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TOLSTOI:
EL HERMANO MAYOR DE DIOS

DE todos los intelectuales que estamos examinando, León Tolstoi fue el más ambicioso. Su audacia infunde un temor reverente, a veces aterra. Llegó a creer que gracias a los recursos de su propio intelecto, y en virtud de la fuerza espiritual que sentía surgir dentro de él, podía llevar a cabo una transformación moral de la sociedad. Su propósito fue, tal como expresó, «Hacer del reino espiritual de Cristo un reino de esta tierra»[1]. Se vio a sí mismo como formando parte de una sucesión apostólica de intelectuales que incluía a Moisés, Isaías, Confucio, los primeros griegos, Buda, Sócrates, y así hasta Pascal, Spinoza, Feuerbach y todos aquellos que, a menudo inadvertidos y desconocidos, no aceptaron ninguna enseñanza a ojos cerrados, pensaron y hablaron con sinceridad sobre el sentido de la vida. Pero Tolstoi no tenía la menor intención de permanecer «inadvertido y desconocido». Sus diarios revelan que, cuando era un joven de veinticinco años, ya tenía conciencia de un poder especial y un destino moral dominante. «Leí un libro sobre la caracterización literaria del genio en la actualidad, y esto hizo surgir en mí la convicción de ser un hombre notable tanto en lo que respecta a capacidad como en cuanto a afán de trabajar». «Hasta ahora no he conocido a un solo hombre, que moralmente, fuera tan bueno como yo, y que creyera que, no recuerdo un momento en mi vida en el que no me haya atraído lo que es bueno y en que no estuviera dispuesto a sacrificar cualquier cosa por ello».

En su propia alma sentía «una grandeza inmensa». Le desconcertaba que otros hombres no pudieran reconocer sus cualidades. «¿Por qué no me ama nadie? No soy tonto, ni deforme, no soy un mal hombre ni un ignorante. Es incomprensible»[2]. Tolstoi siempre se sintió en cierto modo apartado de los otros hombres, por mucho que tratara de simpatizar e identificarse con ellos. De una manera curiosa se sentía con derecho a juzgar a los demás, a ejercer una jurisdicción moral. Cuando llegó a ser novelista, quizá el más grande de todos, asumió sin esfuerzo este poder divino. Le dijo a Máximo Gorka: «Cuando escribo, yo mismo de pronto siento compasión por algún personaje, y entonces le doto de alguna buena cualidad, o privo de una buena cualidad a otro, para que no aparezca tan negro en comparación con los demás»[3]. Cuando se convirtió en reformador social, la identificación con Dios se hizo más fuerte, ya que el programa que se proponía era coincidente con la divinidad tal como él la definía: «El deseo del bienestar universal… Es lo que llamamos Dios». En verdad se sentía poseído por la divinidad, y anotó en su diario: «Socorro, Padre, ven a habita dentro de mí, ya habitas entro de mí. Ya eres “yo”»[4]. Pero el problema de esta convivencia de Tolstoi y Dios habitando la misma alma era que Tolstoi recelaba mucho de su Creador, como observó Gorka. Le hacía acordarse, dijo, de «dos osos en la misma guarida». En ocasiones Tolstoi parecía pensar de sí mismo como el hermano de Dios, en realidad su hermano mayor.

¿Cómo fue que Tolstoi llegara a colocarse en esta situación? Quizá el elemento asilado más importante en su sentido de majestad fue su propio nacimiento. Como Ibsen, nació en 1828, pero como miembro de la clase dirigente hereditaria que, durante los siguientes treinta años, conservaría la forma de esclavitud llamada servidumbre. Bajo ella, familias de siervos, hombres, mujeres y niños, estaban ligados por la ley de la tierra que trabajaban e incluidos en los títulos de posesión. Algunas familias nobles tenían hasta 200 000 siervos cuando en 1861 se abolió la institución. Los Tolstoi no eran ricos según estas pautas; el padre y el abuelo de Tolstoi habían sido gastadores, y el padre se salvó gracias a casarse con una hija nada agraciada del Príncipe Volkonski. Pero los Volkonski pertenecían a más alto rango, habían sido cofundadores del reino y estaban en el mismo nivel social de los Romanov cuando su dinastía emergió en 1613. El abuelo materno de Tolstoi había sido el comandante en jefe de Catalina la Grande. La dote de su madre incluyó la propiedad de Yasnaya Poliana cerca de Tula, y Tolstoi la heredó de ella, con sus mil seiscientas hectáreas y 330 siervos.

En su juventud Tolstoi no pensó mucho en sus responsabilidades como terrateniente, y de hecho vendió partes de sus tierras para pagar deudas se juego. Pero estaba orgulloso, en realidad se vanagloriaba, de su título y su linaje y de la posibilidad que le ofrecían de acceder a los salones de moda. Consternaba a sus amigos literarios con su pose y su esnobismo. «No puedo entender», escribió Turgenev, «este afecto tan grande por un título de nobleza». «Nos asqueaba a todos», fue el comentario de Nekrasov[5]. Les disgustaba que tratara de aprovechar los dos mundos, la alta sociedad y la bohemia.

«¿Por qué vienes a estar con nosotros?», le preguntó Turgenev enojado. «Este no es tu lugar; vete con tus príncipes». Al madurar, Tolstoi abandonó los aspectos más falsos de su casta, pero desarrolló en cambio un hambre de tierras mucho más profunda; utilizó sus ganancias literarias para comprar tierra, y atesoró hectárea sobre hectárea con la codicia del fundador de una dinastía. Hasta que llegó el momento en que decidió deshacerse de todo, no solamente fue dueño de tierras, sino que las gobernaba. Su espíritu autoritario surgía directamente del título hereditario a tierras y almas. «El mundo se dividía en dos partes», escribió su hijo ILSA, «una compuesta por nosotros y la otra por los demás. Nosotros éramos personas especiales y los demás no eran nuestros iguales…[Mi padre] fue responsable en alto grado de la arrogancia y autoestima sin fundamento que semejante crianza inculcó en nosotros, y de las que me resultó tan difícil deshacerme»[6]. Hasta el final Tolstoi mantuvo la creencia de que había nacido para mandar, de una forma u otra. En la ancianidad, escribió Gorka, siguió siendo el amo, el barin, que esperaba que sus deseos fueran obedecidos al instante.

A este deseo fundamental de mandar se sumaba un feroz rechazo a ser gobernado por otros. Tolstoi tenía una voluntad diamantina que las circunstancias contribuyeron a fortalecer. Sus padres murieron cuando era joven. Sus tres hermanos mayores fueron débiles, desdichados, licenciosos. Le crio su tía Tatiana, una prima segunda pobre, que hizo todo lo que pudo para enseñarle sus deberes y generosidad, pero no tenía autoridad sobre él. El relato de sus primeros años, «Infancia», y sus diarios despistan al lector, como los de Rousseau, con su sinceridad aparente, pero en realidad ocultan más de lo que revelan. Es así que describe haber sido castigado por un tutor feroz, Monsierur de Saint-Thomas, «un motivo para ese horror y aversión ante cualquier tipo de violencia que he sentido durante toda mi vida»[7]. La verdad es que hubo muchos tipos de violencia, incluso la propia naturaleza violenta, que no consternaron a Tolstoi hasta muy tarde en su vida. En cuanto a Saint-Thomas, ya le había vencido a los nueve años, y a partir de entonces su vida fue tan indisciplinada como él quiso que fuera. En la escuela leía lo que quería y trabajaba cuando tenía ganas (a menudo muy duramente). A los doce años ya escribía poesía. A los dieciséis fue a la universidad Kazan en el Volga y durante un tiempo estudió lenguas orientales con vistas a una carrera diplomática. Más adelante intentó la abogacía. A los diecinueve abandonó la universidad y volvió a Yasnaya Polyana para estudiar solo. Leyó las novelas de moda: a de Pick, Dumas, Eugéne Sue. También leyó a Descartes y, sobre todo, a Rousseau. En muchos aspectos importantes fue un discípulo póstumo de Rousseau: al final de su vida dijo que Rousseau había influido en él más que ninguna otra persona, salvo el Jesucristo del Nuevo Testamento. Veía en Rousseau un espíritu afín, otro ego gigantesco, consciente de una verdad superlativa, ansioso de impartirla al mundo. Como Rosseau, fue esencialmente autodidacta, con todo el orgullo, inseguridad y susceptibilidad del autodidacta.

Como Rousseau, probó muchas cosas antes de ser escritor: la diplomacia, la abogacía, la reforma educativa, la agricultura, el ejército, la música.

Tolstoi encontró su métier casi por accidente, mientras servía en el ejército como aprendiz de oficial. En 1851, cuando tuvo veintidós años, fue al Cáucaso, donde su hermano mayor, Nicolai, prestaba servicio activo. No tuvo ningún motivo real para ir allí, más que el de hacer algo, llenar el tiempo, y ganar medallas que le vendrían bien en los salones. Pasó en el ejército casi cinco años, primero en la guerra de frontera en las montañas, luego en Crimen contra los británicos, franceses y turcos. Tenía los preconceptos y actitudes de un imperialista ruso. Cuando el ejército le aceptó y le destinó a una batería de cañones (los nativos no tenían artillería) escribió a su hermano Sergei: «Ayudaré con todas mis fuerzas con mis cañones a destruir a los asiáticos rapaces y turbulentos»[8]. En realidad, nunca repudió su imperialismo ruso ni el espíritu chauvinista, la convicción de que los rusos constituían una raza especial, con cualidades morales únicas (personificadas en el campesino) y un papel asignado por Dios para cumplir en el mundo.

Estas eran las simples creencias tácticas de sus camaradas oficiales. Tolstoi las reflejó. Pero en otros sentidos se sentía diferente. «De una vez por todas», escribió en su diario, «debo acostumbrarme a la idea de que soy una excepción, de que o me he adelantado a mi época o soy una de esas naturalezas incongruentes e inadaptables que jamás están satisfechas»[9]. En el ejército había opiniones encontradas sobre él. Algunos pensaban que era modesto. Otros le encontraban «un incomprensible aire de importancia y complacencia en sí mismo»[10]. Todos observaron su mirada feroz e implacable, sus ojos a veces terribles; podían hacerle bajar los ojos a cualquiera. Nadie discutía su coraje, dentro y fuera de la acción era una función de su enorme voluntad. De niño se había obligado a montar a caballo. Había superado la timidez. También se había obligado a cazar, incluso al peligroso deporte de azuzar a los osos con perros; a consecuencia de su arrogante indiferencia en su primera cacería de osos quedó muy magullado y case le matan. En el ejército demostró bravura bajo el fuego, y esto le valió la promoción a teniente. Pero sus esfuerzos por conseguir medallas no dieron resultado. Le recomendaron tres veces pero en algún nivel le bloquearon la recompensa. El afán por las condecoraciones se descubre fácilmente en el ejército y no es bien acogido. El hecho es que Tolstoi no fue un oficial satisfactorio; no sólo le faltaba humildad y voluntad para obedecer ya aprender, sino también solidaridad con sus camaradas. Era un solitario, dispuesto a salir adelante, y si no había nada que pudiese ayudarle en su carrera, sencillamente se alejaba del frente, a menudo sin permiso o sin decírselo a nadie. Su coronel anotó: «Tolstoi está ansioso por oler pólvora, pero sólo a intervalos». Tendía a «eludir las dificultades y penurias inherentes a la guerra. Viaja a distintos lugares como turista, pero en cuanto oye tiros, de inmediato aparece en el campo de batalla. Cuando termina se va otra vez adondequiera lo lleve su preferencia»[11].

