problemas en un lenguaje corriente, de buen sentido, e insistía: «el sentido común de forma a la metafísica de los salvajes». Sin embargo, mientras los sumos sacerdotes del intelecto sostenían el deber, según él, de reservar los misterios eleusinos para su casta, tenían igualmente el deber, sobre la base de su caudal de conocimientos, de obsequiar al populacho con algunos frutos digeribles de su sabiduría. De esa manera establecía una división entre la filosofía profesional y la ética popular, y practicaba ambas. Entre 1895 y 1917, de nuevo entre 1919-21 y en 1944-49, fue miembro de la facultad del Trinity college, y también pasó varios años dando conferencias y enseñando en universidades americanas. Pero una parte aún mayor de su vida la pasó diciéndole al público qué debía pensar y hacer, y este evangelismo intelectual dominó por completo la segunda mitad de su larga vida. Como el doctor Albert Eisntein en las décadas del veinte y del treinta, Russell fue para un gran número de personas en todo el mundo la quintaesencia, el arquetipo del filósofo abstracto, la corporización de la cabeza hablante. ¿Qué era la filosofía? Bien: era la clase de cosas que decía Bertrand Russell.

Russell era un expositor dotado. Una de las primeras obras suyas había explicado la obra de Leibniz, a quien siempre reverenció[6]. Su brillante visión panorámica Historia de la filosofía occidental (1946) es lo más competente en su especie que se haya escrito jamás, y fue merecidamente un éxito en todo el mundo. Sus colegas académicos criticaron su obra, fingieron lamentar que la hubiera escrito, y sin duda envidiaron su difusión. Para Ludwing Wittgenstein su libro La conquista de la felicidad (1930) era «totalmente insoportable»[7]. Cuando se publicó su última obra filosófica importante, Conocimiento humano, en 1949), los críticos académicos se negaron a tomarla en serio. Uno de ellos la llamó «la charla de una mago»[433]. Pero al público le gusta que un filósofo salga al mundo. Además, se tenía la sensación de que Russell, con razón o sin ella, tenía el coraje de sus convicciones y estaba dispuesto a sufrir por ellas. Tal como Einstein fue al exilio para escapar a la tiranía nazi, Russell estuvo repetidas veces en desacuerdo con diversas autoridades, y soportó el castigo con hombría.

Fue así como en 1916 escribió un panfleto anónimo para la Asociación contra el Reclutamiento, en protesta porque un objetor de conciencia había ido a la cárcel a pesar de la «cláusula de conciencia» en la ley de reclutamiento. Los distribuidores fueron arrestados, sentenciados y condenados. Russell escribió una carta a The Times en la que decía que él era el autor. Fue juzgado en la Mansión House, ante el Lord Mayor de Londres, condenado, y obligado a pagar una multa de 100 libras. Se negó a pagar, y le embargaron y vendieron los muebles que tenía en Trinity College. El Consejo de Trinity, el cuerpo de gobernante de elite de miembros mayores, le retiró su posición de miembro del College. Tomaron el asunto muy en serio y la mayor parte de ellos pareció actuar después de pensarlo mucho y según principios firmes[9]. Pero al público le pareció un castigo doble por la misma ofensa.

El 11 de febrero de 1918 Russell fue juzgado y condenado por segunda vez. «El ofrecimiento de paz alemán», en el que afirmaba: «La guarnición americana, que para ese momento estará ocupado Inglaterra y Francia, resulten o no eficientes contra los alemanes, es indudable que serán capaces de intimidar a los huelguistas, ocupación a la que el ejército de Estados Unidos está acostumbrado en su país». Por esta declaración, temeraria, falsa y en realidad absurda, fue acusado, bajo la Ley de Defensa del Reino, por «haber hecho ciertas afirmaciones en una publicación impresa, que pueden perjudicar las relaciones de Su Majestad con Estados Unidos de América», y luego condenado en Bow Street a seis meses[10]. Cuando salió en libertad el Ministerio de Relaciones Exteriores se negó(por un tiempo por lo menos) a darle un pasaporte, y el subsecretario permanente, Sir Arthur Nicolson, anotó en el registro que era «uno de los maniáticos más dañinos del país»[11].

Russell volvió a tener problemas con la ley en 1939-40, cuando le designaron para una cátedra en la Universidad de la Ciudad de Nueva York. En esa fecha ya era bien conocido por sus opiniones irreligiosas y supuestamente inmorales.

Además de los innumerables artículos anticristianos, perfeccionó un recital de salón, «El credo del ateo», que declamaba en los tonos nasales de un clérigo salmodiando: «No creemos en Dios. Pero creemos en la supremacía de la hu-ma-ni-dad. No creemos en la vida después de la muerte. Pero creemos en la inmortalidad —a través— de las buenas obras»[12]. Le encantaba recitarlo para los hijos de sus amigos progresistas. Cuando se anunció su nombramiento en Nueva York, el clero local, anglicano y católico, protestó a grandes voces. Como la universidad era una institución municipal, los ciudadanos podían litigar contra sus nombramientos, y convencieron a una dama de que lo hiciera. Pleiteó contra la Ciudad de Nueva York, que para entonces estaba ansiosa de perder el pleito como ella de ganarlo. Su abogado calificó a las obras de Russell como «lascivas, libidinosas, lujuriosas, venéreas, erotomaníacas, afrodisíacas y carentes de fibra moral». El juez, un americano-irlandés, se sumó a la vituperación y dictaminó que Russell no era apto para el cargo por ser «un ateo extranjero y exponente de la teoría del amor libre». El alcalde, Fiorello La Guardia, se negó a apelar contra el veredicto, y el jefe del Registro del Distrito de Nueva York dijo públicamente que a Russell habría que «rociarlo con alquitrán y emplumarle y luego echarle del país»[13].

El último roce de Russell con las autoridades tuvo lugar en 1961, cuando a los ochenta y ocho años hizo enérgicos esfuerzos para conseguir que le arrestaran por actos de desobediencia civil en protesta contra las armas nucleares. El 18 de febrero participó en una «sentada» ilegal en Londres frente al Ministerio de Defensa, y permaneció sentado en el pavimento durante varias horas. Pero no ocurrió nada y tuvo que volver a su casa. El 6 de agosto, sin embargo, le citaron para asistir a Bow Street; el 12 de septiembre por incitar al público a violar la ley, y a su debido tiempo fue declarado culpable y sentenciado a un mes de cárcel, conmutado por una semana (que pasó en el hospital de la prisión). Cuando se anunció la sentencia un hombre gritó: «¡Qué vergüenza! ¡Un anciano de ochenta y ocho años!», pero el magistrado estipendiario dijo simplemente, «Es bastante mayor como para saber lo que debe hacer»[14].

Si algunos de estos episodios realmente motivó la aceptación de las opiniones de Russell por parte de las masas, resulta dudoso. Pero dan testimonio de su sinceridad y de su deseo de sacar a la filosofía de su torre de marfil y llevarla al mercado. La gente le consideraba, con vaguedad y por cierto erróneamente, como un Sócrates moderno bebiendo su veneno o Diógenes saliendo del barril a la lluvia. Desde el principio de la noción de Russell llevando la filosofía al mundo es muy engañosa; más bien trató, sin éxito, de meter el mundo en su filosofía y se dio cuenta de que no cabía. El caso de Einstein fue muy diferente, porque era un físico que se ocupaba del comportamiento del universo tal como es, y estaba decidido a aplicar a su descripción de este comportamiento las pautas más meticulosas de la prueba empírica… Al corregir la física de Newton, cambió por completo nuestro modo de ver el universo, y su obra tiene innumerables y continuadas aplicaciones; en realidad su contribución a la teoría atómica fue el primer gran hito en el camino a la energía nuclear producida por el hombre.

En comparación, nadie fue más indiferente a la realidad física que Russell. No podía hacer funcionar el aparato mecánico más sencillo ni realizar cualquiera de las tareas de rutina que el hombre más simple hace sin pensar. Le encantaba el té pero no lo sabía hacer. Cuando Peter, su tercera, esposa, tuvo que salir y escribió en la pizarra de la cocina: «Destapa el (calentador). Pon la tetera sobre la plancha. Espera que hierva. Echa el agua en la tetera», fue totalmente incapaz de hacerlo[15]. En su vejez empezó a quedarse sordo y le pusieron un audífono; pero nunca pudo hacerlo funcionar sin ayuda. El mundo humano, lo mismo que el físico, le desconcertaba continuamente. Escribió que la llegada de la Primera Guerra Mundial le obligó a «revisar mis opiniones sobre la naturaleza humana… Hasta entonces había supuesto que era muy común que los padres amaran a sus hijos, pero la guerra me convenció de que eso es una excepción muy rara. Había supuesto que a la mayoría de las personas el dinero les gustaba más que ninguna otra cosa, pero descubrió que la destrucción les gustaba más. Había supuesto que era frecuente que los intelectuales amaran la verdad, pero aquí también descubrió que ni el diez por ciento de ellos prefiere la verdad a la popularidad»[16]. Este pasaje airado delata una ignorancia tan profunda de cómo funcionan las emociones de la gente durante una guerra, o en realidad en cualquier otro momento, que casi no admite comentario. En sus volúmenes de autobiografía hay muchas otras afirmaciones que provocan una sensación de asombro en el lector normal ante la posibilidad de que un hombre tan inteligente pudiera desconocer tanto la naturaleza humana.

