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HENRIK IBSEN:
«¡AL CONTRARIO!»

ESCRIBIR es siempre difícil. La escritura creativa es una tarea intelectual de las más difíciles. La innovación creativa, en especial en escala fundamenta, requiere un grado de concentración y energía aún más excepcional. Pasar toda una vida de trabajo empujando continuamente las fronteras de su arte hacia delante implica un nivel de autodisciplina y laboriosidad intelectual que pocos escritores han llegado a poseer. Sin embargo esta es la norma que rige sin excepción la obra de Henrik Ibsen. Es difícil encontrar algún escritor de cualquier campo o época, que haya estado con más éxito dedicado a su labor. No sólo inventó el drama moderno, sino que escribió una sucesión de obras que todavía forman parte importante de todo su repertorio. Encontró el teatro occidental vacío e impotente y lo transformó en una forma artística rica y sumamente poderosa, no sólo en su propio país, sino en todo el mundo. Además, no sólo revolucionó el arte, sino que cambió el pensamiento social de su generación y la siguiente. Hizo por el final del siglo XIX lo que Rousseau había hecho por el del XVIII. Mientras que Rousseau convenció a hombres y mujeres de que volvieran a la naturaleza y al hacerlo precipitó una revolución colectiva, Ibsen predicó la rebelión del individuo contra el ancien régime de inhibiciones y prejuicios que dominaba en toda ciudad pequeña y, en realidad, en toda la familia. Enseñó a los hombres, y en especial a las mujeres, que la conciencia individual y las ideas personales sobre la libertad tienen prioridad ante las exigencias de la sociedad.

La hacerlo precipitó una revolución en actitudes y conductas que comenzó ya en su época y ha proseguido, a saltos e irregularmente, desde entonces. Mucho antes de Freíd, sentó las bases de la sociedad permisiva. Quizá ni siquiera Rousseau, y por cierto menos aún Marx, ha tenido tanta influencia sobre la forma en que la gente, en oposición a los gobiernos, se conduce realmente. El y su obra constituyen una de las piedras angulares del arco de la modernidad.

El logro de Ibsen es más notable aún si tenemos en cuenta la doble oscuridad de su propio origen. Doble porque no sólo él mismo fue pobre, sino que pertenecía a un país pequeño y pobre, sin ninguna tradición cultural formal en absoluto. Noruega había sido poderosa y emprendedora en la temprana Edad Media, desde 900 a1100 d. C.; luego comenzó a declinar, especialmente después de la muerte de Olaf IV, su último rey enteramente noruego, ocurrida en 1837. En 1536 ya era una provincia de Dinamarca y siguió siéndolo durante casi tres siglos. El nombre de la capital, Oslo, se cambió por el de Cristianía, para conmemorar a un soberano danés, y toda la cultura superior fue danesa: poesías, novelas y obras de teatro. Desde el Congreso de Viena en 1814-15, Noruega se rigió por lo que se llamó Constitución de Eidsvoll[1], que le garantizaba el autogobierno bajo la corona sueca; pero en 1905 el país tuvo su monarquía propia. Hasta el siglo XIX el noruego fue más un dialecto provincial rústico que una lengua nacional escrita. La primera universidad data de 1813 y el primer teatro noruego fue construido en Bergen en 1850[2]. Durante la juventud y comienzos de la madurez de Ibsen, la cultura era todavía preponderantemente danesa. Escribir en noruego era aislarse del resto de Escandinavia, por no hablar del mundo. El danés seguía siendo el idioma de la literatura.

El mismo país era mísero y deprimido. La capital era una ciudad pequeña y provinciana en comparación con otras europeas, era un lugar barroso y poco atractivo. Skien, donde nació Ibsen el 20 de marzo de 1828, estaba en la costa, unas cien millas al sur, en una zona salvaje donde todavía abundaban los lobos y la lepra. Pocos años antes un incendio la había destruido por el descuido de una joven sirviente que fue luego ejecutada. Tal como describió Ibsen en un fragmento autobiográfico, fue algo supersticioso, espectral y brutal, con el sonido de las presas y el grito y quejido de los serruchos: «Cuando más adelante leí sobre la guillotina, siempre pensé en esas hojas de serrucho». El patíbulo estaba al lado del Ayuntamiento, «un poste marrón rojizo, más o menos de la altura de un hombre. En el extremo superior tenía una gran protuberancia redonda que originalmente había sido pintada de negro… Desde el frente del poste colgaba una cadena de hiero, y de esta una argolla abierta que me pareció dos brazos ansiosos y listos para tomarme del cuello… Abajo (del Ayuntamiento) había calabozos con ventanas de rejas que daba a la plaza del mercado. A través de esas rejas vi muchas caras desoladas y tristes»[3].

Ibsen fue el mayor de cinco hijos (cuatro varones, una mujer) de un comerciante, Knud Ibsen, cuyos antepasados eran capitanes de barcos. La madre descendía de una familia naviera. Pero cuando Ibsen tenía seis años el padre quebró, y a partir de entonces fue el hombre destruido, pedigüeño, malhumorado y peleador: el Viejo Ekdal en El pato salvaje. La madre, una belleza en su juventud, actriz frustrada, se ensimismó, se escondía y jugaba con muñecas. La familia estaba siempre endeudada y alimentada principalmente de patatas. Ibsen mismo era pequeño y feo y creció a la sombra del rumor de ser hijo ilegítimo; se decía que era el hijo de un tenorio local. El mismo Ibsen lo creía a veces, y lo pregonaba cuando se embriagaba; pero no hay pruebas de que fuera cierto. Después de una infancia humillante, le mandaron a Grimstad, un deprimente puerto de mar, como asistente del farmacéutico, donde también tuvo poca suerte. El negocio, que hacía tiempo venía decayendo, se desmoronó y quebró[4].

El lento ascenso de Ibsen desde este abismo fue la epopeya de un autodidacta solitario. A partir de 1850 trabajó para pagarse una educación universitaria. Pasó por privaciones extremas entonces y durante años. Escribió poesía, obras de teatro en verso blanco, crítica de teatro, comentarios políticos. Su primera obra dramática, la sátira Norma, no fue representada. La tragedia Cataline, también en verso y la primera en llegar al escenario, fue un fracaso. No tuvo suerte con La noche de San Juan, la segunda en ser representada. Su Tercer obra, El féretro del guerrero, fracasó en Bergen. La cuarta Lady Ingar de Ostraat, en prosa, se presentó en forma anónima, y también fracasó. La primera de sus obras que fue comentada favorablemente, La fiesta en Solhaug, era en su opinión una cosa trivial y convencional. Si seguía sus inclinaciones naturales, como en el drama en verso Comedia del amor, se la clasificaba como «inmoral» y no se presentaba. De todos modos gradualmente fue adquiriendo una experiencia teatral inmensa. El músico Ole Bull, fundador del primer teatro en el idioma noruego en Bergen, lo empleó como autor de teatro con un sueldo de 5 libras mensuales, y durante seis años trabajó para todos, en los decorados, los trajes, , la taquilla, hasta dirigiendo (si bien nunca actuó; su fallo era que le faltaba seguridad para dirigir a los actores). Las condiciones eran primitivas: la iluminación a gas, que Londres y París tenían ya desde alrededor de 1810, no llegó hasta el año en que dejó el teatro, 1856. Luego estuvo otros cinco años en el nuevo teatro en Cristianía. A fuerza de trabajar duramente progresó poco a poco hasta lograr pericia en su arte, y luego comenzó a experimentar. Pero en 1862 el nuevo teatro quebró y lo echaron. Ya estaba casado, muy endeudado, acosado por los acreedores, deprimido y bebiendo mucho. Unos estudiantes le encontraron tirado sin sentido en una zanja y se reunió un fondo para enviar al «poeta ebrio, Henrik Ibsen», al extranjero[5]. El mismo escribía repetidas peticiones, que hoy resultan patéticas, a la Corona y el Parlamento solicitando una subvención para viajar al sur. Por fin la consiguió y durante el cuarto de siglo siguiente, 1864-92, llevó una vida de exiliado en Roma, Dresde y Munich.

El primer atisbo de éxito llegó en 1864, cuando Los pretendientes entró en repertorio del recuperado teatro de Cristianía. Ibsen tenía la costumbre de publicar todas sus obras primero como libro, como en realidad hicieron la mayoría de los poetas del siglo XIX, de Byron y Shelley en adelante. La puesta en escena no tenía lugar, en general, sino años después, a veces muchos años. Pero lentamente el número de volúmenes impresos y vendidos crecía: a 5000, 8000, luego 10 000, aun hasta 15 000. Luego siguió la presentación en escena. La celebridad de Ibsen creció en tres grandes oleadas. Primero llegaron sus grandes dramas en verso, Brand y peer Gynt, en 1866-67, cuando Marx estaba publicando El capital. Brand fue un ataque contra el materialismo convencional y una súplica para que la gente siguiera a su conciencia íntima contra las normas de la sociedad, quizá el tema centra de la obra de toda su vida. Cuando se publicó (1866) provocó una controversia inmensa y por primera vez se vio a Ibsen como líder de una rebelión contra la ortodoxia, no sólo en Noruega, sino en toda Escandinavia; había roto las barreras del estrecho enclave noruego.