A Tolstoi le gustaba el drama, entonces y siempre. Estaba dispuesto a sacrificar comodidades, placeres, hasta su vida, siempre que pudiera hacerlo con un gesto grandioso y teatral que todo el mundo viera. Cuando era estudiante, para acentuar su actitud rusa, se hizo un poncho y bolsa de dormir combinado; fue un gesto que provocó comentarios. En el ejército esta listo para actuar, pero no, por decirlo así, a servir. Las incomodidades penurias de rutina, los aspectos de la vida militar que no tienen valor potencial de celebridad y pasan desapercibidos no le interesaban. Así sería siempre. Su heroísmo, su virtud, su santidad eran para el escenario público, no para la tediosa e ignorada rutina de la vida diaria.

Pero en un aspecto su carrera militar fue verdaderamente heroica. Fue entonces cuando se convirtió en un escritor de fuerza prodigiosa. Mirando retrospectivamente es obvio que Tolstoi fue un escritor nato. También es obvio, de acuerdo a sus descripciones posteriores, que desde una edad muy temprana observó a la naturaleza y a la gente con una exactitud de detalle que nunca ha sido superada. Pero los escritores natos no siempre se revelan como tales. El momento en que las dos dotes más notables de Tolstoi se reunieron fue cuando vio por primera vez las montañas del Cáucaso camino a incorporarse al ejército. El esplendor casi sobrenatural de la vista no sólo estimuló su intenso apetito visual y despertó el ANSI todavía dormida de ponerlo en palabras, sino que evocó su tercera dote notable: su sentido de la majestad de Dios y su deseo de mezclarse con él de algún modo. Muy pronto se puso a escribir Infancia, y luego historias y esbozos de la vida militar: «El ataque», «Los cosacos», «La tala», «Notas de un marcador de billar», tres «Esbozos de Sebastopol», «Niñez» (parte de Juventud), «Una mañana de propietario», «Nochebuena». Infancia lo envió en julio de 1852 y se publicó con un éxito considerable. «Los cosacos» lo terminó sólo diez años después, «Nochebuena» nunca, y parte del material, la campaña contra Shamy, el jefe chechen, Tolstoi lo reservó para «Hadji Murad» su última y brillante historia, que escribió ya anciano. Pero lo notable es que toda esta obra importante la produjo en breves intervalos de su actividad militar y hasta en el frente, y en un momento en el que Tolstoi, según su propio relato, también perseguía a las cosacas, jugaba y bebía. La urgencia de escribir debió de ser irresistible, el trabajo y la voluntad que requirió satisfacerla, imponente.

Sin embargo, esta necesidad de escribir fue intermitente, y ahí radica la tragedia de Tolstoi. A veces escribía con regocijo. Orgullosamente consciente de su poder. Así, en octubre de 1858: «Voy a narrare una aventura que no tendrá ni pies ni cabeza». A principios de 1860: «Estoy trabajando en algo que me llega con tanta naturalidad como respirar y, confieso con orgullo culpable, me permite mirar de arriba abajo todo lo que los demás estáis haciendo»[12]. No es que escribir le resultara fácil alguna vez. Se imponía a sí mismo un nivel muy alto y el trabajo fue exigente y arduo. La mayor parte de la voluminosa Guerra y paz pasó por lo menos por siete borradores. Anna Karenina tuvo aún más borradores y revisiones, y los cambios fueron de fundamental importancia: en estas revisiones sucesivas vemos la metamorfosis de Anna de una cortesana desagradable en la heroína trágica que conocemos[13].

A través el trabajo que Tolstoi se tomó con su obra en sus puntos culminantes, comprendemos que tenía conciencia de su alta vocación como artista. ¿Cómo podía no tenerla? A veces escribe mejor que nadie y es indudable que nadie ha pintado a la naturaleza con una verdad y profundidad tan uniformes. «La tormenta de nieve», escrita en 1856, en la que relata el episodio en el que casi muere en una ventisca mientras volvía del Cáucaso a Yasnaya, un ejemplo temprano de su técnica madura, es de una fuerza casi hipnótica. Esto lo logra directamente, por medio de la selección y la exactitud del detalle. No hace uso de la insinuación o el matiz, ni de la poesía o la sugerencia. Tal como señaló Edgard Crankshaw, es un pintor que desdeña las sombras y el claroscuro y emplea sólo la claridad y la visibilidad perfecta[14]. Otro crítico lo ha comprado a un pintor prerrafaelista: formas, texturas, tonos y colores, sonido, olores, sensaciones, todo es transmitido con transparencia cristalina y directamente[15]. Siguen dos ejemplos, los dos pasajes que evolucionaron a través de muchas revisiones: Primero, el extrovertido Vronski:

«¡Bien, espléndido!» se dijo a sí mismo, cruzó las piernas y, tomando una con la mano, palpó el músculo elástico de la pantorrilla, donde se lo había magullado el día anterior al caerse… Gozó con el suave dolor en la pierna fuerte, gozó la sensación muscular del movimiento de su pecho al respirar. El día brillante y frío de agosto que había hecho sentir tan desesperanzada a Anna, a él le parecía vivificante… Todo lo que veía a través de la ventanilla del coche estaba tan fresco, alegre y vigoroso como él mismo: los techos de las casas que brillaban al sol poniente, los netos perfiles de las cercas y ángulos de los edificios, hasta los campos de patatas: todo era hermoso, como un paisaje delicioso recién salido del pincel del artista y acabado de barnizar.

Y aquí está Levin cazando agachadizas con su perro Laska:

La luna había perdido todo su brillo y era como una nube blanca en el cielo. No se veía ni una sola estrella. Los juncos, antes plateados, ahora brillaban como oro. Los charcos estancados parecían todos de ámbar. El azul de la hierba se había tornado verde amarillento… Un halcón se despertó y se instaló en un pajar, girando la cabeza de un lado a otro y mirando descontento el pantano. Los cuervos sobrevolaban el campo, y un chico con las piernas desnudas le llevaba los caballos a un viejo que se había levantado de debajo de su chaqueta y se estaba peinando. El humo del fusil era blanco como leche sobre el verde la hierba[16].

Es obvio que la capacidad de escribir de Tolstoi surgía directamente de su veneración de la naturaleza, y que conservó tanto la capacidad como la emoción, si bien con intermitencias, hasta el final. En su diario anota el 19 de julio de 1896 haber visto, aún vivo, un diminuto retoño de bardana en un campo arado, «negro de polvo pero todavía vivo y rojo en el centro… Me da ganas de escribir. Afirma la vida hasta el final, y solo en medio del campo, de alguno u otra manera la había afirmado»[17]. Cuando Tolstoi miraba la naturaleza con ese frió ojo suyo, terrible y exacto, y poniéndola en palabras con su pluma precisa y muy bien calibrada, estaba tan cerca de la felicidad, o por lo menos de la paz espiritual, como su carácter le permitía.

Desdichadamente no se contentaba con sólo escribir. Tenía voluntad de poder. La autoridad que ejercía sobre sus personajes no era bastante. No se sentía parte de ellos. Eran una raza diferente, casi una especie diferente. Sólo en ocasiones, sobre todo con el personaje de Anna, y gracias a esfuerzos prodigiosos, logra meterse en la mente de la persona que está describiendo, y el hecho de que lo haga con tanto éxito en este caso nos recuerda los peligros de generalizar acerca de este hombre extraordinario. Pero por regla general mira desde afuera, desde lejos, sobre todo desde arriba. Sus siervos, sus soldados, sus campesinos son animales presentados brillantemente; describe a los caballos (Tolstoi tenía un gran conocimiento y comprensión de los caballos) igualmente bien y de la misma manera. Mira por nosotros mientras nos conduce durante el curso de una gran batalla, casi como si la observara desde otro planeta. No siente por nosotros. Nosotros sí sentimos, como resultado de la observación selectiva que hace por nosotros, y por lo tanto controla nuestros sentimientos: estamos atrapados por un gran novelista. Pero él mismo no siente. Permanece desligado, apartado, olímpico. En comparación con Dickens, un contemporáneo mayor, y con Flaubert, un casi contemporáneo (los dos novelistas se movieron en un mismo plano superior de creación), Tolstoi invirtió comparativamente poco de su capital emocional en su ficción. Tenía, o creyó tener, cosas mejores que hacer con él.

Pensamos en Tolstoi como un novelista profesional, y por supuesto en cierto sentido esto es cierto. En sus dos obras mayores volcó algo que sólo puede llamarse genio: organizó multitudes de detalles en el decisivo ordenamiento de grandes temas, que desarrolló hasta conclusiones implacables. Como era un verdadero artista nunca se repitió: Guerra y paz examina toda una sociedad y una épocas enteras, Anna Karenina enfoca de cerca de un grupo de personas en particular. Estos libros loe convirtieron en un héroe nacional, le dieron fama mundial, riqueza y una reputación de sagacidad moral que quizá ningún otro novelista haya gozada jamás. Pero durante la mayor parte de su vida no se dedicó a escribir novelas. Hubo tres períodos creativos: los primeros cuentos en la década de 1850; los seis años que pasó escribiendo Guerra y paz, en la del sesenta; la creación de Anna Karenina en la del setenta. Durante el resto de su larga vida hizo, y fue, una multitud de otras cosas, que desde su punto de vista tenían una prioridad moral mayor.

A los aristócratas del viejo régimen les resultaba difícil despojarse de la idea de que escribir era para sus inferiores. Byron nunca consideró que la poesía era su tarea más importante, que fue la de ayudar a los pueblos sometidos de Europa a lograr su independencia, se sentía llamado a conducir, como cuadraba a su clase. Tolstoi pensaba lo mismo. En realidad, se sintió llamado a algo más que conducir, a profetizar, a veces a desempeñar el papel de Mesías. ¿Qué hacía entonces cuando pasaba el tiempo escribiendo? «Escribir cuentos», le dijo al poeta Fet, «es estúpido y vergonzoso». Tomen nota del segundo adjetivo. Este fue un tema intermitente, que el arte era un atroz desperdicio de los dones de Dios, que Tolstoi orquestaba en términos cada vez más sonoros cuando tenía un estado de ánimo iconoclástico. De modo que de vez en cuando, y cada vez más a medida que entraba en años, renunciaba al arte y ejercía el liderazgo moral.

Ahora bien, este fue un caso desastroso de engaño a sí mismo. Es notable que Tolstoi, que pensó en sí mismo tanto como cualquier otro (incluso hasta Rousseau), que escribió copiosamente sobre sí mismo, y cuya ficción en gran medida gira alrededor de él mismo de una forma u otra, careciera de manera tan notable de autoconocimiento. Como escritor tuvo cualidades superlativas; mientras escribía fue menos peligroso para quienes le rodeaban y para la sociedad en general. Pero no deseaba ser escritor, por lo menos de temas profanos. En cambio quería conducir, para lo que no tenía ninguna capacidad, más que la voluntad; para profetizar, para fundar una religión, y para transformar el mundo estaba descalificado tanto moral como intelectualmente. De modo que grandes novelas quedaron sin ser escritas, y él condujo, o mejor dicho arrastró, a sí mismo a su familia hacia un desierto enmarañado.

