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LAS AGUAS PROFUNDAS DE
ERNEST HEMINGWAY

SI bien Estados Unidos creció en números y fuerza a lo largo del siglo XIX, y al finalizarlo ya se había convertido en la potencia industrial más grande y más rica, pasó mucho tiempo antes de que comenzara producir intelectuales del tipo que estoy describiendo. Esto se debió a diversas causas. La nación independiente nunca tuvo un ancien régime, un círculo privilegiado apoyado en la posesión prescrita antes que en la justicia natural. No había un orden existente, irracional e injusto que la nueva raza de intelectuales laicos pudiera planear remplazar por modelos milenarios basados en la razón y la moralidad. Al contrario: Estados Unidos fue él mismo el producto de una revolución contra la injusticia del viejo orden. Su constitución tenía como base principios racionales y éticos, y había sido planeada, escrita, sancionada y, a la luz de su puesta en práctica, enmendada por hombres de inteligencia superior, de disposición filosófica y de estatura moral. No hubo entonces división entre la clase dirigente y los intelectuales: fueron una sola clase. Además, como observó De Tocqueville, en Estados Unidos no había una clase clerical instituida, y en consecuencia no hubo anticlericalismo, fuente de tanto fermento intelectual en Europa. En Estados Unidos la religión era universal pero controlado por laicos. Se ocupaba de la conducta, no del dogma. Era voluntaria y no pluralista, de modo que expresaba libertad en vez de restringirla.

Estados Unidos era un país de la abundancia y la oportunidad; la tierra era barata y la había en cantidad; nadie tenía porqué ser pobre. No había ninguna prueba a la vista de esa flagrante injusticia que en Europa incitó a los hombres inteligentes y cultos a abrazar la causa radical. No había pecados que claran al cielo por venganza… todavía. Los hombres estaban en general muy ocupados en ganar y gastar, explotar y consolidar, para cuestionar los supuestos fundamentales de la sociedad.

Los primeros intelectuales de Estados Unidos adoptaron el tono y los modales, el estilo y el contenido de Europa, donde vivieron buena parte de su vida; eran un legado viviente del colonialismo cultural. La emergencia de un espíritu intelectual americano nativo e independiente fue en sí mismo una reacción ante el servilismo de Irving y sus iguales. El primer exponente, y el más representativo, de este espíritu —el intelectual estadounidense arquetípico del siglo XIX— fue Ralph Waldo Emerson (1803-82), que proclamó que su finalidad era liberar el cuerpo y la mente americana de «la tenia europea», «exorcizar la pasión por Europa de imponer la pasión por América»[1]. El también fue a Europa, pero en actitud crítica y de rechazo. Pero su insistencia en el americanismo de su mentalidad llevó a una generalizada identificación con las premisas de su propia sociedad que se hizo más estrecha a medida que maduraba, y que era la antítesis exacta del punto de vista de la clase intelectual europea. Emerson nació en Boston en 1803, hijo de un pastor unitario. El mismo lo fue, pero dejó el ministerio porque, en conciencia, no podía administrar la Eucaristía. Viajó por Europa, descubrió a Kant, volvió y se estableció en Concord, Massachussets, donde desarrolló el primer movimiento filosófico nativo en Estados Unidos, conocido como Trascendentalismo, presentado en La naturaleza, su primer libro, publicado en 1836. Es neoplatónico, algo antirracional, un tanto místico, algo romántico, y sobre todo vago. Emerson anotó en uno de sus muchos cuadernos de apuntes diarios:

Para esto nací y vine al mundo, a entregar el yo de mí mismo al Universo del Universo; a hacer un bien que la naturaleza no podía omitir, ni yo podía eximirme de cumplir, para luego emerger de nuevo en el silencio y la eternidad santa, de la que surgí como hombre. Dios es rico y en su corazón alberga a muchos otros hombres a la espera de la oportunidad, las necesidades y la belleza de todos. O, cuando lo deseo, se me permite decir, estas manos, este cuerpo, esta historia de Waldo Emerson son profanos y tediosos, pero yo, yo no desciendo a mezclarme con este o cualquier hombre. Por sobre su vida, por sobre todas las criaturas derramo para siempre un mar de beneficios en las razas de los individuos[2].

Este no tiene mayor sentido o, en la medida que lo tenga, no es sino una perogrullada. Pero en una época que admiraba el Hegelianismo y al primer Carlyle, muchos americanos se sintieron orgullosos de que su joven país hubiese producido un intelectual indudable propio.

Más adelante se dijo que su atractivo «no estaba en que la gente le comprendiera, sino en que pensaban que hay que estimular a los hombres como él»[3]. Un año después de haber publicado La naturaleza, pronunció una alocución en Harvard que tituló «El erudito americano», que Oliver Wendell Holmes llamaría «nuestra declaración de independencia intelectual»[4]. La prensa american en crecimiento recogió sus temas. El periódico que publicaba los mensajes que enviaba Marx desde Europa, el New York Tribuno de Orase Greely, de lejos el de mayor influencia en el país, promovió el trascendentalismo de Emerson de una manera sensacional, como una especie de bien nacional, como las Cataratas del Niágara.

Vale la pena analizar a Emerson porque su carrera ilustra la dificultad que tenían los intelectuales de Estados Unidos para romper con el consenso nativo. En muchos sentidos siguió siendo el producto de su ambiente de Nueva Inglaterra, en especial en cuanto a su enfoque ingenuo, puritano y descolorido del sexo. Cuando cayó en la casa de los Carlyle en Craigenputtock, en agosto de 1833, a Jane Carlyle le pareció un tanto etéreo, llegado desde «las nubes al parecer», el propio Carlyle observó que se fue «como un ángel, con su hermosa alma transparente»[5]. En una siguiente visita que hizo en 1848, Emerson describió en su diario cómo se vio obligado a defender a las pautas morales americanas en una cena en la casa de John Foster, a la que asistieron Dickens, Carlyle y otros:

Dije que, cuando llegué a Liverpool, pregunté si la prostitución era siempre tan escandalosa en esa ciudad como aparecía entonces, porque a mí me parecía demostrar una podredumbre fatal en el estado, y no veía cómo ningún niño podría crecer con seguridad. Pero me habían dicho que hacía años que no empeoraba ni mejoraba. Carlyle y Dickens contestaron que la castidad en el sexo masculino había poco menos que desaparecido en nuestros tiempos, y en Inglaterra era tan excepcional que podían nombrar todos los casos. Fue obvio que Carlyle creía que en Estados Unidos ocurría lo mismo… Le aseguré que no era así entre nosotros; que, en su mayor parte, nuestros jóvenes de buena reputación y educación llegaban vírgenes al lecho nupcial tan ciertamente como sus novias[6].

Como Henry James escribió luego de Emersón «maduro desconocimiento del mal… es uno de los más hermosos rasgos por los que le conocemos»; aunque añada, con crueldad, «Tenemos la impresión de una conciencia que jadea en el vació, suspirando por sensaciones, con algo de los movimientos de las agallas de un pez recién sacado del agua»[7]. Es evidente que el impulso sexual no era fuerte en Emerson. Su joven primera mujer le llamaba «abuelito». La segunda tuvo que soportar que la muy adorada madre de Emerson viviera con ellos hasta su muerte; de vez en cuando dejaba escapar observaciones amargas que Emerson anotaba ingenuamente en sus diarios: «Salvadme de las almas magníficas. Me gustan las pequeñas, de tamaño corriente»; o en otra ocasión: «No hay amor para frenar, y nunca lo hobo; el pobre Dios hizo todo lo que pudo pro el egoísmo salió triunfante»[8]. El poema de Emerson «Dad todo al amor» fue considerado atrevido, pero no hay ninguna evidencia de que él mismo diera mucho. Su única gran amistad extramarital con una mujer fue estrictamente platónica, o quizá neoplatónica, y no por elección de ella. El escribió, cauteloso: «Yo también tengo órganos y el placer me deleita, pero también sé por experiencia que esta placer es el anzuelo de una trampa»[9]. Su diario, que constantemente nos dice más sobre él mismo de lo que evidentemente se había propuesto, registra un sueño, en 1840-41 en el que asiste a un debate sobre el matrimonio. Uno de los oradores de pronto dirigió hacia el público «el chorro de una máquina con una copiosa provisión de agua, agitándolo vigorosamente en todas direcciones», hizo salir a todos y por fin lo volvió contra Emerson «y me empapó mientras yo lo miraba. Me desperté aliviado al encontrarme totalmente seco»[10].

Emerson se casó con sus dos esposas por razones de prudencia, y de esa manera adquirió un capital que le dio cierta medida de independencia literaria. Correctamente invertido le añadió también una dosis creciente de afinidad con el sistema empresarial en rápida expansión. Se ganó una reputación sin igual a nivel nacional como sabio y profeta, no tanto por sus libros como gracias al circuito de conferencias, que formaba parte de ese sistema. Comenzó con el curso La vida humana en Boston (1838) luego La época en Nueva York (1842), y siguió con su estudio de los grandes cerebros, Hombres representativos (1845). El surgimiento de Emerson como conferenciante erudito pero popular, cuyos discursos se comentaban ampliamente en la prensa local, regional y hasta en la nacional, coincidió con el desarrollo del movimiento del Liceo, fundado por Hosiah Holbrook en 1829, para educar al país en expansión[11]. Se abrieron liceos en Cincinnati en 1830, Cleveland en 1832. Columbus en 1835, y luego a través del floreciente Medio Oeste y el Valle del Mississippi. Hacia el final de la década de 1830 casi todas las ciudades importantes tenían uno. Los acompañaron las Bibliotecas Mercantiles para jóvenes y las sociedades de conferencias y debates dirigidas en particular a los hombres jóvenes y solteros —empleados de banco, vendedores, contables y otros— que entonces constituían una asombrosa mayoría de la población en las ciudades nuevas[12]. La finalidad era apartarlos de la calle y los bares, y promover su carrera comercial y su bienestar moral.

Las opiniones de Emerson coincidían cabalmente con este concepto. El no aprobaba las elites culturales e intelectuales. Pensaba que la cultura propia de Estados Unidos debía ser verdaderamente nacional, universal y democrática. El esfuerzo propio era de vital importancia. El primer americano que leyó a Homero en una granja, dijo, hizo un gran servicio a Estados Unidos. Decía que si en el oeste encontraba a un hombre leyendo un libro en el tren, sentía ganas de abrazarlo.

Su filosofía económica y política personal era idéntica a la filosofía pública que empujaba a los americanos a través del continente para cumplir su destino manifiesto:

La única regla segura se encuentra en el metro autoajustable de la oferta y la demanda. No legislen. Interfieran y harán saltar las fibras con las leyes suntuarias. No concedan subsidios, sanciones leyes parejas, aseguren la vida y la propiedad, y no necesitarán dar limosna. Abran las puertas de la oportunidad al talento y la virtud, y ellos se harán justicia a sí mismo, y la propiedad no estará en malas manos. En una comunidad libre y justa, la propiedad se precipita del ocioso y del imbécil al trabajador, bravo y perseverante[13].

Sería difícil pensar en nada más opuesto a las doctrinas que Marx desarrollaba y predicaba en exactamente la misma época. Y la experiencia práctica de Emerson en el campo contradijo repetidamente la manera en que Marx decía que El capitalismo no sólo se comportaba sino que debía hacerlo. Lejos de oponerse a esta búsqueda de esclarecimiento, los propietarios y empresarios positivamente la promovían. Cuando Emerson fue a Pittsburg en 1851, las empresas cerraron temprano para que los empleados jóvenes pudieran ir a escucharle. Sus cursos no estaba obviamente planeados para reformar el espíritu empresarial: «Instinto e inspiración», «La identidad del pensamiento con la naturaleza», y así sucesivamente. Pero tendía a argumentar que el conocimiento, más el carácter moral, promovía el éxito en posnegocios. Muchos que asistían esperando que el eminente filósofo los dejara perplejos descubrían que predicaba lo que ellos tenían por sentido común. La Cincinnati Gazette le presentó como «sin pretensiones… como un buen abuelo que lee su Biblia». Muchos de sus obiter dicta —«Todo hombre es un consumidor y debería ser un productor», «(El hombre) es por constitución gastador y debería ser rico», «La vida es una búsqueda del poder»— impresionaron a sus oyentes como verdades, y cuando los periódicos los simplificaron y los sacaron de contexto pasaron al acervo común de sabiduría popular americana. No parecía extraño que Emerson a menudo figurara en la misma serie de conferencias de P. T. Barnum, cuyos temas eral «El arte de conseguir dinero» y «El éxito en la vida». Escuchar a Emerson era una señal de aspiración cultural y gustos elevados: se convirtió en la encarnación del Hombre Pensante. En su última conferencia en Chicago en noviembre de 1871, el Chicago Tribune informó: «El aplauso… demostró la cultura del público». Para una nación que buscaba el mejoramiento moral y mental con el mismo entusiasmo que el dinero, y consideraba a ambos como esenciales a la creación de su nueva civilización, Emerson era, a fines de la década de 1870, un héroe y mentor nacional, como Hugo lo fue para Francia o Tolstoi para Rusia. Había establecido un modelo americano.