La segunda oleada llegó en la década de 1870. Con Brand quedó comprometido con el juego de las ideas revolucionarias, pero llegó a la conclusión sistemática de que tales obras tendrán muchísimo más efecto se representaban en el escenario en vez de dejar que le leyeran en el estudio. Es lo llevó a renuncia a la poesía y adoptar la prosa, y con ella un tipo nuevo de realismo teatral. Como él dijo, «el verso es para las visiones, la prosa para las ideas»[6]. La transición, como todos los progresos de Ibsen, le llevó años, y por temporadas Ibsen parecía permanece inactivo, meditando más que trabajando. Un dramaturgo, a diferencia de un novelista, en realidad no pasa mucho tiempo escribiendo. El número de palabras en una obra de teatro, incluso si es extensa, sorprende por lo reducido. Un drama se concibe, no tanto lógica y temáticamente, sino a saltos; los incidentes dramáticos individuales se convierten en la fuente del argumento más que en su consecuencia. En el caso de Ibsen, la fase preescritura era particularmente ardua, porque estaba haciendo algo enteramente nuevo. Como todo gran artista no podía soportar repetirse y cada uno de sus trabajos es fundamentalmente diferente, casi siempre un nuevo paso hacia lo desconocido. Pero una vez que tenía decidido lo que quería que ocurriera en la escena, escribía con rapidez y bien. Los primeros frutos importantes de su nueva política, Pilares de la sociedad (1877), Casa de muñecas (1879) y Espectros (1881) coincidieron con el derrumbe del largo auge al promediar el reinado de Victoria, y con un nuevo sentimiento de ansiedad e inquietud en la sociedad. Ibsen hacía preguntas perturbadoras acerca del dinero, la opresión de las mujeres, hasta sobre el tema tabú de las enfermedades sexuales. Colocó los problemas políticos y sociales fundamentales literalmente en el centro del escenario, en un idioma simple y cotidiano y en escenas que todos podían reconocer. La pasión, el enojo y el rechazo, pero sobre todo el interés que despertó fueron inmensos y se difundieron en círculos cada vez más amplios desde Escandinavia. Los Pilares marcó su penetración en el público de Europa centra, Casa de muñecas en el del mundo anglosajón.

Fueron los primeros dramas modernos y comenzaron el proceso de convertir a Ibsen en una figura mundial. Pero, como era Ibsen, le resultaba difícil instalarse en el papel del dramaturgo con intención social, aunque tuviera una aceptación internacional. La tercera gran fase en su progreso, que una vez más llegó con una velocidad acumulada después de años de lenta gestación, le mostró dejando atrás las cuestiones políticas como tales y volviéndose hacia el problema de la liberación personal que probablemente le preocupó más que cualquier otro aspecto de la existencia humana. «La liberación», escribió en su cuaderno de apuntes, «consiste en asegura a los individuos el derecho a liberarse, cada uno de acuerdo a su necesidad particular». Constantemente argumentaba que las libertades políticas formales no tenían significado alguno a menos que este derecho personal fuese garantizado por la verdadera conducta de la gente en sociedad. Es así que en esta tercera fase produjo, entre otros, El pato salvaje (1884), Rosmersholm (1886), Hedda Gabler (1890), El maestro de obras (1892) y John Gabriel Borkman (1896) que muchos encontraron enigmáticas y hasta incomprensibles en la época, pero que son ahora sus obras más valiosas: obras que exploran la psique humana y su búsqueda de la libertad, la lente inconsciente y el tremendo tema de cómo un ser humano llega a dominar a otro. Ibsen tuvo el mérito de no estar siempre meramente tratando de hacer algo nuevo y original en su arte, sino que se mostró sensible a ideas formuladas sólo a media o quizás aún inexploradas. Como dijo George Brandes, el crítico danés y en un tiempo amigo suyo, Ibsen estaba «en una especie de correspondencia misteriosa con las ideas que fermentaban y germinaban en su época… alcanzaba a oír el ruido sordo que delata la existencia de ideas socavando el terreno»[7].

Además estas ideas circulaban por todas partes. En todo el mundo el público de los teatros podía identificarse, o identificar a sus vecinos, con las victimas sufrientes o los explotadores torturados de sus obras. Sus ataques contra los valores convencionales, su programa de liberación personal, su petición de que todos los seres humanos tuvieran la oportunidad de realizarse eran bienvenidos en todas partes. Desde principios de la década de 1890, cuando volvió en triunfo a Cristianía, sus obras fueron ofrecidas cada vez más en todo el mundo. Durante la última década de su vida (murió en 1906) el antiguo ayudante de un farmacéutico fue el hombre más famoso en Escandinavia. En realidad, a la par de Tolstoi en Rusia, era ampliamente considerado como el escritor más grande y profeta del mundo en su época. Escritores como William Archer y George Bernard Shaw difundieron su fama. Los periodistas viajaban miles de millas para entrevistarle en su sombrío apartamento en Viktoria Terrace. Su presencia diaria en el café del Grand Hotel, donde se sentaba solo, frente a un espejo, para poder ver el resto del salón, y leía el periódico y después bebía una cerveza y un coñac, era uno de los espectáculos de la ciudad. Cada día cuando entraba en el café, puntual al minuto, todo el salón se ponía de pie y se quitaba el sombrero.

Nadie se atrevía a volver a sentarse hasta que el gran hombre lo hubiese hecho. Richard le Gallienne, el escritor inglés que, como muchas personas, fue a Noruega expresamente a ver esta actuación, como otros iban a Yasnaya Polyana para ver Tolstoi, describió su entrada: «una presencia imponente, malhumorada, reservada, de dignidad almidonada, derecha como un palo… ningún toque de calidez humana en su piel de pergamino o en sus ojos de tejón. Hubiera podido ser un anciano escocés entrando al templo»[8].

Como sugirió Le Gallienne había algo no del todo correcto en este gran escritor humanista ya embalsamado en vida por la estima popular y los honores públicos. Aquí estaban el Gran Liberador, el hombre que había estudiado y penetrado la humanidad, que lloraba por ella y le enseñaba en sus obras cómo liberarse de los grillos de la convención y del prejuicio anticuado. Pero si se condolía tanto por la humanidad, ¿por qué parecía rechazar a los individuos? ¿Por qué rechazaba su afecto y prefería saber de ellos sólo a través de las columnas de su periódico? ¿Por qué estaba siempre solo? ¿A qué se debía este feroz aislamiento autoimpuesto?

Cuanto más cerca se miraba al gran hombre, más extraño parecía. Para un hombre que había pisoteado las convenciones y había predicado las libertades de la vida bohemia, presentaba ahora él mismo una estampa severamente ortodoxa, quizá, hasta el extremo de la caricatura. La princesa María Luisa, nieta de la reina Victoria, notó que tenía un espejito pegado dentro de la copa del sombrero. Lo primero que mucha gente notaba en Ibsen era su extraordinaria vanidad, bien marcada en la famosa caricatura de Max Beerbohm. No siempre había sido así. Magdalena Thorensen, la madrastra de su mujer, escribió que cuando vio por primera vez a Ibsen en Bergen, «parecía una pequeña marmota tímida… todavía no había aprendido a despreciar a su prójimo y por eso carecía de confianza en sí mismo»[9]. Ibsen se volvió exigente en el vestir en 1856 después del éxito de Solhaug. Adoptó los puños adornados del poeta, los guantes amarillos y un bastón elegante. A mediados de la década de 1870 su cuidado en el vestir había evolucionado, pero de una forma sombría que iba bien con la fachada cada vez más cerrada que presentaba al mundo. El joven escritor John Paulsen lo describió en los Alpes austriacos en 1876 de esta manera: «Frac negro con las cintas de sus condecoraciones, camisa de un blando deslumbrante, corbata elegante, sombrero de seda negro brillante, anteojos de oro… la boca fruncida, fina como la hoja de un cuchillo… Me enfrenté con la pared compacta de una montaña, un enigma impenetrable»[10]. Llevaba un gran bastón de nogal con una enorme cabeza de oro. El año siguiente recibió su primer doctorado honorario de la universidad de Upsala; a partir de entonces no sólo expresó su deseo de que se dirigieran a él como «Doctor» sino que usó una larga levita negra, tan formal que las jóvenes campesina de los Alpes creían que era un sacerdote y se arrodillaban para besarle la mano en sus caminatas[11].

Prestaba a su vestimenta una atención inusualmente detallada. Sus cartas contienen instrucciones minuciosas a cerca de cómo colgar su ropa en los roperos y cómo disponer sus medias y calzoncillos en las cómodas.

El mismo lustraba sus botas y hasta se cosía los botones, aunque permitía que un sirviente le enhebrara la aguja. Ya en 1887, cuando su futuro biógrafo Henrik Jaezar le visitó, todas las mañanas dedicaba una hora a vestirse[12]. Pero sus esfuerzos por ser elegante fracasaron. A la mayoría de la gente le parecía un contramaestre o un capitán de bardo; tenía la cara roja de quien vive al aire libre de sus antepasados, sobre todo después de beber. El periodista Gottfried Weisstein pensaba que su costumbre de decir perogrulladas con una seguridad impresionante lo asemejaba a «un pequeño profesor alemán» que «deseara grabar en el tablero de nuestra memoria la información, “mañana tomo el tren a Munich”»[13].