Hubo un motivo más para que Tolstoi se sintiera llevado a imponerse una gran tarea moral. Como Byron, sabía que era un pecador. A diferencia de Byron, tenía un abrumador sentimiento de culpa por ello. La culpa de Tolstoi fue un instrumento selectivo e inexacto (algunos de sus peores defectos, hasta crímenes, producto atroz de su ego presuntuoso, Tolstoi no los veía como pecados), pero muy poderoso. Y es indudable que en su juventud hubo muchas cosas que lo podían hacerse sentir culpable. A principio de 1849 parece que aprendió a jugar en exceso en Moscú y San Petersburgo. El 1° de mayo escribió a su hermano Sergei: «Vine a San Petersburgo sin un verdadero motivo, y desde que estoy aquí no he hecho nada que valga la pena, solamente gastar mucho dinero y endeudarme». Le dijo a Sergei que vendiera parte de la propiedad de inmediato: «Mientras espero que llegue ese dinero, necesito ya, sin falta, 3500 rublos». Añadió: «Uno puede cometer este tipo de idiotez una vez en la vida. Tenía que pagar por mi libertad (no hubo nadie que me diera una paliza; esa fue mi peor desgracia) y por filosofar, y ahora he pagado»[18]. En realidad, siguió jugando a intervalos, a veces mucho y desastrosamente, durante los diez años siguientes; mientras tanto vendió buena parte de sus posesiones y acumuló deudas con pariente, amigos y comerciantes, que en gran número quedaron impagadas. Jugaba en el ejército.

En un momento planeó iniciar un periódico del ejército, que se llamaría La gaceta militar, y vendió la parte principal de Yasnaya Polyana para financiarlo: pero cuando le llegó el efectivo, 5000 rublos, los utilizó para jugar y los perdió enseguida. Cuando dejó el ejército y viajó por Europa, jugó de nuevo, con el mismo resultado. El poeta Polonsky, que le observó en Stuttgart en julio de 1857, anotó «Desdichadamente la ruleta le atraía con violencia… le pelaron por entero en el juego. Perdió 3000 francos y no le queda un centavo». El propio Tolstoi escribió en su diario: «Ruleta hasta las 6. Perdí todo». «Pedí 200 rublos prestado a un francés y los perdí». «Le pedí dinero prestado a Turgenev y lo perdí»[19]. Años más tarde, su esposa observaría que, si bien se sentía culpable por jugar así, y había renunciado a hacerlo, no parecía sentir remordimiento por no pagar sus deudas de juego a gente que, en algunos casos, era pobre. Pagar una vieja deuda no tenía nada de dramático.

Tolstoi tenía un sentimiento de culpa aún más fuerte acerca de sus deseos sexuales y su satisfacción, si bien en este caso también los castigos que se imponía eran extrañamente selectivos y hasta indulgentes con él mismo. Tolstoi se creía altamente sexual. En su diario hay entradas que registran: «Debo tener una mujer. La sensualidad no me deja un momento de paz» (4 de mayo de 1853), «Lujuria terrible que llega a ser una enfermedad» (6 de junio de 1856)[20]. Al final de sus días dijo a su biógrafo Aylmer Maude que, tal era la fuerza de su urgencia, que no pudo abandonar el sexo hasta que tuvo ochenta y un años. Durante su juventud fue sumamente tímido con las mujeres y recurría a los prostíbulos, que le desagradaban y tenían las consecuencias usuales. Una de sus primeras anotaciones en los diarios, en marzo de 1847, refiere que le están tratando por «gonorrea, contagiada donde acostumbra ocurrir». Registra otro ataque en 1852 en una carta a su hermano Nikolai: «Me han curado la enfermedad venérea pero los efectos del mercurio me han producido sufrimiento indecibles». Pero siguió frecuentado a las prostitutas, alternándolas con gitanas, cosacas y nativas, jóvenes campesinas rusas cuando podía conseguirlas. El tono de sus anotaciones en el diario es siempre de disgusto consigo mismo mezclado con odio por la tentadora: «algo rosado… abrí la puerta posterior. Entró, Ahora no aguanto ni mirarla. Repulsiva, vil, odiosa, me obligó a violar todas mis leyes» (18 de abril de 1851). «Las jóvenes me han llevado por mal camino» (25 de junio de 1853). El día siguiente tomó una buena decisión pro «las muchachas no me dejan» (26 de junio de 1853). Una anotación en abril de 1853 afirma, después de una visita a un prostíbulo: «desagradable. Chicas. Música estúpida, chicas, calor, humo de cigarrillo, chicas, chicas, chicas». Turgenev, cuya casa él estaba utilizando como hotel, da otro vistazo a Tolstoi en 1856: «Juergas, gitanas, juego toda la noche, y luego duerme como un lirón hasta las dos»[21].

Cuando Tolstoi estaba en el campo, especialmente en su propiedad, escogía a su gusto entre las siervas jóvenes más bonitas, a veces estas despertaban en él algo más que simple lascivia. Más adelante escribió de Yasnaya Polyana: «Recuerdo las noches que pasé allí, y la belleza y la juventud de Dunyasha… su cuerpo fuerte y femenino»[22].

Uno de los motivos de los viajes de Tolstoi por Europa en 1856 fue el escapar a lo que él veía como tentaciones de una joven sierva atractiva. Sabía que su padre había tenido una aventura semejante, y la joven había tenido un hijo, al que trataron como un simple siervo de la propiedad empleado en los establos (luego fue cochero). Pero a su vuelta, Tolstoi no pudo dejar en paz a las mujeres, en especial a una casada llamada Aksinya. En su diario de mayo de 1858 se lee: «Hoy, en el gran bosque viejo. Soy un tonto, un bruto. Su carne de bronce y sus ojos. Estoy enamorado como nunca antes. No pienso en otra cosa»[23]. La joven era «limpia, y nada fea, de ojos negros brillantes, una voz profunda, perfume a algo fresco y pechos fuertes y grandes que empujaban la pechera de su delantal». Probablemente en julio de 1859, Aksinya tuvo un hijo, llamado Timofei Nazykin. Tolstoi la llevó a la casa como criada y durante un tiempo permitió que el niñito jugara con ella. Pero, pero como Marx e Ibsen, y como su propio padre, nunca reconoció que el niño era suyo ni le prestó la menor atención. Más notable aún que, en un período en el que predicaba públicamente la urgente necesidad de educar a los campesinos, y hasta estableció escuelas para ellos en su propiedad, no hizo ningún esfuerzo para asegura que su propio hijo ilegítimo aprendiera a leer y escribir. Es posible que temiera futuras reclamaciones. Parece que fue despiadado en cuanto a descartar los derechos de los hijos naturales. Le fastidió, posiblemente porque ponía de relieve su propio comportamiento, que Turgenev no sólo reconociera a su hija ilegítima, sino que se preocupara de educarla de forma adecuada. En una ocasión Tolstoi insultó a la pobre niña, aludiendo a su nacimiento, y esto llevó a una seria disputa con Turgenev que casi termina en un duelo[24]. De modo que Timofei tuvo que trabajar en los establos; luego, por razones de mala conducta, fue rebajada a leñador. No se sabe nada más de Timofei a partir de 1900, cuando tenía cuarenta y tres años; salvo que Alexei, el hijo de Tolstoi, se ocupó de él y le tomó como cochero.

Tolstoi sabía que hacía más al recurrir a prostitutas y al seducir a campesinas. Se acusaba a sí mismo por estas ofensas. Pero tendía aún más a echarle la culpa a las mujeres. Para él todas eran Eva la tentadora. En realidad quizá no sea exagerado decir que, pese a que necesitó a las mujeres físicamente toda su vida y las utilizó (o quizá por esto mismo) desconfiaba de ellas, le disgustaban y hasta las odiaba. En cierto sentido las manifestaciones de su sexualidad le repugnaban. Al final de su vida observó: «la vista de una mujer con el pecho descubierto siempre me causó asco, incluso en mi juventud»[25]. Tolstoi era censor por naturaleza, hasta casi puritano. Si la sexualidad propia le disgustaba, su manifestación en otros provocaba en él una severa censura. En París, en 1857, en un período en que sus aventuras amorosas llegaban al exceso, escribió: «En las habitaciones amuebladas en las que viví había treinta y seis parejas, de las cuales diecinueve eran irregulares. Eso me desagradó muchísimo»[26]. El pecado sexual era pernicioso, y las mujeres eran su causa. El 16 de junio de 1847, cuando tenía 19 años, escribió:

Ahora me impondré la regla siguiente: Considera la compañía de las mujeres como un mal social inevitable y aléjate de ellas todo lo posible. ¿Quién, en realidad, es la causa de la sensualidad, la indulgencia, la frivolidad y toda clase de otros vicios en nosotros, sino las mujeres? ¿Quién tiene la culpa de la pérdida de nuestras cualidades naturales de coraje, constancia, razonabilidad, rectitud, etc. sino las mujeres?

Lo realmente deprimente de Tolstoi es que mantuvo estas opiniones infantiles, en cierto sentido orientales, sobre las mujeres hasta el final de su vida. En contraste con sus esfuerzos para retratar a Anna Karenina, no parece que hiciera nunca un intento serio en la vida real de penetrar en la mente de una mujer y comprenderla. De hecho, no admitía que una mujer poderse ser un ser humano serio, adulto, moral. En 1898, cuando tenía setenta años, escribió: «(La mujer) en genera es estúpida, pero el Diablo le presta cerebro cuando trabaja para él. Entonces realiza milagros de pensamiento, previsión, constancia, con el fin de hacer algo malo». O También: «Es imposible pedir a una mujer que evalúe los sentimientos de su amor exclusivo sobre la base del sentimiento mora. No puede hacerlo, porque no posee el verdadero sentimiento moral, es decir, el que está por encima de todo»[27]. Estaba en total desacuerdo con las opiniones emancipadoras en La sujeción de las mujeres de J. S. Mill, argumentando que se debía prohibir, aún a las mujeres solteras, que tuvieran una profesión. En realidad consideraba la prostitución como una de las pocas «vocaciones honorables» para mujeres. El pasaje en el que justifica a la prostituta merece ser citado:

¿Deberíamos permitir la relación sexual, promiscua, como desearían muchos «liberales»? ¡Imposible! Sería la ruina de la vida de familia. Para salvar la dificultad, la ley de desarrollo ha producido un «puente dorado» bajo la forma de una prostituta. ¡Qué sería de Londres sin sus 70 000 prostitutas! ¿Qué sería de la decencia y la moralidad, cómo sobreviviría la vida de familia sin ellas? ¿Cuántas mujeres y niñas permanecerían castas? No, creo que la prostituta es necesaria para mantener la familia[28].

El problema con Tolstoi fue que, si bien creía en la familia, en realidad no creía en el matrimonio; por lo menos no en el matrimonio cristiano entre adultos, con los mismos derechos y deberes. Nadie fue quizá, menos adecuado para dicha institución. Una joven vecina suya en el campo, Valerya Arsenev, una huérfana de veinte años, tuvo la suerte de poder escapase. Sintió afecto por ella cuando se acercaba a los treinta y durante un tiempo la consideró su novia. Pero sólo le gustaban sus aspectos infantiles; cuando su lado más maduro, más femenino, fue surgiendo, le disgustó. Sus diarios y cartas cuenta la historia. «Es una lástima que no tenga friere, ni fuego… una plasta». Pero «su sonrisa es dolorosamente sumisa». Era «maleducada, ignorante, en verdad estúpida… Empecé a pincharla con tanta crueldad que sonríe dudosa, con lágrimas en la sonrisa». Después de vacilar durante ocho meses y sermonearla sin piedad, la provocó hasta que le escribió irritada y pudo utilizar esto para romper con ella: «Estamos demasiado alejados. El amor y el matrimonio no hubiesen dado más que desdicha». Le escribió a su tía: «Me he portado muy mal. Le he pedido a Dios que me perdone… Pero es imposible arreglarlo»[29].