Es contra este trasfondo, en el que el desarrollo económico de la nación y su vida cultural e intelectual se veían en amplia armonía, donde debemos situar a Ernest Hemingway.

A primera vista, en verdad no se le reconoce fácilmente como un intelectual. Examinando con más detención se ve que no sólo presenta todas las características principales del intelectual, sino que las posee en grado inusual, y en una combinación específicamente americana. Fue, además un escritor de profunda originalidad. Transformó la manera en que sus iguales americanos, y la gente en todo el mundo de habla inglesa, se expresaban. Creó un estilo ético nuevo, personal, secular y sumamente contemporáneo, que fue intensamente americano en su origen, pero que se instalaba fácilmente en muchas culturas. Fusión un número de actitudes americanas y se convirtió a sí mismo en su personificación arquetípica, de modo que llegó a encarnar a Estados Unidos en una época dada como Voltaire encarnó a Francia en la década de 1750 o Byron a Inglaterra en la de 1820.

Hemingway nació en 1899 en el saludable suburbio de Oak Park, cerca de Chicago, que había aplaudido con tanto entusiasmo a Emerson hacía un cuarto de siglo. Sus padres, Grace y Edmundo («Ed») Hemingway, y él mismo fueron productos notables de la civilización de Emerson y sus conferencias, y el dinamismo económico que defendían, habían ayudado a nacer. Los padres eran, o por cierto parecían serlo, sanos, trabajadores, eficientes, bien educados, talentosos y bien adaptados a su sociedad, agradecidos a su herencia cultural europea pero orgullosamente conscientes de la forma en que Estados Unidos la había mejorado. Temían a Dios y llevaban una vida completa, en la casa y al aire libre. El doctor Hemingway fue un médico excelente que también cazaba, tiraba, pescaba, navegaba, acampaba y era pionero; poseía todas las destrezas de un leñador. Grace Hemingway fue una mujer de gran inteligencia, fuerte voluntad y muchas habilidades. Era una gran lectora, escribía una prosa excelente y un verso diestro, pintaba, proyectaba y hacía muebles, cantaba bien, tocaba varios instrumentos y escribió y publicó canciones originales[14]. Los dos hicieron todo lo posible para transmitir a sus hijos, entre los que Ernest, el mayor, fue el más favorecido, toda su herencia cultural y acrecentarla. En muchos sentidos fueron padres modelo y Hemingway fue un gran lector, muy culto, un hábil deportista y un atleta completo.

Los padres eran muy religiosos. Eran congregacionalistas y el doctor fue también un sabatario estricto. No sólo iban al templo el domingo y bendecían la mesa sino que, según Sunny, la hermana de Hemingway, «rezábamos en familia las oraciones de la mañana que acompañábamos con una lectura de la Biblia y uno o dos himnos»[15]. El código moral del protestantismo amplio era aplicado al detalle por los padres y castigan severamente cualquier infracción. Grace Hemingway zurraba a los niños con un cepillo, el doctor con un asentador de navajas. Cuando mentían o juraban les lavaban la boca con jabón amargo. Después del castigo los hacían arrodillar y pedir perdón a Dios. El doctor Hemingway hacía evidente en todo momento que identificaba al cristianismo con el honor masculino y con la conducta caballeresca: «Quiero que representes», le escribió a Hemingway, «todo lo que hay de bueno y noble y bravo y cortés en los Hombres, y que temas a Dios y respetes a la Mujer»[16].

La madre quería que fuera un héroe protestante convencional: que no fumara ni bebiera, que fuera casto antes del matrimonio, fiel una vez casado, y que en todo momento honrara y obedeciera a sus padres, en especial a la madre.

Hemingway rechazó por entero la religión de sus padres y junto con ella cualquier deseo de ser la clase de hijo que ellos querían. En su adolescencia parece que decidió con toda firmeza que en todo seguiría a su genio y sus inclinaciones y que crearía para él mismo la visión del hombre de honor y de la buena vida que sería su recompensa. Este fue un concepto literario romántico y en cierta medida ético, pero no tenía ningún contenido religioso en absoluto. En verdad Hemingway parece que careció de espíritu religioso. Abandonó su fe secretamente a los diecisiete años cuando conoció a Hill y Kate Smith (esta último sería luego la esposa de John Dos Pasos), cuyo padre, un decano ateo, había escrito un libro ingenioso en el que «probaba» que Jesucristo no había existido. Hemingway dejó de practicar la religión en cuanto pudo, cuando empezó a trabajar en su primer empleo en el Kansas City Star y se fue a vivir por su cuenta. Todavía en 1918, cuando casi tenía veinte años, tranquilizó a su madre diciéndole: «No te preocupes ni llores ni te impacientes pensando en si soy un buen cristiano. Lo soy tanto como siempre, y rezo todas las noches y creo con la misma firmeza»[17]. Pero esto fue una mentira para mantener la paz. No sólo no creía en Dios, sino que consideraba la religión organizada como una amenaza a la felicidad humana. Hadley, su primera mujer, dijo que sólo le vio de rodillas dos veces, cuando se casaron y en el bautismo del hijo. Para complacer a Pauline, su segunda mujer, se convirtió al catolicismo, pero no tenía más idea de lo que su nueva fe significaba que Rex Mottram en Brideshead Revisited. Se enfurecía cuando Pauline trataba de observar sus reglas (por ejemplo en cuanto a control de natalidad) de maneras que a él le resultaban inconvenientes. Publicó parodias blasfemas del Padrenuestro en su cuento Un lugar limpio y bien iluminado y de la Crucifixión en Muerte en la tarde; y hay una bendición blasfema de una escupidera en su obra teatral la quinta columna. En la medida en que comprendió el catolicismo romano, lo detestó. No protestó para nada cuando, al comienzo de la Guerra Civil en España, un lugar que conocía y decía amar, se quemaron cientos de iglesias, se profanaron altares y vasos sagrados, y muchos miles de sacerdotes, monjes y religiosas fueron asesinados. Cuando dejó a su segunda mujer abandonó hasta la pretensión formal de ser católico[18]. Toda su vida adulta la vivió, de hecho, como un pagano, adorando ideas creadas por él.

El rechazo de la religión por Hemingway fue característico del adolescente intelectual, y más característico aún porque formó parte del rechazo de la cultura moral de los padres. Más adelante intentó hacer una diferencia entre la madre y el padre, de modo de exonerar a esta último. Cuando sus padres se suicidó, el trató de responsabilizar a la madres, aunque fue el caso claro de un médico que se anticipa a lo que sabe que será una dolorosa enfermedad terminal.

El doctor Hemingway era el más débil en la pareja, pero apoyó por entero a su mujer en las disputas con el hijo, que disentía con ambos, no sólo con la madre. Pero Grace fue la persona en la que Hemingway concentró su resistencia, probablemente, en mi opinión, porque reconocía en ella la fuente principal de su voluntad egotista y su talento literario. Ella era una mujer formidable y él se estaba convirtiendo en un hombre formidable. No había lugar para los dos en un mismo círculo.

La disputa llegó a su culminación en 1920, cuando Hemingway, que había pasado la última parte de la Gran Guerra en el servicio de ambulancias en el frente italiano, y había vuelto como una especie de héroe de guerra, no sólo no pudo conseguir trabajo, sino que ofendía a sus padres (según sus normas) por su conducta ociosa y viciosa. En julio de ese año Grace le escribió una Gran Reconvención. La vida de toda madre, le decía, era como un banco. «Cada hijo que le nace entra en el mundo con una cuenta bancaria grande y próspera, aparentemente inagotable». El hijo extrae y extrae; «ningún depósito durante todos los primeros años». Luego, hasta la adolescencia, «mientras recure al banco abundantemente», hay «algunos depósitos de centavos, bajo la forma de servicios hechos con buena voluntad, algunas atenciones y “gracias”». Al llegar a la mayoría de edad, mientras el banco sigue dando amor y consuelo:

La cuenta necesita algunos depósitos a estas alturas, algunos de importancia, bajo la forma de gratitud y reconocimiento, interés por las ideas y asuntos de Mamá. Pequeñas comodidades para la casa, el deseo de tomar en cuenta cualquier prejuicio peculiar de Mamá, no violentar sus ideas jamás. Leva a casa flores, frutas o dulces para Mamá, con un beso y una abrazo… Pagar en secreto algunas cuentas para que Mamá no tenga que ocuparse de ellas. Depósitos que mantienen la cuenta en buen nivel. Muchas madres que conozco reciben todo esto y regalos y recompensas de hijos con menos capacidad que el mío. A menos que tú, mi hijo, Ernest, vuelva en ti ya cabes con tu holganza y búsqueda de placeres… dejes de aprovecharte de tu linda cara… y de descuidar tus deberes para con Dios y tu Salvador, Jesucristo… no te espera sino la bancarrota: has girado en descubierto[19].

Caviló sobre este documento durante tres días, puliéndolo con tanto cuidado como siempre haría Heminway con sus mejores párrafos, y luego se lo presentó personalmente. Indica de dónde él sacó ese sentido de ofensa moral con su mezcla de satisfacción consigo mismo, que es parte tan importante de su ficción.

Hemingway reaccionó como era de esperar, con una furia lenta, creciente y prolongada, y a partir de entonces trató a su madre como a una enemiga.

Dos Pasos decía que Hemingway era el único hombre que había conocido que realmente odiaba a su madre. Otro viejo conocido, el general Lanham, atestigua: «Desde que conoció a Hemingway siempre se refirió a su madre como “esa perra”. Me debe haber contado mil veces cuánto la odiaba y de cuántas maneras».[20] Este odio se reflejó repetidamente y de varias formas en su ficción. Se extendió en un odio conexo con su hermana mayor, «la perra de mi hermana Marcelina», «una perra si remedio». Se amplió a un odio general a las familias, expresado a menudo en contextos improcedentes, como en un comentario sobre pintores malos (la madre pintaba) y en su autobiografía, París era una fiesta; «no hacen cosas terribles que dañan en lo más íntimo, como hacen las familias. Con los pintores malos basta con no mirarlos. Pero aun cuando uno aprenda a no mirar a las familias ni a escucharlas y haya aprendido a no contestar cartas, las familias son peligrosas de muchas maneras». El odio que sentía por su madre era tan intenso que en gran medida envenenó su vida, sobre todo porque siempre sintió un resto de culpa por ello, que le molestaba y mantenía fresco el odio. Todavía la odiaba en 1949 cuando ella tenía casi ochenta años; le escribió a su editor desde su casa en Cuba: ”No iré a verla y ella sabe que no puede venir aquí.”[21] Su odio excedió la antipatía puramente utilitaria que Marx sintió por su madre, y era afín desde el punto de vista emocional a la actitud de Marx hacia el sistema capitalista mismo. Para Hemingway, el odio a la madre alcanzó la condición de un sistema filosófico.

La ruptura familiar levó a Hemingway a Toronto Star y de allí a Europa como corresponsal extranjero y novelista. Repudió no solamente la religión de sus padres, sino la visión de la madre de una cultura cristianizada, optimista, expresada en su prosa poderosa pero convencional, y para él detestable. Una de las fuerzas que empujó a Hemingway hacia el perfeccionismo literario que se convirtió en su rastro más característico fue la imperiosa necesidad de no escribir como su madre, usando la rancia retórica de una herencia literaria exageradamente trabajada. (Una oración suya que odiaba en especial, porque resumía el estilo de su prosa, estaba en una de las cartas que recibió de ella: «Te dimos el nombre de los caballeros más buenos y nobles que hayas conocido jamás»).

A partir de 1921 Hemingway levó la vida de un corresponsal extranjero, con París como base de operaciones. Cubrió la guerra en el Medio Oriente y las conferencias internacionales, pero su principal foco de atención estaba constituido por los literati exiliados de la Orilla Izquierda. Escribió poesía. Trataba de escribir prosa. Leía ferozmente. Uno de los hábitos que había heredado de su madre era el de levar libros donde fuera, metidos en los bolsillos, para poder leer en cualquier momento o lugar durante una pausa en la acción. Leía todo y compró libros toda su vida, de modo que cualquier lugar en que viviera tenía las paredes cubiertas de estantes. En su casa en Cuba construiría una biblioteca en uso de 74.º volúmenes, que se distinguía por contener estudios de expertos en todos los temas que le interesaban y por una amplia gama de textos literarios, que leía y releía.