Había un aspecto de la vanidad de Ibsen que rayaba en lo ridículo. Aun a sus admiradores más incondicionales les resultaba difícil defenderle. Toda su vida tuvo una verdadera pasión por las medallas y las condecoraciones. En realidad llegó a extremos vergonzosos en su afán de conseguirlas. Ibsen tenía cierta destreza en el dibujo y a menudo diseñaba estas tentadoras chucherías. El primer dibujo suyo que nos ha quedado muestra la Orden de la Estrella. Dibujaba la «Orden de la Casa Ibsen» y se la obsequiaba a su esposa[14]. Lo que en realidad quería, sin embargo, era condecoraciones para él. Consiguió la primera en el verano de 1869, cuando en Estocolmo tuvo lugar una conferencia de intelectuales —una innovación reciente y, algunos afirmarían, siniestra, en la escena internacional— para debatir sobre el lenguaje. Por primera vez Ibsen fue festejado; pasó una noche bebiendo champaña en el palacio real con el Rey Carl XV, que le obsequió la Orden de Vasa. Más adelante, George Brandes, cuando conoció a Ibsen (habían tenido una larga correspondencia), se sorprendió al encontrarle en su casa con la condecoración.

Le habría sorprendido aún más descubrir que el año siguiente Ibsen estaba pidiendo otras. En septiembre de 1870 escribió a un abogado danés que se ocupaba de esos asuntos, pidiéndole que le ayudara a conseguir la Orden de Danneborg: «No puede imagina el efecto que este tipo de cosas tiene en Noruega… Una condecoración de Dinamarca fortalecería mucho mi posición aquí… el asunto es importante para mi». Dos meses después le escribía a un comisionista armenio dedicado a conseguir condecoraciones que operaba desde Estocolmo, pero tenía conexiones con la corte egipcia, pidiendo una medalla de Egipto que «sería de gran ayuda para mi posición en Noruega»[15]. Por fin consiguió una turca, la Orden Medjidi, que describió deleitado como «un objeto hermoso». El año 1873 fue bueno en medallas: consiguió una condecoración austriaca y la orden de noruega de San Olaf. Pero no cejó en sus esfuerzos por reunir más. A un amigo le negó que «tuviera algún deseo personal» de tenerlas, pero que, «cuando se ponen en mi camino no las rehúso». Esto era una mentira, como atestiguan sus cartas, hasta se decía que, en la década de 1870, en su búsqueda de medallas, se quitaba el sombrero al paso de un carruaje si llevaba las armas reales o nobles en el costado, aunque no hubiera nadie dentro[16].

En el caso particular de esta historia puede ser que se tratara de una invención maliciosa. Pero hay amplia evidencia de esa pasión de Ibsen, ya que insistía en exhibir su creciente galaxia de estrellas siempre que se presentaba una ocasión posible. Ya en 1978 se da noticia de que las había llevado todas, incluso una que parecía un collar de perro alrededor del cuello, a una cena de club. George Pauli, el pintor sueco, se encontró con Ibsen con todas las medallas encima (no sólo las cintas, sino también las estrellas) en una calle de roma. Defendía su costumbre diciendo que delante de «sus amigos más jóvenes» ella «me recuerda que es necesario que me mantenga dentro de ciertos límites»[17]. De todos modos, la gente que le invitaba a cenar se sentía aliviada cuando llegaba sin ellas, ya que provocaban sonrisas y hasta abiertamente risas cuando el vino circulaba. A veces las usaba hasta en pleno día. Cuando volvió a Noruega en barco se vistió de etiqueta y se puso las condecoraciones antes de ir a cubierta cuando llegaron a Bergen. Se horrorizó al vera a cuatro de sus antiguos camaradas de borracheras, dos carpinteros, un sacristán y un comisionista, que le esperaba para saludarle con gritos de «¡Bienvenido viejo Henrik!». Volvió a su camarote y se escondió allí hasta que se fueron[18]. Todavía en la ancianidad siguió a la caza de penachos. En 1898 estaba tan deseoso de conseguir la Gran Cruz de Danneborg que le compró una a un joyero antes de que se la hubiesen otorgado oficialmente; el rey de Dinamarca le envió una adornada con piedras preciosas además de la que le otorgaron, de modo que terminó teniendo tres, dos de las cuales debió devolver al joyero de la corte[19].

Pese a todo esta celebridad internacional, reluciente de trofeos, daba una impresión final no tanto de vanidad, por no hablar de tontería, sino de un poder malevolente y de rabia apenas contenida. Con su cabeza enorme y cuello grueso parecía irradiar fuerza, pese a su corta estatura. Brandes dijo que «su aspecto sugería que se necesitaría una cachiporra para dominarle». Además tenía unos ojos que aterraban. El final del período victoriano parece que fue la época de la mirada fiera. Gladstone la tenía al punto de hacer olvidar a un miembro del Parlamento lo que quería decir cuando la dirigía a él. También Tolstoi utilizaba su mirada de basilisco para dejar mudos a los críticos. La mirada de Ibsen evocaba a la gente la imagen de un juez que sentencia a muerte. Infundía miedo, dijo Brandes: «adentro tenía acumulados veinticuatro años de amargura y odio». Cualquiera que le conociera bien percibía con alarma una furia volcánica que hervía justo debajo de la superficie.

La bebida podía hacer detonar la explosión. Ibsen nunca fue un alcohólico, ni siquiera, salvo muy brevemente, un borracho. Nunca bebía cuando estaba trabajando; por la mañana se sentaba ante el escritorio, no sólo sobrio y sin síntomas de haberse embriagado la noche anterior, sino vestido con una levita recién planchada. Pero bebía socialmente, para superar su intensa timidez y su falta de locuacidad, y el alcohol que le soltaba la lengua también podía inflamar su furia. En el Club Escandinavo de Roma sus estallidos posprandiales eran conocidos. Asustaba a la gente. Solían ocurrir en particular en aquellos interminables banquetes de homenaje y adhesión que fueron un rasgo característico del siglo XIX en toda Europa y Estado Unidos, y que gustaban especialmente al escandinavo.

Ibsen asistió a centenares de ellos, a menudo con resultados desastrosos. Frederick Knudtzon, que le conoció bien en Italia, relata una cena amistosa en la que Ibsen atacó al joven pintor August Lorange, que padecía tuberculosis (una de las razones por las que había tantos escandinavos en el sur). Ibsen le dijo que era un mal pintor: «No merece caminar en dos pies; debería arrastrase a cuatro patas». Knudtzon añada: «Todos nos quedamos sin habla ante semejante ataque contra un hombre inofensivo e indefenso que ya tenía bastante con que luchar sin que Ibsen le diera un golpe en la cabeza». Cuando al fin se levantaron de la mesa, Ibsen no podía sostenerse sobre sus piernas y hubo que llevarle a su casa[20]. Por desgracia la bebida que le hacía fallar las piernas no siempre detenía su lenguaje salvaje. Mientras George Pauli y Christian Ross, el pintor noruego, le llevaban a su casa, con todas sus medallas encima, después de otra cena de homenaje en Roma, «demostró su gratitud mencionando sin parar su opinión confidencial sobre nuestra insignificancia. Yo, dijo, era “un cachorro espantoso” y Ross “un temperamento muy repulsivo”»[21]. En 1891, cuando Brandes ofreció una gran cena en su honor en el Gran Hotel de Cristiana, Ibsen creó un «ambiente opresivo», movió la cabeza ostensiblemente durante el generoso discurso en su elogio que pronunció Brandes, se negó a contestarlo y dijo simplemente, «Sobre ese discurso se podría decir mucho», y acabó por insultar a su anfitrión al declarar que «no sabía nada» de la literatura noruega. En otras recepciones en las que fue huésped de honor le dio la espalda a la gente. A veces estaba tan ebrio que sólo repetía todo el tiempo, «¿Qué, qué, qué?».

Es cierto que a veces Ibsen fue víctima de la bebida de los vikingos. En verdad se podía escribir un libro con la descripción de los banquetes que terminaron mal durante ese período. En uno especialmente solemne que le ofrecieron en 1898 en Copenhague, el orador principal, profesor Sophus Schandorph, bebió tanto que sus dos vecinos, un obispo y un conde, tuvieron que sostenerle en pie, y cuando un invitado se rio él gritó: «Cierren sus bocas mientras hablo». En la misma ocasión un pintor efusivo pero borracho abrazó a Ibsen con tanta fuerza que este gritó, enojado: «¡Quítenme a este hombre de encima!» cuando estaba sobrio no toleraba en absoluto modos de comportarse en los que él caía habitualmente. En realidad podía llegar a se un censor estricto. Cuando alguien introdujo ilícitamente a una joven vestida de hombre en el Club Escandinavo de Roma, insistió en que se expulsara al responsable. Cualquier tipo de conducta, ya fuera pomposa o inmoral, podía llegar a desatar su furia. Era un especialista en el enojo, un hombre para quien la irascibilidad era una especie de forma de arte en sí misma. Hasta valoraba sus manifestaciones en la naturaleza. Mientras escribía Brand, su feroz obra teatral, dijo luego, «Tenía sobre la mesa un escorpión dentro de un vaso de cerveza vacío. De vez en cuando la bestia decaía. Entonces le tiraba un trozo de fruta madura dentro del vaso y se lanzaba en encima furioso para inyectarle su veneno. Esto le hacía sentirse bien»[22].