Finalmente, su elección recayó, cuando tenía treinta y cuatro años, en Sonya Behrs, de dieciocho, hija de un medico. El no era un gran partido, no era rico, jugador conocido, con problemas con las autoridades por insultar al juez local. Algunos años antes se había descrito a sí mismo como dueño de «los rasgos más toscos y feos… ojos pequeños y grises, más estúpidos que inteligentes… la cara de un campesino, y las grandes manos y pies de un campesino». Además, odiaba a los dentistas y no los visitaba, y ya en 1862 había perdido casi todos sus dientes. Pero ella era una joven fea e inmadura, de sólo un metro cincuenta y cinco de altura y en competencia con dos hermanas; estuvo contenta de conseguirle. Él le hizo una propuesta formal por carta y luego parece que tuvo dudas hasta el último momento. El casamiento mismo fue premonitorio de un desastre. Por la mañana irrumpió en la casa de ella, insistiendo: «He venido a decirte que todavía estamos a tiempo… todos este asunto todavía puede pararse». Ella estalló en llanto. Tolstoi llegó casi una hora tarde a la ceremonia, después de guardar todas las Macías. Ella volvió a llorar. Después cenaron y ella se cambió, y subieron a un coche llamado dormeuse, tirado por seis caballos. Ella lloró de nuevo. Tolstoi, como huérfano, no podía comprender esto y gritó: «Si te da tanta pena dejar a tu familia, no debes amarme mucho». En la dormeuse él se puso a manosearla y ella le rechazó. Tenían una suite en un hotel, el Birulevo. A ella le temblaban las manos mientras le servía el té del samovar. Intentó tocarla de nuevo, y fue rechazado otra vez. El diario de Tolstoi registra implacable: «Es llorona. En el coche. Lo sabe todo y es simple. Pero tiene miedo». La consideró «morbosa». Más tarde aún, después de hacer el amor por fin, y ella (así pensó él) habiendo respondido, añadió: «Felicidad increíble. No puedo creer que esto dure tanto como la vida»[30].

No duró, por cierto. Hasta la esposa más sumisa hubiese encontrado difícil soportar el matrimonio con un ególatra tan colosal. Sonya tenía bastante cabeza y espíritu como para resistirse a su voluntad abrumadora, por lo menos de cuando en cuando. De modo que lograron formar uno de los peores (y mejor descritos) matrimonios de la historia. Tolstoi lo empezó con un error de juicio desastroso. Una de las características del intelectual es creer que los secretos, en especial en el campo sexual, son perjudiciales. Todo debe ser «abierto». Hay que quitarle la tapa a la caja de Pandora. Marido y mujer deben contarse «todo» el uno al otro. De ahí nacen muchas desdichas. Tolstoi comenzó su política de gasnost insistiendo en que su mujer leyera sus diarios, que llevaba ya desde hacía quince años. Ella quedó pasmada al descubrir (los diarios estaban entonces en su forma original, sin ninguna censura) que contenían detalles de toda su vida sexual, incluso visitas a prostíbulos y coitos con prostitutas, gitanas, nativas, sus propias siervas y, no en último término, hasta amigas de la madre de ella misma.

Su primera reacción fue: «Llévate esos horribles libros… ¿por qué me los has dado?». Luego le dijo: «Sí, te he perdonado. Pero es espantoso». Estas observaciones han sido tomadas de su propio diario, que llevaba desde que tenía cuatro años. Fue parte de la política de Tolstoi que cada uno llevara su diario y tuvieran acceso al del otro… una fórmula segura para crear sospechas mutuas y desdichas.

Es probable que el aspecto físico del matrimonio de Tolstoi no se recuperara jamás de la impresión inicial que sufrió Sonya al enterarse de que su marido era (tal como lo vio ella) un monstruo sexual. Además leyó los diarios de una forma que Tolstoi no había anticipado, encontrando faltas que había tenido cuidado (así pensaba él) de ocultar. Descubrió, por ejemplo, que no había pagado deudas contraídas en el juego. También observó que no les decía a las mujeres con las que tenía relaciones sexuales que había contraído una enfermedad venérea y todavía podía tenerla. El egoísmo que los diarios transmiten con tanta claridad al lector perceptivo —¿y quién más perceptivo que una esposa?— fueron más obvios para ella que para el autor. Además, la vida sexual de Tolstoi, descrita tan vívidamente en sus diarios, ahora quedaba inextricablemente ligada en la mente de ella con el horror de someterse a sus exigencias, y su última consecuencia en embarazos dolorosos y repetidos. Padeció una docena en veintidós años; en rápida sucesión perdió a su criatura Petya, cuando estaba embarazada de Nikolai, que a su vez murió el mismo año de su nacimiento; Vavara nació prematura y murió enseguida. El propio Tolstoi no ayudó en este asunto de la maternidad, al demostrar un interés íntimo aunque insensible por todos sus detalles. Insistió en estar presente durante el nacimiento de su hijo Sergei (después lo utilizó para una escena de Anna Karenina) y estalló en una furia terrible cuando Sonya no pudo dar el pecho al niño. Mientras proseguían los embarazos y los abortos, y la repugnancia de su mujer por las exigencias sexuales se hacía más obvia, escribió a un amigo: «No hay peor situación para un hombre saludable que tener una mujer enfermiza».

Dejó de amarla muy pronto en su matrimonio; la tragedia de ella fue que le quedaba un resto de amor por él. En ese tiempo confió a su diario:

No tengo en mí nada más que este amor humillante y mal humor, y estas dos cosas han sido causa de todas mis desdichas, porque mi humor siempre ha interferido con mi amor. No quiero otra cosa que su amor y simpatía, pero no me los da, y todo mi orgullo queda pisoteado en el barro. No soy sino un miserable gusano aplastado, que nadie quiere, que nadie ama, una criatura inútil con vómito por la mañana y una panza enorme[31].

Es difícil creer, dadas las pruebas a mano, que el matrimonio fuera soportable en algún momento. Durante un período de calma comparativa en 1900, cuando llevaban treinta y ocho años de casados, Sonya, escribió a Tolstoi: «Quiero agradecerte por la felicidad que antes me diste y lamentar que no haya seguido así de fuerte, plena y clama toda nuestra vida». Pero este fue un gesto de conciliación. Desde el principio Sonya trató de mantener el matrimonio en pie convirtiéndose en administrador de los asuntos de él, en cierto modo obsesiva, haciéndole servicio indispensables, convirtiéndose en su esclava rebelde. Asumió la tarea apabullante de copia en limpio sus novelas de su terrible caligrafía[32]. Era un trabajo monótono, pero en cierta forma gozaba con él, porque desde muy temprano captó que Tolstoi era mucho menos insoportable y destructivo cuando ejercía su verdadero oficio. Como le escribió a su hermana Tatiana, eran más felices cuando él escribía sus novelas. Por una parte, ganaba dinero, mientras sus otras actividades le costaban dinero. «Pero no se trata tanto del dinero. Lo principal es que amo sus obras literarias, las admiro y me emocionan». Aprendió por amarga experiencia que cuando Tolstoi dejaba de escribir ficción era capas de llenar el vacío con grandes locuras que herían a la familia que ella trababa de mantener entera.

Tolstoi veía las cosas de modo muy distinto. Criar y mantener una familia requiere dinero. Sus novelas le proporcionaban dinero. Llegó a establecer una asociación entre escribir novelas y la necesidad de ganar dinero, y en consecuencia sintió antipatía por las dos. En su mente la novela y el matrimonio estaban ligadas, y el hecho de que Sonya le presionara constantemente para que las escribiera confirmaban el nexo. Y tanto el matrimonio como las novelas, comprendió ahora, impedían que asumiera su verdadera misión de profetizar. Como expresó en sus Confesiones:

Las nuevas circunstancias de la vida feliz de familia me apartaron por completo de toda búsqueda de un sentido general de la vida. En ese tiempo toda mi existencia se centraba en mi familia, mi esposa, mis hijos, y por lo tanto en la preocupación por aumentar nuestros medios de vida. Mis esfuerzos por lograr mi propia perfección, que ya había remplazado por la lucha para lograr la perfección en general, por el progreso, fue… remplazada por el esfuerzo para procurar tan sólo las mejores condiciones posibles para mi familia[33].

De ahí que Tolstoi viera el matrimonio no sólo como fuente de gran infelicidad, sino como un obstáculo al progreso moral. A partir del desastre del suyo generalizaba hasta vituperar contra la institución y el amor marital mismo. En 1897, en un estallido propio del Rey Lea, dijo a su hija Tanya:

Comprendo por qué un hombre depravado pueda encontrar su salvación en el matrimonio. Pero que una jovencita pura quiera verse mezclada en semejante asunto está más allá de mi comprensión. Si yo fuera una niña no me casaría por nada en el mundo. Y en cuanto a estar enamorados, ya sea para hombres o mujeres (desde que sé lo que es, es decir, que es un sentimiento innoble y sobre todo malsano, en absoluto hermoso, elevado o poético) no le habría abierto mi puerta. Habría tomada tantas precauciones para precaverme de esa enfermedad como tomaría para protegerme de infecciones mucho menos serias, como difteria, tifus o la escarlatina[34].

Este pasaje sugiere, como en realidad muchos otros, que Tolstoi no había pensado seriamente en el matrimonio. Examinemos la famosa afirmación en Anna Karenina: «Todas la familia felices son iguales, pero cada familia desdichada es desdichada a su manera». En cuanto uno empieza a revisar la propia experiencia, se pone en evidencia que las dos partes de esta afirmación son discutibles. Por el contrario, lo opuesto parece estar más cerca de la verdad. Hay circunstancias obvias y recurrentes en las familias desdichadas: por ejemplo, el marido es borracho o jugador, la mujer es incompetente, adúltera y así sucesivamente; los estigmas de la infelicidad familiar son tristemente comunes y repetitivos. Por otra parte hay familias felices de todo tipo. Tolstoi no había pensado en el tema con seriedad, y sobre todo sinceramente, porque no soportaba pensar en serio sobre las mujeres; se apartaba del tema con miedo, furia y asco. El fracaso moral del matrimonio de Tolstoi, y su fracaso intelectual en hacer justicia a la mitad de la raza humana estaban estrechamente ligados.

Sin embargo, aun el matrimonio de Tolstoi, condenado como estuvo en cierto modo desde el principio, pudo haber resultado mejor si no se le hubiese sumado el problema de su herencia, la propiedad. Después del juego y el sexo, la propiedad fue el tercer motivo de culpa para Tolstoi y de lejos el más importante. Llegó a dominar y por fin a destruir su vida organizada. Era la fuente de su orgullo y autoridad, y también de su desazón moral. Porque la tierra y sus campesinos estaban inextricablemente atados: en Rusia no se podía ser amo de la una sin serlo de los otros. Tolstoi heredó las tierras de su madre cuando era un hombre muy joven, y casi desde el principio comenzó a considerar el gran problema, en parte honorable, en parte complaciente consigo mismo: «¿Qué debo hacer con mis campesinos?». Si hubiese sido un hombre sensato, habría admitido que no era un hombre para administrar una propiedad: que su don y su deber era escribir. Habría vendido la posesión y así se habría quitado de encima el problema moral, ejerciendo su liderazgo a través de los libros. Pero Tolstoi no era un hombre sensato. No iba a renunciar al problema. Pero tampoco le iba a dar una solución radical. Durante casi medio siglo fluctuó, vaciló chapuceó con él.