Cuando llegó a París había leído prácticamente todos los clásicos ingleses, pero estaba decidido a ampliar sus límites. Nunca demostró fastidio por no haber tenido una educación universitaria, pero lo lamentó y trató de llenar las lagunas que esa falta podía haber dejado. De modo que se dedicó a Stendhal, Flaubert, Balzac, Maupassant y Zola, a los novelistas rusos más importantes, Tolstoi, Turgenev, Dostoievsky, y a los americanos, Henry James, Mark Twain y Stephen Crane. También leyó a los modernos: Conrad, T. S. Eliot, Gertrude Stein, Ezra Pound, D. H. Lawrence, Maxwell Anderson, James Joyce. Sus lecturas fueron ampliadas, pero además dictadas por una creciente urgencia por escribir. Desde sus quince años había hecho un culto de Kipling, y siguió estudiándolo toda su vida. Añadió ahora a esto una intensa atención a Conrad, y a Dublinenses, la brillante colección de Joyce. Como todo escritor realmente bueno, no sólo devoró, sino que analizó a los de segundo orden, tales como Marryat, Hugo Walpole, y George Moore, y aprendió de ellos.

Hemingway se instaló en el centro de la intelectualidad de París en 1922, cuando llegó allí Ford Madox Ford. Ford fue un gran descubridor de talentos literarios y ayudó a hacer conocer a Lawrence, Norman Douglas, Wyndham Lewis, Arthur Ransome y muchos más. En 1923 publicó el primer número de Transatlantic Review, y aconsejado por Ezra Pound, empleó a Hemingway como ayudante por horas. Hemingway admiró a Ford como empresario literario, pro le criticaba muchas cosas: no tenía en cuanta a casi ninguno de los escritores jóvenes, los nuevos estilos y formas literarias no le interesaban bastante, su gusto se acercaba demasiado al de las revistas de mayor difusión, y sobre todo daba por sentado que el mayor número de cosas literarias nuevas venían de Francia e Inglaterra, y dejaba de lado en general la producción americana, que crecía rápidamente en número y calidad. Hemingway se vio a sí mismo como empresario de la vanguardia americana. «Ford», gruño, «dirige toda (la) maldita cosa como un compromiso»[327]. Una vez instalado en las diminutas oficinas de la Three Mountain Press (Imprenta de las Tres montañas) en la Isla de San Luis, Hemingway empezó a inclinar a la Review en una aventurada dirección americana, de modo que además de sesenta textos británicos y cuarenta franceses incluyó noventa de estadounidenses, entre ellos Gertrude Stein, Djuna Barnes, Lincoln Steffens, Natalie Barnard, William Carlos Williams y Nathan Asch. Cuando Ford dejó París para hacer un viaje a Estados Unidos, Hemingway convirtió implacablemente los números de julio y agosto en un desfile triunfal del talento joven americano, tanto que a su vuelta Ford sintió que debía disculparse por el inusualmente largo muestrario de la obra de «esa Joven América cuyos derechos hemos impuesto a nuestros lectores siempre con insistencia aunque nunca con tanta eficiencia»[23].

Pero Hemingway tenía su propia e intensa urgencia de fama y poder literarios, y después de todo le importaban menos las facciones e intrigas de la intelectualidad de la Orilla Izquierda que desarrollar su propio talento. Pound se lo había presentado a Ford con palabras: «Escribe muy buen verso y es el mejor estilista en prosa en todo el mundo»[24].

Hecha en 1922, esta observación es sumamente perspicaz, porque todavía Hemingway no había perfeccionado su método maduro. Pero estaba trabajando en él, como atestiguan sus primeros cuadernos de apuntes con sus innumerables raspaduras y enmiendas. Es probable que ningún escritor de ficción haya jamás luchado tan dura y largamente para formarse una manera personal de escribir exactamente adecuada a la obra que deseaba hacer. El estudio de Hemingway durante estos años proporciona un modelo de cómo un escritor debe adquirir su destreza profesional. Es comparable, en cuanto a nobleza de propósitos y persistencia en el esfuerzo, con los arduos esfuerzos que hizo Ibsen para ser dramaturgo. También tuvo el mismo impacto revolucionario en el arte.

Hemingway creía haber heredado un mundo falso, simbolizado por la religión y la cultura moral de sus padres, y que debía ser remplazado por uno verídico. ¿Qué entendía por verdad? No la verdad heredada y revelada del cristianismo de sus padres (esa la rechazaba por improcedente) ni la verdad de cualquier otro credo o ideología, derivada del pasado y reflejo de la mente de otros, por grandes que fueran, sino la verdad tal como él mismo la veía, sentía, olía y saboreaba. Admiraba la filosofía de Conrad y la forma en que la resumía: «fidelidad escrupulosa a la verdad de mis propias sensaciones». Ese era su punto de partida. ¿Pero cómo se transmite esa verdad? La mayoría de la gente, incluso la generalidad de los escritores, tienden cuando escriben a dejarse llevar, a ver los hechos a través de ojos ajenos, porque heredan expresiones y combinaciones de palabras anticuadas, metáforas trilladas, clichés y frases ingeniosas. Esto es especialmente cierto de los periodistas que cubren a toda velocidad situaciones que a menudo son repetidas y banales. Pero Hemingway había tenido la ventaja de un entrenamiento excelente en el Kansas City Star. Los sucesivos directores habían preparado un libro sobre el estilo de la casa con 110 reglas destinada a obligar a los periodistas a utilizar un inglés corriente, sencillo, directo y desprovisto de clichés, y estas reglas se aplicaban estrictamente. Más adelante Hemingway las llamó «las mejores reglas que jamás aprendí sobre el tema de escribir»[25]. En 1922, mientras cubrían la Conferencia de Génova, Lincoln Steffens le enseñó el despiadado arte del cablegrama, que adquirió con rapidez y creciente deleite. Le mostró su primer intento exitoso a Steffens, exclamando, «Steffens, mire este cable: no hay relleno, ni adjetivos, ni adverbios; sólo sangre, huesos y músculos… Es un lenguaje nuevo»[26].

Sobre esa base periodística, Hemingway construyó su propio método, que era a la vez teoría y práctica. Alguna que otra vez dejó algo escrito: en París era una fiesta, en Las verdes colinas de África, en Muerte en la tarde, y en By-line y otros[27]. Los «principios básicos de la escritura» que se fijó para él mismo realmente merecen ser estudiados[28]. Una vez definió el arte de la ficción, siguiendo a Conrad, como «descubra qué le provocó la emoción; qué acción fue la que le emocionó. Luego escríbalo aclarándola para que el lector también pueda verla»[29]. Todo debía ser hecho con concisión, economía, sencillez, verbos fuertes, oraciones breves, nada superfluo o efectista. «La prosa es arquitectura», escribió, «no decoración de interiores, y el barroco ya pasó»[30]. Hemingway prestaba especial atención a la expresión exacta y registraba los diccionarios a la búsqueda de palabras. Es importante recordar que, durante el período formativo de su estilo en prosa, también fue poeta, y estaba bajo la fuerte influencia de Ezra Pound, que según él le enseñó más que cualquier otra persona. Pound fue «el hombre que creía en el mot juste —la única palabra correcta a utilizar— el hombre que me enseñó a desconfiar de los adjetivos». También estudió atentamente a Joyce, otro escritor cuyo instinto para encontrar la precisión verbal respetaba e imitaba. De hecho, en la medida en que Hemingway tuvo progenitores literarios, podría decirse que fue el fruto del matrimonio entre Kipling y Joyce.

Pero la verdad es que el estilo de Hemingway es sui generis. Su impacto sobre el modo en que la gente no sólo escribía, sino veía, durante el cuarto de siglo 1925-50, fue tan arrollador y decisivo, y su continua influencia desde entonces tan penetrante, que ahora nos resulta imposible sacar el factor Hemingway de nuestra prosa, particularmente en la ficción. Pero a principios de la década de 1920, le resultó difícil conquistar la aprobación y hasta que lo publicaran. Su primera obra, Tres cuentos y diez poemas, fue una típica aventura vanguardista publicada localmente en París. Las grandes revistas que querían tocar su ficción, y todavía en 1925, The Dial, que se tenía por arriesgada, seguía rechazando sus cuentos, incluso aquel cuento soberbio, «Los invictos». Hemingway hizo lo que todo gran escritor original hace: creó su propio mercado, contagió a los lectores con su propio gusto. El método, que combinaba con brillo la pintura desnuda y exacta de hechos con sutiles sugerencias de la respuesta emocional que provocaban, emergió en los años 1923-25 y se impuso en 1925 con la publicación de En nuestro tiempo. Ford sintió que podía saludarle como el escritor más importante de Estados Unidos: «el más concienzudo, con el mayor dominio de su arte, el más completo». Para Edmund Wilson el libro reveló una prosa «de la más alta distinción», «asombrosamente original» y de una dignidad artística «impresionante». Después de este primer éxito publicó dos novelas vívidas y trágicas, Fiesta (1926) y Adiós a las armas, esta última quizá sea lo mejor que escribió. De estos libros se vendieron cientos de miles de ejemplares que fueron leídos y releídos, digeridos, regurgitados, envidiados y saqueados por escritores de toda clase. Ya en 1927, al reseñar su colección Hombres sin mujeres en el New Yorker, Dorothy Parker se refirió a su influencia como «peligrosa»: «la cosa más simple que hace parece tan fácil de hacer. Pero miren a los muchachos que intentan hacerlo»[31].

La manera de Hemingway se podía parodiar, pero no imitar con éxito, porque era inseparable del contenido de los libros y especialmente de su actitud moral. La finalidad de Hemingway era evitar el didacticismo explícito de cualquier clase, y lo denunciaba en los demás, aun en los más grandes. «Amo Guerra y paz» escribió, «por sus maravillosas, penetrantes y verídicas descripciones de la guerra y sus personas, pero nunca he creído en lo que pensaba el gran conde…».

Podía inventar más y con más percepción y verdad que cualquiera. Pero su pensamiento pesado y mesiánico no era mejor que de muchos otros profesores de historia evangélicos, y de él aprendí a desconfiar de mi propio Pensar, con P mayúscula, y a tratar de escribir tan sincera y directamente, tan objetiva y humildemente como fuera posible.”[32] En sus mejores obras siempre evitó predicar al lector, y hasta tocarle el codo llamándole la atención sobre el comportamiento de sus personajes. Sin embargo, sus libros rebosan de una nueva ética laica que surge directamente de la manera que tiene Hemingway de escribir los hechos y las acciones.

La sutil universalidad de la ética de Hemingway le vuelve arquetípicamente un intelectual, y la naturaleza de ética refleja su americanismo. Hemingway veía a los estadounidenses como gente vigorosa, activa, enérgica y hasta violenta, hombres de acción, de logros, creadores, conquistadores y pacificadores, cazadores y constructores. Cuando hablaba con Pound y Ford de literatura, se separaba de cuando en cuando para boxear con su propia sombra por todo el estudio de Ford. Era un hombre grande y fuerte, diestro en una amplia gama de actividades físicas. Le era natural, como americano y escritor, llevar una vida de acción y describirla. La acción fue su tema.

En eso no había nada nuevo, es claro. La acción había sido el tema de Kipling, cuyos héroes o sujetos habían sido soldados, bandidos indios, ingenieros, capitanes de barco y soberanos, grandes o pequeños: cualquiera o cualquier cosa, en realidad, sometida periódicamente a la tensión y movimientos de una actividad violenta, hasta animales y máquinas. Pero Kipling no fue un intelectual. Era un genio, tenía un «Daemon», pero no creía que podía rehacer el mundo sin ayuda, con su sola inteligencia, no rechazaba el vasto caudal de su sabiduría heredada. Al contrario, defendía bravamente sus leyes y costumbres que el débil hombre no podía alterar, y pintaba con deleite la Némesis de aquellos que las desafiaban. Hemingway está mucho más cerca de Byron, otro escritor que ansiaba la acción y la Describía con una destreza entusiasta. Byron no creía en los planes utópicos y revolucionarios de su amigo Shelley, que le parecían ideales abstractos más que conceptos útiles (el mismo Shelley muestra su posición en Julián y Magdalo) pero se había confeccionado un sistema de ética para sí mismo, creado en reacción contra el código tradicional que había rechazado al dejar a su mujer y a Inglaterra para siempre. En este sentido, y sólo en este, fue un intelectual. Nunca expresó su sistema formalmente, pese a que era muy coherente, pero emerge con fuerza en sus cartas y satura todas las páginas de sus grandes poemas narrativos. Childe Harol y Don Juan. Es un sistema de honor y deber, no codificado pero sí ilustrado en acción. Nadie puede leer esos poemas sin que le quede bien claro cómo veía Byron el bien y el mal y en especial cómo medía el heroísmo.