Lo curioso es que Russell era muy capaz de detectar, y deplorar, en los demás la misma peligrosa combinación de saber teórico e ignorancia práctica sobre lo que siente la gente y lo que quiere. En 1920 visitó la Rusia bolchevique, y el 19 de mayo tuvo una entrevista con Lenin. Encontró que era «una teoría corporizada». «Tuve la impresión», escribió, «de que desprecia al populacho y es un aristócrata intelectual». Russell comprendía muy bien que semejante combinación descalifica a un hombre para gobernar sabiamente; en realidad, añadió, «si hubiera encontrado (a Lenin) sin saber quién era no hubiera adivinado que era un gran hombre, sino que le hubiese tomado por un profesor obstinado»[17]. No podía, no quería, ver que su descripción de Lenin se podía aplicar hasta cierto punto a él mismo. Él también fue un intelectual aristocrático que despreciaba y a veces compadecía al pueblo.

Además, Russell no sólo ignoraba simplemente cómo la gente se comporta en realidad; también tenía un profundo desconocimiento de sí mismo. No pudo ver sus propios rasgos reflejados en Lenin. Lo que es aún más grave, no percibió que él mismo estaba expuesto a las fuerzas de la sinrazón y la emoción que tanto deploraba en la gente común. En general la posición de Russell era que los males del mundo pueden ser solucionados en gran medida a través de la lógica, la razón y la moderación. Si los hombres y las mujeres se gobernaran por su razón en vez de por sus emociones, argumentaran con lógica en vez de intuitivamente, y ejercieran la moderación en vez de abandonarse a extremos, la guerra se volvería imposible, las relaciones humanas serían armoniosas y se podría mejorar la condición de la humanidad sin ninguna duda.

La opinión de Russell, como matemático, era que la matemática pura no tenía ningún concepto que no pudiese ser definido en términos de lógica y ningún problema que no pudiese ser resuelto mediante la aplicación del razonamiento. No era tan tonto como para suponer que los problemas humanos se podían resolver como ecuaciones matemáticas, pero de todos modos creía que con tiempo, paciencia, método y moderación, la razón podía dar todas las respuestas a la mayoría de nuestras dificultades, públicas privadas. Estaba convencido de que era posible abordarlas con un espíritu de distanciamiento filosófico. Sobre todo, creía que, dado el encuadre correcto de razón y lógica, la gran mayoría de los seres humanos eran capaces de comportarse decentemente.

El problema era que Russell demostró repetidas veces, en las circunstancias de su propia vida, que todas estas proposiciones se apoyaban en fundamentos inciertos. En toda coyuntura crítica, sus opiniones y actos estaban tan expuestos a ser regidos por sus emociones como por su razón. En momentos de crisis la lógica se la llevaba el viento. Tampoco se podía confiar en que se comportara decentemente cuando sus intereses estaban en juego. También tenía otras debilidades. Cuando predicaba su idealismo humanista, Russell ponía a la verdad por encima de cualquier otra consideración. Pero en un aprieto, estaba expuesto (de hecho era posible que lo hiciera) a tratar de mentir para zafarse. Cuando se ofendía a su sentido de la justicia y sus emociones se excitaba, su respeto por la verdad se venía abajo. Y lo que no es menos, le resultaba difícil lograr la coherencia que la búsqueda de la razón y la lógica debería, teóricamente, imponer a sus devotos.

Sigamos el desarrollo de las opiniones de Russell sobre los grandes temas de la guerra y la paz, a los que quizá dedicó más atención que a otros. Russell consideraba a la guerra como el paradigma supremo de la conducta irracional. Vivió durante dos guerras mundiales y muchas otras menores y las odió todas. Su odio a la guerra era enteramente genuino. En 1984 se había casado con Alys Whitall, hermana de Logan Pearsall Smith. Era cuáquera y su tierno pacifismo religioso reforzó la variedad robusta y lógica (tal como la veía) de él. Cuando en 1914 estalló la guerra se declaró en total oposición a ella e hizo todo lo que pudo, a ambos lados del Atlántico, para promover la paz, poniendo en peligro su libertad y su carrera. Pero las observaciones que provocaron su detención no fueron las de un pacifista, o las de un hombre razonable o moderado. Su afirmación filosófica más importante a favor del pacifismo, «La Ética de la guerra» (1915), que argüía que la guerra no puede justificarse casi nunca, es bastante lógica[18]. Pero su pacifismo, entonces y más adelante, encontró expresión en medios altamente emocionales, por no llamarlos combativos. Por ejemplo, cuando en 1915 el rey Jorge V hizo la promesa de abstenerse de beber durante la guerra, Russell abandonó al punto la abstinencia que había abrazado a petición de Alys: el motivo del rey, escribió Russell, «fue facilitar la matanza de alemanes, y por lo tanto parecía como si debiera haber alguna conexión entre el pacifismo y al alcohol»[19].

En Estados Unidos vio al poder americano como un medio para imponer la paz, e imploró excitado al presidente Wilson, a quien veía como un salvador del mundo, que «emprendiera la defensa de la humanidad» contra los beligerantes[20]. Escribió una carta de espíritu mesiánico a Wilson: «Me veo impelido por una profunda convicción a hablar por todas las naciones en nombre de Europa. En nombre de Europa apelo a usted para que nos traiga la paz».

Russell pudo haber odiado la guerra, pero hubo veces en las que amó la fuerza. En su pacifismo había algo agresivo, casi belicoso. Después de la declaración de guerra inicial, escribió: «Durante varias semanas sentí que si me encontraba con Asquito o Grey no podría contenerme y le mataría»[21]. Ocurrió que poco después se encontró en realidad con Asquito. Russell salía de nadar de Garsington Manor, enteramente desnudo, y se encontró con el primer ministro sentado en el banco. Pero para entonces su furia ya se había enfriado y, en vez de matarle, se embarcó con él, que era un buen conocedor de los clásicos, en una conversación sobre Plató… el gran editor con el que yo trabajaba, Kingsley Martin conocía bien a Russell, solía decir que todas las personas belicosas que había conocido eran pacifistas, y ponía como ejemplo a Russell. T. S. Eliot, ex alumno de Russell, decía lo mismo: «[Russell] consideraba que cualquier excusa era buena para cometer un homicidio». No era que a Russell le gustaran los puñetazos, pero en cierto sentido era un absolutista que creía en las soluciones totales. Más de una vez volvió a la noción de una era de paz perpetua impuesta en el mundo por un fuerte acto inicial de un estadista.

La primera vez que se le ocurrió esta idea fue hacia fines de la Primera Guerra Mundial, cuando argumentó que Estados Unidos debería utilizar su poder superior para insistir en el desarme: «La mezcla de razas y la relativa ausencia de tradición nacional hacen que Estados Unidos sea un país peculiarmente adecuado para cumplir esta tarea»[22]. Luego, cuando Estados Unidos logró el monopolio de armamentos nucleares, en 1945-49, la sugerencia retornó con una fuerza tremenda. Dado que más tarde Russell intentó negar, confundir o disculpar sus opiniones durante este período, es importante exponerlas en cierto detalle y en orden cronológico. Como ha demostrado su biógrafo, Ronald Clark, apoyó una guerra preventiva contra Rusia no una vez, sino muchas y durante muchos años[23]. A diferencia de muchos miembros de la izquierda, Russell nunca se había dejado engañar por el régimen soviético. Siempre había rechazado el marxismo de plano. La teoría y la práctica del bolchevismo (1920), el libro en que describió su visita a Rusia, fue sumamente crítico respecto a Lenin y a lo que hacía. Consideraba a Stalin como un monstruo y aceptó como verdaderas las versiones fragmentarias de la colectivización obligatoria, la gran hambre, las purgas y los campos de concentración que llegaban a Occidente.

En todas estas actitudes no fue en absoluto típico de la intelectualidad progresista. Tampoco compartió la complacencia con que esta aceptó, en 1944-45, la extensión del régimen soviético a la mayor parte de Europa Oriental. Para Russell esto fue una catástrofe para la civilización occidental. «Odio demasiado al gobierno soviético para mi bien», escribió el 15 de enero de 1945. Creía que la expansión soviética continuaría a menos que fuera detenida con la amenaza o con el uso de la fuerza. En una carta fechada el 1° de septiembre de 1945 afirmó: «Creo que Stalin ha heredado la ambición de Hitler de ser dictador del mundo»[24]. Por lo tanto, cuando Estados Unidos utilizó las primeras armas nucleares contra Japón, de inmediato resucitó su opinión de que Estados Unidos debía imponer la paz y el desarme en el mundo, y usar las nuevas armas para forzar a una Rusia recalcitrante. Para él era una oportunidad caída del cielo que quizá no se volviera a repetir. Expuso su estrategia por primera vez en el diario laborista Forward (Adelante), publicado en Glasgow el 18 de agosto de 1945, y en el Manchester Guardián (Guardián de Manchester), el 2 de octubre. El título de este fue Humanity’s Lasta Chance (La última oportunidad de la humanidad) e incluía la significativa observación «No sería difícil encontrar un casus belli».