Tolstoi instituyó su primera «reforma» de los campesinos cuando heredó la propiedad a fines de la década de 1840. Más adelante afirmó: «La idea de que los siervos debían ser liberados era totalmente inaudita en nuestro círculo en la década del cuarenta»[35]. Esto era falso; había estado en boca de todos en casi todas partes desde la generación anterior; era el tema de cualquier insignificante Club de Filosofía provinciano; de no haberlo sido nunca se le habría ocurrido al propio Tolstoi. Acompaño su «reforma» con otras mejoras, incluso una trilladora a vapor que él mismo diseñó. Ninguno de estos intentos tuvo éxito. Pronto abandonó ante las dificultades intrínsecas y la «bestialidad» (sus palabras) campesina. El único resultado fue el personaje de Nekhlyudov en «La mañana de un terrateniente», que habla por el desilusionado Tolstoi: «No veo más que una rutina ignorante, vicio, sospecha, desesperanza. Estoy desperdiciando los mejores años de mi vida». Al cabo de dieciocho meses, Tolstoi dejó la propiedad y se dedicó a otras cosas: al sexo, al juego, al ejército, a la literatura. Pero dejó que los campesinos, o más bien la idea de los campesinos (jamás los vio como seres humanos individuales) le siguiera importunando. Su actitud hacia ellos siempre fue ambivalente en grado sumo. Su diario registra (1852): «Pasé toda la noche hablando con Shubin sobre nuestra esclavitud rusa. Es verdad que la esclavitud es un mal, pero un mal agradable en extremo»…

En 1856 hizo su segundo intento de «reforma». Declaró que emanciparía a sus siervos contra el pago de la renta de treinta años. Fue típico de él que hiciera esto sin consultar a ninguno de sus conocidos que habían tenido experiencia práctica de la emancipación. Resultó que los siervos creyeron los rumores que circulaban entonces, de que el nuevo rey, Alejandro II, tenía la intención de liberarlos sin condiciones. Sospecharon. No captaron la presunción de Tolstoi, sino que temieron más bien su (inexistente) instinto comercial, y rechazaron la propuesta de plano. Él, enfurecido, los denunció como salvajes ignorantes sin remedio. Ya mostraba cierta perturbación emocional acerca de ese tema. Escribió una carta histérica al ex ministro del Interior, Conde Dimitri Bludov: «Si los siervos no están emancipados dentro de seis meses, nos espera un holocausto»[36]. Y a los miembros de su propia familia, que consideraban sus planes tontos e inmaduros, como su tía Tatiana, les demostró una hostilidad terrible: «Comienzo a sentir un odio silencioso y creciente por mi tía, peso a todo su afecto».

Se volvió entonces a la educación como la solución definitiva para el problema de los campesinos. A partir de Rousseau los intelectuales tienen la curiosa ilusión de que pueden resolver las perpetuas dificultades de la educación humana de un solo golpe, estableciendo un sistema nuevo. Empezó por enseñar él mismo a los hijos de los campesinos. Le escribió a la condesa Alexandra Tolstoi: «Cuando entro en esta escuela y veo la multitud de chicos flacos, harapientos y sucios, con sus ojos brillantes y tan a menudo expresión angelical, me asalta una sensación de alarma y horror tal como la que he sentido ante gente que se ahoga… Deseo la educación para el pueblo sólo con el fin de rescatar a esos Pushkin, Ostrogad, Filatetov, que se están ahogando allí»[37]. Durante un breve período gozó enseñándoles. Más tarde le dijo a su biógrafo oficial, P. I. Biryukov, que este fue el mejor momento de su vida: «Debo el período más brillante de mi vida no al amor de las mujeres, sino al amor del pueblo, al amor de los niños. Fue una época maravillosa»[38]. No hay datos sobre el grado de éxito que tuvo. No había reglas. No se exigían tareas en casa. «Sólo se traen a sí mismos», escribió, «su naturaleza receptiva y la seguridad de que el día en la escuela será tan alegre como el de ayer». Pronto se puso a establecer una red de escuelas, y en un momento dado hubo setenta. Pero su intento de enseñar no duró. Se aburrió y se fue a una excursión por Alemania, aparentemente para estudiar la reforma educacional allí. Pero el famoso Julios Frôbel le decepcionó: en vez de escuchar a Tolstoi habló él; y de todos modos no era «nada más que un judío».

Esta era la situación cuando, en 1861, de pronto Alejandro II emancipó a los siervos por decrete imperial. Fastidiado, Tolstoi lo reprobó por ser un acto del Estado, que él entonces comenzaba a desaprobar. El año siguiente se casó, y la propiedad adquirió una importancia nueva: como el hogar de su familia en crecimiento y, junto con sus novelas, como la fuente de ingresos. Fue el período más productivo de su vida, los años de Guerra y paz y Anna Karenina. A medida que entraba más dinero por sus libros, Tolstoi compraba tierra e invertía en sus posesiones. En una época, por ejemplo, tuvo cuatrocientos caballos en su cabaña. En la casa había cinco gobernantas y tutores, más once sirvientes internos. Pero el deseo de «reformar», no sólo a los campesinos sino a sí mismo, a su familia, a todo el mundo, nunca le abandonó. Dormitaba justo debajo de la superficie exterior de su mente, capaz de estallar en una actividad sensacional en cualquier momento.

La reforma política y social, y el deseo de fundar un movimiento religioso nuevo estaban estrechamente ligados en la mente de Tolstoi. Ya en 1855 había escrito que quería crear una fe basada en «la religión de Cristo, pero purgada de dogmas y misticismo, que prometiera no bienaventuranza futura, sino la felicidad en la tierra». Esta era una idea trillada, moneda corriente entre innumerables reformadores religiosos insípidos a lo largo de siglos. Tolstoi nunca fue un gran teólogo. Escribió dos largos tratados, Examen de la teología dogmática y Unión y traslación de los Cuatro Evangelios, que no hacen nada para mejorar nuestra opinión de él como pensador sistemático. Muchos de sus escritos religiosos no tienen demasiado sentido salvo en términos de un vago panteísmo. Así: «Conocer a Dios y vivir es una y la misma cosa. Vive buscando a Dios y entonces no vivirás sin Dios» (1878-79).

Pero las ideas religiosas que daban vueltas por la cabeza de Tolstoi eran peligrosas en potencia, porque, en conjunción con sus impulsos políticos, constituían un material altamente combustible, susceptible de estallar de pronto en llamas sin previo aviso. Para cuando hubo terminado y publicado Anna Karenina, que robusteció notablemente su reputación, estaba inquieto, insatisfecho con su obra literaria y listo para alguna travesura pública: una figura mundialmente famosa, un vidente, un hombre que innumerables lectores y admiradores respetaban por su sabiduría y como guía.

La primera explosión tuvo lugar en diciembre de 1881, cuando Tolstoi y su familia estaban en Moscú. Fue al mercado de Khitrov, en un barrio pobre de Moscú, donde distribuyó dinero entre los vagos y escuchó las historias de sus vidas. Le rodeó una multitud y él se refugió en el burdel vecino, donde vio cosas, que le angustiaron aún más. Volvió a su casa, se quito su gabán de piel, y se sentó a una cena de cinco platos servida por lacayos de etiqueta, y guantes y corbata blancos. Se puso a gritar: «¡No se puede vivir así! ¡No se puede vivir así! ¡Es imposible!», asustando a Sonya con sus ademanes y las amenazas de regalar todas sus posesiones. De inmediato se dedicó a crear un nuevo sistema de caridad para los pobres, utilizando un censo reciente como base estadística, y luego partió apurado a consultar a su gurú de turno en el campo, el así llamado «campesino vidente» V. K. Syutayev, sobre otras reformas. Sonya se quedó sola en Moscú con Alexei, de cuatro años, enfermo.

Este abandono, como lo veía ella, provocó una carta de la condesa que puso una nueva nota de amargura en su relación. Resume no sólo sus propias dificultades con Tolstoi, sino la furia que la mayoría de la gente común llegan a sentir cuando se enfrentan con un gran intelectual humanitario: «Mi pequeño todavía está mal, y yo me siento muy tierna y compasiva. Syutayev y tú podéis no amar especialmente a vuestros propios hijos, pero nosotros, los simples mortales, no podemos ni queremos distorsionar nuestros sentimientos ni justificar nuestra carencia de amor por una persona manifestando alguna clase de amor por el mundo entero»[39].

Sonya estaba planteando la cuestión, como resultado de haber observado el comportamiento de Tolstoi durante muchos años, sobre todo con su propia familia, de si alguna vez había amado a algún ser humano individualmente, a diferencia de amar a la humanidad como una idea. Su desgraciado hermano Dimitri, por ejemplo, era indudablemente una persona para compadecer: se hundió en el arroyo, se casó con una prostituta y murió joven de tuberculosis en 1856. Tolstoi apenas pudo aguantar una hora al lado de su lecho de muerte y se negó en absoluto asistir al entierro (quería ir a una fiesta), si bien luego dio buen uso a los dos episodios, el lecho de muerto y su negativa, en su ficción[40]. Su hermano Nikolai, también muriendo de tuberculosis, fu otro objeto de compasión. Pero Tolstoi se negó a visitarle, y al final Nikolai tuvo que ir a verle, y murió en sus brazos. Hizo poco por ayudar a Sergei, su tercer hermano, cuando perdió toda su fortuna en el juego. Todos fueron, no hay duda, seres débiles. Pero uno de los principios de Tolstoi era que los fuertes deben ayudar a los débiles.

La historia de sus amistades es reveladora. Fue generoso y sumiso sólo en un caso, con su compañero de estudios en la Universidad Kazan, Mitya Dyakov, un hombre mayor. Pero esto pronto se desvaneció. En general, Tolstoi recibía, sus amigos daban. Sonya escribió cuando copiaba en sus diarios: «(Su) egolatría se hace evidente en todos (ellos). Es sorprendente hasta qué punto la gente existía para él (sólo) en la media en que le afectaban personalmente»[41].

Aún más llamativa es la buena voluntad de los que le conocían, no simplemente acólitos, dependiente o aduladores, sino hombres de alta capacidad crítica y de carácter independiente, para soportar su egoísmo y reverenciarlo pese a todo. Temblaban ante ese ojo terrible, se inclinaban ante la fuerza dominante de su voluntad, y por cierto le adoraban ante el altar de su genio. Antón Chéjov, un hombre sutil y sensitivo, bien al tanto de los muchos defectos de Tolstoi, escribió: «Me aterra la muerte de Tolstoi. Si muriera, en mi vida quedaría un vació muy grande… Nunca he amado a un hombre como le he amado a él… Mientras haya un Tolstoi en la literatura, será fácil y agradable ser escritor; aun el saber que uno no ha hecho nado y no hará nada no es tan espantoso, ya que Tolstoi lo hará por nosotros».