¿Veía en ese animal un eco de su propia necesidad de liberarse de la rabia que tenía dentro? ¿Fueron sus dramas, en los que en general la rabia borbotea y a veces se derrama, un enorme ejercicio terapéutico? Nadie conocía a Ibsen íntimamente, pero muchos de sus conocidos se daban cuenta de que sus primeros años y luchas le habían dejado una enorme carga de resentimiento incurable. En este aspecto fue como Rousseau: su ego llevó las marcas durante el resto de su vida y por ello fue un monstruo de egoísmo. Con toda injusticia consideró a su padre y a su madre responsables de su infancia desgraciada; el resto de su familia fue culpable por asociación. Una vez que dejó Skien no hizo ningún esfuerzo por mantenerse en contacto con ella. Al contrario: cuando hizo su última visita a Skien en 1858, para pedir dinero prestado a su tío, Christian Paus, deliberadamente no visitó a sus padres. Tuvo algún contacto con su hermana Hedving, pero esto quizá tuviera que ver con deudas impagadas. En una carta terrible que escribió en 1867 a Bjornstjerne Bjornson, su amigo escritor, cuya hija luego se casó con el hijo de Ibsen, dice: «El enojo aumenta mi fuerza. Si es que ha de haber guerra, ¡que haya guerra!… No me apiadaré de la criatura en el vientre de su madre, ni tendré en cuenta ningún pensamiento o sentimiento de cualquier hombre que merezca el honor de ser mi víctima… ¿Sabe que toda mi vida he dado la espalda a mis padres, a toda mi familia, porque no pude seguir adelante con una relación sobre la base de un entendimiento imperfecto?[23]». Cuando el padre murió hacía casi cuarenta años que Ibsen no mantenía contacto con él. En una carta a su tío citó en su defensa «circunstancias imposibles desde el principio» como «el motivo principal». Esto quería decir en realidad que ellos habían descendido, él estaba en ascenso, y no quería que le arrastraran con ellos. Se avergonzaba de ellos; temía sus posibles peticiones de dinero. Cuanto más se enriquecía, cuanto más hubiese podido ayudarles, menos inclinado se sentía a establecer algún contacto. No hizo ningún esfuerzo por ayudar a un hermano menor, Nicolai Alexander, un inválido que finalmente fue a Estados Unidos y murió en 1888 a los cincuenta y tres años; en su tumba está inscrito, «Honrado por extraños; llorado por extraños». Tampoco se ocupó del menor de todos sus hermanos, Ole Paus, que fue sucesivamente marinero, comerciante, guardián de un faro. Ole, que nunca tuvo dinero, fue el único que ayudó a su desafortunado padre. Ibsen le mandó una vez una recomendación formal para un trabajo, pero nunca le dio un penique ni le dejó nada en su testamento; murió en 1917 en un hogar para ancianos, en la miseria[24].

Detrás de la familia oficial había una historia aún más cuidadosamente oculta y dolorosa. Podría haber salido de una de las obras del propio Ibsen: en realidad en cierto sentido toda la vida de Ibsen es un furtivo drama ibseniano. En 1846, cuando tenía dieciocho años, y todavía vivía sobre la tienda del farmacéutico, tuvo una aventura amorosa con la criada que trabajaba allí, Elsie Sofie Jensdatter, que tenía diez años más que él. Quedó embarazada y le nació un hijo, el 9 de octubre de 1846, al que puso el nombre de Hans Jacob Henriksen. Esta joven no era una campesina analfabeta como la Lenchen de Marx, sino que pertenecía a una distinguida familia de granjeros propietarios, su abuelo, Christian Lofthuus, había dirigido una famosa rebelión de granjeros contra el dominio danés, y había muerto, encadenado a la roca en la Fortaleza de Akershut.

La joven se comportó, como Lenchen, con la mayor discreción. Volvió a la casa paterna para tener a la criatura y nunca trató de sacarle nada al padre[25]. Pero de acuerdo a la ley noruega, y por orden del Concejo local, Ibsen fue obligado a pagar para mantener a han Jacob hasta que este cumplió catorce años[26]. Pobre comiera, esta mengua a su magro salario le indignaba amargamente y nunca perdonó ni a la criatura ni a su madre. Como Rousseau, como Marx, jamás reconoció a Hans Jacob, no se interés por él, no le proporcionó la menor ayuda voluntaria, ya fuera financiera o de otra especie. El niño llegó a ser herrero y vivió con la madre hasta los veintinueve años. Ella se quedó ciega, y cuando les quitaron la casa paterna se fue a vivir a una choza. El hijo garabateó en la piedra Syltefjell (Colina del Hambre). Elsie también murió en la miseria a la edad de setenta y cuatro años, el 5 de junio de 1892, y es poco probable que Ibsen se enterara de su muerte.

Hans Jacob no fue en absoluto un salvaje. Era un gran lector, en particular de historia y de libros de viajes. También fue un diestro fabricante de violines pero era bebedor y poco responsable. A veces iba a Cristiana, donde los que conocían su secreto se maravillaban ante el extraordinario parecido con su famoso padre. Algunos de ellos tuvieron la idea de vestir a Hans Jacob con ropa similar a la que usaba Ibsen, y sentarle temprano a la mesa del Gran Hotel que el gran hombre ocupaba habitualmente, de modo que cuando llegara para beber su cerveza matinal se encontraría con la evidencia ocular de su propio pecado. Pero les faltó coraje para hacerlo. Francis Bull, la gran autoridad sobre Ibsen, dice que Hans Jacob se encontró con su padre sólo una vez. Esto ocurrió en 1892, cuando el hijo, que no tenía un centavo, fue al apartamento del padre a pedirle dinero. El mismo Ibsen abrió la puerta y al parecer vio a su hijo, que ya tenía cuarenta y cinco años, por primera vez. No negó el parentesco pero le entregó a Hans Jacob cinco coronas diciéndole: «Esto es lo que le di a su madre. Deberá alcanzarle», y luego le cerró la puerta en la cara[27]. El padre y el hijo no volvieron a encontrarse jamás, y Hans Jacob no figuró en el testamento de Ibsen; murió en la miseria el 20 de octubre de 1916.

El temor de que su familia, tanto la legal como la ilegítima, le exigiera dinero, fue indudablemente una de las razones por las que los mantuvo alejados. Las penurias que pasó en su juventud le dejaron un ansia perpetua de seguridad que sólo el ganar, acumular y conservar dinero podía aplacar. Fue uno de los grandes estímulos que tuvo en su vida. Fue tacaño, como en otros aspectos, en escala heroica. Por dinero era capaz de mentir: dado que era un ateo que en secreto odiaba la monarquía, la solicitud que presentó a Carl XV pidiendo una pensión de 100 libras es notable; «No peleo por una sinecura sino por la vocación que creo y sé positivamente que Dios me ha dado… Depende de Su Majestad que deba callar e inclinarme ante la privación más amarga que pueda herir el alma de un hombre, la de tener que abandonar la vocación de su vida, tener que darme por vencido cuando sé que me han sido dadas las armas espirituales para luchar».

Para ese entonces (1866), como había ganado algo con Brand, empezaba a ahorrar. Se inició con monedas de plata en una media, luego progresó y compró bonos del gobierno. Sus compañeros de exilio en Italia observaron que anotaba hasta una compra ínfima en una libreta. Desde 1870 hasta su primer ataque en 1900 llevo dos libretas negras, en una de las cuales registraba sus ganancias y en la otra sus inversiones, que ponía en títulos del gobierno de máxima seguridad. Hasta sus dos últimas décadas las ganancias no fueron importantes, por lo menos para pautas anglosajonas, ya que sus obras tardaron bastante en tener repercusión mundial, y de todos modos sus derechos no estaban bien protegidos. Pero en 1880 ganó pro primera vez más de 1000 libras, un ingreso enorme en comparación con el nivel común en Noruega. Ese total continuó creciendo con firmeza. También lo hicieron las inversiones. En realidad es poco probable que algún otro autor haya invertido jamás una proporción tan grande de sus ganancias, de la mitad a los dos tercios, en el último cuarto de siglo de su vida. ¿Para que lo hizo? Cuando su hijo legítimo, Sigurd, le preguntó por qué vivían tan frugalmente, le contestó: «Es mejor dormir bien y no comer bien, que comer bien y no dormir bien». Pese a su riqueza creciente, él y su familia siguieron viviendo en sórdidas habitaciones amueladas. Decía que envidiaba a Bjornson porque tenía una casa y tierra. Pero él mismo nunca intentó comprar una propiedad y ni siquiera tener muebles propios. Los últimos apartamentos de Ibsen en Viktoria Terrace y en la calle Arbiens fueron tan impersonales y parecidos a hoteles como los anteriores.