Durante un período de cinco años Russell reiteró estas opiniones u otras similares. Las expuso en Polemic, julio-agosto de 1946, en una conferencia en la Royal Empire Society el 3 de diciembre de 1947, publicada en el United Empire, enero-febrero de 1948, publicado en Nineteenth Century and Alter (El siglo XIX y después), enero de 1949, y una vez más en un artículo en World Horizon, en marzo de 1950. No atenuaba sus palabras. La conferencia en la Royal Empire Society proponía una alianza, presagiando a la NATO, que entonces dictaría condiciones a Rusia: «Me inclino a pensar que Rusia accedería; si no, siempre que esto se haga rápido, el mundo podría sobrevivir a la guerra resultante y emerger con un gobierno único tal como necesita». «Si Rusia invade Europa Occidental», escribió a Walter Marseille, un experto americano en desarme, en mayo de 1948, «la destrucción será tal que ninguna reconquista posterior podrá repararla. Prácticamente todos los habitantes educados serán enviados a campos de trabajos forzados en el nordeste de Liberia o en las costas del Mar Blanco, donde la mayoría morirá por las penurias y los supervivientes se convertirán en animales. Las bombas atómicas, si se utilizan, deberán caer, al principio, sobre Europa Occidental, ya que Rusia estará fuera de alcance. Los rusos, aun sin bombas atómicas, podrán destruir todas las ciudades grandes de Inglaterra… No pongo en duda que Estados Unidos ganaría al final, pero a menos que sea posible salvar a Europa Occidental de la invasión, quedará perdida para la civilización durante siglos. Aun a ese precio, creo que la guerra valdría la pena. El comunismo debe ser aniquilado, y debe establecerse el gobierno mundial»[25]. Russell insistía siempre en la necesidad de actuar con rapidez: «Más tarde o más temprano, los rusos tendrán la bomba atómica, y cuando la tengan el problema será mucho más difícil. Todo debe hacerse rápido, con la mayor celeridad»[26]. Aun cuando Rusia hizo explotar una bomba-A, siguió insistiendo en su argumento y apremiando a Occidente para que lograr la bomba de hidrógeno. «No creo que dado el estado de ánimo mundial, un acuerdo para limitara la guerra atómica hiciera otra cosa que daño, porque cada parte pensaría que la otra la estaba eludiendo». Presentó entonces el argumento «Antes muerto que rojo» en su forma más intransigente: «La próxima guerra, si es que llega, será el mayor desastre que haya sufrido la raza humana hasta ese momento. No puedo pensar más que en un solo desastre pero: la expansión del poder del Kremlin sobre todo el mundo»[27].

La defensa que hacía Russell de la guerra preventiva fue ampliamente conocida y comentada en esos años. En el Congreso Internacional de Filosofía que se realizó en Ámsterdam en 1948 el delegado soviético, Arnost Colman, le atacó con furia y él le contestó con igual aspereza: «Vuelva a casa y dígales a sus jefes del Kremlin que deben mandar sirvientes más competentes para llevar a la práctica su programa de propaganda y engaño»[28]. Todavía el 27 de septiembre de 1953 escribió en el New York Times Magazine: «Por terrible que fuera una nueva guerra mundial, por mi parte sigo prefiriéndola a un imperio comunista mundial».

Debió de ser más o menos por ese entonces, sin embargo, cuando la opinión de Russell comenzó a dar un vuelco abrupto y fundamental. El mismo mes siguiente, octubre de 1953, negó en la Nation haber jamás «apoyado una guerra preventiva contra Rusia». Toda esa historia, escribió, fue «una invención comunista»[29]. Durante un tiempo, testimonia un amigo, siempre que se le enfrentaba con sus opiniones de posguerra, insistía: «Jamás. Esto se sólo invención de un periodista comunista»[30]. En marzo de 1959, en una entrevista por televisión de la BBC, con John Freeman, en uno de sus famosos programas FACE to FACE (cara a cara), Russell cambió su respuesta. Expertos en desarme de Estados Unidos le habían enviado una versión literal de sus declaraciones anteriores, y ya no podía negar que las había hecho. De modo que le dijo a Freeman, que le preguntó acerca de la política de una guerra preventiva: «Es enteramente cierto, y no me arrepiento de ello. Es por completo congruente con lo que pienso ahora»[31]. Lo completó con una carta al semanario de la BBC, el Listener, que decía: «En realidad me habría olvidado totalmente de que alguna vez pensé que una política de amenazas que involucrara una posible guerra fuera deseable. En 1958 el señor Alfred Kohlberg y el señor Walter W. Marseille me hicieron recordar algunas cosas que había dicho en 1947, y las leí con asombro. No puedo presentar ninguna excusa»[32]. En el tercer volumen de su autobiografía aventuró otra explicación: «… en el momento en que di ese consejo, lo di tan accidentalmente, sin ninguna esperanza de que se tomara en cuenta, que pronto olvidé que lo había ofrecido».

Añadió: «Lo había mencionado en una carta privada y también en un discurso que no sabía que había sido objeto de examen por parte de la prensa»[33]. Pero como demostró la investigación de Ronald Clark, Russell había hablado a favor de la guerra preventiva insistentemente, en numerosos artículos y discursos, y durante varios años. Es difícil creer que hubiese olvidado por completo una actitud tan tenaz y prolongada.

Cuando Russell le dijo a John Freeman que sus opiniones sobre las armas nucleares a fines de la década del cincuenta eran congruentes con su apoyo de posguerra a la guerra preventiva abusaba de la credulidad en otro sentido. De hecho, la mayoría de la gente diría que estaba diciendo tonterías. Pero había una congruencia de un tipo muy diferente, la congruencia del extremismo. Tanto el caso de la guerra preventiva como el caso de Mejor Muerto que Rojo, tal como los presentaba Russell, eran ejemplos de líneas razonables de argumento llevadas al extremo por un uso cruel e inhumano de la lógica. Ahí, en realidad, estaba la debilidad de Russell. Concedía un valor falso a los dictados de la lógica, al decirle a la humanidad cómo debía conducir sus asuntos, permitiéndole pasar por encima de los impulsos instintivos del sentido común.

De ahí que, cuando al promediar la década del cincuenta, Russell decidió que las armas nucleares eran intrínsecamente malas y no debían ser usadas bajo ninguna circunstancia, salió corriendo, tras los rugientes fantasmas de la lógica, en una dirección muy diferente pero igualmente extrema. Primero declaró su oposición a las armas nucleares en una transmisión de radio de 1954 sobre las pruebas en el Atolón de bikini, «El peligro del hombre»; luego siguieron las diversas conferencias internacionales y manifiestos, mientras la línea de Russell se endurecía a favor de la abolición total a toda costa. El 23 de noviembre de 1957 publicó en el New Statesman «Carta abierta a Eisenhower y a Khrushchev»; exponiendo su posición[34]. Al mes siguiente, mientras revisaba la caja con las cartas llegadas al diario, me sorprendió encontrar un largo discurso traducido, acompañado por una carta en ruso firmada por Nikita Khruschev. Era la respuesta personal del líder soviético a Russell. En gran medida, era, está claro, propaganda, ya que los soviets, con su gran superioridad en fuerzas convencionales, siempre habían estado dispuestos a aceptar un desmantelamiento del armamento nuclear según un convenio (aunque no supervisado). Pero la publicación de la carta produjo una sensación inmensa. A su debido tiempo llegó una respuesta más renuente del lado americano, no por cierto del mismo presidente, sino de su secretario de Estado, John Foster Dulles[35]. Russell quedó encantado con una respuesta tan distinguida. Halagó su vanidad, otra de sus debilidades, y perturbó su juicio, nunca su punto más fuerte. La carta de Khrushchev, que en general simpatizaba con su posición, no sólo le impulsó a una actitud de antiamericanismo extremo, sino que también le estimuló a convertir a la abolición de las armas nucleares en el centro de su vida. Comenzaron a aparecer los anhelos tolstoianos.

El año siguiente, 1958, Russell fue designado presidente de la nueva Campaña por el Desarme Nuclear, un cuerpo moderado creado por el canónigo John Collins, de San Pablo, el novelista J. B. Priestley y otros, para lograr el más amplio apoyo posible en Gran Bretaña contra la fabricación de armas nucleares. Organizaba demostraciones pacíficas, se hacía una obligación de mantenerse estrictamente dentro de la ley, y en su primera fase impresionó mucho y tuvo gran éxito. Pero por parte de Russell pronto comenzaron a asomar señales de extremismo. Rupert Crawshauy-Williams, cuyo relato íntimo de Russell es el mejor para esos años, registro en su diario el 24 de julio de 1958 un aclarador estallido de Russell contra John Strachey. Strachey era un ex comunista, que luego fue miembro del Parlamento laborista del ala derecha y ministro de Guerra en el gobierno de posguerra de Attlee. Pero en 1958 hacía mucho tiempo que no desempeñaba ninguna función y no tenía responsabilidades, si bien se sabía que creía en la necesidad de frenar el armamento nuclear. Cuando Russell se enteró de que Crawshay-Williams y su esposa habían estado pasando días en casa de Strachey, le preguntó sobre la opinión de este último sobre la bomba-H, y cuando la conoció dio por sentado que los Williams la compartían:

«Usted y John Strachey… pertenecen al club de los asesinos» dijo, golpeando el brazo de su sillón. El club de los asesinos, explicó, estaba formado por personas a las que en realidad no les importa lo que le ocurre al pueblo, ya que ellos como dirigentes sienten que de alguna manera van a sobrevivir con, y por, sus privilegios. «Se aseguran de que estar a salvo» dijo Bertie, «construyendo refugios privados contra bombas».

Cuado le preguntó si él realmente creía que Strachey tenía un refugio privado contra bombas, Russell rugió: «Está claro que lo tiene». A los quince días tuvieron otra discusión sobre la Bomba-H que «comenzó con calma». Luego, de pronto, «inesperadamente», Bertie dijo con voz furiosa: «La próxima vez que se encuentre con su amigo John Strachey, dígale que no comprendo por qué quiere que Nacer (el entonces dictador de Egipto) tenga la bomba-H… Estaba convencido de que la gente como John realmente pone en peligro al mundo, y sentía que tenía razón al decirlo»[36].

Esta furia creciente, acompañada por una falta de interés por los datos objetivos, la atribución de los peores motivos a quienes tenían opiniones diferente, e indicios de paranoia, tuvieron expresión pública en 1960, cuando Russell se separó de la Campaña por el Desarme Nuclear y organizó su propia facción de acción directa, llamada «el Comité de los Cien», dedicado a la desobediencia civil. Los signatarios originales de este grupo incluyeron a intelectuales, artistas y escritores importantes —Compton Mackenzie, John Breine, John Osborne, Arnold Westker, Reg Butler, Augustus John, Herbert Read y Doris Lessing entre otros— muchos de los cuales no eran en modo alguno extremistas. Pero el grupo se descontroló muy pronto. La historia demuestra que todos los movimientos pacifistas llegan a un punto en el que el elemento más militante se siente frustrado ante la falta de progreso y recurre a la desobediencia civil y a actos de violencia.