Hemingway trabajó de una manera similar por la ilustración. Una vez especificó que su ideal era la capacidad de exhibir «gracia bajo presión» (frase curiosa en vista del nombre de su madre) pero no avanzó más en la definición. Probablemente su ética no soportaba una definición precisa, y los intentos de darle una la habían dañado y disminuido. Pero era infinitamente capaz de ejemplificarla y esa es la fuerza impulsora detrás de toda la obra de Hemingway. Sus novelas son novelas de acción y eso las hace novelas de ideología, porque para Hemingway no existía la acción moralmente neutral. Para él hasta la descripción de una comida es una afirmación moral, ya que hay cosas adecuadas y cosas inadecuadas para comer y beber, y maneras correctas de comerlas y beberlas. Casi cualquier acción puede ser realizada correcta o incorrectamente, o para ser precisos noble o innoblemente. El propio autor no señalaba la enseñanza moral, pero presenta todo dentro de un marco moral implícito, de modo tal que las acciones hablan por sí mismas. El marco es personal y pagano; por cierto no cristiano. Sus padres, su madre en especial, encontraban que sus cuentos eran inmorales, a menudo en exceso, porque, ella por lo menos, no podía reconocer su fuente tono ético. Para ella falso y blasfemo. Lo que Hemingway estaba diciendo, o más bien sugiriendo, era que había maneras correctas y otras equivocadas de cometer adulterio, de robar y de matar. La esencia de la ficción de Hemingway es la observación de boxeadores, pescadores, toreros, soldados, escritores, deportistas, o casi cualquiera que realice acciones definidas y diestras, mientras trata de llevar una vida buena y sincera, de acuerdo con los valores de cada uno, y en general fracasando. La tragedia ocurre porque los valores mismos resultan ser ilusorios o errados, o porque son traicionados por una debilidad interior o una malicia exterior o por la imposibilidad de manejar los hechos objetivos. Pero hasta el fracaso es redimido por la visión de la verdad, por la habilidad de percibir la verdad y el coraje de mirarla de frente. Los personajes de Hemingway son un éxito o fallan según sean verídicos o no. La verdad es el ingrediente esencial de su prosa y el único hilo que recorre todo su sistema ético, su principio de coherencia.

Una vez creado su estilo y su ética, Hemingway se encontró necesariamente viviendo los dos. Se convirtió, por decirlo así, en la víctima, el prisionero, el esclavo de su propia imaginación, obligando a ponerla en práctica en la vida real. Aquí. Otra vez no fue, no fue el único. Cuando Byron publicó el primer canto de Childe Harold, se encontró siguiendo el camino allí señalado. Podría cambiar un poco la dirección escribiendo Don Juan, pero no le quedaba otra elección que la de vivir como había cantado. Pero en el caso de Byron fue una cuestión de gusto tanto como de compulsión: gozaba al hacer el tenorio, lo rimbombante, el papel de liberador. Ocurría lo mismo con el contemporáneo de Hemingway, André Malraux, otro intelectual de acción y novelista revolucionario, explorador, pirata de tesoros artísticos, héroe de la resistencia, que terminó su carrera como ministro del Gabinete sentado a la derecha del presidente de Gaulle. Con Hemingway uno no está tan seguro. Su búsqueda de la vida «real», la vida de acción, fue una actividad intelectual en el sentido de que era vital para su tipo de ficción. Como dice el héroe Robert Jordan en la novela de la Guerra Civil Española, Por quién doblan las campanas (1940), «le gustaba saber como era realmente, no como se suponía que era».

Hemingway, el intelectual obsesionado por la acción violenta, era una persona resal. Un colega perspicaz del Toronto Star lo resumió así a los veinte años: «Nunca se vio en el mundo una combinación más extraña de una sensibilidad vibrante con la preocupación por la violencia». Gozaba con las mismas actividades al aire libre que su padre y otras: esquí, pesca submarina, caza mayor y, no en último término, la guerra. No dejaba dudas sobre su coraje, de vez en cuando Herbert Matthews, el periodista del New York Times, describió cómo, durante la batalle en el río Ebro, Hemingway le salvó de ahogarse con una extraordinaria demostración de fuerza: «Era un hombre capaz en un apuro»[33]. Los cazadores blancos que le llevaron en un safari en África Oriental, generalmente una buena prueba, dieron el mismo testimonio. Además, el coraje de Hemingway no era espontáneo e instintivo, sino cerebral tenía un sentido agudo del peligro, como lo atestiguan muchas anécdotas. Sabía lo que era tener miedo y superarlo: ningún escritor describió jamás la cobardía más gráficamente. Logró que el lector sintiera su disposición a vivir su ficción.

De esta manera la imagen de Hemingway como hombre de acción creció tan rápidamente como su fama. Como muchos otros intelectuales, partir de Rousseau, tuvo un talento asombroso para promocionarse. Creó el personaje Hemingway físico, visible, transformando la vieja imagen de los románticos, aterciopelada y distendida, a que había rendido servicios tan importantes en su tiempo, para presentar algo nuevo, la atracción del hombre típicamente masculino: trajes safari, cartucheras, fusiles, gorras con visera, olor a pólvora, tabaco, whisky. Una de sus obsesiones fue la de sumar años a su edad. En 1920 se promovió rápidamente a «Papá». La última jovencita se convirtió en «hija». A principios de la década del cuarenta «Papá» Heminway era una figura familiar en las revistas ilustradas, tan famoso como los hombres más importantes de Hollywood. Ningún escritor concedió jamás más entrevistas o posó para más fotografías. Con el tiempo su cara con barba blanca fue más conocida que la de Tolstoi.

Pero al tratar de personificar su ética y de responder a la leyenda que había creado, Hemingway también entraba en una rutina de la que no podría apartarse hasta su muerte. Así como su madre vio el amor maternal como la forma de una cuenta bancaria, Hemingway depositaba sin cesar experiencia de acción a su crédito, y luego extraía para su ficción. Su Guerra Italiana, 1917-18, fue su capital inicial. Durante los años veinte casi lo agotó, equilibrando el drenaje con una frenética deportividad y las corridas de toros. En la década de 1930 hizo valiosos depósitos de caza mayor, y de esa formidable ganga que fue la Guerra Civil Española. Pero fue perezoso para explotar las oportunidades de la Segunda Guerra Mundial, y su tardía intervención en ella añadió poco a su capital de escritor. A partir de entonces sus principales depósitos fueron la caza y la pesca; sus intentes de volver sobre sus pasos en los circuitos de caza mayor y las corridas de toros dieron como resultado más farsa que frutos. Edmund Wilson observó el contraste entre «el joven maestro y el viejo impostor». La verdad es que Hemingway siguió gozando con algunas de sus actividades violentas, pero no tanto como decía.

Hubo una declinación perceptible en su entusiasmo por el desierto, como si con todo gusto, si se atreviera, colgaría el rifle y se instalaría en su biblioteca. Una nota falsa, forzada, jactanciosa, se deslizaba en los informes sobre su situación que daba a su editor, Charles Scribner. Es así que en 1949 le escribió: «Para celebrar mis cincuenta años, hice el amor tres veces, maté tres palomas seguidas (muy rápidas) en el club, bebí un cajón de Piper Heidsieck brut con amigos y miré el océano en busca de peces grandes toda la tarde»[34].

¿Verdadero? ¿Falso? ¿Una exageración? No se sabe. Nada de lo que dijo Hemingway de sí mismo, y poco de lo que dijo sobre otros, puede ser jamás aceptado sin corroboración. Pese a la importancia central que tiene la verdad en su ética de la ficción tenía la creencia característica del intelectual de que, en su propio caso, la verdad debía ser la servidora voluntarias de su ego. Pensaba, y a veces se jactaba de ello, que mentir formaba parte de su educación como escritora. Mentía tanto conscientemente como sin pensarlo. Algunas veces sabía por cierto que estaba mintiendo, como lo pone en claro en su fascinante cuento «Hogar de soldado», con su personaje Krebs. «No es anormal que los mejores escritores sean mentirosos», escribió. «Gran parte de su oficio es mentir o inventar… A menudo mienten sin saberlo y luego recuerdan sus mentiras con profundo remordimiento»[35]. Pero la evidencia demuestra que Hemingway mentía habitualmente mucho antes de haber elaborado una apología profesional sobre ello. Mintió a los cinco años cuando pretendió haber detenido a un caballo desbocado sin ayuda alguna. Les dijo a sus padres que se había comprometido con Mae Marsh, la actriz de cine, aunque jamás la había visto, salvo en Nacimiento de una nación; repitió esta mentira sus colegas de Kansas; hasta el punto de dar el detalle de un anillo de compromiso de 150 dólares. Muchas de estas mentiras flagrantes resultaban transparentes y desconcertantes, como cuando a los dieciocho años contó a sus amigos que había estado pescando, cuando era obvio que había comprado el pescado en el mercado. Contaba una compleja historia acerca de haber sido boxeador profesional en Chicago, donde le habían roto la nariz, pero él había seguido la pelea. Inventó que tenía sangre india y hasta afirmaba tener hijas indias. Su autobiografía, París es una fiesta, no es fiable en absoluto y, como las Confessions de Rousseau, más peligrosa cuanto más sincera parece ser. En general mentía cuando se refería a sus padres y hermanas, a veces sin razón aparente. Es así que decía que su hermana Carol había sido violada, a los doce años, por un perverso sexual (totalmente falso) y luego pretendió que se había divorciado y hasta que había muerto (estaba felizmente casada con un tal señor Gardiner, que a Heminway no le gustaba)[36].

Muchas de las mentiras más complicadas y reiteradas de Hemingway tienen que ver con su servicio en la Primera Guerra Mundial. Es claro que la mayoría de los soldados, hasta los valientes, mienten a cerca de sus guerras, y el grado de investigación detallada a que se ha sometido la vida de Hemingway no podía menos que descubrir algún mal tratamiento de la verdad[37].

De todos modos, las invenciones de Hemingway relativas a lo que ocurrió en Italia son inusualmente descaradas. En primer lugar dijo que se había presentado voluntariamente al ejército pero que le rechazaron por su mala vista. Esto no figura en los registro y es muy improbable. En realidad fue un no combatiente, y por elección propia. En muchas ocasiones, incluso en entrevistas para periódicos, dijo que había servido en el Regimiento italiano de Infantería 69 y que había peleado en tres batallas importantes. También pretendía haber pertenecido al excelente regimiento Arditi, y le dijo a «Chink» Dorman-Smisth, un amigo militar británico, que había dirigido la carga de los Ardite en el Monte Grappa, y que allí le había herido gravemente. Al general Gustavo Durán, su amigo de la Guerra Civil Española, le dijo que había tenido el mando de una compañía, entonces batallón, cuando sólo tenía diecinueve años. Era verdad que había sido herido (de eso no cabía duda alguna), pero mintió repetidamente en cuanto a la ocasión y naturaleza de la lesión. Inventó la historia de que le habían herido en el escroto, no un vez, sino dos, y decía que había tendido que apoyar los testículos sobre una almohada. Dijo que había sido derribado dos veces por fuego de ametralladora y alcanzado treinta y dos veces por balas, 45. Y de paso, dijo que había recibido el bautismo católico en lo que las enfermeras creían que sería su lecho de muerte. Todas estas afirmaciones eran falsas.

La guerra sacaba a relucir al mentiroso que había en Hemingway. En España, celoso de la mayor capacidad de Mattehews como corresponsal, envió una carta a su casa con una maraña de mentiras sobre el frente de Teruel; «Mandé la primera noticia de la batalla a Nueva York diez horas antes aún que Matthews, volví, acompañé todo el ataque de la infantería, entré en la ciudad detrás de una compañía de dinamiteros y tres de infantería, registré todo, volví con la más maravillosa historia de una lucha casa por casa lista para cablegrafiar…»[38] También mintió acerca de haber sido el primero en entrar en París liberado en 1944. El sexo también hacia salir al mentiroso en él. Uno de sus mejores cuentos italianos, repetido a menudo, fue el de haber sido retenido prisionero por una siciliana dueña de un hotel que le había quitado la ropa para obligarle a fornicar con ella durante una semana. A Bernard Berenson (recipiente de muchas cartas mendaces) le contó que cuando terminó Fiesta, hizo entrar a una chicha, su mujer volvió inesperadamente y se vio obligado a hacer salir as la chica por el techo; no había nada de cierto en todo esto. Mintió sobre su famosa pelea por celos con «ese judío (Harry) Loeb» en Pamplona en 1925, al decir que Loeb tenía un arma y amenazó con matarle (el incidente fue trasformado en Fiesta). Mintió sobre todos sus matrimonios, divorcios y convenios, tanto a las mujeres implicadas como a su madre. Además, sus mentira a su tercera mujer, Martha Gellhorn, y las que dijo sobre ella, fueron especialmente audaces. Ella, a su vez, le despidió como «el mayor mentiros después de Munchausen». Como ocurre con otros novelistas mentirosos, Hemingway dejaba pistas falsas: algunas de sus historias más impresionantes, en apariencia autobiográficas por la carga de evidencia interna, pueden ser pura invención.