Turgenev tenía todavía más motivos para estar al tanto del egoísmo y la crueldad de Tolstoi, porque había sufrido bastante de ambos. Había sido generoso y considerado al ayudar al joven escritor. En recompensa había recibido frialdad, ingratitud y la costumbre brutal que tenía Tolstoi de insultar, a menudo con brillo, las ideas que sus amigos amaban. Turgenev era todo un gigante, tierno y manso, incapaz de pagar a Tolstoi con la misma moneda. Pero se confesaba exasperado por el comportamiento de Tolstoi. Decía que «nunca había experimentado nada tan desagradable como esa mirada penetrante que, en conjunción con dos o tres observaciones venenosas, bastaban para volver loco a un hombre»[42]. Cuando le dio a Tolstoi su propia novela, Padres e hijos, en la que había trabajado tanto, para que la leyera, Tolstoi se quedó dormido enseguida y a su vuelta Turgenev le encontró roncando. Cuando la pelea con motivo de la hija de Turgenev y la amenaza de un duelo, Turgenev se disculpó generosamente; Tolstoi (según Sonya) sonrió con desprecio: «Me tienes miedo. Te desprecio y no quiero tener más contacto contigo». Al poeta Fet, que quiso reconciliarlos, le dijo: Turgenev es un canalla que merece una paliza. Te ruego le transmitas esto tan fielmente como tú me transmites sus encantadores comentarios.”[43] Tolstoi escribió muchas cosas desagradables, a menudo totalmente falsas, sobre Turgenev en su diario, y su correspondencia refleja la falta de simetría en su amistad. Sabiendo que iba a morir, Turgenev le escribió la última carta a Tolstoi en 1883: «Amigo mío, gran escritor del país de Rusia, escucha mi súplica. Hazme saber si recibes estos garabatos y permite que te abrace una vez más, fuerte, muy fuerte, a ti, a tu esposa, y a toda tu familia. No puedo seguir. Estoy cansado». Tolstoi nunca respondió a este ruego patético, aunque Turgenev vivió todavía dos meses más. De modo que la reacción de Tolstoi al recibir la noticia de la muerte de Turgenev o nos impresiona: «Pienso en Turgenev continuamente. Le amo muchísimo, le compadezco, le leo, vivo con él». Suena como un actor que desempeña el papel que público espera de él. Como Sonya comprendió, Tolstoi era incapaz del asilamiento y la intimidad necesaria para el amor entre dos personas, o para la verdadera amistad. En cambio abrazó a la humanidad, porque eso podía hacerse con ruido, dramática, y sensacionalmente en el escenario público.

Pero si fue un actor, también cambió de papel continuamente; o más bien, varió el papel sobre el gran tema central del servicio a la humanidad. Su impulso didáctico fue más fuerte que cualquier otro. En cuanto un tema le atraía, quería escribir un libro sobre él, o emprender un proceso de reforma revolucionaria, de costumbre sin tomarse el trabajo de llegar a dominarlo él mismo o de consultar a expertos genuinos. A los pocos meses de emprender la agricultura ya diseñaba y fabricaba máquinas agrícolas. Aprendió a tocar el piano de inmediato comenzó a escribir Bases de la música y reglas para su estudio. Poco después de haber abierto una escuela daba la vuelta a toda la teoría educacional. Durante toda su vida creyó que podía apoderarse de cualquier disciplina, encontrar qué había de malo en ella, y luego reescribir sus reglas a partir de principios básicos. Hizo por lo menos tres intentos de reforma educacional, como ocurrió con la reforma rural, en cuya ocasión escribió sus propios libros de texto, que una Sonya fastidiada y cínica tuvo que copiar con letra legible, quejándose: «Desprecio este Libro de lectura, esta Aritmética, esta Gramática, y no puedo simular que me interesan»[44].

Tolstoi siempre estaba tan interesado en hacer como en enseñar. Como a la mayoría de los intelectuales, le llegó un momento en su vida en el que sintió la necesidad de identificarse con «los trabajadores». Apareció algunas veces en las décadas del sesenta y del setenta, y luego comenzó en serio en enero de 1884. Abandonó su título (aunque no de manera autoritaria) e insistió en que le llamaran «llanamente León Nikolayevic». Este estado de ánimo coincidió con una de esas actitudes hacia la ropa que los intelectuales aman, vestirse como campesino. Este travestismo de clase concordaba con el amor que sentía Tolstoi por el drama y el traje. También se adaptaba a su físico, porque tenía la tala y los rasgos de un campesino. Sus botas, su camisa de labrador, su barba, su gorra, se convirtieron en el uniforme del nuevo Tolstoi, el vidente mundial. Fue parte prominente de ese talento instintivo para las relaciones públicas que la mayoría de estos grandes intelectuales laicos parecen poseer. Los periodistas viajaban miles de kilómetros para verle. La fotografía ya era entonces universal, los noticiarios empezaron a aparecer durante la vejez de Tolstoi. Su traje de campesino se adaptaba de maravilla a su revelación como el primer profeta de los medios de comunicación.

Tolstoi también pudo ser fotografiado y filmado realizando labores manuales, que a partir de la década del ochenta él proclamó como «una necesidad absoluta». Sonya anotó (1.º de noviembre de 1885): «Se levanta a las 7, cuando todavía está oscuro. Bombea agua para toda la casa y la arrastra en un tonel enorme sobre un trineo. Sierra troncos largos, los corta para encender el fuego y apila la madera. No come pan blanco y no sale nunca»[45]. El diario de Tolstoi le muestra limpiando habitaciones con los niños: «Tenía vergüenza de hacer lo que había que hacer, vaciar la bacinilla»; luego, unos días después venció su asco y lo hizo. Tomó lecciones de un zapatero en su choza, y le escribió: «Qué parecido a una luz, moralmente espléndido, es en su rincón sucio y oscuro».

Después de este curso rápido en un oficio difícil, Tolstoi empezó a hacer zapatos para toda la familia y botas para él mismo. También hizo un para Fet, pero no se sabe si el poeta las encontró satisfactorias. Los propios hijos de Tolstoi se negaron a usar los zapatos que les hizo. Tolstoi exultaba martillando: «Uno se siente con ganas de hacerse trabajador, porque el alma florece». Pero el ansia de hacer zapatos se agotó pronto y se volvió hacia las labores de granja: acarreaba abono, arrastraba maderos, araba y ayudaba a construir chozas. Le gustó la carpintería y le fotografiaron con un formón insertado en su ancho cinturón de cuero y un serrucho colgando de la cintura. Luego también esta fase terminó, tan súbitamente como había empezado.

Salvo como escritor, su verdadero oficio, Tolstoi no era hombre de largo aliento. Le faltaba paciencia, persistencia y aguante frente a las dificultades. Hasta administró mal la cría de caballos, algo que entendía bastante, porque pronto perdió interés en ellos. Sonya tuvo una pelea furiosa con él sobre este tema el 18 de junio de 1884. Ella afirmaba que los caballos estaban en condiciones deplorables: Tolstoi había comprado yeguas de buena raza en Samaria, y luego las había dejado morir descuidadas y sobrecargadas de trabajo. Ocurría lo mismo, decía ella, con todo lo que emprendía, incluso sus obras de caridad: sin un plan bien pensado, sin coherencia, sin gente preparada y con una tarea asignada, y cambiando toda la filosofía de un momento a otro. Tolstoi salí corriendo de la habitación gritando que iba a emigrar a América.

La confusión que Tolstoi creó en sus propias tierras dañaba sólo a su círculo personal. Sus actos públicos y más aún su prédica pública, ofrecían peligros mucho mayores. No todo fue descaminado. A partir de 1865 Tolstoi hizo esfuerzos valiosos y en parte exitosos para llamar la atención sobre el hambre en las regiones que Rusia sufría periódicamente. Sus planes de ayuda a veces tuvieron algún buen resultado, en particular durante el hambre de 1890, cuya magnitud el gobierno trató de ocultar. En ocasiones salió en ayuda de alguna de las muchas minorías perseguidas en Rusia. Pregonó los sufrimientos de los Doukhobores, los pacifistas vegetarianos que el gobierno quería rodear y destruir. Por fin consiguió que les permitieran emigrar al Canadá. Por otra parte fue duro con otro grupo perseguido, los judíos, y sus opiniones agravaron los terribles problemas que tenían.

Mucho más seria, sin embargo, fue la opinión autoritaria de Tolstoi según la cual él era el único que tenía la solución para las angustias del mundo, y su negativa a participar en cualquier plan de ayuda que él no pudiera planear y controlar personalmente. Su egoísmo abarcaba hasta su caridad. En diversos momentos de su vida, sus opiniones sobre la mayor parte de los problemas políticos, la reforma agraria, la colonización, la guerra, la monarquía, el estado, la propiedad, etc., cambiaron radicalmente: la lista de sus contradicciones es infinita. Pero en una cosa fue coherente. Se negó a participar personalmente de cualquier esquema sistemático para efectuar una reforma en Rusia —a abordar los problemas en su origen— y denunció con creciente vehemencia la doctrina liberal del «progreso» como un engaño, de hecho un verdadero mal.

Odiaba la democracia. Despreciaba los parlamentos. Los diputados del Duma, eran «niños que jugaban a ser adultos»[46]. Rusia sin parlamentos, argumentaba, era un país mucho más libre que Inglaterra con ellos. Las cosas de más importancia en la vida no responden a la reforma parlamentaria. Tolstoi sentía un odio particular por la tradición liberal rusa y en Guerra y paz puso en la picota al primero de los aspirantes a reformadores, el conde Speranski: «Qué me importa a mí… ¿Es que todo eso puede hacerme más feliz o mejor?». Es un hecho de sombría importancia en la historia de Rusia que durante medio siglo su mejor escritor se opusiera con dureza a cualquier reforma sistemática del sistema zarista e hiciera todo lo posible para estorbar y poner en ridículo a los que trataban de civilizarlo.

¿Pero qué alternativa tenía Tolstoi? Si hubiese argumentado como hicieron Dickens, Conrad, y otros grandes novelistas, que las mejoras estructurales tenían sólo un valor limitado y que en realidad se necesitaba un cambio en el corazón de los hombres, habría tenido algún sentido. Pero Tolstoi, si bien recalcaba la necesidad del mejoramiento moral individual, no se contentaba con eso: sin cesar sugería la necesidad, la inminencia de una convulsión moral gigantesca que pondría al mundo al revés se instalaría un reino celestial. Sus propios esfuerzos utópicos tenían como finalidad presagiar este suceso milenario. Pero detrás de esta visión no había un pensamiento serio. Tenía algo de la cualidad meramente teatral del cataclismo que, como hemos visto, fue el origen poético de la teoría de la revolución de Marx.

Además Tolstoi, otra vez como Marx, tenía una comprensión imperfecta de la historia. Sabía poca historia y no tenía idea de cómo llegan a ocurrir los grandes hechos. Como lamentó Turgenev, las desconcertantes conferencias sobre historia que insertó en Guerra y paz llevaban el sello del autodidacta; eran «absurdas», meros «embustes». También Flaubert, en una cara a Turgenev, observó con consternación «¡Il philosopise[47] Leemos esta gran novela no por su teoría de la historia, sino a pesar de ella. Tolstoi era determinista y antiindividualista. La noción de que los hechos eran producidos por decisión liberada de hombres poderosos era para él una ilusión desmesurada. Quienes parecen estar al mando ni siquiera saben qué está ocurriendo, por no hablar de que lo hagan ocurrir… sólo la actividad inconsciente es importante. La historia es el producto de millones de decisiones tomadas por hombres desconocidos que no saben lo que están haciendo. En cierto modo es la misma idea de Marx, sólo que llegó a ella por un camino diferente. Qué fue lo que llevó a Tolstoi a esta línea de pensamiento no está claro. Es probable que fuera su concepto romántico del campesino ruso como último árbitro y fuerza. De todos modos, creía que leyes ocultas realmente gobiernan nuestras vidas. Son desconocidas y probablemente incognoscibles, y antes que enfrentarnos con este hecho desagradable fingimos creer que los grandes hombres y héroes hacen la historia ejerciendo su libre albedrío.