Esto marca invariablemente la etapa en la que deja de tener un seguimiento masivo. El Comité de los Cien y la siguiente desintegración de la Campaña fue un ejemplo clásico de este proceso. La conducta de Russell sólo aceleró lo que probablemente hubiese ocurrido de todos modos. En su momento se atribuyó a la influencia que tenía sobre él su nuevo secretario, Ralph Schoenman. En breve examinaré su relación con Schenman, pero vale la pena hacer notar ya que las frases y actos de Russell a lo largo de la crisis de la Campaña fueron siempre típicos de él. Las reuniones que llevaron a su renuncia como presidente se volvieron cada vez más desagradables mientras Russell atribuía motivos indignos a Collins, acusándole de mentir, e insistiendo en que las sesiones privadas se grabaran[37].

De hecho, en cuanto Russell se zafó del freno que le imponía Collins y sus amigos el extremismo dominó su mente por completo y sus declaraciones se volvieron tan absurdas que alejaron a todos, salvo a sus partidarios más fanáticos. Contradecían lo que él respetaba en sus momentos de más calma como las reglas básicas de la persuasión. «Las opiniones», escribió en 1958 en un ensayo sobre Voltaire, no deben ser sostenidas con fervor. Nadie sostiene con fervor que siete por ocho son cincuenta y seis, porque se puede saber que es así. El fervor es necesario sólo cuando se recomienda una opinión dudosa que se puede probar que es falsa.”[38] Muchas de las afirmaciones de Russell, a partir de 1960, fueron no solo fervientes, sino absurdas y a veces formuladas sin pensarlas, cuando estaba indignado con los que no compartían su posición. Es así que, para un discurso que pronunció en Birmighan, en abril de 1961, había preparado notasen las que se leía: «Sobre una base puramente estadística, Macmillan y Kennedy son unas cincuenta veces más perversos que Hitler». Esto ya estaba bastante mal dado que (aparte de cualquier otra cosa) significaba comparar datos históricos con proyección de futuro. Pero una grabación muestra que lo que Russell dijo en realidad en su discurso fue: «Solíamos pensar que Hitler era perverso cuando quería matar a todos los judíos. Pero Kennedy y Macmillan no sólo quieren matar a todos los judíos, sino a todo el resto de nosotros también. Son mucho más perversos que Hitler». Añadió: «No pretenderé obedecer a un gobierno que está organizando la masacre de toda la humanidad… Son las personas más perversas que jamás vivieron en la historia del hombre»[39].

Una vez aceptadas las premisas de Russell, en su acusación había lógica. Pero hasta la lógica la aplicaba selectivamente. A veces Russell recordaba que todas las potencias que poseían armas nucleares eran igualmente culpables de planear un asesinato masivo, e incluía a Rusia en su polémica. Por ejemplo, en una carta pública de 1961, enviada «desde la cárcel de Brixton», afirmaba: «Kennedy y Khruschev, Adenauer y De Gaulle, Macmillan y Gaitskell persiguen un fin común: acabar con la vida humana… Para agradar a estos hombres, todos los afectos personales, todas las esperanzas públicas… deben desaparecer para siempre»[40].

En general, sin embargo, dirigía sus tiros contra Occidente, en especial contra Gran Bretaña, y sobre todo Estados Unidos.

Esto significaba olvidar cuánto odiaba no sólo al régimen soviético, sino a los rusos mismos. En el período inmediatamente posterior a la guerra había dicho repetidas veces que los soviéticos eran tan malos como los nazis, o perores. Crawshay-Williams registró algunas de sus invectivas: «Todos los rusos son bárbaros orientales». «Todos los rusos son imperialistas». Una vez consiguió llegar a decir que «todos los rusos se arrastrarían por el suelo para traicionar a sus amigos»[41]. Pero a partir de fines de la década del cincuenta el sentimiento antirruso fue desterrado de su mente ocupada cada vez más por un apasionado antiamericanismo. Este tenía raíces profundas y ya había asomado a la superficie antes. Estaba impulsado por un anticuado orgullo y patriotismo británicos característicos de la clase alta, el desprecio por los advenedizos y vendedores de tienda, tanto como por el odio liberal-progresista hacia el estado capitalista más grande del mundo. Sus padres extremistas pertenecían a una generación que todavía ahocicaba a Estados Unidos con el progreso democrático y había estado allí en 1867, porque, como él había registrado, «los jóvenes que esperaban reformar el mundo iban a Estados Unidos para aprender cómo hacerlo». Añadió: «No podía prever que aquellos hombres y mujeres cuyo ardor democrático aplaudían, cuya triunfante oposición a la esclavitud admiraban, eran los abuelos y abuelas de los que asesinaron a Sacco y Vanzetti»[42]. Él mismo fue a Estados Unidos muchas veces y vivió allí durante años, principalmente para ganar dinero: «Estoy terriblemente falto de dinero y espero que Estados Unidos restablezca mis finanzas», escribió en 1913, utilizando un refrán recurrente. Siempre criticó a los estadounidenses: eran (observó en su primera visita, en 1896) «increíblemente haraganes para todo salvo para los negocios»[43]. pero sus opiniones sobre el impacto de Estados Unidos en el mundo oscilaron violentamente. Como hemos visto, durante la Primera Guerra Mundial veía a los Estados Unidos de Wilson como un salvador del mundo. Frustrado en esto, cambió por un rumbo fuertemente anti Estados Unidos en la década del veinte. Argüía que el socialismo, al que entonces favorecía, sería imposible en Europa «hasta que Estados Unidos o se convierta al socialismo o por lo menos esté dispuesto a mantenerse neutral»[44]. Acusaba a Estados Unidos «de la lenta destrucción de la civilización china», predecía que la democracia americana se derrumbaría a menos que abrazara el colectivismo. Llamaba a una «rebelión mundial» contra el «imperialismo capitalista» americano y afirmaba que a menos que «sea posible conmover la fe de Estados Unidos en El capitalismo» habría «un colapso total de la civilización»[45].

Veinte años más tarde, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, apoyó la política militar americana. Al volver de una visita, a fines de 1950, escribió a Crawshay-Williams: «Estados Unidos estaba abominable: los americanos son tan perversos como estúpidos, y eso es decir mucho».

Le dijo a todo el mundo que me resultaba interesante estudiar el ambiente de una estado policíaco… «Creo que la Tercera Guerra Mundial comenzará el próximo mayo»[46]. Le apostó a Malcolm Muggeridge que Joseph McCarthy sería elegido presidente (y tuvo que pagar cuando el senador murió). Cuando Russell empezó la compaña contra la bomba-H, su antiamericanismo se volvió enteramente irracional y así permaneció hasta su muerte. Desarrolló una teoría conspiratoria infantil sobre el asesinato de Kennedy. Luego, cansado del problema de la bomba (como en el caso de Tolstoi, la capacidad de atención de Russell no duraba mucho) lo cambió por el de Vietnam y organizó una campaña mundial para denigrar la conducta de Estados Unidos allí.

Russell, aleccionado por su secretario Schoenman, fue víctima propicia de las invenciones más extravagantes. Medio siglo antes había deplorado el uso hecho por los aliados de historias de atrocidades acerca de la conducta de los alemanes en Bélgica para atizar la fiebre bélica; en su libro Justicia en tiempo de guerra (1916) se había esforzado por denunciar a muchas de ellas como faltas de fundamento. En la década del sesenta Russell utilizó su prestigio para hacer circular y dar crédito a historias sobre Vietnam aún menos plausibles, y con el solo propósito de exacerbar el odio hacia Estados Unidos. Esta política tuvo su culminación con el «Tribunal de Crímenes de Guerra» (1966-67) que organizó, y que finalmente se reunió para pronunciar su juicio contra Estados Unidos en Estocolmo. Para este ejercicio de propaganda reclutó intelectuales fácilmente accesibles, como Isaac Deutscher, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, el autor yugoslavo Vladimir Dedijer (que lo presidió), un ex presidente de Méjico y el poeta laureado de Filipinas. Pero ni siguiera hubo una simulación de justicia o imparcialidad, ya que el propio Russell dijo que lo convocaba para juzgar «a los criminales de guerra Johnson, Rusk, McNamara, Lodge y a sus camaradas en el crimen»[47].

Como filósofo, Russell insistió constantemente en que las palabras debían usarse con cuidado y con su sentido exacto. Como consejero de la humanidad confesó, en su autobiografía, que «tenía la costumbre de describir las cosas que a uno le resultan insoportables de manera tan repulsiva que llevara a los demás a compartir la propia furia»[48]. Se trataba de una confesión extraña en un hombre dedicado profesionalmente al análisis desapasionado de los problemas, que ataba su bandera al mástil de la razón. Además sus intentos de provocar furia sólo daban resultado con aquellos cuya furia no valía la pena conquistar o ya se tenía. Cuando en 1951 Russell dijo que en Estados Unidos «nadie se aventura a dar una opinión polaca sin primero mirar detrás de la puerta para asegurarse de que nadie está escuchando», ninguna persona sensata le creyó[49]. Cuando en 1961, durante la crisis de los misiles cubana, anunció «Parece probable que dentro de una semana todos ustedes hayan muerto para complacer a un americano loco», se perjudicó a si mismo, no la presidente Kennedy[50]. Cuando dijo que los soldados americanos en Vietnam eran «tan malos como los nazis», su público disminuyó[51].