Todo lo que puede decirse es que Hemingway sentía poco respeto por la verdad. Por lo tanto estaba preparado y listo para esa «década ruin y mentirosa», la del treinta. Hemingway nunca tuvo un conjunto de convicciones políticas con coherencia; en realidad su ética se refería a lealtades personales. Su amigo de una época, Dos Passos, pensaba que, cuando era joven, Hemingway «tuvo una de las cabezas más perspicaces para desenmascarar pretensiones políticas que jamás haya conocido»[39]. Pero es difícil encontrar pruebas para sostener esta afirmación. En las elecciones de 1932 Hemingway apoyó al socialista Eugene Debs. Pero para1935 se había convertido en un expositor siempre dispuesto de la línea del partido comunista en la mayoría de sus aspectos. En el ejemplar del 17 de septiembre de 1935 el diario del PC New Masses publicó un violento artículo suyo, «¿Quién mató a los veteranos?» en el que culpaba al gobierno por las muertes, en un huracán de Florida, de cuatrocientos cincuenta ex soldados empleados en diversos proyectos federales, un ejercicio típico de agitación y propaganda del PC. En esa década la opinión de Hemingway parece haber sido que el PC era el único conductor legítimo y fiable en la cruzada antifascista, y que criticarlo, o participar en actividades fuera de su control, era una traición. Decía que cualquiera que siguiera una línea anti PC era «o un tonto o un pillo», y no permitió que su nombre figurara en el encabezamiento de la nueva revista de izquierda, Ken, lanzada por Esquire, cuando descubrió que no era un medio del PC.

Este enfoque gobernó su reacción a la Guerra Civil Española. A la que dio la bienvenida desde el punto de vista profesional como fuente de material: «la guerra civil es la mejor guerra para un escritor, la más completa»[40]. Pero, curiosamente, teniendo en cuenta su código ético, que se ocupaba mucho de los conflictos de lealtades, el poder de la tradición y los diferentes conceptos de la justicia, aceptó, del principio al fin, la línea del PC en la guerra con toda su crudeza. Hizo cuatro visitas al frente (primavera y otoño de 1937) pero ya antes de salir de Nueva York había decidido en qué consistía la Guerra Civil y ya estaba contratado para un film de propaganda, España en llamas, con Dos Passos, Lillian Hellman y Archibald MacLeish. «Mi simpatía» escribió, «está siempre con los trabajadores explotados contra los terratenientes ausentes, auque beba con los terratenientes y tire a las palomas con ellos». El PC era «el pueblo de este país» y la guerra era una lucha entre «el pueblo» y los «terratenientes ausentes, los moros, los italianos y los alemanes». Dijo que el PC español le gustaba y lo respetaba, y que eran «la mejor gente» en la guerra[41].

La línea de Hemingway, de acuerdo con la política del PC, fue la de restarle importancia al papel de la Unión Soviética, especialmente en cuanto a dirigir la feroz conducta del PC español en la sangrienta política interna de la España Republicana. Esto llevó a una vergonzosa ruptura en Dos Passos. El intérprete de Dos Passos era José Robles, un antiguo decano de la universidad Johns Hopkins que se había incorporado a las fuerzas republicanas al comienzo de la guerra y era amigo de Andrés Nin, jefe del anarquista POUM.

También había sido interprete para el general Jan Antonio Berzin, jefe de la misión militar soviética en España, y en consecuencia conocía algunos de los secretos de los tratos de Moscú con el Ministerio de Defensa en Madrid, Berzín había sido asesinado por Stalin, que luego dio orden al PC español de liquidar también al POUM. Nin fue torturado y murió, otros cientos fueron arrestados, acusados de actividades fascista, y ejecutados. Se creyó prudente acusar a Robles de espionaje, y fue muerto en secreto. Dos Passos se preocupó por su desaparición. Hemingway, que se consideraba ultrasofisticado en asuntos políticos y a Dos Passos como un novato ingenuo, se burló de su ansiedad. Hemingway se hospedaba en el Hotel Gaylord’s en Madrid, favorecido entonces por los jefes comunistas, y le preguntó a su compinche, Pepe Quintanilla (que, según se supo más adelante, fue responsable de la mayor parte de la ejecuciones por el PC), que había ocurrido. Este aseguró que Robles estaba con vida y bien, detenido por cierto, pero con la seguridad de un juicio imparcial Hemingway le creyó y se lo dijo a Dos Passos. En realidad Robles ya había muerto, y cuando Hemingway lo supo, mucho más adelante (a través de un periodista que acababa de llegar de Madrid), le dijo a Dos Passos que estaba claro que había sido culpable y que sólo un idiota podía pensar lo contrario. Dos Passos, muy dolido. Se negó a aceptar que Robles fuera culpable y atacó a los comunistas públicamente. Esto provocó el reproche de Hemingway: «En España se está librando una guerra entre la gente a cuyo lado usted solía estar y los fascistas. Si con su odio por los comunistas se siente justificado al atacar, por dinero, a la gente que sigue luchando en esa guerra, creo que por lo menos debería tratar de conseguir los datos correctos». Pero Dos Passos, como resultó luego, tenía razón: Hemingway fue el ingenuo, el inocente, el engañado[42].

Como tal permaneció, hasta el final de la guerra, y algún tiempo después. Su trabajo por los comunistas llegó a su punto culminante el 4 de junio de 1937, cuando habló en el Segundo Congreso de Escritores que el PC reunió, a través de una organización que dio la cara, en Nueva York en el Carnegie Hall. El tema de Hemingway era que los escritores tenían que luchar contra el fascismo porque era el único régimen que no les permitía decir la verdad. Los intelectuales tenían el deber de ir a España y hacer algo allí ellos mismos: deberían dejar de debatir puntos de doctrina desde sus sillones y empezar a luchar. «Hay ahora, y la habrá por mucho tiempo, una guerra a la que cualquier escritor que quiera estudiarla puede ir»[43].

No cabe duda de que Hemingway estaba engañado. Pero también estaba participando en una mentira a sabiendas, ya que Por quién doblan las campanas pone en claro que estaba enterado del lado oscuro de la causa republicana, y que probablemente había sabido parte de la verdad sobre el PC español desde entonces. Pero no publicó el libro hasta 1940, cuando ya todo había pasado. Mientras duró la Guerra Civil, Hemingway hizo lo mismo que habían hecho aquellos que intentaron suprimir el Homenaje a Cataluña, de George Orwell, tomar la línea de que la verdad seguía muy de lejos a la conveniencia política y militar.

Es así que su discurso en el Congreso de Escritores fue enteramente fraudulento. También fue extraño en otro sentido, ya que Hemingway no demostró ningún interés en seguir su propio consejo y «estudiar la guerra». Cuando el compromiso de Estados Unidos en la cruzada contra el nazismo comenzó en serio en 1941, no se incorporó a él. Para entonces se había comprado una casa, la Finca Vigía, en los alrededores de La Habana en Cuba, que fue su lugar de residencia principal durante la mayor parte de los años restantes. El éxito de Por quién doblan las campanas le significó una renta enorme y quiso gozarla, en particular con lo que era entonces su deporte preferido, la pesca submarina. El resultado fue otro episodio desdoroso en su vida, conocido como la «Empresa de Fulleros»[44].

Hemingway tenía una gran propensión a trabar amistades en el submundo urbano, especialmente en países de habla española. Amaba a esos personajes dudosos que formaban las cuadrillas de toreros y los habitués de los cafés del puerto, alcahuetes, prostitutas, pescadores ocasionales, confidentes de la policía y otros por el estilo, que reaccionaban cálidamente ante sus ofrecimientos de bebida y propinas. En 1942, en La Habana de la guerra, estaba obsesionado por lo que consideraba el peligro inminente de una toma del poder por los fascistas. En Cuba, argüía, había 300 000 habitantes nacidos en España, de los cuales entre 15 000 y 30 000 eran «falangistas violentos». Podían organizar una sublevación y convertir a Cuba en un puesto de avanzada a un paso de Estados Unidos. Además, decía, tenía informes fiables de que submarinos alemanes recorrían aguas cubanas, y según sus cálculos una fuerza de 1000 submarinos podría desembarcar un ejército de 30 000 soldados en Cuba para ayudar a los insurgentes. Es difícil saber si él mismo creía estas fantasías: a lo largo de su vida Hemingway fue una mezcla de sofisticación superficial que ocultaba un abismo de credulidad en casi cualquier tema. Pudo haber sufrido la influencia de El enigma de las arenas, la novela de la manía del espionaje, de Erskine Childers. Lo cierto es que convenció al embajador de Estados Unidos, un camarada de bebida y deportes rico, llamado Spruille Braden, de que había que hacer algo.

Hemingway le ofreció ocuparse de reclutar y dirigir a un grupo de agentes entre sus amigos leales de los bajos fondos. Vigilaría a los sospechosos de fascismo y al mismo tiempo él usaría su crucero a motor, adecuadamente armado, para patrullar zonas que podían estar plagadas de submarinos en un intento de atraer alguno a la superficie. Braden aprobó el plan y más tarde se lo atribuyó como propio[45]. En consecuencia, Hemingway recibió 1000 dólares mensuales para pagar seis agentes de tiempo completo y veinte agentes secretos, elegidos entre las cuadrillas de café. Más importante aún en una época de racionamiento de gasolina estricto, recibió 122 galones de gasolina al mes para su barco, que estaba armado con una ametralladora pesada y llevaba granadas de mano.

La existencia de la «Empresa de Fulleros», como la llamaba él, aumentó el prestigio de Hemingway en los círculos de bebedores de La Habana, pero no hay ninguna prueba de que descubriera a un solo espía fascista.

Hemingway cometió el error elemental de pagar más por los informes emocionantes. El FBI, que no podía menos que desaprobar totalmente esta empresa rival, dijo en Washington que todo lo que la cuadrilla de Hemingway producía era «informes vagos y sin fundamento de carácter sensacional… Sus datos carecían casi sin excepción, de valor». Hemingway, al tanto de la hostilidad del FBI, replicó que todos los agentes de ellos eran de origen irlandés, católicos, partidarios de Franco y «evasores del servicio militar». Hubo algunos incidentes absurdos, demasiado improbables para cualquier historia de espías, incluso el informe de uno de loa agentes de Hemingway acerca de un «paquete siniestro» en el Bar Basque, que resultó contener un ejemplar barato de la Vida de Santa Teresa de Ávila. En cuanto al patrullaje de submarinos, sólo confirmó la opinión de los críticos de Hemingway que sostenían que necesitaba la gasolina para pescar. Un testigo ocular dijo: «No hicieron ni una maldita cosa, nada. Sólo navegar y divertirse».

El episodio llevó a una de las peleas brutales de Hemingway. Entre los hombres que él más admiraba en España estaba el general Durán, que (como «Manuel») le inspiró a su héroe Robert Jordan en Por quién doblan las campanas. Durán era todo lo que Hemingway ansiaba ser: el intelectual cobertizo en experto estratega. Era músico, amigo de Falla y Segovia y miembro de la elite intelectual de la España de preguerra. Pero sostenía la opinión, que Hemingway avalaba, de que la guerra moderan «exige inteligencia, es tarea de intelectuales… La guerra también es poesía, poesía trágica»[46]. Obtuvo un grado de reservista en el ejército español en 1934, le convocaron al principio de la Guerra Civil y rápidamente se convirtió en un general destacado que llegó a comandar el Cuerpo de Ejercito XX. Cuando la República se derrumbó, Durán se ofreció en vano como voluntario tanto al ejército inglés como al de Estados Unidos. Cuando Hemingway concibió el plan de la Empresa de Fulleros utilizó su influencia para que Durán fuera designado agregado a la embajada de Estados Unidos, y le puso al frente de su esquema. Al mismo tiempo el general y su esposa inglesa Bonté fueron sus huéspedes en la finca. Pero Durán se dio cuanta de que todo era una farsa y que estaba perdiendo el tiempo. Solicitó otro trabajo y hubo una marga disputa personal que implicó a Bonté y a Martha, que era entonces la espesa de Hemingway, y que culminó con una explosión durante un almuerzo en la embajada. Hemingway nunca volvió a dirigirle la palabra a Durán, salvo en mayo de 1945, cuando los dos se encontraron por casualidad, y Hemingway le dijo con desprecio: «Se las arregló muy bien para no entrar en la guerra. ¿No?».

Esto fue característico del tono que solían tomar las disputas de Hemingway con ex amigos. Para ser un hombre cuyos códigos y ficción exaltaban las virtudes de la amistad, le resultaba extrañamente difícil mantenerla por largo tiempo. Como ocurre con tantos intelectuales (Rousseau e Ibsen por ejemplo) sus peleas con colegas escritores fueron inusualmente malignas.