En el fondo Tolstoi fue, como Marx, un agnóstico; rechazaba la explicación aparente de cómo ocurren las cosas y buscaba el conocimiento del mecanismo secreto que yacía bajo la superficie. Este conocimiento era percibido intuitiva y colectivamente por grupos corporativos: el proletariado para Marx, los campesinos para Tolstoi. Es claro que necesitaron intérpretes (como Marx) o profetas (como Tolstoi) pero era esencialmente su fuerza colectiva, su «integridad», la que ponía las ruedas de la historia en movimiento. En Guerra y paz para probar su teoría de cómo funciona la historia, Tolstoi distorsionó la crónica exactamente como Marx jugó con las fuentes de los Libros Azules y forzó sus citas en El capital[48]. Rehizo y utilizó las guerras napoleónicas exactamente como Marx torturó a la revolución industrial para adecuarla a su lecho de Procusto del determinismo histórico.

No es entonces sorprendente encontrar a un Tolstoi dirigiéndose hacia una solución colectivista del problema social en Rusia. Ya el 13 de agosto de 1865, cuando reflexionaba sobre el hombre, anotó en su diario: «La tarea nacional universal de Rusia es la de dar al mundo la idea de una estructura social sin bienes inmuebles. La propriété est le vol seguirá siendo una verdad s más grande que la constitución inglesa mientras exista la familia humana… La revolución rusa no puede basarse sino en esto»[49]. Cuarenta y tres años más tarde encontró esta nota y se maravillo de su presciencia. Para entonces Tolstoi había establecido lazos con marxista y protoleninistas tales como S. I. Muntyanov, que mantuvo correspondencia con él desde el exilio en Liberia, negándose a la súplica de Tolstoi de renunciar a la violencia: «Es difícil volverme a hacer, León Nikolayevich. Este socialismo es mi fe y mi Dios. Es cierto que usted profesa casi la misma cosa, pero usa la táctica del “amor”, y nosotros usamos la de la “violencia”, como dice usted». La discusión, entonces, tenía que ver con la táctica, no con la estrategia; medios, no fines. El hecho de que Tolstoi hablara de «Dios» y se llamara cristiano marcaba mucho menos diferencias de o que se podía suponer. La Iglesia ortodoxa le excomulgó en febrero de 1901, no por casualidad, dado que no sólo negaba la divinidad de Jesucristo, sino que afirmaba que llamarle Dios o levarlo plegarias era «la mayor blasfemia». La verdad es que seleccionó en el Viejo y el Nuevo Testamento, de entre las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia, sólo aquellas partes con las que estaba de acuerdo y rechazó el resto. No fue un cristiano en ningún sentido significativo. Es más difícil decidir n si creía en Dios, ya que definió a «Dios» de diferentes maneras en distintos momentos. Parecería que en el fondo, «Dios» era lo que Tolstoi quería que ocurriera, la reforma total. Este es un concepto secular, no religioso. En cuanto al tradicional Dios Padre, era en el mejor de los casos un igual, que debía ser observado y criticado celosamente, el otro oso en la guarida[50].

En su ancianidad Tolstoi se volvió contra el patriotismo, el imperialismo, la guerra y la violencia cualquier forma, y esto solo impedía cualquier alianza con los marxistas. Sospechaba, además, que los marxistas en el poder, en la práctica, no renunciarían al estado, como decían que harían.

Si la escatología marxista se instalaba realmente, escribió en 1898 «lo único que ocurrirá es la transferencia del despotismo. Ahora gobiernan los capitalistas. Luego gobernarán los directores de los trabajadores»[51]. Pero esto no le preocupaba demasiado. Siempre había dado por sentado que la transferencia de la propiedad a las masas tendría lugar bajo algún tipo de sistema autoritario: el zar serviría tan bien como cualquiera. De todos modos no veía a los marxistas como el enemigo. Los verdaderos enemigos eran los demócratas al estilo occidental, los liberales parlamentarios. Estaban corrompiendo a todo el mundo con la difusión de sus ideas. En sus últimos escritos, Carta a los chinos y La importancia de la Revolución rusa (ambos de 1906) se identifica a sí mismo, y a Rusia, firmemente con el Este. «Todo», escribió, «lo que los pueblos occidentales hagan puede y debe ser un ejemplo para los pueblos del Este, no de lo que debe hacerse, sino de lo que no debe hacerse en ninguna circunstancia. Seguir el camino de las naciones occidentales es seguir el camino que lleva directamente a la destrucción». El «sistema democrático» de Inglaterra y Estados Unidos era el mayor peligro para el mundo estaba inextricablemente unido al culto del estado y de la violencia institucionalizada que el estado practica. Rusia debería darle la espalda a Occidente, abandonar la industria, abolir el estado y abrazar la no resistencia.

Estas ideas nos impresionan como excéntricas a la luz de los hechos posteriores e irremediablemente incongruentes, aun en ese momento, con lo que realmente ocurría en Rusia. En 1906 Rusia ya había entrado en un proceso de industrialización más rápido que el de cualquier otra nación de la tierra, utilizando una forma de capitalismo del estado que sería un escalón hacia el estado totalitario de Stalin. Pero a estas alturas de su vida Tolstoi ya no estaba en contacto con el mundo real, no tampoco interesado en él. Había creado un mundo propio en Yasnaya Polaina, en el que habitaba y en cierta medida gobernaba. Admitía que el poder estatal corrompe, y por eso se volvió contra el estrado. Lo que no supo ver, aunque no podía ser más obvio (lo fue para Sonya, por ejemplo), fue que la corrupción por el poder toma muchas formas. Una clase de poder lo ejerce un gran hombre, un vidente, un profeta, sobre sus adictos, y a su vez es corrompido por su adulación, servilismo y, lo que no es menos, halagos.

Ya al promediar la década de 1880, Yasnaya Polyana se había convertido en una especie de corte-santuario, a la que acudía toda clase de gente en busca de guía, ayuda, consuelo y sabiduría milagrosa, o para comunicar sus propios mensajes extraños: vegetarianos, swedenborgianos, partidarios de la lactancia materna, y de Henry George, monjes, hombres devotos, lamas y bonzos, pacifistas y desertores, chiflados, locos y enfermos crónicos. A estos se sumaba el círculo de acólitos y discípulos de Tolstoi. De alguna manera, todos consideraban a Tolstoi como su director espiritual, en parte papa, en parte patriarca, en parte Mesías. Como los peregrinos que visitaban la tumba de Rousseau en la década de 1780, los visitantes dejaban inscripciones garabateadas o grabadas en la casa de verano en el parque de Yasnaya Polyana: «¡Abajo la pena de muerte!». «¡Trabajadores del mundo uníos y rendid homenaje a un genio!». «¡Qué León Nikolayevich viva otros tantos años!». «¡Saludos al conde Tolstoi de los realistas de Tula!». Y así sucesivamente.

En su célebre ancianidad Tolstoi impuso un modelo que (como veremos) iba a recurrir entre los intelectuales dirigentes que gozan de fama mundial: formó una especie de subgobierno que asumía los «problemas» de diversas partes del mundo, ofrecía soluciones, mantenía correspondencia con reyes y presidentes, despachaba protestas, publicaba declaraciones, y sobre todo firmaba cosas, prestando su nombre a causas, sagradas y profanas, buenas y malas.

A partir de 1890 Tolstoi como jefe de este régimen caótico, hasta adquirió un primer ministro bajo la forma de un rico ex oficial de la guardia, Vladimir Grieorevich Chertokov (1854-1936), que se insinúo gradualmente hasta llegar a ocupar una posición dominante en la corte. Aparece en algunas fotografías con el Maestro: boca delgada, ojos rasgados, abolsados, una barba corta, con aire de devoción asidua y apostolado. Pronto comenzó a ejercer una influencia creciente sobre las acciones de Tolstoi, recordándole al anciano sus promesas y profecías, obligándole a actuar de acuerdo con sus ideales, empujándole siempre a acciones más extremas. Como es natural se convirtió en el maestro del coro de los aduladores, cuya voz Tolstoi escuchaba con complacencia.

Los visitantes y miembros del círculo íntimo tomaban nota de los obiter dicta de Tolstoi. No son notables. Recuerdan los Dichos de Napoleón en el exilio o las Conversaciones de sobremesa de Hitler: generalizaciones excéntricas, perogrulladas, prejuicios viejos y trillados, banalidades, «Cuanto más vivo más me convenzo de que el amor es la cosa más importante». «NO lean la literatura escrita durante los últimos setenta años. Es toda confusión. Lean cualquier cosa escrita antes de esa época». «Ese Uno que está dentro de nosotros, de cada uno, nos acerca más los unos a los otros. Así como todas las líneas convergen en el centro, también todos nosotros en el Uno». «La primera cosa que nos llama la atención en la introducción de estos aeroplanos y proyectiles voladores es que la gente debe pagar nuevos impuestos. Esto es un ejemplo de cómo en cierto estado moral de la sociedad ningún progreso material es beneficioso, sino sólo dañino». Sobre la vacuna contra la viruela: «No tiene sentido tratar de escapar a la muerte. De todos modos moriremos». «Si los campesinos tuvieran tierras, no tendríamos estos idiotas canteros de flores». «El mundo sería mucho mejor si las mujeres hablaran menos… Es una especie de egoísmo ingenuo, es un deseo de llamar la atención». «En Shangai, el barrio chino le va muy bien sin policía». «Los niños no necesitan ninguna educación… Estoy convencido de que cuanto más sabe un hombre, más estúpido es». «Los franceses son muy compasivos». «Sin religión siempre habrá libertinaje, fruslerías y vodka». «Como se debe vivir, trabajando por la causa común. Es como viven los pájaros y las hojas de hierba». «Cuando peor es, mejor»[52].

La familia de Tolstoi estaba atrapada en el centro de la corte del profeta. Desde que el padre eligió vivir su vida en público, a ellos también los chamuscó el fulgor de la publicidad. Se vieron obligados a compartir el drama que él creaba y llevaron sus cicatrices. Ya he citado a su hijo ILSA sobre los peligros de ser gente «especial». Otro hijo, Andrei, padecía postraciones nerviosas, abandonó a su mujer y su familia y se incorporó a la antisemita Cien Negros. Las hijas sintieron la fuerza del odio creciente que el padre sentía por el sexo. Como Marx, no aprobaba que tuvieran novios y no le gustaban los hombres que elegían. En 1897 Tanya, que ya tenía treinta y tres años, se enamoró de un viudo con seis hijos; según parece era un hombre decente, pero era liberal y Tolstoi se enfureció. Le echó a Tanya un sermón horripilante sobre los males del matrimonio. Masha, que también se enamoró y quería casarse, recibió el mimo tratamiento. La hija menor, Alexandra, estaba más dispuesta a ser una de sus discípulas porque se llevaba muy mal con su madre.

A Sonya le tocó llevar el peso de los cataclismos morales de Tolstoi. Durante un cuarto de siglo la obligó a aceptar sus exigencias sexuales y la sometió a embarazos sucesivos. Luego de pronto insistió en que los dos renunciaran al sexo y vivieran como «hermano y hermana». Ella objetó lo que consideró un insulto a su posición como esposa, en especial porque era seguro que él no podría dejar de hablar y escribir sobre el tema, porque no podía preservar su intimidad. Ella no quería que el mundo espiara su dormitorio. Él exigió que durmieran en habitaciones separadas. Ella insistió en la cama matrimonial, como símbolo de que el matrimonio subsistía. Al mismo tiempo él se mostraba celoso, sin ninguna razón. Inventó una historia siniestra, La sonata Kreutzer, sobre el asesinato de una mujer por un marido enloquecido de celos ofendido por su relación con un violinista. Ella la copió (como copiaba todo lo que escribía) con creciente disgusto y alarma, al comprender que la gente podía creer que tenía que ver con ella. La censura detuvo su publicación, pero la historia circuló en manuscrito y el rumor se difundió. Ella entonces se sintió obligada a exigir la publicación, pensando que su actitud convencería a la gente de que ella no era la protagonista del cuento. En contrapunto con esta disputa casi pública, entre bambalinas se desarrollaban peleas horrendas provocadas por la incapacidad de Tolstoi de mantener su voto de castidad y las periódicas imposiciones sexuales. A fines de 1888 anotó en su diario: «El Diablo se apoderó de mí… Al día siguiente, la mañana del 30, dormí mal. Fue tan repugnante como después de un crimen». Pocos días después: «Aún más fuertemente poseído, caí». Todavía en 1898 le contó a Aylmer Maude: «Anoche fue un marido, pero eso no es motivo para abandonar la lucha. Que Dios no permita que vuelva a comportarme así»[53].