En realidad hay que decir que durante toda su vida Russell fue más impactante en una argumentación prolongada que cuando se expresaba por apotegmas. Un volumen de sus obiter dicta no sería mejor que el de Tolstoi. «Un caballero es un hombre cuyo abuelo tenía más de 1000 dólares al año». «Nunca se conseguirá que un gobierno democrático funcione bien en África». «Los niños deberían ser educados en internados para sustraerlos a la influencia del amor materno». Las madres americanas «son culpables de una incapacidad instintiva. La fuente del afecto parece haberse secado»[52].

La última observación nos recuerda que pese a que en las últimas décadas de su vida Russell estuvo asociado casi exclusivamente con declaraciones políticas, en otro tiempo había sido aún más conocido por sus opiniones sobre temas característicos del período entre las dos guerras, tales como «matrimonio de camaradería», amor libre, reforma del divorcio, y coeducación. Por lo menos en teoría defendía la doctrina de los derechos de la mujer tal como la explicaban entonces sus abogados. Exigía la igualdad de la mujer dentro y fuera del matrimonio y las presentaba como víctimas de un sistema anticuado de moralidad que no tenía una base ética verdadera. Se debía gozar la libertad sexual y reprobaba las «doctrinas de tabú y sacrificio humano que se toman tradicionalmente como “virtud”»[53]. En sus opiniones sobre las mujeres, la vida social, los niños y los vínculos humanos, había muchos ecos de Shelley. En realidad sentía una devoción especial por Shelley, cuyos versos expresaban del mejor modo su actitud hacia la vida. Se estableció en la parte de Gales donde Shelley había intentado constituir una comunidad en 1812-13, y su casa, Plas Penrhyn, fue obra del mismo arquitecto que construyo la casa de Maddox, el amigo de Shelley, cruzando ele estuario de Portmadoc.

Sin embargo, como ocurría con Shelley, en la práctica su comportamiento con las mujeres no siempre estuvo de acuerdo con sus principios teóricos. Alys, su primera mujer, gentil, cariñosa, de mente generosa, fue la víctima del creciente libertinismo de su marido, como lo fue Harriet del de Shelley. Russell, como hemos señalado, fue educado estrictamente y fue muy puritano en cuanto al sexo hasta bien entrado en los veinte. De hecho en 1900, cuando su hermano Frank, el segundo conde, dejó a su primera mujer, se divorció en Reno y se casó de nuevo, Russell se negó a reconocer a la nueva mujer y sugirió que Frank la dejara en su casa cuando iba a cenar con él. (Luego Frank fue acusado de bigamia ante el tribunal de la Cámara de los Lores). Pero a medida que Russell entraba en años fue volviéndose, como Victor Hugo antes, más lascivo y menos dispuesto a acatar las leyes de la sociedad, salvo cuando le resultaba conveniente hacerlo.

De Alys se deshizo con eficiencia, después de dieciséis años, el 19 de marzo de 1911, cuando Russell visitó a la animada anfitriona de Bloomsbury, Lady Ottoline Morrell, en su casa del 44 de Bedford Square. Se encontró con que el marido, Philip, estaba inesperadamente ausente, y la enamoró. En su relato, Russell dijo que «no completó su relación» con Lady Ottoline esa noche, pero decidió «dejar a Alys» y hacer que Lady Ottoline «dejara a Philip».

Lo que Morrell pudiera sentir o pensar «me era indiferente». Se le aseguró que el marido «nos mataría a los dos» pero estaba «dispuesto a pagar ese precio por una noche». Russell comunicó la noticia de inmediato a Alys, que «se enfureció, y dijo que insistiría en conseguir el divorcio, mencionando el nombre de Ottoline». Después de dar algunas razones, Russell dijo «con firmeza» que si ella hacía lo que amenazaba, «Me suicidaría para impedir que lo hiciera». Con esto «su furia se volvió insoportable. Después de descargarse durante unas horas, le di una lección sobre la filosofía de Locke a su sobrina»[54].

Este relato a beneficio propio de Russell no concuerda con la conducta de Alys en la práctica. Le trató siempre con gran comedimiento, moderación y en realidad afecto: aceptó ir a vivir con el hermano para que él pudiese seguir su aventura con Lady Ottoline (con el consentimiento del marido, siempre que se observaran ciertas reglas de decoro público) y demoró el divorcio hasta mayo de 1920. Siguió amándole. Cuando el Trinity College le privó de su cargo, ella le escribió: «He estado ahorrando 100 libras para invertir en Acciones del Tesoro, pero preferiría dártelas, si me lo permites, ya que pienso que toda esa persecución interfiere muy seriamente con tus ingresos»[55]. Mientras él estuvo detenido, ella dijo: «He pensado en ti todos los días con el mayor dolor y he soñado contigo casi todas la noches»[56]. Russell no volvió a verla hasta 1950.

La separación de Alys implicó muchas mentiras, engaños e hipocresías. A ciertas alturas Russell se afeitó el bigote para ocultar su identidad durante sus reuniones clandestinas con Lady Ottoline. Los amigos de Russell quedaron impresionados cuando descubrieron lo que estaba ocurriendo; siempre había puesto tanto énfasis en la verdad y la franqueza. El episodio introdujo un período de confusión sexual en su vida. Sus relaciones con Lady Ottoline no resultaron satisfactorias. Según su relato, «Yo sufría de piorrea, aunque no lo sabia, y esto volvía ofensivo mi aliento, cosa que tampoco sabía. Ella no se atrevía a decírmelo»[57]. De modo que la relación se enfrió. En 1913 conoció a «la mujer de un psicoanalista» en los Alpes y «deseó hacer el amor con ella, pero pensé que primero debía explicarle su aventura con Ottoline». A la mujer ya no le interesó tanto cuando supo que había una amante, pero «decidió, sin embargo, que por un día no tendría en cuenta sus objeciones». Russell «nunca la volvió a ver».

En 1914 tuvo lugar un episodio vergonzoso con una jovencita en Chicago. Hellen Dudley era una entre cuatro hermanas, hijas de un ginecólogo importante, en cuya casa se quedaba Russell cuando iba a dar conferencias. Según relata Russell, «Pasé dos noches bajo el techo de sus padres, y la segunda la pasé con ella. Las tres hermanas montaron guardia para avisar si el padre o la madre se acercaban»… Russell arregló con ella que fuera a Inglaterra ese verano y vivieran con él abiertamente, hasta que consiguiera el divorcio. Escribió a Lady Ottoline contándole lo que había ocurrido. Pero ella, mientras tanto, enterada de que le habían curado el mal aliento, le dijo que quería reanudar la relación. El caso es que cuando Hellen Dudley llegó a Londres, en agosto de 1914, se había declarado la guerra.

Russell había decidido oponerse a ella y «No quise complicar mi posición con un escándalo privado, que le habría quitado valor a cualquier cosa que dijera». De modo que le dijo a Helen que su pequeño plan no se podía realizar, y aunque «de cuando en cuando tuve relaciones con ella», la guerra «mató mi pasión y le destrocé el corazón». Termina: «fue víctima de una rara enfermedad, que primero la paralizó, y luego la volvió loca». Y eso fue todo con Helen.

Mientras tanto Russell había complicado en verdad su posición al tener una amante más en la persona de Lady Constante Malleson, una mujer de sociedad que actuaba bajo el nombre de Colette O’Neil. Se conocieron en 1916. La primera vez que se confesaron su amor «no se acostaron juntos» porque «tenían mucho que decirse». Los dos eran pacifistas, y durante su primer coito «oímos de pronto un grito de triunfo bestial en la calle. Salté de la cama y vi un Zeppelín que caía en llamas. La idea de esos hombres valientes que se estaban muriendo en agonía fue lo que provocaba el triunfo en la calle. El amor de Colette fue en ese momento un refugio para mí, no de la crueldad misma, que ineludible, sino del dolor angustioso al comprender que los hombres son realmente así»[58].

Da la casualidad que Russell superó pronto su dolor angustioso y a los pocos años fue cruel con Lady Constante. Ella se contentó con compartir a Russell con Lady Ottoline y las dos mujeres le visitaban en semana alternadas durante su estancia en la cárcel. Por lo que sabía Lady Constance, Lady Ottoline prefería quedarse con su esposo, para poder tener a Russell cuando se materializara el divorcio. Sobre esa base proporcionó la «prueba» que le permitió obtener un fallo de divorcio condicional en mayo de 1920. Russell ya se había enamorado de otra mujer mucho más joven, una feminista liberal llamada Dora Black, y la había dejado embarazada. Ella no tenía ningún deseo de casarse, ya que desaprobaba la institución del matrimonio. Pero Russell, que no quería «complicar su posición aún más», insistió, y cuando el divorcio condicional se convirtió en definitivo pasaron por una ceremonia «seis semana antes» de que naciera la criatura. Así quedó descartada Lady Constance y Dora fue forzada a lo que llamó «la vergüenza y la desgracia de casarse»[59].

Russell, ya un hombre de cincuenta años, estaba fascinado por «el encanto de duende» de Dora y encantad de «bañarse a la luz de la luna o correr descalzo por la hierba húmeda de rocío». Ella por su parte quedó intrigada cuando él le contó que una militarista había garabateado sobre su casa «Ese jodido maniático de la paz vive aquí» y que «todas las palabras» eran correctas[60]. Físicamente Russell no era un hombre que gustara a todos. Para ese entonces había adquiero una risa entrecortada, que T. S. Eliot (alumno suyo de Cambridge) describió como «el ladrido de un pájaro carpintero»; George Santayana pensaba que se parecía más a una hiena. Usaba trajes de tres piezas, oscuros y pasados de moda, que rara vez se cambiaba (era raro que tuviera más de uno a la vez), polainas y cuellos duros altos al estilo de su contemporáneo Coolidg. Con motivo de su segundo matrimonio, Beatrice Webb anotó en su diario que era «un personaje bastante cínico, anticuado y enfermizo, prematuramente envejecido».