Sin embargo, todos los apartamentos de Ibsen tuvieron una característica inusual: parecían estar divididos en dos mitades, en las que marido y mujer erigían una fortaleza por separado para operaciones defensivas y ofensivas entre ellos[28]. De una manera curiosa cumplió una promesa de juventud, ya que le había dicho a su primer amigo, Christopher Due, que «su mujer, si alguna vez llegaba a tenerla, tendría que vivir en un piso separado. Se verían (sólo) durante las comidas y no se tratarían de tu»[29]. Ibsen se casó con Susana Thoresen, hija del deán de Bergen, en 1858, después de un frío noviazgo de dos años. Ella era estudiosa, decidida y fea, pero tenía bonito cabello. Su pedante madrastra dijo despectivamente de Ibsen que, después de Sôren Kierkegaad, nunca había conocido a nadie «tan marcado por la compulsión de estar solo consigo mismo». El matrimonio fue más funcional que cálido. En un sentido fue crucial para el éxito de Ibsen, porque, en un momento de gran desaliento en su vida, cuando sus obras eran rechazadas o fracasaban y pensó seriamente en desarrollar su otro talento, la pintura, ella le prohibió pintar y le obligó a escribir todos los días. Como dijo Sigur más adelante: «El mundo puede agradecer a mi madre el haber tenido un gran escritor y no un mal pintor más»[30]. Sigurd, que nació en 1859, siempre presentó a su madre como la fuerza que sostenía a Ibsen: «El fue el genio, ella el carácter. El carácter de él. Y él lo sabía, aunque no lo admitiera de buena gana sino cerca del fin».

Sigurd, por cierto, presentó al matrimonio como una sociedad exitosa. En la época otros lo vieron, y a él también, de otra manera. En el diario de Martín Schneekloth, un joven danés, hay una descripción desgarradora de Ibsen en sus años de Italia: «estaba en una situación desesperada» de encontrarse casado con una mujer a la que no amaba y «no había posibilidad de reconciliación». Para él era «una personalidad dominante, egocéntrica e inflexible, de una virilidad apasionada y una mezcla curiosa de cobardía personal, compulsivamente idealista y sin embargo indiferente a expresar esos ideales en la vida diaria… Ella tiene un temperamento femenino, carente de tacto, pero firma, es una mezcla de inteligencia y estupidez, no carente de sentimientos pero sí de humildad y amor femenino. Los dos se atacan mutuamente, pero ella le ama, aunque sea a través el hijo, ese pobre hijo, cuyo destino es el más triste que pueda tocar a una criatura». Continúa: «El propio Ibsen está tan obsesionado con su trabajo que el proverbio “La humanidad primero, el arte en segundo termino” ha sido prácticamente revertido. Creo que el amor que sentía por su mujer desapareció hace mucho tiempo… Su crimen es hoy que no puede adaptarse correctamente a la situación, sino que más bien les impone a ella y al pobre hijo aterrado y espiritualmente retorcido su naturaleza temperamental y despótica»[31].

Susana no estaba en absoluto indefensa frente al egoísmo granítico de Ibsen. La mujer de Bjornson la cita como diciendo, después del nacimiento de Sigurd, que no había más hijos, lo que significaba no más sexo. (Pero ella era un testigo hostil). De cuando en cuando corría el rumor de una separación. No cabe duda de que Ibsen odiaba el matrimonio en sí: «Pone la marca de la esclavitud sobre todos» anotó en 1883. Pero, prudente y amante de la seguridad, mantuvo en pie el suyo. Ha quedado una curiosa carta que escribió a su mujer el 7 de mayo de 1895 en la que niega vivamente el rumor de que tenía la intención de dejarlo por Hildur Andersen, y se lo achaca a la madrastra Magdalena Thorsen, a la que odiaba[32]. Ibsen fue a menudo duro y desagradable con su mujer. Pero ella sabía cómo vengarse. Cuando el se enfadaba, ella simplemente se reía en su cara, conocedora de su timidez innata y de su temor a la violencia. En realidad se aprovechaba de sus temores y recorría los periódicos en busca de relatos de catástrofes horribles y cotidianas, y se las contaba[33]. No debieron de formar una pareja agradable de contemplar.

Ibsen sostuvo relaciones igualmente frías a ya veces tormentosas con sus amigos. Quizás amigos no sé la palabra adecuada. Su correspondencia con su colega autor Bjornson, a quien conoció tan bien como a otros y por más tiempo, constituye una lectura dolorosa.

Veía a Bjornson como un rival, y tenía celos de su éxito rápido, su naturaleza extrovertida, su actitud alegre y bondadosa, so obvia capacidad para gozar la vida. En realidad Bjornson hizo todo lo que pudo para logra que Ibsen obtuviera el reconocimiento del público y la fría ingratitud de Ibsen nos impresiona como lastimosa. Esta relación se parece a la de Rousseau con Diderot: Ibsen, como Rousseau, recibía y Bjornson daba, aunque no hubo un altercado final espectacular.

Ibsen encontraba difícil la reciprocidad. Considerando todo lo que Bjornson había hecho por él, el telegrama de felicitación que finalmente consintió en mandarle es una obra maestra de minimalismo: «Henrik Ibsen le envía sus mejores deseos para su cumpleaños». Sin embargo esperaba que Bjornson hiciera mucho por él. Cuando Clemens Petersen, el crítico, publicó una reseña hostil de Per Gynt, Ibsen escribió una cara furiosa a Bjornson, que no había tenido nada que ver con ella. ¿Por qué no le había dado un puñetazo a Pettersen? «Yo la habría dejada sin sentido antes de permitirle que cometiera una ofensa tan deliberada contra la verdad y la justicia». Al día siguiente añadió una posdata: «He dormido sobre estas palabras y las leo con la cabeza fría… Sin embargo las enviaré». Entonces se irritó de nuevo y continuó: «Le reprocho solamente su inactividad. No estuvo bien por su parte permitir, al no hacer nada, que en mi ausencia se intentara de esa manera sacara a remate mi reputación»[34].

Pero a la vez que esperaba que Bjornson luchara por él, Ibsen lo tenía como objeto de su sátira. Figura como el desagradable personaje de Stensgaard en la obra de Ibsen La liga de la juventud, un ataque salvaje contra el movimiento progresista. En este monumento a la ingratitud Ibsen atacó a todas aquellas personas que le habían ayudado con dinero y que habían firmado la solicitud para que se le diera una pensión del estado. Partía de la base de que cualquier personaje prominente era un blanco legítimo. Pero se resentía amargamente de cualquier referencia similar que se hiciera contra él. Cuando John Paulsen publicó una novela sobe un padre dominante apasionado por las condecoraciones, Ibsen tomó una de sus tarjetas de visita, escribió en ella una sola palabra «¡Canalla!» en el dorso y la envió, abierta, dirigida a Pausen en su club (la misma técnica que aplicaría a Oscar Wilde el Marqués de Queensberry en la década siguiente).

Prácticamente toda relación de Ibsen con otros escritores terminó en peleas. Aunque no hubiese un altercado tendían a morir de inanición. No podía seguir el consejo del doctor Johnson: «Las amistades deben mantenerse en constante reparación». Él las mantenía en una tensión constante entremezclada con períodos de silencio: siempre era la otra parte la que tenía que hacer el esfuerzo. En realidad estuvo muy cerca de articular una filosofía de la antiamistad. Cuando Brandes, que vivía en pecado con la esposa de otro hombre, y por eso le mantenían aislado en Copenhague, escribió una carta a Ibsen en la que se quejaba de no tener amigos, este le contestó: «Cuando uno mantiene, como hace usted» y, se insinuaba: «y yo también», «una relación tan intensa con la obra de su vida, no se puede esperar, en realidad, retener a los amigos… Los amigos son un lujo caro, y cuando uno invierte su capital en una vocación o misión en esta vida, no se puede permitir el lujo de tener amigos. Lo que resulta caro con los amigos no de lo que uno hace por ellos, son lo que, por consideración a ellos uno deja de hacer. Muchas ambiciones espirituales fueron mutiladas así. Yo pasé por esto, y esa es la razón por la que debí esperar varios años antes de lograr ser yo mismo»[35].

Esta carta fría y desoladora revela, como en el caso de los otros intelectuales que hemos examinado, la conexión íntima entre la doctrina pública y la debilidad privada. Ibsen le estaba diciendo a la humanidad: «¡Sed vosotros mismos!». Sin embargo, en esta carta de hecho estaba admitiendo que ser uno mismo involucraba sacrificar a otros. La liberación personal era en el fondo egocéntrica y despiadada. En su propio caso, no podía ser un dramaturgo eficiente sin ignorar, hacer a un lado y, de ser necesario, pisotear a los demás. En el centro del acercamiento de Ibsen a su arte estaba la doctrina del egoísmo creativo. Como escribió a Magdalene Thorensen: «La mayor parte de la crítica se reduce a reprochar al escritor por se él mismo… Lo vital es proteger el propio yo esencial, mantenerlo puro y libre de todo elemento extraño».

A través del egoísmo creativo Ibsen intentó convertir la vulnerabilidad de su propio temperamento en una fuente de fuerza. De niño había estado horriblemente solo: «la cara de un viejo», dijo su maestro, «una personalidad introspectiva». Un contemporáneo atestiguó: «nosotros, los más pequeños, no le queríamos porque siempre era muy agrio». Sólo una vez se le oyó reír «como otros seres humanos». Más adelante, cuando era ya un joven, su pobreza le impuso más soledad aún: hacía largas caminatas solo para que los otros huéspedes y los sirvientes de su pensión pensaran que cenaba fuera. (Es una lástima que la mezquindad de Ibsen obligara años más tarde a su hijo a usar un subterfugio similar; reacio a invitar a otros niñitos a su hogar sombrío, les contaba que su madre era una negra gigantesca que tenía a su hermano menor, que en realidad no existía, encerrado en una caja). Las largas caminatas solitarias de Ibsen se convirtieron en un hábito: «He deambulado», escribió, «por la mayoría de los estados papales en varias ocasiones, con una mochila a la espalda». Ibsen fue un exiliado innato: veía a la comunidad que le rodeaba como extraña en el mejor de los casos, y a menudo hostil. En su juventud, escribió, «me encontraba en estado de guerra con la pequeña comunidad en la que estaba encerrado»[36].