El hecho de que Tolstoi pudiese comentar así su vida sexual marital indica hasta qué punto Sonya sentía que sus secretos más íntimos se exponían ante la mirada del mundo. Fue durante esos años de creciente tensión cundo la locura de la política de glasnost de Tolstoi se hizo presente. Al principio a ella no le gustó leer sus diarios (a ninguna persona normal y sensible le podía gustar) pero se acostumbró.

En realidad, como la caligrafía de Tolstoi era tan mala, adquirió el hábito de copiar los diarios en limpio, los viejos y los actuales. Pero con los intelectuales, que escriben todo pensando en su futura publicación, se vuelve una costumbre utilizar los diarios como pièces justificatives, instrumentos de propaganda, armas defensivas y ofensivas contra críticos en potencia, y no en menor grado contra las personas que aman. Tolstoi, es un ejemplo excelente de esta tendencia. A medida que su relación con Sonya se deterioraba sus diarios se volvieron más críticos con respecto a ella, y él, en consonancia, menos ansioso de que los leyera. Ya en 1890 ella escribió: «Comienza a preocuparle que yo haya estado copiando sus diarios… Querría destruir sus viejos diarios ya parecer ante sus hijos y el público sólo con sus vestiduras de patriarca. ¡Su vanidad es inmensa!»[54] Pronto empezó a ocultar el diario que tenía entre manos. De modo que la política de glasnost se derrumbó y la remplazó el disimulo por ambas partes. Utilizó su diario (que él ahora creía privado) para relatar, por ejemplo, la pelea con Sonya por La sonata Keutzer golpe por golpe. «Lyova ha roto ha roto toda relación conmigo… Leí sus diarios en secreto, y traté de descubrir que podría yo traer a nuestra vida que nos uniera de nuevo. Pero los diarios sólo aumentaron mi desesperación. Es evidente que ha descubierto que yo los había estado leyendo porque los ha escondido». Otra vez: «Tiempo atrás me había dado el trabajo de copiar todo lo que escribía. Ahora insiste en dárselos a sus hijas (no dice “nuestras”) y me los oculta con todo cuidado. Me pone frenética con su manera de excluirme sistemáticamente de su vida personal, y me resulta insoportablemente penoso». Como punto final a su abandonada policía de apertura, Tolstoi empezó a llevar un diario «secreto», que escondía en una de sus botas de motar. Al no encontrar nada en su diario usual, ella comenzó a sospechar la existencia de uno secreteo, lo buscó y por fin lo encontró, y se lo llevó en triunfo para leerlo. Luego le pecó encima una hoja de papel en la que había escrito: «He copiado este lamentable diario de mi marido con el corazón dolorido. Cuánto de lo que dice de mí, y hasta sobre su matrimonio, es injusto, cruel y (que Dios y Levochka me perdonen) falso, distorsionado e inventado».

El trasfondo de toda esta espantosa batalla de los diarios fue el creciente convencimiento de Tolstoi de que su esposa estorbaba su realización espiritual al insistir en un modo de vida «normal» que él ahora encontraba moralmente odioso. Sonya no era, como él la presentaba, una notoria materialista; no negaba la verdad moral de mucho de lo que él predicaba. Como le escribió: «Junto con la multitud veo la luz de la antorcha. Reconozco que la luz, pero no puedo ir más rápido, me retienen la multitud, mi entorno y mis hábitos». Pero al entrar en años, Tolstoi se volvió más impaciente y más asqueado del lujo de una vida que asociaba con Sonya, Así: «Nos sentamos al aire libre y comemos diez platos. Helados, lacayos, servicio de plata… y los mendigos pasan». A ella le escribió: «La forma en que vives es la misma de la que yo me acabo de salvar, como de un horror terrible que casi me ha llevado al suicidio. No puedo volver a esa forma de vivir, en la que encontré la destrucción… Entre nosotros dos hay una lucha a muerte».

El trágico y patético clímax de esta lucha comenzó en junio de 1910. Lo precipitó el retorno de Chertkov, a que ella había llegado a odiar y que la consideraba obviamente como su rival en el poder sobre el profeta. Tenemos un relato íntimo y en gran medida objetivo de lo que ocurrió porque el nuevo secretario de Tolstoi, Valentín Bulgakov, llevaba un diario. En el círculo de Tolstoi existía una obsesión con los diarios, como prueba el hecho de que Chertkov le ordenara a Bulgakov desde el principio que le enviara una copia de sus anotaciones diarias a su secretario. Sin embargo, relata Bulgakov, cuando Chertkov volvió del exilio y «apareció en escena en Yasnaya Polyana y los hechos que ocurrían en la familia Tolstoi asumieron un carácter dramático, comprendí cuánto me restringía esta “censura” y, pese a sus peticiones, dejé de enviar (a Chertkov) copias de mi diario». Dice que llegó con un prejuicio contra la condesa, porque le habían «advertido» que era «enteramente indiferente, por no decir hostil». En realidad la encontró «gentil y acogedora»; «me gustaba la mirada directa de sus brillantes ojos castaños, me gustó su sencillez, amabilidad e inteligencia»[55]. Las entradas en su diario indican que poco a poco empezó a comprender que actuaba mejor cuando estaba con ella; Tolstoi, su ídolo, empezó a derrumbarse.

La vuelta de Chertkov quedó marcada primero por su toma de posesión de los diarios de Tolstoi. Sin que Tolstoi lo supiera los fotografió en secreto. El 1° de julio Sonya insistió en que los «pasajes ofensivos» fueran omitidos, para que pudieran publicarse. Hubo una escena. Más tarde fue en el coche con Bulgakov implorándole que convenciera a Chertkov de que debía devolver los diarios: «lloró durante todo el camino y estuvo sumamente patética… No podía ver llorar a esta desdichada mujer sin sentir una profunda compasión». Cuándo le habló a Chertkov sobre los diarios este se mostró «excesivamente agitado», acusó a Bulgakov de haberle dicho a la condesa dónde estaban escondidos y «ante mi sorpresa… hizo una mueca horrible y me sacó la lengua». Se quejó claramente a Tolstoi, que le escribió una carta a Sonya (14 de julio) en la que insistía que «en los últimos años tu carácter se ha vuelto cada vez más irritable, despótico y descontrolado», ahora los dos tenían «un enfoque del sentido y la finalidad de la vida totalmente opuesto». Para poner fin a la querella se sellaron los diarios y los guardaron bajo llave en el banco[56].

El 22 de julio, una semana después, Tolstoi observó: «El amor de la unión de almas separadas la una de la otra por el cuerpo». Pero el mismo día fue en secreto a Grumont, un pueblo cercano, para firmar un nuevo testamento, dejando todos sus derechos de autor a su hija menor, con Chertkov como administrador. Chertkov arregló todo esto y preparó el documento él mismo, y no se lo comunicaron a Bulgakov porque temieron que se lo contara a Sonya. Se quejó de que no estaba seguro de que Tolstoi hubiese sabido que estaba firmando. «De modo que se ha cometido un acto que (ella) había temido sobre todas las cosas; la familia, cuyos intereses materiales ella había cuidado tan celosamente, había sido privada de los derechos de autor sobre la obra de Tolstoi después de su muerte».

Añadió que «Sonya sentía instintivamente que algo terrible e irreparable acababa de ocurrir». El 3 de agosto hubo «escenas de pesadilla» en la que Sonya al parecer acusó a Chertkov de tener una relación homosexual con su marido. Tolstoi se quedó «helado de indignación»[57]. El 14 de septiembre hubo otra escena terrible en la que, delante de ella, Chertkov le dijo a Tolstoi: «Si yo tuviera una esposa como la suya me pegaría un tiro». Chetkov le dijo a ella: «Si hubiese querido habría arrastrado a su familia por el barro, pero no lo he hecho». Una semana después Tolstoi descubrió que Sonya había encontrado su diario secreto y lo había leído. Al día siguiente, contrariando un convenio anterior, volvió a colgar el retrato de Chertkov en su estudio. Mientras él daba un paseo a caballo, ella lo arrancó y lo tiró por el inodoro. Lugo disparó una pistola de juguete y corrió al parque. Estas peleas siempre implicaban también a la menor, Alexandra; esta adquirió el hábito de adoptar la postura de un boxeador, y la madre le decía irritada, «¿Eres una joven bien educado o un cochero?» refiriéndose, sin duda, a oscuros secretos de familia[58].

La noche del 27 al 28 de octubre Tolstoi encontró a Sonya buscando entre sus papeles, al parecer para encontrar el testamento secreto. Despertó a Alexandra y anunció: «Me voy enseguida… para siempre». Esa noche tomó el tren. A la mañana siguiente, un triunfante Chetkov le dio la noticia a Bulgakov: «Su cara expresaba alegría y emoción». Cuando Sonya lo supo se tiró al lago, y hubo otros intentos de suicidio nada convincentes. El 1° de noviembre Tolstoi, enfermó de bronquitis y neumonía, tuvo que dejar el tren y le acostaron en la estación de Astapovo, en la línea de Ryazan-Ural. Dos días después, Sonya y la familia fueron a reunirse con él. El 7 llegó la noticia de la muerte del profeta. Lo que hace tan desgarradores los últimos meses de su vida, en especial para quienes admiran sus novelas, es que estuvieron marcados, no por un debate ennoblecedor sobre los grandes problemas que en teoría motivaron la pelea, sino por celos, despecho, venganza, disimulo, traición, malhumor, histeria y una mezquindad despreciable. Fue una pelea de familia del tipo más degradante, envenenada por un extraño entrometido e interesado, y que terminó en un desastre total. Los admiradores de Tolstoi trataron luego de convertir el lecho de muerte en la estación de Astopovo en una escena de tragedia bíblica, pero la verdad es que su larga y tormentosa vida no terminó con un estampido, sino con un gimoteo. El caso de Tolstoi es otro ejemplo de lo que ocurre cuando un intelectual busca ideas a expensas de la gente. El historiador se siente tentado a verlo como un prolegómeno, en escala menor y personal, de la infinitamente mayor catástrofe nacional que pronto sumergiría a toda Rusia. Tolstoi destruyó a su familia, y se mató, tratando de lograr la trasformación moral total que él creía imperiosa. Pero también anhelaba y predijo (y alentó de gran manera con sus escritos) una trasformación milenaria de la propia Rusia, no por medio de reformas graduales y concienzudas del tipo que el despreciaba, sino en una convulsión volcánica. Por fin llegó en 1917, como resultado de hechos que él no pudo prever y de maneras que le hubiese estremecido contemplar.

Volvió absurdo todo lo que había escrito sobre la regeneración de la sociedad. La Santa Rusia que amaba quedó destruida, aparentemente para siempre. Por una odiosa ironía, las víctimas principales de la Nueva Jerusalén así creada fueron sus amados campesinos, de los que veinte millones fueron llevado a una matanza masiva en aras de las ideas.