Pero a Dora le gustaba su «abundante y bastante hermosa cabellera gris… que el viento agitaba, la nariz grande y delgada, el curioso y pequeño mentón, el largo labio superior». Observó que sus «pies anchos pero pequeños se volvían hacia adentro» y que parecía «exactamente igual al Sombrerero Loco»[61]. Quería, deseo falta, «protegerlo de su propia ingenuidad».

Tuvieron dos hijos, John y Kate, y en 1927 instalaron una escuela progresista, Beacon Hill, cerca de Petersfield, le dijo al New York Times, que idealmente, «grupos cooperativos de unas diez familias» deberían «reunir» a sus hijos y «hacer turnos para cuidarlos»; todos los días habría «dos horas de clases» con un «buen equilibrio», y el resto del tiempo lo pasarían «creciendo naturalmente»[62]. Beacon Hill fue un intento de materializar su teoría. Pero la escuela resultó costosa y obligó a Russell a escribir sólo para ganar la suficiente para pagar las cuentas. Además, al igual que Tolstoi pronto se cansó de su rutina y dejó que la dirigiera Dora, que pese a sus opiniones ultraprogresistas tenía más sentido de la responsabilidad que él.

También se pelearon por el sexo. La señora Webb había predicho que el matrimonio de Russell con «una joven de carácter liviano y con una filosofía materialista, a quien él no respetaba y no puede respetar», no podía menos que fracasar. Russell, otra vez como Tolstoi, insistió en una política de franqueza, con la que ella estaba de acuerdo: «Bertie y yo… nos dejábamos libertad el uno al otro en lo que respecta a aventuras sexuales». El no se opuso cuando ella fue secretaria de la rama inglesa de la Liga Mundial por la Reforma Sexual, o cuando asistió (octubre de 1926) al Congreso Internacional de Sexo en Berlín, junto con el pionero en operaciones para cambiar el sexo, el doctor Magnus Hirschfeld, y el relumbrante ginecólogo Normal Haire. Pero cuando abiertamente tuvo una aventura con Griffin Barry, un periodista, y —siguió la sugerencia de Russell, que decía que las damas whig del siglo XVIII a menudo tenían hijos de padres diferentes— tuvo dos criaturas con su amante. Russell se sintió incomodo. Mucho después confesó en su autobiografía: «En mi segundo matrimonio traté de mantener el respeto por la libertad de mi mujer, que según mi entender mi credo prescribía. Descubrí sin embargo que mi capacidad para perdonar y lo que se puede llamar el amor cristiano no estaban a la altura de las exigencias él les imponía». Añadió: «Cualquiera me lo podría haber advertido por anticipado, pero la teoría me cegó»[63].

Lo que Russell omitió decir fue que por su parte había incurrido en ciertas actividades y, contra su política de franqueza, habían sido furtivas. En realidad es un dato importante que, en todos los casos en que los intelectuales intentan aplicar la franqueza sexual total, siempre terminan con un grado de ocultación culpable poco común incluso en familias normalmente adúltera. Dora relató más adelante que una vez una cocinera la llamó muy perturbada a la casa de veraneo en Cornwall, donde se negaba a permitir que la gobernante se acercara a los hijos reconocidos, porque había estado «acostándose con el amo»[64].

(La pobre cocinera fue despedida). Dora también supo, muchos años después, que en su ausencia Russell había hecho quedarse a su viejo amor, Lady Constance, con fines amorosos. Cuando por fin volvió a su casa con su nuevo bebé, tuvo una sorpresa desagradable «Bertie me dio el disgusto de decirme que ahora había transferido su afecto a Meter Spence». Margery («Meter») Spence era una estudiante de Oxford que había ido a cuidar a John y Kate durante las vacaciones. Los Russell intentaron unas vacaciones de cuatro en el sudoeste de Francia, cada cual con su amante (1932). Pero desde el año anterior Russell era conde a raíz de la muerte de su hermano sin hijos, y eso significó una diferencia. Se volvió más señorial en su comportamiento: Meter ansiaba una unión legal, de modo que la llevó a vivir con él a la casa paterna. «Al principio», dijo la sorprendida Dora, «no podía creer que Bertie pudiera hacerme una cosa así». Añadió que era inevitable que «un hombre así hiriera a tanta gente en su camino»; pero su «fallo trágico» era que «lo lamentaba tan poco»: «si bien amaba a las multitudes y sufría con su sufrimiento, se mantenía apartado de ellas porque al aristócrata que había en él le faltaba el don de comunicarse con el pueblo»[65].

Dora también descubrió a costa propia que cuando se trataba de descartar a una esposa y embarcar a otra, Russell no era nada «ingenuo». Como otros hombres de su clase y riqueza, enseguida empleó un fuerte equipo de abogados y les dio carta blanca para conseguir lo que quería. El divorcio fue amargo y de una complicación extraordinaria, y duró tres años, en parte porque en un primer momento la pareja había firmado un Acta de Separación, por la que admitían el adulterio por ambas partes y acordaban que ninguna involucraría ofensas matrimoniales cometidas antes del 31 de diciembre de 1932 en ningún litigio posterior. Pero de hecho esto sólo hizo más difícil y confuso el trámite y más agresivos a los abogados de Russell. Cada uno quería obtener la tenencia de las dos criaturas, y por fin Russell luchó con éxito para que los declararan menores en tutela dativa, como los pobres hijos de Shelley. Para lograrlo los abogados produjeron el testimonio de un chofer de la escuela despedido por Dora y empleado luego por Russell, en el que manifestaba que ella a menudo estaba borracha, tenía botellas de whisky rotas en su habitación, y se había acostado con un pariente y una visita[66]. Russell tampoco salió indemne. El presidente del Tribunal de Divorcio, al conceder finalmente el divorcio en 1935, hizo notar que el adulterio de ella había sido «precedido por lo menos por dos casos de infidelidad por parte del marido, y que él había sido culpable de numerosos actos de adulterio en circunstancias que por lo común se consideran como agravantes de la ofensa… infidelidad del demandado con personas de la casa o empleadas por la empresa que manejaban»[67]. Cuando se leen los relatos de esta larga y amarga disputa, es imposible no condolerse por Dora, que siempre había sido fiel a sus principios, al contrario de Russell, que los olvidaba en cuanto le resultaban inconvenientes personalmente, y entonces invocaba toda la fuerza de la ley. En primer lugar ella nunca había querido casarse, en marzo de 1935 se liberó de su matrimonio legal.

Ya estaba cerca de los cuarenta. «El divorcio me había robado tres años de mi vida y me había infligido tragedias de las que nunca me recobraría del todo»[68].

El matrimonio de Russell con su tercera mujer, Meter Spence, duró casi quince años. El observó lacónico: «cuando en 1949 mi esposa decidió que no quería ya tener nada que ver conmigo, nuestro matrimonio terminó»[69]. Detrás de esta afirmación engañosa hay una larga historia de adulterios mezquinos por parte de él. Russell nunca fue el tenorio absoluto que recorre los caminos en busca de la presa femenina. Pero no tenía el menor escrúpulo en seducir a cualquier mujer que se le cruzara. En realidad se convirtió en todo un experto en las mañas que el adúltero experimentado debía dominar en la época no permisiva. Es así que en una ocasión le encontramos escribiéndole a Lady Ottoline: «… el plan más seguro es que vayas a la estación y esperes en la Sala de Espera de Primera Clase en el andén de partida, y luego vayas conmigo en taxi a algún hotel y entres conmigo. Eso es menos arriesgado que cualquier otro plan, y no les parece extraño a las autoridades del hotel»[70]. Treinta años más tarde le daba consejos, que no le había pedido, en esos asuntos a Sidnyt Hook: «Hook, si alguna vez llevas a una chica a un hotel y te parece que el recepcionista sospecha algo, haz que ella se queje en voz alta, “¡Es demasiado caro!”. Es seguro que supondrá que es tu mujer»[71]. Sin embargo, en general Russell prefería a sus mujeres donde él estaba: facilitaba las cosas. En 1915 ofreció refugio en su apartamento a Bury Street en Londres a su antiguo alumno en apuros T. S. Eliot y su mujer. El poeta describió a Russell como el Señor Apollinax, «un feto irresponsable», y dijo que «oía el golpe de los cascos del centauro sobre el duro césped» mientras su «conversación seca y apasionada devoraba la tarde». Pero también Eliot era un alma confiada que a menudo dejaba a su esposa sola con el centauro y su conversación apasionada. Russell contó a sus otras amantes versiones opuestas de lo que ocurrió. A Lady Ottoline, que sus flirteos con Vivien fueron platónicos; a Lady Constance, le confesó que hizo el amor con ella pero que la experiencia le resultó «infernal y odiosa»[72]. Es muy posible que la verdad fuera muy distinta de las dos versiones, y es posible que la conducta de Russell contribuyera a la inestabilidad mental de Vivien Eliot.

Las víctimas de Russell fueron a menudo mujeres más humildes: criadas, institutrices, cualquier mujer joven y bonita que anduviera por la casa. En su retrato de Russell, el profesor Hook afirma que esta es la razón esencial de la ruptura de su tercer matrimonio. Hook dijo que sabía «de buena fuente» que Russell, «pese a su edad avanzada, perseguía cualquier cosa con faldas que se le cruzara por delante, y que tenía aventuras flagrantes hasta con las sirvientas (las de Meter) no a escondidas, sino ante sus ojos y los de los huéspedes de la casa». Ella le dejó y volvió, pero Russell se negó a hacer un voto de fidelidad conyugal, y finalmente ella decidió que ya no estaba dispuesta a soportar humillaciones[73]. El divorcio tuvo lugar en 1952, cuando Russell tenía ochenta años. Entonces se casó con una maestra de Bryn Mawr, Edith Finch, que conocía desde muchos años atrás, y que le cuidó durante el resto de su vida.