De modo que no debe sorprender que Ibsen eligiera el exilio real para el período de su vida más largo y más productivo. Como en el caso de Marx, esto reforzó su sensación de aislamiento y le encerró en un grupo intensamente parroquial de expatriados con sus peleas y sus aversiones. Ibsen empezó por admitir las desventajas de su aislamiento. En una carta de 1858 se describía a sí mismo como «encerrado por una especie de frialdad agresiva que hace difícil mantener una amistad íntima conmigo… Créame, no es agradable contemplar el mundo desde un punto de vista otoñal». Seis años después, sin embargo, comenzaba a reconciliarse con su incapacidad para establecer contacto con los demás, y le escribía a Bjornson en 1864: «No puedo establecer un contacto íntimo con gentes que exigen que uno se entregue libremente y sin reservas… Prefiero encerrar (mi verdadero yo) dentro de mí». Desde el primer poema suyo que nos ha quedado, «Resignación», escrito en 1874, hasta que dejó de escribir poesía en 1870-71, es el tema subyacente en todos sus poemas.

Como dijo Brandes, «es la poesía de la soledad, que refleja la necesidad solitaria, la lucha solitaria, la protesta solitaria»[37]. Su obra, que reflejaba su soledad, fue su defensa, su refugio y arma contra el mundo extraño; entregó «toda su mente y su pasión» como dijo Scheekloth de su vida en Italia, «a la búsqueda demónica de la fama literaria». Gradualmente llegó al considerar a sus egoístas aislamientos y ocultamiento de sí mismo como una política necesaria, hasta una virtud. Toda la existencia humana, le dijo a Brandes, era un naufragio, y en consecuencia «la única actitud razonable es la de salvarse de sí mismo». En su vejez le aconsejó a un joven: «Nunca hay que contar todo a la gente… Lo más valioso en la vida es guardarse las cosas para sí»[38].

Pero por cierto no era realista suponer que una política semejante pudiera mantenerse bajo control. Degeneró en una hostilidad general hacia la humanidad. Brandes se vio obligado a inferir: «su desprecio por la humanidad no reconocía límites». El reflector de su odio enfocó sistemáticamente todos los aspectos de las sociedades humanas, deteniéndose de cuando en cuando, casi amorosamente, sobre alguna idea o institución que le evocaba un odio particular. Odiaba a los conservadores. Fue quizá el primer escritor —el explorador que precedió a lo que iba a ser un ejército enorme— que convenció a un gobierno conservador de que subsidiara una vida literaria dedicada a atacar todo lo que le era valioso. (Cuando volvió a pedir más dinero, un miembro de la junta de subsidios, el Reverendo H. Riddervold, dijo que lo que Ibsen merecía no era otro subsidio, sino una paliza). Llegó a odiar aún más a los liberales. En su mayoría eran «hipócritas, mentirosos, tontos, canallas». Lo mismo que su contemporáneo Tolstoi, sentía una aversión especial por el sistema parlamentario, al que veía como fuente de una corrupción e hipocresía abismales; una de las razones por las que Rusia le gustaba era que no lo tenía. Odiaba la democracia. Sus obiter dicta, tal como lo registran los diarios de Kristofer Janson, constituyen una lectura sombría[39]. «¿Qué es la mayoría? La masa ignorante. La inteligencia siempre pertenece a la minoría. La mayoría de las personas», dijo, no «tenían derecho a tener opiniones». Del mismo modo le dijo a Brandes: «Bajo ningún concepto me conectaré jamás con algún parido que tenga a la mayoría con él». Se veía a sí mismo, quizá, como un anarquista, creyendo tontamente (como muchos entonces) que anarquismo, comunismo y socialismo eran todos esencialmente la misma cosa. «El estado debe ser abolido», le dijo a Brandes, que gustaba de recoger sus opiniones. «Esa sí que sería una revolución a la que apoyaría encantado. Abolir el concepto de estado y establecer el principio de libre albedrío».

No cabe duda de que Ibsen pensaba que tenía una filosofía coherente de la vida pública. Su dicho favorito, que le dio a su personaje, el doctor Stockmann, era: «La minoría siempre tiene razón». Por minoría, le explicó a Brandes, quería decir «la minoría que avanza dentro de territorios a los que la mayoría aún no ha llegado». En cierto sentido se identificó con el doctor Stockmann, al decirle a Brandes:

Un pionero intelectual nunca puede tener una mayoría a su alrededor. Dentro de diez años quizá la mayoría haya llegado al punto donde estaba el doctor Stockmann cuando el pueblo se reunió. Pero durante esos diez años el doctor no se ha quedado estacionado: se ha adelantado por lo menos diez años a los otros. La mayoría, las masas, la plebe, nunca lo va a alcanzar; nunca podrá llevarlos detrás de él. Yo mismo siento una compulsión Igualmente implacable de seguir avanzando. Ahora hay una multitud donde yo estaba cuando escribí mis primeros libros. Pero yo ya no estoy allí. Estoy en otro lugar, más adelante que ellos, o por lo menos así lo creo[40].

La dificultad con esta opinión, que a su manera era típicamente vitoriana, es que presumía que la humanidad, dirigida por la minoría esclarecida, avanzaría siempre en una dirección deseable. A Ibsen no se le ocurría que esta minoría, lo que Lenin llamaría luego «la elite de vanguardia» y Hitler «los portadores de estandartes», podrían hacer caer a la humanidad en un abismo. Ibsen se habría sorprendido y horrorizado ante los excesos del siglo XX, el siglo que su mente ayudó a tomar forma.

La razón por la que Ibsen se equivocó tanto a cerca del futuro que pretendía prever surge de la debilidad inherente a su personalidad, su incapacidad de simpatizar con las personas, en vez de con las ideas. Cuando los individuos o los grupos eran implemente ideas corporizadas, podía manejarlos con gran percepción y simpatía. En cuanto entraban en la vida como personas reales, huía o reaccionaba con hostilidad. Su último grupo de obras, con pujante comprensión de la psicología humana, coincidió con peleas, explosiones y misantropía en su propia vida, y un constante deterioren las pocas relaciones personales que le quedaban. En la mayoría de sus actitudes públicas se reflejaba el contraste entre la idea y la realidad. El 20 de marzo de 1888 envió un cable al Sindicato de Obreros de Cristiana: «De todas las clases de mi país la que está más cerca de mi corazón es la de los trabajadores»[41]. Esto fue una hipocresía. Nada estaba cerca de su corazón salvo su billetera. Nunca prestó ni la menor atención a los trabajadores en la vida real o sintió otra cosa que no fuera desprecio por sus opiniones. No hay ninguna prueba de que alguna vez hiciera algo para ayudar al movimiento de los trabajadores. Además le pareció de buena política congraciarse a los estudiantes. A la vez a ellos les gustaba honrarlo con procesiones de antorchas. Pero en la práctica sus tratos con los estudiantes terminaron en una pelea violenta que se reflejó en la carta, infantil y absurdamente larga, que escribió a la Unión de Estudiantes Noruegos, el 23 de octubre de 1885 denunciando «la preponderancia de elementos reaccionarios» entre ellos[42].

En sus relaciones con mujeres se dio la misma historia. En teoría estaba de parte de ellas. Se puede argumentar que, después de todo, hizo más para mejorar la situación de las mujeres que ningún otro escritor del siglo XIX. Casa de muñecas, con su claro mensaje —el matrimonio no es sacrosanto, la autoridad del marido puede ser cuestionada, el conocimiento de sí mismo importa más que cualquier otra cosa— realmente inició el movimiento feminista.

Su presentación del caso de la mujer nunca ha sido superado y, como demostró con Hedda Gabler pocos lo han igualado en la presentación de los sentimientos de una mujer. Para hacerle justicia hay que decir que en ocasiones trató de ayudar a la mujer, como idea corporizada, también en la vida real. Uno de los discursos que pronunció en un banquete, ya ebrio, fue a favor de admitir a las mujeres en el Club Escandinavo de roma: fue especialmente feroz y quizá no ayudara mucho a la causa (una condesa que le escuchó se desmayó aterrada). Sin embargo, no podía aguantar a las mujeres que actuaban en la causa, especialmente si también eran escritoras. En la calamitosa cena de Brandes le ofreció en el Gran Hotel en 1891, se irritó cuando descubrió que le habían colocado al lado de Kitty Kielland, una pintora e intelectual de cierta edad. Cuando ella se atrevió a criticar el personaje de la señora Elvstead en Hedda Gabler, él gruñó: «escribo para presentar retratos de personas y me es enteramente indiferente que les gusten o no a las pedantes fanáticas»[43]. Su idea del infierno era asistir a un banquete prolongado y estar sentado entre una vieja sufragista o una autora… y en la década de 1890 había un buen número de ambas en todas las capitales escandinavas. Hizo todo lo que pudo por zafarse de una gran cena de etiqueta que la Liga Noruega por los Derechos de la Mujer ofreció en su honor en Cristianía el 26 de mayo de 1898. Como no pudo evitarlo, pronunció un discurso típico de un cascarrabias[44]. En una cena que le ofrecieron en Estocolmo dos sociedades femeninas reunidas mostró el mismo malhumor; pero no se produjo un desastre porque las damas tuvieron el buen sentido de presentar una exhibición de danzas folklóricas a cargo de bellas jovencitas a las que se sabía, era un aficionado apasionado[45].