Los celos que sentía Hemingway por el talento y triunfos de los demás eran desusados, hasta para el criterio de la vida literaria. En 1937 estaba peleado con todos los escritores que conocía. Hubo una excepción notable que le hace honor. El único escritor al que no atacó en su autobiografía fue Ezra Pound, y desde el principio hasta el fin escribió sobre él con aprobación. Desde que conoció admiró su onerosa bondad para con otros escritores. A Pound le aceptó críticas que no le habaría aceptado a nadie, incluso al agudo consejo que le dio en 1926 de escribir una novela antes de publicar otro volumen de cuentos, expresando típicamente así: «¿Qué se cree que es, un maldito Diletante?». Parece que admiró en Pound una virtud que él visiblemente no tenía, la ausencia total de celos profesionales[47]. Cuando Pound corrió el riesgo de ser ejecutado por traición en 1945, por haber hecho más de trescientas emisiones de radio a favor del Eje durante la guerra, Hemingway prácticamente le salvó la vida. Dos años antes, cuando Pound fue acusado formalmente, Hemingway había argumentado: «Es obvio que está loco. Creo que se podría probar que ya estaba loco cuando los últimos cantos… Tiene una larga historia de generosidad y ayuda desinteresadamente a otros artistas y es uno de loa mayores poetas vivientes». El caso es que Hemingway fue responsable de la exitosa defensa por demencia que sirvió para encarcelar a Pound en un hospital y le salvó de la cámara de gas[48].

Hemingway tampoco se peleó con Joyce, quizá porque le faltó la oportunidad o quizá porque siguió admirando su obra: una vez le llamó «el único escritor viviente que haya respetado jamás». Por lo que hace al resto, la historia es triste. Se peleó con Ford Madox Ford, Sinclair Lewis, Gertrude Stein, Max Eastman, Dorothy Parker, Harol Loeb, Archibald MacLish, y muchos otros. Sus disputas literarias sacaban a relucir una veta peculiar de malicia brutal y su propensión a mentir. De hecho muchas de sus peores mentiras tuvieron que ver con otros escritores. En la autobiografía hay un retrato de Wyndham Lewis monstruosamente falso («Lewis no mostraba el mal; sólo parecía desagradable. Los ojos eran los de un violador fracasado») al parecer en venganza por alguna crítica que Lewis había hecho de él[49]. En el mismo libro contó una sarta de mentiras sobre Scout Fitzgerald y su esposa Zelda. Zelda había pinchado el ego de Hemingway, pero Fitzgerald le había admirado y querido y no le había hecho ningún daño; es difícil entender los repetidos ataque de Hemingway contra este espíritu frágil y lastimado, salvo en términos de unos celos implacables. Según Hemingway, Fitzgeral le dijo: «Tu sabes que nunca me acosté con nadie salvo Zelda… Zelda dice que tal como estoy hecho nunca podría hacer feliz a una mujer y es eso lo que la molestó». Entonces los dos fueron a un baño para hombres y Fitzgeral le mostró el pene; Hemingway le tranquilizó generosamente: «Estás perfectamente bien». El episodio parece un trozo de ficción.

La pelea con Dos Passos fue la más malévola de todas; especialmente dolorosa teniendo en cuenta su larga amistad. El motivo fue claramente los celos —Dos Passos salió en la portada de la revista Times en 1936 (Hemingway tuvo que esperar otro año)—. Luego tuvo lugar el episodio de Robles en España, seguido por una disputa en Nueva York con Dos Passos y con su mujer, Katie, una amiga aún más antigua. Hemingway le dijo a Dos Passos que un atorrante que pedía dinero prestado y nunca lo devolvía, y a su esposa que era una cleptómana; y hubo una seria de burlas sobre sus antepasados portugueses y su supuesto nacimiento ilegítimo. Heminway quiso insertar estas infamias en Tener y no tener (1937) pero sus editores le obligaron, por asesoramiento legal, a omitirlas. En 1947 le dijo a Faulkner que Dos Passos era «un snob terrible (porque era un bastado)». En venganza, Dos Passos retrató a Hemingway como el odios George Elbert Warner en País elegido (1951), lo que llevó a Hemingway a informar al cuñado de Dos Passos, Hill Smith, que en Cuba, «tenía una jauría de perros y gatos feroces entrenados para atacar a los bastados portugueses que escribían mentiras sobre sus amigos»… En Paris era una fiesta descargó su último carcaj de flechas contra Dos Passos: era un pez piloto malévolo que guiaba a tiburones como Gerald Murphy a su PRSA y que había logrado destruir el primer matrimonio de Hemingway[50].

La última afirmación era falsa de toda evidencia ya que Hemingway no necesitó ayuda para destruir sus matrimonios. En su ficción escribió sobre las mujeres con una comprensión notable. Compartía con Kipling el don de variar su enfoque masculino habitual con la presentación inesperada y de gran efecto del punto de vista femenino. Se ha hablado mucho acerca de una veta femenina, hasta travestida o transexual en Hemingway, debido a su aparente obsesión con el cabello, especialmente el cabello corto en las mujeres, y atribuida a que su madre se negó a vestirle con ropa de varón, y le dejó el pelo largo, hasta una edad inusual[51]. De todos modos, es obvio que a Hemingway le resultaba difícil establecer algún tipo de relación civilizada con una mujer, por lo menos duradera, a menos que la basara en una total subordinación a su voluntad. La única mujer de su familia que le gustaba era su hermana menor Ursula, «mi encantadora hermana Ura», como la llamaba, porque le adoraba y era su esclava. En 1950 le contó a un amigo que cuando el volvió de la guerra en 1919, Ursula, que entonces tenía diecisiete años, «siempre me esperaba dormida en la escalera del tercer piso que llevaba a mi dormitorio. Quería despertarse cuando yo entraba porque le habían dicho que era malo que un hombre bebiera solo. Bebía algo ligero conmigo hasta que me iba a dormir y entonces se quedaba a dormir conmigo para que no me sintiera solo por la noche. Siempre dormíamos con la luz encendida, salvo cuando ella la apagaba si veía que me había dormido, y se quedaba despierta para encenderla si me despertaba»[52].

Esto puede haber sido una invención que refleja la noción idealizada que tenía Hemingway de cómo debía comportarse una mujer con él; pero verdadera o falsa, él no habría de encontrar semejante subordinación en la vida adulta real. Da la casualidad que de sus cuatro esposas, tres fueron inusualmente serviles para las pautas americanas del siglo XX, pero eso no le bastó. Además, quería variedad, cambio y drama. Su primera mujer, Hadley Richardson, tenía ocho años más que él y era adinerada; el vivió de su dinero hasta que sus libros empezaron a venderse bien.

Era una mujer agradable, complaciente, y atractiva hasta que aumentó de peso con el embarazo del primer hijo de Hemingway, Jack («Bumby»), y no pudo adelgazar después[53]. Hemingway que no tenía escrúpulos en acariciar a otras mujeres delante de ella, como, por ejemplo, la mal reputada Lady Twysden, de soltera Dorothy Smurthwite, que aparece como Brett Asheley en Fiesta, una coqueta de Montparanasse, y el origen de su pelea con Harold Loeb. Hadley soportó esta humillación y más adelante la aventura de Hemingway con Pauline Pfeiffer, una jovencita delgada y excitante, mucho más rica que Hadley, cuyo padre era uno de los mayores terratenientes y comerciantes en granos en Arkansas. Pauline se enamoró de Hemingway y en realidad le sedujo. Los enamorados convencieron entonces a Hadley de que le permitiera organizar un menaje á trois: «tres bandejas de desayuno», escribió amargada desde Jena-les-Pints en 1926, tres trajes de baño colgados, tres bicicletas”. Cuando esto no lo satisfizo, le hicieron irse para hacer una separación a prueba y luego un divorcio. Ella aceptó y le escribió a Hemingway: «Te acepté en la salud y en la enfermedad (de veras)». El arreglo fue generoso de su parte, y un Hemingway encantado le escribió en términos empalagosos: «quizá lo mejor que le ocurra a Bumby habrá sido tenerte a ti por madre… cómo admiro tu modo correcto de pensar, tu cabeza, tu corazón y tus manos tan lindas, y siempre le pido a Dios que compense el gran daño que te he hecho… a ti que eres la persona más noble y encantadora que he conocido»[54].

En esta carta había un pequeño elemento de sinceridad en lo que se refiere a que Hemingway realmente pensaba que Hadley se había comportado con nobleza. A partí de esta teoría comenzó, casi antes de casarse con Pauline, a construir la leyenda de la santidad de Hadley. Paulina, por su parte, tomó nota de la manera poco práctica con que Hadley encaraba el divorcio y decidió que la próxima vez Hemingway no tendrá tanta suerte. Usó su dinero para hacerse una vida más amplia y compró y embelleció una bonita casa en Key West, Florida, que inició a Hemingway en la pesca submarina que llegaría a amar. Le dio un hijo, Patrick, pero cuando en 1931 anunció que iba a tener otro hijo (Gregory), el matrimonio comenzó a declinar. Para entonces Hemingway ya había adquiero el gusto por La Habana e inició un amorío con Jane Mason, catorce años más joven que él, una rubia rojiza, esposa del jefe de Pan-American Airways en Cuba. Era delgada, bonita, gran bebedora, una deportista de primera que gozaba quedándose con los amigos de bar de Hemingway, que conducía coches deportivos a una velocidad temeraria. En muchos sentidos era una heroína ideal para Hemingway, pero también era una depresiva que no podía manejar su vida complicada. Intentó suicidarse y logró romperse la columna, momento en el que Hemingway perdió interés.

Mientras tanta Pauline había tomado medidas desesperadas para recuperar a su marido. Su padre, le escribió a Hemingway, acababa de darle una gran suma de dinero, ¿quería una parte? «Tengo una cantidad infinita de este sucio dinero… Basta con que me lo hagas saber y no te busque otra mujer, tu amante Pauline».

Hizo construir una piscina para el en Key West y le escribió: «Desearía que estuvieses aquí durmiendo en mi cama y utilizando mi baño y bebiendo mi whisky… Querido Papá, vuelve en cuanto puedas». Vio a un cirujano plástico: «Me haré quitar la gran nariz, los labios imperfectos, las orejas saliente y las verrugas y lunares, todo antes de ir a Cuba». También cambió el color oscuro de su pelo por un dorado que resultó desastroso. Pero el viaje a Cuba no dio resultado. Hemingway le puso su nombre al barco, pero no la llevó a pasear en él. En Tener y no tener había hecho una advertencia: «Cuanto mejor se trata a un hombre y cuanto más se le demuestra que le ama, más rápido se cansa de ti». Lo dijo en serio. Además, como era un hombre que sentís su culpa pero que reaccionaba echándosela a otros, ahora la tenía por responsable de haber deshecho su primer matrimonio, y en consecuencia sentía que merecía cualquier cosa que le pudiese ocurrir.

Lo que ocurrió fue Martha Gellhorn, una periodista y escritora garsinadamente intensa, educada en Bryn Mawr (como Hadley) y que, como la mayoría de as mujeres de Hemingway, pertenecía a un amiente seguro de clase media alta del Medio Oeste. Era alta, de piernas largas espectaculares, rubia de ojos azules, casi diez años más joven que él. Hemingway la conoció en el Sloppy Bar, en Key West, en diciembre de 1936, y el año siguiente la invitó a que se uniera a él en España. Ella lo hizo, y la experiencia sirvió para abrirle los ojos, desde que la recibió con una mentira: «Sabía que vendrías, Hija, porque lo arreglé todo para que pudieras hacerlo»; esto era enteramente falso, como ella bien sabía. También insistió en cerrar la puerta de su habitación desde fuera, «para que ningún hombre pueda molestarla»[360]. Descubrió que su propia habitación en el hoteles Ambos Mundos estaba en un estado asqueroso: «Ernest», escribió más adelante, «era sumamente sucio… uno de los hombres más descuidados que he conocido en mi vida». Hemingway había heredado de su padre una preferencia por los sándwich de cebolla, y en España le encantaba hacerlos con la fuerte variedad local, y los comía regados con tragos de whisky que llevaba en su petaca de plata, una combinación memorable. Martha tendía a ser remilgada, y es improbable que alguna vez estuviera enamorada físicamente de él. Siempre se negó a tener un hijo suyo, y más adelante adoptó uno («No es necesario tener un hijo cuando uno puede comprarlo. Es lo que hice»). Se casó con él en primer término porque era un escritor famoso, algo que ella misma ansiaba apasionadamente llegar a ser: esperaba que le trasmitiera algo de su carisma literario. Por Pauline luchó encarnizadamente para retener a su marido y cuando sintió que estaba perdiendo recordó el fácil arreglo de Hadley e insistió en uno duro, que demoró el divorcio. Para cuando este estuvo terminado Hemingway ya se inclinaba a culpar a Martha por la ruptura de su matrimonio; los amigos dan testimonio de furiosas discusiones en público desde muy pronto.