Cuando le acusaban de ser antiamericano respondía astutamente: «La mitad de mis esposas fueron americanas»[74].

En teoría Russell estaba al día con el movimiento por la liberación de la mujer del siglo XX; en la práctica estaba enraizado en el siglo XIX, un victoriano —después de todo tenía casi treinta años cuando la vieja reina murió—, y tendía a ver a las mujeres como apéndices de los hombres. «… a pesar de su defensa del voto de las mujeres», escribió Dora, «Bertie no creía realmente en la igualdad de hombres y mujeres… creía que la mente masculina es superior a las de las mujeres. Una vez me dijo que en general le resultaba necesario bajar el nivel cuando hablaba con mujeres»[75]. En el fono parece que sentía que la función principal de las esposas era la de producir hijos para sus maridos. Tenía dos hijos y una hija, y a veces trataba de dedicarse a ellos. Pero, como su héroe Shelley, combinaba una actitud dominante feroz, pero esporádica con una indiferencia más general. Dora se quejaba de que se había vuelto más «alejado de la comprensión de sus problemas y se había dejado absorber totalmente por su papel en la política mundial»; él mismo se veía obligado a confesar que había «fracasado como padre»[76]. Como con tantos intelectuales, las personas (y esto incluye hijos y esposas) tendían a convertirse en sirvientes de sus ideas, y por lo tanto, en la práctica, de su ego. En cierto sentido Russell fue un hombre civilizado, capaz de actitudes nada egoístas, de gran generosidad. Le faltaba el ensimismamiento diamantino de un Marx, un Tolstoi o un Ibsen. Pero su rasgo explotador estaba allí, en especial en sus relaciones con las mujeres.

Tampoco explotaba únicamente a las mujeres, como sugiere el interesante caso de Ralph Schoenman. Schoenman era un americano, un graduado en filosofía de Princeton y de la Escuela de Economía de Londres, que se incorporó a la Campaña por el Desarme Nuclear en 1958, y dos años después, cuando tenía veinticuatro años, escribió a Russell sobre sus planes para organizar un ala de desobediencia civil en el movimiento. El anciano quedó intrigado, le animó para que fuera a visitarle, y quedó encantado con él. Las ideas extremistas de Schoehnman coincidían exactamente con las suyas. La relación entre los dos se pareció mucho a la que se había establecido entre el viejo Tolstoi y Chertkov. Schoenman fue el secretario y el coordinador de Russell, de hecho el primer ministro en lo que, para 1960. Se había convertido la corte de un rey-profeta. En realidad había dos cortes. Una estaba en Londres, el centro de las actividades públicas de Russell. La otra estaba en su casa en Plas Penrhyn en la península de Portmeirion, Gales del Norte. Portmeirion, un pueblo italiano de fantasía, había sido construido por Clough Williams-Ellis, el rico arquitecto de izquierdas propietario de la mayor parte de las tierras que la rodeaban. Su esposa amable, autora de un libro de propaganda sobre la construcción del Canal del Mar Blanco (a cargo de trabajadores explotados, como sabemos ahora), uno de los documentos más repelentes que aparecieron en los oscuros años de la década del treinta.

Muchos progresistas prósperos, como el Boswell de Russell, Crawshay-Williams, Arthur Koestler, Humphrey Slater, el científico militar (más adelante Lord) Blackett y el historiador economista M. M. Posten, se instalaron en esa hermosa vecindad, para gozar la vida y planear el milenio socialista. Russell era su monarca, y a su corte llegaban, además de los intelectuales de la clase media local, una hueste de peregrinos de todas partes del mundo, en busca de sabiduría y aprobación, como sus predecesores lo habían hecho antes con Tolstoi y Yasnaya Polyana.

Russell gozaba con sus incursiones en Londres, para pronunciar discursos, hacer demostraciones, hacerse arrestar y en general atormentar al mundo oficial. Pero prefería la vida en Gales, y por eso le resultaba muy conveniente tener a Schoenman, un lugarteniente sin sueldo pero dedicado, en realidad fanático, para manejarle las cosas en Londres. De modo que Schoenman actuaba como visir del sultán Russell, y su reinado duró seis años. Estaba con russell cuando le arrestaron en septiembre de 1961 y también fue a la cárcel; cuando le dejaron en libertad en noviembre, el Ministerio del Interior propuso deportarle como extranjero indeseable. Un gran número de progresistas destacados firmaron una petición para que se le permitiera quedarse, y el gobierno cedió. Luego lamentaron amargamente haber intercedido, cuando Schoenman pareció recuperar su domino absoluto sobre la mente de russell, como en el caso de Chertkov con Tolstoi. A veces a los viejos amigos de Russell les resultaba difícil hablar con él por teléfono; Schoenman respondía todas las llamadas y simplemente se hacía cargo de trasmitir los mensajes. También se le acusaba de ser el autor de las muchas cartas que Russell enviaba a The Times o de las declaraciones que llegaban a su nombre a las agencias de noticias comentando los sucesos mundiales. El mismo Schoenman alentaba esa creencia. Afirmaba que «todas las iniciativas políticas importantes que han llevado el nombre de Russell desde 1960 han sido obra mía en pensamiento y hecho»; por lo menos, dijo, era «una verdad parcial» que al anciano «le dominaba un siniestro joven revolucionario»[77].

Schoenman tuvo por cierto mucho que ver con el Comité de los Cien, el Tribunal de Crímenes de Guerra de Vietnam y la organización de la Fundación de la Paz de Bertrand Russell. Durante la década del sesenta la base de operaciones de Russell en Londres se convirtió en una especie de ministerio de Relaciones Exteriores, de tipo subversivo-cómico, de donde salían infinitas cartas y cables dirigidos a primeros ministros y jefes de estado: A Mao Tse-tung y Choy En-Lai en China, Khrushchev en Rusia, Nasser en Egipto, Sukarno en Indonesia, Haile Selassie en Etiopía, Mamarios en Chipre y muchísimos otros. A medida que esa misivas se volvieron más largas. Más frecuentes y desaforadas, cada vez fueron menos los que se tomaron el trabajo de contestarlas. También hubo comentarios públicos sobre hechos internos, a medida que ocurrían: «El Asunto Profumo es serio no porque el Ministerio consista de voyeurs, homosexuales y prostitutas. Es serio porque los que detentan el poder han destruido totalmente la integridad del poder judicial, han fabricado pruebas e intimidado a testigos, se han confabulado con la policía para destruir pruebas, y hasta han permitido que la policía asesinara a un hombre».

Con el tiempo los diarios dejaron de publicar semejantes disparates. Los viejos amigos que habían perdido contacto con Russell daban por sentado que Schoenman era el autor de todos estos comunicados. No cabe duda de que escribió muchos de ellos. Pero en eso no había ninguna novedad. Russell era muy capaz de permitir que cualquiera escribiera un artículo con su firma si el tema no le interesaba demasiado. En 1941, cuando Sydney Hook se quejó de un artículo titulado «Qué hacer si se enamora de un hombre casado, de Bertrand Russell», Russell confesó que había recibido 50 dólares por ello: su esposa había escrito el artículo, él sólo lo había firmado[78]. No hay ninguna prueba de que los trabajos de Schoenman falsearan seriamente las opiniones de Russell que eran tan violentas como las de su amanuense. Los archivos demuestran que Schoenman alteró y reforzó, con su propia mano, ciertas frases en los textos de Russell, pero esto pudo muy bien ser dictado por Russell (la declaración sobre la crisis de los misiles en Cuba es un caso muy probable de que así fuera). Cuando Russell se dejaba dominar por sus emociones siempre tendía a apartarse del texto moderado que había preparado. Si muchas de las afirmaciones que se conocieron con su nombre hoy parecen infantiles, debe recordarse que la década del sesenta fue infantil, y Russell uno de sus espíritus representativos. A menudo fue culpable, en especial durante sus últimos años, de caprichos de criatura. Fue así como organizó una ceremonia especial, con público, para que se le viera romper su ficha de afiliación al partido laborista, y cuando en una recepción Harold Wilson, que era entonces primer ministro, se le acercó con la mano tendida, diciendo «Lord Russell», el anciano conde mantuvo ostensiblemente las manos en los bolsillos. Lo que está claro, como insiste con toda razón su biógrafo Ronald Clark, es que, al contrario de lo que algunos de ellos pensaron entonces, Russell nunca cayó en la senilidad[79]. Le daba plena libertad a Schoenman, pero en última instancia retenía un control firme.

De hecho, cuando decidió que Schoenman ya no servía a sus fines, actuó sin piedad alguna. No ponía objeciones al extremismo de Schoenman, pero no le gustaba que le sacaran el primer lugar. Schoenman hizo varios viajes al exterior como «representante personal de Lord Russell», y esto trajo problemas. En China irritó a Chouy En-lai al exhortar al pueble a que desobedeciera al gobierno, y Chouy se quejó a Russell. La mala conducta de Schoenman durante el Congreso Mundial de la Paz, que se celebró en Helsinki en julio de 1965, fue muy publicitado. Russell recibió un cable indignado de los organizadores: «Discurso de su representante personal provocó tumulto. Rechazado enérgicamente por el público. Provocación tremenda al Congreso de la Paz. Fundación desacreditada. Esencial se desligue de Schoenman y su discurso. Saludos amistosos»[80]. Luego hubo, en 1966-67 largas discusiones públicas y entre bastidores sobre el Tribunal de Crímenes de Guerra de Vietnam.