Una de las bailarinas fue Rosa Fitinghoff, hija de una mujer que escribía cuentos para niños. Fue la última de una larga sucesión de jovencitas con las que Ibsen sostuvo una relación compleja y en cierto sentido vertiginosa. Ibsen parece que tuvo siempre afición por la juventud extrema, que asociaba amargamente con lo inalcanzable. La primera vez que se enamoró en serio, cuando trabajaba en el teatro de Bergen, fue de Henrikke Holst, una niña de quince años. Pero él no tenía dinero, el padre puso objeciones, y no pasó nada. Para cuando tuvo su primer éxito sintió que era ya demasiado viejo y feo y que se arriesgaría a un desaire si pretendía a una joven muchos años más joven que él. Pero siguió estableciendo liaisons dangereuses. En 1870 lo hizo con Hildur Sontum, de apenas diez años, nieta de la vieja dueña de la pensión donde vivía. La afición no desminuyó con la edad: al contrario. Le fascinaba la historia de los sentimientos del anciano Goethe por la deliciosa Marianne von Willemer, que dio a su arte una juventud renovada. Se aceptó que las actrices, si eran jóvenes y bonitas, usualmente podían convencer a Ibsen de hacer lo que ellas querían, en especial se le presentaban a otras jovencitas. Cuando visitó las capitales escandinavas, las jóvenes deambulaban por el Hotel, a veces aceptaba hablarles y les daba un beso y una fotografía suya.

Le gustaban las jóvenes en general pero solía centrar su interés en una en particular. En 1891 fue Hildur Andersen, Rosa Fitinghoff fue la última.

Las dos más importantes fueron Emilie Bardach y Helene Raff, a las que conoció en unas vacaciones alpinas en 1889. Las dos llevaban diarios y quedan bastantes cartas. Emilie, una joven austriaca de dieciocho años (Ibsen tenía cuarenta y tres años más) registró en su diario: «Su ardor debería hacerme sentir orgullosa… Pone sentimientos tan fuertes en lo que me dice… Mamás en su vida, me dice, sintió tanta alegría al conocer a alguien. Nunca admiró a nadie como me admira a mí». Le pidió «que fuera absolutamente sincera con él para que podamos ser compañeros de trabajo». Se creía enamorada de él «pero lo dos pensamos que es mejor seguir como extraños en apariencia»[46]. Las cartas que recibió de él cuando se separaron son muy inofensivas, y cuarenta años después ella le contó al escritor E. Z. Zucker que ni siquiera se habían besado; pero también le dijo que Ibsen le había hablado de la posibilidad de que se divorciara, y entonces se casarían y recorrerían el mundo[47]. Helene, una niña de ciudad, más sofisticada, que vivía en Munich, le permitió besarla, pero le aclaró que su relación era romántica y literaria más que sexual, y menos aún formal. Cuando le preguntó que encontraba en ella, él le respondió: «Tu era la juventud, criatura, la juventud personificada, lo que necesito para escribir». Eso, es claro, explicaba lo que quería decir con «compañeros de trabajo». Cuarenta años después Helene escribió: «En sus relaciones con jovencitas no había nada en absoluto de infidelidad en el sentido usual de la palabras, sino que las entablaba exclusivamente en respuesta a las necesidades de su imaginación»[48].

Esas niñas eran arquetipos, ideas hechas carne para ser explotadas en sus dramas, no mujeres reales con sentimientos que deseaba querer o amar por ellas mismas.

De ahí, es improbable que Ibsen pensara alguna vez seriamente en tener una aventura con alguna de estas jóvenes, y menos aún en casarse con alguna de ellas. Tenía inhibiciones profundas en relación con el sexo. Su médico, el doctor Edgard Bull, dijo que no mostraba su órgano sexual ni siquiera para un examen médico. ¿Pasaba algo con él… o él lo temía? Uno se siente tentado a pensar que Ibsen, al menos en teoría, tenía una comprensión profunda de la psicología femenina, el equivalente masculino de la coqueta. Es obvio que hizo todo lo posible por atraer a Emilie. Ella era demasiado imaginativa y sin duda tonta, y no se daba cuenta de que Ibsen la estaba utilizando. En febrero de 1891, él interrumpió la correspondencia, cuando tuvo lo que quería. El mismo mes, el crítico Julio Elías contó que mientras almorzaban en Berlín Ibsen le dijo que:

Había conocido en el Tirol… a una jovencita vienesa de un temperamento notable, que de inmediato le había tomado como confidente… no le interesaba la idea de casarse con algún joven educado decentemente… Lo que la tentaba, fascina y encantaba era quitarles los maridos a otras mujeres. Era una pequeña destructora diabólica… una pequeña ave de presa, que con todo gusto le habría incluido a él entre sus víctimas. La había estudiado muy de cerca. Pero ella no había tenido gran éxito con él. «No me atrapó, pero yo la atrapé a ella… para mi obra»[49].

En resumen, Ibsen utilizó sencillamente a Emilie como idea para uno de sus personajes. Hilde Wangel en El maestro de obras, transformándola en el proceso y convirtiéndola en un personaje reprensible. No sólo se publicó el relato de Elías, sino también las cartas de Ibsen, y la pobre Emilie quedó identificada con Hilde[50]. Durante más de la mitad de su larga vida (permaneció soltera y vivió hasta los noventa y dos años) quedó bajo el estigma de ser un mala mujer. Esto fue característico no sólo de la manera en que Ibsen utilizaba a personas tomadas de la vida en sus guisos de ficción, sino también de la cruel falta de consideración por sus sentimientos al a exhibirlos tan despreocupadamente. El peor caso de todos fue el de Laura Kieler, una infeliz joven noruega con la que Ibsen se había encontrado algunas veces. Estaba muy bajo la influencia de su marido y para ayudarle, pensaba ella, rogaba; cuando la descubrieron él la trató como si fuera un estorbo y una desgracia y la puso en un asilo para locos durante un tiempo. Ibsen la vio como un símbolo de la opresión de la mujer —otra idea hecha carne, más que una persona real— y la utilizó para crear su carácter ficticio de Nora en Casa de muñecas. La inmensa popularidad mundial de este drama brillante convirtió en figura conspicua a Laura, que fue generalmente identificada como el original. Se sintió angustiada y quiso que Ibsen declarara públicamente que Nora no era ella. No le hubiera costado nada hacerlo y la carta en la que rehúsa es una obra maestra de hipocresía mezquina: «Realmente no comprendo bien en qué piensa Laura Kieler cuando me quiere mezclar en esas disputas. Una declaración mía en tal sentido de que “ella no es Nora” sería a la vez insensata y absurda, ya que nunca he sugerido que lo fuera… ¡Creo que estará de acuerdo en que lo mejor que puedo hacer por nuestra mutua amiga es quedarme callado!».

La explotación despiadada del carácter de las personas por parte de Ibsen abarcaba tanto a aquellos que estaban más cerca de él como a personas que le eran prácticamente desconocidas. La obra que arruinó la vida de Emilie también perjudicó y lastimó a su mujer, ya que era fácilmente identificable como la mujer de Solness en El maestro de Obras, el coarquitecto y víctima de un matrimonio desgraciado. Más aún, otro personaje en esta obra, Kaja Fósil, fue un acto de latrocinio humano. Una mujer se sorprendió al recibir varias invitaciones a cenar con Ibsen; acudió encantada y quedó nuevamente sorprendida cuando cesaron abruptamente; luego comprendió todo cuando vio la obra y reconoció algunos rasgos de ella en Kaja. Había sido utilizada.

Ibsen escribió a menudo sobre el amor que fue, después de todo, el tema principal de su poesía, aunque sólo fuera en el sentido de expresar el dolor de la soledad. Pero es dudoso que alguna vez sintiera o hubiese podido sentir amor por una persona en particular en oposición a una idea o persona como idea. El odio era una emoción mucho más genuina en él. Detrás del odio había un sentimiento aún más fundamental: el miedo. En los escondrijos más recónditos de la personalidad de Ibsen había un temor penetrante, inexpresado, atroz. Es probable que fuera lo más importante en él. La timidez la heredó de su madre, que en cuanto podía se encerraba en su habitación. Cuando pequeño Ibsen también se encerraba bajo llave. Los otros chicos se daba cuenta de su temor (por ejemplo de que tenía miedo a ir en trineo por el hielo), y «cobardía», tanto física como moral, fue una palabra que quienes le observaron le aplicaron constantemente a lo largo de su vida.