Martha fue de lejos la más inteligente y decidida de sus esposas, y nunca hubo la menor posibilidad de que ese matrimonio durara. Desde el principio, se oponía terminantemente a la bebida y a la brutalidad que engendraba. Cuando, a fines de 1942, ella insistió en conducir el coche de vuelta a casa porque él había estado bebiendo en una fiesta, y discutieron en el camino, él le dio una bofetada con el dorso de la mano. Ella aminoró la marcha de su muy apreciado Lincoln, lo enfiló directamente contra un árbol y lo dejó dentro[56]. Además estaba la suciedad: estaba fuertemente en contra de la jauría de gatos feroces que él tenía en Cuba, que olían horriblemente y tenían permitido caminar sobre la mesa del comedor. Mientras estuvo fuera en 1943 ella los hizo castrar, y a partir de entonces él mascullaba enfurecido: «Cortó a mis gatos»[57]. Ella le corregía su pronunciación del francés, cuestionaba su juicio sobre los vinos franceses, se burlaba se su Empresa de Fulleros y sugería abiertamente que debía acercarse más a la lucha en Europa. Por fin él decidió ir; con toda astucia llegó a un arreglo con Coller’s, para la que trabajaba, y entonces, para su furia, la dejó. Sin embargo, ella le siguió a Londres y le encontró, en 1944, viviendo en su acostumbrada mugre en el Dorchester, con botellas redando debajo de su cama.

A partir de entonces todo fue cuesta abajo. De vuelta en Cuba, solía despertarla cuando se iba a la cama después de haber estado bebiendo: «Me despertaba cuando trataba de dormir para molestarme, regañarme y burlarse de mí; mi crimen en realidad era el de haber estado en la guerra y él no, pero eso no era lo que decía. Se suponía que yo estaba loca, sólo quería emociones y peligro, no era responsable ante nadie era increíblemente egoísta. Esto no cesaba nunca, y créanme que era feroz y desagradable»[5].8 Me amenazaba: «Voy a conseguir a alguien que quiera estar conmigo y que me deje a mí ser el escritor en la familia»[59]. Escribió un poema obsceno, «A la vagina de Martha Gellhorn», a la que comparaba con el cuello arrugado, y que leía a cualquier mujer que se metiera en la cama con él. Se volvía, se quejaba de ella, «progresivamente más loco cada año». Levaba «una vida de esclava con un bruto por amo», y le abandonó. Su hijo Gregory comentó: «Simplemente torturaba a Marty, y cuando por fin hubo destruido todo su amor por él y ella le dejó, pretendía que le había abandonado»[60]. Se separaron a fines de 1944, y bajo la ley cubana, ya que ella se había dio, Hemingway se quedó con todas la propiedades que ella tenía allí. Dijo que su boda con ella fue «el mayor error de mi vida» y en una larga carta a Berenson enumeró sus vicios, la acusó de adulterio (”una coneja”), dijo que ella jamás había visto morir a un hombre y sin embargo había hecho más dinero escribiendo sobre atrocidades que ninguna mujer después de Harriet Beecher Stowwe: todo falso.

El cuarto y último matrimonio de Hemingway duró hasta su muerte principalmente porque Mary Welsh, su protagonista esta vez, estaba decidida a no soltarle pasara lo que pasare. Venía de una clase que no era la de las otras mujeres, era hija de un maderero de Minnesota. No pudo haberse hecho ilusiones sobre el hombre con quien se casaba, ya que desde el principio mismo de su relación, en el Ritz de París, en febrero de 1945, se emborrachó, encontró una fotografía de Noel Monks, su marido periodista, la tiró al lavabo, le disparó con su pistola ametralladora, destrozó todo el artefacto e inundó la habitación[61].

Mary era periodista del Time, no una ambiciosa de altos vuelos como Mata, sino una gran trabajadora y perspicaz. Comprendió que Hemingway quería una esposa-sirvienta, más que una rival; abandonó el periodismo por completo para casarse con él, aunque tuvo que segur aguantando desprecios, como «Yo no me acosté con generales para conseguir una historia para la revista Time»[367]. La llamaba «La Venus de bolsillo de Papá» y se jactaba del número de veces que hacían el amor: le contó al general Charles («Back») Lanham que, después de un período de desatención, le fue fácil apaciguar a Mary ya que «la había irrigado cuatro veces la noche anterior» (cuando Lanham le preguntó a ella sobre esto después de la muerte de Hemingway ella suspiró: «Si por lo menos fuese cierto»[63]).

Mary era una mujer decidida, una empresaria; en ella había algo de la condesa Tolstoi. A estas alturas, está claro, Hemingway era tan mundialmente famoso como Tolstoi, un vidente de la virilidad, un profeta del aire libre, con bebidas, fusiles, ropas de safari, equipos de campaña de todo tipo que llevaban su nombre. Dondequiera que fuese, en España, en África, sobre todo en Cuba, le seguía una corte de compinches y bebedores a costa ajena, a veces un circo viajero; en La Habana en general estático. Los cortesanos fueron a veces tan excéntricos como los de Tolstoi, más bien de un grado moral más bajo, pero igualmente dedicados a su manera. Antes de irse, Martha Gellhorn anotó lo que llamó «una dulce escena muy cómica en Cuba», con Hemingway «leyendo el Bell en voz alta a un grupo de sus amigotes de la caza y la pesca crecidos, ricos, semianalfabetos, todos sentados en el suelo y fascinados»[64]. Sin embargo, la realidad de la vida de Hemingway, gracias a sus hábitos asombrosos, fue menos decorativa, por no decir decorosa, que Yasnaya Polyana-Diroe Sjevli esposa de uno de los numerosos amigos millonarios de Hemingway, dejó una descripción de la situación en Cuba en 1947: el barco incómodo, pequeño y sórdido, la fina llena de gatos malolientes y sin agua, el propio Hemingway oliendo a alcohol y sudor, sin afeitar, mascullando en la extraña lengua franco-inglesa que adoptó y repitiendo «mierda de mentira». Mary tuvo mucho que manejar.

También hubo humillaciones, repetidas y a menudo deliberadas; Hemingway amaba recibir atenciones de las mujeres, en particular si eran encantadoras, famosos y halagadoras. Por ejemplo Marlene, «La Kraut» Dietrich, que le cantaba en el baño mientras se afeitaba, Lauren Bacall («Eres aún más grande de lo que imaginaba»), Nancy «Flaca» Hayward («Querida, eres tan delgada y hermosa»). Estaba también Virginia «Jigee» Viertel, parte del circo de Hemingway en el Ritz de París: «Hace ya una hora y media» registró Mary amargada, «que salí de la habitación de Jegee Viertes y Ernest dijo “Voy en un minuto”». En Madrid estaban las «prostitutas de combate» de Hemingway, como él las llamaba, y en La Habana las rameras el puerto; le gustaba acariciarlas delante de Mary, como antes había acariciado a Dorothy Twysden bajo la mirada preocupada de Hadley. Cuantos más años tenía más jóvenes las prefería.

Una vez Hemingway le dijo a Malcolm Cowley, «Me he acostado con todas las mujeres con las que quise acostarme y muchas con las que no quería, y espero haberlo hecho bien con todas»[65]. Esto nunca fue cierto, y fue menos cierto después de la Segunda Guerra. En Venecia se enamoró de una mujer joven, terrible y patética, llamada Adriana Ivancich, a la que convirtió en la heroína de su desastrosa novela de posguerra, Al otro lado del río y entre los árboles (1950). Era una figura fría, presuntuosa e indiferente, que quería el matrimonio o nada, y tenía (como expresaba Gregory, el hijo de Hemingway) «una madre con nariz ganchuda siempre con ella». Hemingway derrochó hospitalidad en la que debió de ser una de las parejas más horrendas de la historia literaria y, como Adriana tenía ambiciones artísticas, obligó a su renuente editor a aceptar sus diseños para la cubierta no sólo de Al otro lado del rio y entre los árboles sino también la de El viejo y el mar (1952), el libro que en cierta medida le devolvió su reputación y le hizo ganar el Premio Nóbel. Las dos cubiertas debieron ser rehechas. Adriana se burlaba de Mary por «inculta», juicio que repetía el propio Hemingway, que elogiaba la educación y los modales civilizados de la joven, estableciendo un contraste con Mary, a la que definía como «acompañante de tropas» y «trapera»[66].

En el último safari importante de Hemingway hubo muchas más humillaciones, en el invierno de 1953-54. Andaba más sucio aún de lo usual en él, su tienda de campaña era una confusión de ropa descartada y botellas de whisky vacías. Por motivos misteriosos relacionados con su ética personal, adoptó el traje de los nativos, se rapó la cabeza, tiño algunas de sus ropas de rosa-anaranjado, como los Masai, y hasta llevaba una lanza. Peor aún, se unió a una chica local Wakamba llamada Debba, que el guarda de coto de safari, Denis Zaphina, describió como «un pedazo de basura del campamento». Ella, sus amigas y Hemingway celebraban festejos en la tienda durante uno de los cuales el catre se desarmó. Siempre, según el diario que llevaba Mary, se oía su «conversación sonora y repetitiva que zumbaba día y noche»[67]. Luego tuvo lugar la última expedición grande a España, en 1959; el circo de Hemingway viajó con sus ochenta o noventa piezas de equipaje durante un verano de corridas de toros. Una adolescente de diecinueve años, llamada Valerie Danby-Smith, hija de un constructor de Dublín, fue a entrevistar a Hemingway para una agencia de noticias de Bélgica de la que era corresponsal. Se enamoró de ella y hasta quizá quiso casarse, pero reconoció que Mary era una esposa mejor para cuidar a un viejo, más apropiada para ser la última esposa, para «despedirle». Pero a Valerie la empleó por 250 dólares mensuales, se incorporó al circo viajó en el asiento delantero del coche, para la mano acariciadora de Hemingway, mientras Mary se sentaba atrás. Esta la soportó reconociendo que Valerie era inofensiva, y al alegrar a Hemingway le volvía menos violente; de hecho, cuando él murió, siguió con el empleo (finalmente se casó con Gregory Hemingway). Pero por el momento contribuyó a que ese verano fuera «horrible, espantoso y desdichado»[68].

¿Mary tuvo que aguantar más que la condesa de Tolstoi? Es probable que no, en el sentido de que Hemingway, a diferencia de Tolstoi, era un pájaro casero, sin ninguna intención de internarse en el desierto. Mary aprendió español, dirigía bien la casa y tomaba parte en la mayoría de sus excursiones deportivas. En una etapa Hemingway escribió un «informe de situación» sobre ella que enumeraba sus cualidades: «una pescadora excelente, una buena tiradora al vuelo, fuerte nadadora, una cocinera verdaderamente buena, buen juez del vino, una jardinera excelente… puede manejar un barco o una casa en español»[69]. Pero no se condolió cuando, como ocurría a menudo, se lesionaba en sus expediciones al desierto. Ella registra una conversación típica después de una lesión dolorosa: «Podrías dejar de mencionarla». «Trato de hacerlo». «Los soldados no lo hacen». «No soy soldado»[70]. Hubo peleas frustrantes en público, escenas de terrible violencia en privado. En una ocasión él le tiró la máquina de escribir al suelo, rompió un cenicero que ella apreciaba, le tiró vino a la cara y la llamó prostituta. Ella le replicó que, si estaba tratando de quitársela de encima, no pensaba irse: «De manera que por mucho que trates de aguijonearme para que me vaya, no vas a tener éxito… Hagas lo que hagas que no sea matarme, lo que sería desagradable, me quedaré aquí y manejaré tu casa y tu finca hasta el día que llegues aquí sobrio, por la mañana y me digas sincera y directamente que quieres dejarme»[71]. Fue demasiado prudente para aceptar el ofrecimiento.

Los hijos de los matrimonios de Hemingway fueron testigos, en general silenciosos, a veces asustados, de su vida marital. Cuando eran niños se quedaban a menudo con niñeras y sirvientas mientras el circo de Hemingway rodaba por el mundo. Se sabe de una niñera, Ada Stern, descrita como lesbiana, Bumby, el mayor, la sobornaba con bebida robada. Patrick rezaba para que la mandaran al infierno, mientras que a Gregory, el menor, le aterraba la idea de que se fuera[72] Con el tiempo Gregory escribió un libro revelador y bastante amargo sobre su padre. Cuando era joven tuvo un problema menor con la policía de California. Pauline, su madre, divorciada hacía largo tiempo, llamó por teléfono a Hemingway (el 30 de septiembre de 1951) para darle la noticia y buscar consuelo y guía. El le contestó que ella tenía la culpa («Mira cómo le has educado») y tuvieron una discusión frenética con Pauline «gritando por teléfono y sollozando sin control». Esa noche se despertó con un terrible dolor interno y al día siguiente murió, a los cincuenta y seis años, en la mesa de operaciones, de un tumor de la glándula suprarrenal. Quizá lo agravó la tensión emocional. Hemingway le echó la culpa a la delincuencia del hijo; el hijo a la furia del padre. «No fueron mis problemas leves lo que alteraron a mi madre sino la conversación telefónica brutal ocho hora antes de morir». Gregory anotó en su libro: «Es hermoso estar bajo la influencia de una personalidad dominante mientras está sana, pero cuando se desintegra interiormente, ¿cómo se decide uno a decirle que apesta?»[73]

La verdad, está claro, es que Hemingway no sufría de corrupción interior. Esa un alcohólico. Su alcoholismo fue tan importante, en realidad central, en su vida y obra, como la adicción a la droga para Coleridge.