En 1969 Russell, que ya tenía noventa y siete años, decidió que ya había recibido todos los beneficios que Schoenman podía llegar a reportarle, y prescindió de sus servicios. Además el 9 de julio eliminó a Schoenman de su testamento como albacea y fiduciario y rompió la relación con él por completo a mediados del mismo mes. Dos meses después le sacó del directorio de la Fundación Bertrand Russell por la Paz. En noviembre dictó a Edith, su cuarta esposa, una declaración de 7000 palabras sobre toda su relación con Schoenman; Edith la escribió a máquina y Russell puso iniciales en todas las páginas y la acompañó con una carta firmada, excita en otra máquina. El tono era el de un whig, condescendiente y final; terminaba: «Ralph debe de haberse instalado a fondo en la megalomanía. La verdad es, supongo, que nunca tomé a Ralph tan en serio como él quiere pensar. En los primeros años sentí afecto por él. Pero nunca le vi como un hombre de talento y peso, ni de mucha importancia individual»[81]. Se parecía un poco a Russell deshaciéndose de una esposa que ya no le atraía.

Una de las razones por las que Russell retuvo a Schoenman tanto tiempo fue su habilidad para conseguir fondos de una manera que a él le hubiese resultado desagradable. A Russell siempre le interesó el dinero: recibirlo, gastarlo y, para ser justos, también darlo. Durante la Primera Guerra Mundial no le gustó retener acciones por valor de 3000 libras que había heredado en una empresa técnica que se dedicaba a producir armamentos de guerra y se las pasó al empobrecido T. S. Eliot; «años después», recordaba, «cuando terminó la guerra y (Eliot) ya no era pobre, me las devolvió»[82]. Russell a menudo hacía regalos esplendidos, en especial a mujeres. También era capaz de ser mezquino y avaro. Según Hook sus principales pecados eran la vanidad y la codicia: dice que en Estados Unidos a menudo escribía artículos tontos, o introducciones para libros que no consideraba buenos, por pequeñísimas sumas de dinero. Para defenderse, Russell le echaba la culpa primero a la escuela, que le costaba 2000 libras al año, y luego a sus mujeres. Aducía que su tercera mujer era extravagante, y después del divorcio afirmó que, de las 11 000 libras que recibió por ganar el Premio Nóbel en 1950, 10 000 fueron para ella. Aducían que tenía que ganar mucho dinero, y cuidarlo, porque estaba pagando alimento a dos a la vez. Pero también le gustaba la idea de una gran renta, de ahí esas lecturas atentas de su pequeña libreta de apuntes. Crawshay-Williams anotó en su diario: «Le gustaba que le incitemos a comentar largamente la gran cantidad de dinero que ahora gana». Gozó en particular cuando en 1960 le correspondió el Premio Sonning danés, consistente en 5000 libras libres de impuestos. «Y ningún impuesto extra» exultó, «¡pura ganancia!». Le dijo a Crawshay-Williams que estaría sólo dos días en Dinamarca: «vamos allí solamente para recoger el dinero y volvemos directamente»[83].

Schoenman resultó ser un excelente ministro de finanzas. En las catas de Russell introducía papelitos que decían: «Si usted piensa que el trabajo de Bertrand Russell por la paz es valiosa, quizá le interesaría apoyarlo financieramente… Esta nota la inserta el secretario de Lord Russell sin que él lo sepa»[84].

A los que escribían pidiendo un autógrafo de Russell les cobrara 3 libras (luego lo rebajó a 2). A los periodistas les pedía que pagaran 150 libras por una entrevista. Russell estaba por cierto al tanto de estas exacciones, ya que recibía innumerables protestas sobre el estilo americano de Schoenman para reunir fondos. Pero permitió que continuara, y parece que dio su bendición a dos de los proyectos más importantes de Schoenman. Contra el consejo de Sir Stanley Unwin, el tradicionalista editor de Russell para Estados Unidos, Schoenman subastó los derechos de la autobiografía de Russell para Estados Unidos (un recurso mercantil casi desconocido en esos días) e hizo subir las apuestas hasta la entonces enorme suma de 200 000 libras. También aprovechó el hecho de que Russell hubiese acumulado un archivo personal muy competo. Russell, como su contemporáneo Churchill, fue uno de los primeros en percibir el valor comercial de las cartas de los famosos, y conservó todas las que recibía (más la copia de las cartas que él mandaba). En la década del 60 consistía en 250 000 documentos, y se consideraba «el archivo privado más importante de su especie en Inglaterra». Schoenman, experto en publicidad, hizo trasportar el archivo a Londres en dos coches blindados, y después de mucha palabrería lo vendió a la Universidad de McMaster, de Hamilton, Notario, por 250 000 dólares[85]. El golpe maestro de Schoenman fue organizar la Fundación por la Paz, para la que consiguió la exención de impuestos en igualdad con la Fundación por la Paz Atlántica. «Bastante contra mi voluntad», observó Russell con complacencia, «mis colegas insistieron en que la Fundación llevara mi nombre»[86]. Durante sus últimos años, en consecuencia, pudo distribuir sumas considerables de dinero entre sus causas favoritas, las sensatas y las disparatadas, gozar de una renta importante, y el mínimo legal permisible de impuestos.

Cuando Schoenman hubo creado esta organización ingeniosa, fue despedido sin ninguna ceremonia. En cuanto a la acusación de que Russell, como su amigo Williams-Ellis, era un hombre rico y un socialista, y la pregunta ¿por qué ninguno de los dos se despojaba de su dinero? Russell tenía una contestación lista: «Creo que se han equivocado. Clough Williams-Ellis y yo somos socialistas. No pretendemos ser cristianos».

La habilidad para tener lo mejor de los dos mundos, el mundo de la virtud progresista y el mundo del privilegio, es un tema presente en las vidas de muchos intelectuales notables, y en ninguna más que en la de Russell. Si bien no los pidió a menudo, nunca rehusó los beneficios que le traían su ascendencia, fama, conexiones y título. Es así que, cuando en 1919 el magistrado de Bow Street le sentenció a seis meses en la segunda división (trabajos forzados) esta se cambió, al apelar, a la primera división, con la manifestación del presidente: «Sería una gran pérdida para el país que el señor Russell, un hombre tan distinguido, fuera confinado de tal manera que no le fuera posible Harper uso de su capacidad con toda amplitud»[87]. El relato del propio Russell en su autobiografía sugiera que la indulgencia se debió a un camarada filósofo, entonces ministro de Relaciones Exteriores: «Gracias a la intervención de Arthur Balfour me situaron en la primera división, de modo que mientras estuve en la prisión pude leer y escribir todo lo que quise, siempre que no hiciera propaganda pacifista. En muchos sentidos la prisión me resultó muy agradable»[88]. Mientras estaba en Beixzton escribió su Introducción a la filosofía matemática y empezó su Análisis de la mente. También pudo conseguir y leer los libros más recientes, incluso Victorianos eminentes, el best seller subversivo de Lytton Strachey, que le hizo reír «tan fuerte que el oficial vino a mi celda y me dijo que debía recordar que la prisión es un lugar de castigo». Otros camaradas pacifistas, peor relacionados, como E. D. Morel, perdieron la salud en la segunda división.

A Russell también le encantaban los pequeños privilegios, como cuando Schoenman consiguió que le mandaran una cuota extra de novelas de misterio de la biblioteca pública: Russell devoraba un número enorme de historias de detectives, como muchos otros intelectuales de Cambridge de su generación (su viejo colega J. E. McTaggart necesitaba treinta volúmenes por semana). No protestó (¿quién lo habría hecho?) cuando durante los peores períodos de escasez en la posguerra, una famosa destilería escocesa le envió un cajón de whisky todos los meses marcado «El conde Russell»[89]. Russell, no siempre adrede, hacía difícil que se olvidara su origen social. Describió a su primea esposa como «no lo que mi abuela llamaría una dama». Hablaba del día en que cumplió veintiún años como el día en que «llegué a la mayoría de edad». A menudo gozaba siendo descortés con gente que definía como de clase media, tales como los arquitectos. Si se fastidiaba seriamente, llamaba a la policía, como cuando, imitando sus propias actividades, una actriz y su agente organizaron una «sentada» en su sal de Londres. Deseaba mucho la Orden al Mérito, pensando que era escandaloso que hombres inferiores como Eddington y Whitehead la tuviesen antes que él, y se sintió muy satisfecho cuando por fin Jorge VI se la otorgó. La creencia, entre la gente de izquierda, de que nunca usaba su título era un mito. A diferencia de su tercera esposa, que parece que se sintió complacida con él, Russell lo usaba pragmáticamente siempre que pensaba que le podía asegurar algún beneficio. Siempre era conde cuando lo creía necesario. De lo contrario, era un hombre informa, hasta cierto punto. No permitía que nadie se tomara libertades con él.

En cuanto a la lógica, eso también se invocaba sólo si era necesario. Durante la invasión soviética de Checoslovaquia, a Russell le convencieron de que firmara una carta de protesta junto con otros escritores. Tuve la tarea de negociar su publicación en The Times. Con las firmas en el orden alfabético acostumbrado, el encabezamiento de la carta hubiese sido «Del señor Kingley Amis y otros». Decidí, y el director del departamento de cartas estuvo de acuerdo, que podría tener más efecto en el mundo comunista si leían «Del Conde Russell OM y otros». De modo que se hizo así. Pero Russell se dio cuenta del pequeño engaño y se enojó. Llamó por teléfono para protestar y por fin me alcanzó en la imprenta, donde estaba imprimiendo el New Statesman. Me dijo que lo había hecho adrede para dar la falsa impresión de que él mismo había organizado la carta. Lo negué y le dije que la única intención había sido dar a la carta el máximo impacto.

«Después de todo», dije, «si aceptó firmar la carta, no se puede quejar si ponen su nombre primero… no es lógico». «¡Al diablo con la lógica!», dijo Russell abruptamente. Y cortó la comunicación.