Hubo un incidente especial en su vida, que tuvo lugar en 1851 cuando tenía veintitrés años y escribía artículos anónimos para el periódico radical Arbejderforeningernes Blad. En julio de ese año la policía allanó las oficinas y detuvo a dos de sus amigos, Theodor Abildgaard y Marcus Thrane, el líder de los obreros. Por suerte para Ibsen la policía no encontró nada entre los papeles de la oficina que lo conectara con los artículos. Aterrado, se mantuvo oculto muchas semanas. Los dos hombres fueron sentenciados y pasaron siete años en prisión. Ibsen tuvo la cobardía de no salir a defenderlos ni protestar contra el bárbaro castigo[51]. Era hombre de palabras, no de acciones. Se irritó cuando Prusia invadió Dinamarca en 1864 y se anexionó Schleswing-Holstein, y denunció furioso la cobardía de Noruega al no acudir en ayuda de Dinamarca: «Tuve que alejarme de toda esa porquería para sentirme limpio», escribió[52]. Pero no hizo nada concreto para ayudar a Dinamarca. Cuando un joven estudiante danés, Christopher Bruun, que había luchado en el ejército como voluntario, le preguntó a Ibsen, después de oír sus clamorosas opiniones, por qué él no había ido también como voluntario, recibió esta pobre respuesta: «Nosotros los poetas tenemos que cumplir otras tareas»[53]. Ibsen fue tan cobarde en sus asuntos personales como en los políticos. Su relación con su primer amor, Henrikke Holst, se cortó sencillamente porque cuando el formidable padre de Henrikke los encontró sentados juntos, Ibsen literalmente escapó aterrado. Muchos años después, cuando ella estaba casada, tuvo lugar el siguiente diálogo entre ellos.

Ibsen:—¿Me pregunto por qué no resultó nada de nuestra relación?

Henrikke:—¿No lo recuerda? Usted se escapó.

Ibsen:—Sí, sí, nunca fue un hombre valiente frente a frente[54].

Ibsen fue un niño avejentado y asustado que se convirtió en una vieja muy pronto. La lista de sus temores es interminable. Vilhelm Bergsoe le describe en Ischia, en 1867, petrificado ante el temor de que los despeñaderos o las rocas se derrumbaran y aterrado por la altura, gritando: «Quiero irme de aquí, quiero volver a casa». Cuando caminaba por las calles siempre tenía miedo de que le cayera una teja sobre la cabeza. La rebelión de Garibaldi le inquietó terriblemente, porque temía que hubiese sangre en las calles. Le preocupaba la posibilidad de un terremoto.

Tenía miedo a los veleros: «No voy a salir con esos napolitanos. Si hay una tormenta se tiran en el fondo del barco y rezan a la Virgen María en vez de recoger la velas». Otro de sus temores era una epidemia de cólera; en realidad las enfermedades contagiosas fueron siempre una preocupación principal para él. El 30 de agosto de 1880 escribía a su hijo August: «Me disgusta mucho la idea de que tu equipaje quede depositado en el hospital de Anna Daae. Las criaturas que atiende son de la clase de personas entre las que uno puede esperar que haya epidemias de viruela»[55]. Temía las tormentas, tanto caen el mar como en la tierra, el baño de mar («puede muy fácilmente provocar un ataque fatal de calambres»), a los caballos («bien conocidos por su costumbre de dar paradas») y a cualquiera con un arma de caza («hay que mantenerse bien lejos de la gente que lleva esas armas»). Tenía un miedo especial a los accidentes de vehículos. El peligro del granizo le obsesionaba tanto que se puso a medir la circunferencia de las piedras. Para fastidio de los chicos insistía en apagar las velas en los árboles de Navidad por el peligro de incendio. Su mujer no tenía necesidad de asustarle leyéndole los relatos de desastres publicados en periódicos, porque él mismo recorría (constituían la principal fuente de material para sus argumentos) y estudiaba aterrado los relatos de horrores, tanto naturales como provocados por el hombre. Sus cartas a Sigurd son un extraordinario catálogo de prevenciones. («En casi todos los periódicos noruegos leo acerca de accidentes provocados por el manejo imprudente de armas de fuego cagadas»). Y recomendaciones de prudencia: «Telegrafía ante el menor accidente». «Un descuido ínfimo puede tener las peores consecuencias». «Sé prudente y cuidadoso en todos los sentidos»[56].

Su mayor terror eran los perros. Bergson relata que en Italia en una ocasión, se asustó de un pero inofensivo y de pronto echó a correr. El perro entonces le persiguió y le mordió. Ibsen gritó: «Ese perro está rabioso y hay que matarlo, si no me pondré enfermo yo también». Echaba «espumarajos de rabia y pasaron días antes de que se le pasara el miedo». Knudzon anota otro incidente asombroso, y en realidad siniestro, también en Italia. Ibsen y otros escandinavos almorzaron juntos en un restaurante y bebieron mucho vino: «El ambiente estaba cargado de electricidad. Desde el principio Ibsen pareció tener algo de indignación en lo más profundo del alma. Algo le pesaba que exigía un desahogo». Cuando se levantaron para irse Ibsen no podía tenerse de pie y dos de ellos tuvieron que ayudarle a caminar. Le llamó la atención una puerta de rejas con «un perro enorme detrás que les ladraba enfadado». Entonces:

Ibsen tenía un bastón en la mano con el que empezó a molestar al perro, una de esas bestia gigantescas que parecen leones pequeños. El perro se acercó e Ibsen le empujó y le pegó con el palo, tratando por todos los medios de enfurecerlo, lo que logró. El animal se precipitó contra la puerta; Ibsen le azuzó y le pegó de nuevo, le provocó tal furia que no cabe duda de que si la sólida puerta de hierro no se hubiese interpuesto entre él y nosotros, nos habría deshecho… Ibsen debió quedarse fastidiando a ese perro durante seis u ocho minutos[57].

Tal como sugiere este incidente, la furia de Ibsen, que duró toda su vida, y sus perpetuos temores, estaban estrechamente vinculados. Se enfurecía porque tenía miedo. El alcohol anestesiaba el miedo, pero también desencadenaba la furia; dentro del hombre enfadado se agazapaba un hombre asustado. Ibsen perdió su fe muy pronto, o así dijo, pero conservó el temor al pecado, y al castigo, hasta la tumba. Los chistes sobre la religión le disgustaban: «Hay cosas de las que uno no se burla». Afirmaba que el cristianismo «desmoraliza e inhibe tanto a hombres como a mujeres», pero él seguía siendo intensamente supersticioso. Quizá no creyera en Dios, pero temía a los demonios. En un volumen de Per Gynt escribió: «Vivir es guerrear con gnomos en el corazón y en el alma». Bjornson le escribió: «En su cabeza hay muchos duendes que usted debería aplacar… un ejército peligroso para tenerlo cerca cuando se vuelve contra sus amos». Ibsen lo sabía muy bien. Hablaba de su «superdiablo». «Cierro mi puerta con llave y lo saco». Dijo: «en lo que escribo debe de haber algo sobrenatural». En su escritorio guardaba una colección de pequeños diablos de goma con lenguas rojas[58]. Algunas veces, después de unas copas de vino. Su razonada crítica de la sociedad se desmoronaba en incoherencia y furia, y parecía un hombre poseído por demonios. Hasta Williams Archer, su mayor defensor, pensaba que sus opiniones filosóficas y políticas, bien examinadas, no eran tanto radicales, como simplemente caóticas. «Me convenzo cada vez más», escribió en 1887, «que como pensador polifacético, o más bien pensador sistemático, no ha llegado a nada». Archer pensaba que simplemente estaba en contra de todo, que atacaba toda idea y todo principio aceptado. Ingvald Undsetr, padre de Sigrid Undset la novelista, que escuchó sus alcoholizados argumentos en Roma, escribió: «es un anarquista total, quería destruirlo todo… la humanidad debe empezar a reconstruir el mundo desde los cimientos… La sociedad y todo lo demás deben desaparecer… la gran tarea que le toca a nuestra época es la de hacer pedazos la estructura existente». ¿Qué quería decir todo eso? En realidad, muy poco: era sólo el residuo que queda de la lucha entre el temor y el odio disputándose el dominio de un corazón que no conocía el amor, o no podía expresarlo. Los bares del mundo nórdico están llenos de hombres que peroran de igual manera.

Durante sus últimos años, que comenzaron con un ataque de apoplejía en 1900 que se repitió periódicamente en menor escala, Ibsen siguió alternando la preocupación y la furia, bajo la vigilancia de su sardónica esposa. Su ansiedad principal fue entonces la seguridad, mientras que la mayor fuente de irritación fue la debilidad física y un intenso rechazo a ser ayudado. La furia, como siempre, llevó la voz cantante. La enfermera particular recibía la orden de desaparecer en cuanto le había ayudado a salir a la calle. Si no lo hacía, «Ibsen la amenazaba con el bastón para obligarla a meterse en la casa». Un barbero iba todos los días para afeitarlo. Ibsen nunca le dirigió la palabra salvo una vez, cuando de pronto mascullo: «¡Diablo feo!». Murió el 23 de mayo de 1906. Susana afirmó después que justo antes de morir, dijo: «Mi querida, querida esposa, ¡qué buena y generosas has sido conmigo!». Esto parece totalmente fuera de carácter. De todos modos el diario del doctor Bull deja bien en claro que esa tarde estaba en coma y no podía hablar. Según otra versión, mucho más plausibles, sus últimas palabras fueron: «¡Al contrario!».