El de Hemingway fue un caso clásico de libro de texto, de alcoholismo progresivo, provocado por una depresión, probablemente heredada, profunda y crónica, que a su vez se agravaba. Una vez le dijo a MacLeisgh: «Lo malo fue que durante toda mi vida cuando las cosas andaban realmente mal pude tomar una copa y enseguida mejoraban mucho»[74]. Comenzó a beber de adolescente; el herrero local, Jim Dilworth, le suministraba sidra fuerte en secreto. La madre observó ese hábito y siempre temió que se convirtiera en un alcohólico (hay una teoría según la cual empezó a beber mucho cuando su primer disgusto grande con Grace. En Italia pasó al vino y luego bebió su primera bebida fuerte en el club de oficiales de Milán. Su herida y una aventura amorosa desdichada provocaron que bebiera en gran cantidad: en el hospital descubrieron que tenía el armario lleno de botellas de coñac vacías, una seña ominosa. Cuando estaba en París en 1920 compraba Beaune por galones en una cooperativa de vinos, y podía beber cinco o seis botellas de tinto en una comida. Le enseñó a Scout Fitzgerald a beber el vino directamente de la botella; para él era, le dijo, como «una chica que va a nadar sin traje de baño». En Nueva York pasó «varios días» ebrio después de firmar el contrato por Fiesta, probablemente su primera jerga prolongada. Se suponía popularmente que él era el inventor de la frase de los años veinte «Tome un copa», aunque algunos, como Virgil Thomson, le acusaban de ser muy mezquino en cuanto a ofrecer una, y Hemingway, a su vez, solía acusar a sus conocidos de beber a su costa, como hizo con Ken Tynan en la década de 1950[75].

A Hemingway le gustaba especialmente beber con mujeres, ya que esto parecía darle indirectamente la aprobación de su madre. Hadley bebía mucho con él, y escribió: «Todavía me halaga, sabes, recordar que me dijiste que me adorabas como bebedora»[76]. Su linda compañera en La Habana, durante la década del treinta, Jane Mason, con la que bebía ginebra seguida de champaña y enormes jarras de daiquiris helados, desempeñó el mismo papel desastroso; en realidad fue en Cuba en esta década cuando la bebida se le escapó de las manos. El camarero de un bar dijo allí que podía «beber más martines que cualquiera». En la casa de su amigo Thorvald Sanchez tuvo una borrachera violente, tiró su ropa por la ventana y rompió un juego de costosas copas de Baccarat; la mujer de Sánchez se asustó tanto que se puso a gritar y le rogó al mayordomo que le encerrara. Durante un safari se le vio salir de su tienda furtivamente a las 5 de la mañana para conseguir una copa. Su hermano Leicester dijo que, afines de la década de 1930, en Key West, bebía diecisiete whiskys al día, y a menudo se llevaba una botella de champaña a la cama por la noche.

En este período el hígado comenzó por primera vez a provocarle fuertes dolores. El médico le dijo que dejar el alcohol por completo, y en realidad él trató de reducir su bebida a tres whiskys antes de cenar. Pero esto no duró. Durante la Segunda Guerra Mundial la cantidad de bebida aumentó considerablemente, y a mediados de la década del cuarenta se decía que echaba ginebra en el té del desayuno.

A. E. Hotchener, que le entrevistó para Cosmopolitan en 1948, dijo que se despachó siete Papás dobles (la bebida de La Habana a la que le dieron su nombre, una mezcla de ron, pomelo y marrasquino), y se fue a cenar llevándose un octava vaso para el viajo. Decía que: «Una vez bebía aquí una serie de dieciséis en una noche». Se jactó ante su editor de que después de haber comenzó una noche con ajenjo, despachó una botella de vino en la cena, cambió a una sesión de vodka, y luego «lo asenté bien con whisky y soda hasta las 3 de la mañana». Para antes de comer prefería bebidas con ron en Cuba y martinis en Europa, en proporción de quince a uno. En una ocasión, a principios de la década del cincuenta, le vi despachar seis de estos en rápida sucesión (en su manera de beber había un fuerte elemento de jactancia pública) en la terraza delante del Dôme en Montparnasse. Su bebida para el desayuno podía ser ginebra, champaña, whisky o Muerte en la Corriente del Golfo, un gran vaso de ginebra Hollands y lima, otra de sus invenciones. Y, además de todo esto, siempre había whisky: su hijo Patrick decía que su padre consumió una cuarta de whisky al día durante sus últimos veinte años de vida.

La habilidad de Hemingway para mantener su cabeza mientras bebía era notable. Lilian Ross, que escribió su perfil para el New Yorker no pareció notar que estuvo ebrio buena parte el tiempo que duró la conversación. Denis Zaphiro dijo de su último safari: «Supongo que estuvo borracho todo el tiempo pero pocas veces se le notó». También demostró una capacidad asombrosa para disminuir la cantidad de bebida y hasta eliminarla por entero durante períodos breves, y esto, sumado a su fuerte físico, le permitió sobrevivir. Pero los efectos de su alcoholismo crónico fueron de todos modos inexorables. La bebida fue también un factor en su extraordinario número de accidentes. Walter Benjamín una vez definió al intelectual (él mismo) como un hombre «con gafas sobre la nariz y otoño en su corazón». Hemingway, es cierto, tenía el otoño en su corazón (a menudo a un pleno invierno en verdad) pero mantuvo las gafas lejos de su nariz lo más que pudo, pese a que había heredado de su madre una visión pobre en el ojo izquierdo (que también se negaba a usar gafas por vanidad).

En consecuencia, y quizá también debido a la forma desgarbada de su cuerpo, Hemingway sufrió accidentes toda su vida. La lista es tan larga que asusta[77]. Cuando era una criatura se cayó con un palo en la boca y se arrancó las amígdalas; se enganchó un anzuelo en la espalda; se lastimó jugando al fútbol y boxeando. En 1918 fue víctima de una explosión en la guerra y se cortó en la mano al atravesar un escaparate. Dos años después se cortó en los pies caminando sobre vidrios rotos y tuvo una hemorragia interna al caer sobre la cornamusa de un barco. Se quemó seriamente al romper un calentador (1922), se rompió un ligamento del pie (1952) y su propio ojo le lastimó la pupila de su ojo sano (1921). En la primavera de 1928 ocurrió el primero de sus accidentes importantes causados por la bebida cuando, volviendo a su casa tomó la cadena de la claraboya por la del inodoro y la pesada estructura de vidrio cayó sobre su cabeza con la consecuencia de una contusión y nueve puntos de sutura.

Se desgarró el músculo de la ingle (1929), se dañó un índice con un balón de boxeo, le hirió un caballo desbocado y se rompió el brazo en un choque de automóviles (1930); estando ebrio se lastimó la pierna de un tiro mientras trataba de arponear a un tiburón (1935); se rompió un dedo del pie al darle un puntapié a una puerta cerrada, golpeó un espejo con el pie y se hirió la pupila del ojo enfermo (1938) y tuvo otras dos contusiones en 1944 cuando metió el coche en un tanque de agua durante un apagón y al saltar de una motocicleta dentro de una zanja. En 1945 insistió en remplazar al coger para llevar a Mary al aeropuerto de Chicago, patinó y dio contra un banco de tierra; se rompió tres costillas, una rodilla y se machucó la frente (Mary salió por el parabrisas). En 1949, un león con el que estaba jugando le hirió seriamente con las garras. En 1959 se cayó en su barco, se cortó en la cabeza y en la pierna, cortándose una arteria, y sufrió su quinta contusión. En 1953 se torció el hombre al caerse del coche, y ese invierno sufrió una serie de accidentes en África: quemaduras serias cuando intentó apagar un incendio en la selva mientras estaba borracho, y dos accidentes de avión, que causaron una contusión más, fractura de cráneo, dos discos de la columna vertebral rotos, lesiones internas, el hígado, el bazo y los riñones desgarrados, quemaduras, un hombro y un brazo dislocados, y parálisis de los músculos de los esfínteres. Los accidente, que en general ocurrieron después de beber, siguieron casi hasta su muerte: ligamentos desgarrados, un tobillo torcido al subir una cerca (1958), otro choque de automóviles (1959).

Pese a su físico, su alcoholismo también tuvo un impacto directo sobre su salud, empezando por su hígado dañado a fines de los años treinta. En 1949, mientras esquiaba en Cortina d ´Ampezzo, le entró tierra en el ojo, y esto, combinado con la bebida, se convirtió en un caso de eripsela muy serio, del que todavía sufría diez años después, con una cicatriz roja, lívida, que se descamaba desde el caballete de la nariz hasta la boca. En esta fecha, a raíz de su última gran jerga de bebida en España (1959), tenía problemas de riñón y de hígado y posiblemente hemocromatosis (cirrosis, piel bronceada, diabetes), edema en los tobillos, calambres, insomnio crónico, coágulos de sangre y urea alta en la sangre, a la vez que sus males de piel[78]. Estaba impotente y prematuramente envejecido. Su última y triste fotografía, caminando cerca de una casa que había comprado en Idazo hablaba por sí misma. Incluso así. Todavía estaba en pie, todavía vivo; y la idea ya se le había vuelto insoportable. Su padre se suicidio por su temor a una enfermedad mortal. Hemingway temía que sus enfermedades no fueran mortales: el 2 de julio de 1961, después de varios tratamientos infructuosos de su depresión y paranoia, se apoderó de su mejor fusil ingles de dos cañones, puso dos cargas y se voló la bóveda craneal.

¿Por qué ansiaba la muerte Heminway? No es en absoluto inusual entre los escritores. Su contemporáneoEvelyn Waugh, un escritor inglés de estatura comparable, durante este periodo, también ansió la muerte. Pero Waugh no fue un intelectual: no pensó que podía reformar las reglas de la vida él solo, sino que se sometió a la disciplina tradicional de su iglesia y murió de muerte natural cinco años más tarde. Hemingway creó su propio código, sobre la base del honor, la verdad, la lealtad.

Le falló en los tres puntos, y este le falló a él a su vez. Más grave aún, quizá, sintió que le estaba fallando a su arte. Hemingway tuvo muchas faltas deplorables pero hubo algo que no le faltó: integridad artística. Brilla como un faro a lo largo de toda su vida. Se impuso a sí mismo la tarea de crear una nueva manera de escribir inglés, y ficción, y triunfó. Fue uno de los hechos notables en esta lengua y ahora forma parte ineludible de ella. Dedicó a esta tarea inmensos recursos de capacidad creativa, energía y paciencia. Eso ya fue difícil en sí. Pero mucho más difícil, como descubrió él, fue mantener el alto nivel creativo que se había impuesto. Esto se hizo aparente al promediar la década del treinta, y se sumó s su depresión habitual. A partir de entonces sus pocos cuentos famosos fueron aberraciones en una larga declinación. Si Hemingway hubiese sido menos artista, quizá no le hubiese importado como hombre; simplemente habría escrito y publicado novelas inferiores, como hacen muchos escritores, pero él sabía cuándo estaba escribiendo por debajo de su mejor nivel, y esto le resultaba intolerable. Buscó el apoyo del alcohol, aún en horas de trabajo. La primera vez que se le vio trabajando con una copa, de «ron St. James», delante, fue en la década de 1920. Esta costumbre, ocasional al principio, se volvió intermitente, y luego invariable. Durante la década del cuarenta, se decía que se despertaba a las 4.30 de la mañana, «en general empieza a beber enseguida y escribe de pie, con un lápiz en una mano u una copa en la otra»[79]. El efecto sobre su obra fue, como se podía esperar, desastroso. Un editor experimentado siempre puede decir cuándo un texto ha sido creado con la ayuda del alcohol, por dotado que sea al autor. Heminway comenzó a producir gran cantidad de material imposible de publicar, o material que el mismo sentía que no alcanzaba el nivel mínimo que se proponía. De todos modos, en parte se publicó, y se reconoció como inferior, hasta como una parodia de su obra anterior. Hubo una o dos excepciones, en particular El viejo y el mar, aunque también hubo un elemento de parodia en él. Pero el nivel general era bajo, y la conciencia que Hemingway tuvo de su incapacidad para recobrar su genio —por no hablar de desarrollarlo más— aceleró la espiral cíclica de depresión y bebida. Fue un hombre al que su arte mató, y su vida encierra una lección que todos los intelectuales deben aprender: el arte no basta.