KARL MARX:
«BRAMANDO GIGANTESCAS MALDICIONES»
EL impacto que ha tenido Karl Marx sobre acontecimientos reales, como también sobre las mentes de hombres y mujeres, ha sido mayor que el de cualquier otro intelectual de los tiempos modernos. La razón de esto no se encuentra fundamentalmente en el atractivo de sus conceptos y metodología, pese a que ambos tienen un fuerte encanto para espíritus carentes de rigor, sino en el hecho de que su filosofía fue institucionalizada en dos de los países más grandes del mundo, Rusia y China, y sus numerosos satélites. En este sentido se parece a San Agustín, cuyos escritos fueron muy leídos por los dirigentes de la Iglesia entre los siglos V y XIII, y por lo tanto tuvieron un papel predominante en la conformación de la cristiandad medieval. Pero Marx tuvo una influencia aún más directa, porque el tipo de dictadura personal que (como veremos) imaginó para sí fue de hecho llevada a la práctica, con consecuencias incalculables para la humanidad, por sus tres seguidores más importantes, Lenin, Stalin y Mao Tse Tung, todos los cuales, en este aspecto, fueron marxistas fieles y consecuentes.
Marx fue un hijo de su tiempo, mediados del siglo XIX, y el marxismo, fue una filosofía típica del siglo XIX al afirmar ser científica. «Científico» era para Marx el mayor elogio que podía hacer, el que usaba habitualmente para diferenciarse de sus muchos enemigos. El y su obra eran científicos, y aquellos y las suyas no.
Tenía la sensación de haber encontrado una explicación de la conducta humana a lo largo de la historia semejante a la teoría de la evolución de Darwin. La noción de que el marxismo es una ciencia, en un sentido en que ninguna otra filosofía lo fue o podrá llegar a ser, está implantada en la doctrina oficial de los estados fundados por sus seguidores, de modo que tiñe la enseñanza de todas las materias en sus escuelas y universidades. Esto se ha difundido por el mundo no marxista porque a los intelectuales, en especial a los académicos, les fascina el poder, y la identificación del marxismo con una poderosa autoridad tangible ha tentado a muchos profesores a dar cabida a la «ciencia» marxista en sus propias disciplinas, especialmente en materias inexactas o cuasi exactas como economía, historia, sociología y geografía. No hay duda de que si Hitler, y no Stalin, hubiese ganado la contienda por Europa Central y oriental en 1941 1945, e impuesto así su voluntad sobre una gran parte del mundo, las doctrinas nazis que también pretendían ser científicas, como por ejemplo su doctrina racial, habrían recibido un lustre académico y penetrado en las universidades de todo el mundo. Pero la victoria militar aseguró que fuera la ciencia marxista y no la nazi la que prevaleciera.
Por eso, lo primero que tenemos que preguntar acerca de Marx es: ¿En qué sentido, si es que en alguno, fue científico? Es decir, ¿en qué medida se dedicó a la búsqueda del conocimiento objetivo por medio de la búsqueda y evaluación cuidadosa de pruebas? A primera vista la biografía de Marx lo revela ante todo como un estudioso. Descendía por ambas ramas de linajes de estudiosos. Su padre Heinrich Marx, abogado cuyo nombre era talmúdico, descendiente del famoso rabino Eliécer ha-Levi de Meinz, cuyo hijo Jehuda Minz fue cabeza de la Escuela Talmúdica de Padua. La madre, Henrietta Pressborck, era hija de un rabino que también descendía de famosos estudiosos y sabios famosos. Marx nació el 5 de mayo de 1818 en Traer, entonces territorio prusiano. Fue uno de los nueve hijos, pero el único varón que llegó a la madurez; sus hermanas se casaron, respectivamente, con un ingeniero, un librero y un abogado. La suya era una familia esencialmente de clase media que escalaba posiciones. Su padre fue un liberal, descrito como un «auténtico francés del siglo XVIII que conocía a fondo a su Voltaire y a su Rousseau»[1]. A consecuencia de un decreto prusiano de 1816 que excluía a los judíos del acceso a las posiciones más altas en las carreras judicial y médica, se hizo protestante, y el 26 de agosto de 1824 hizo bautizar a sus cinco hijos. Marx fue confirmado a los quince años y parece que por un tiempo fue un cristiano ferviente. Asistió a una escuela que había sido jesuita y luego laica, y a la universidad de Bonn. De allí pasó a la universidad de Berlín, en ese momento la mejor del mundo. Nunca recibió una educación judía ni intentó adquirirla, ni tampoco mostró interés alguno por las cuestiones judías[2]. Pero hay que admitir que desarrolló rasgos característicos de un cierto tipo de estudiosos, específicamente el talmúdico: una tendencia a acumular una enorme cantidad de material a medio digerir y a proyectar obras enciclopédicas que nunca se completaban; un desdén fulminante por todos los no eruditos; y una seguridad e irascibilidad extremas en su trato con otros eruditos.
En efecto, prácticamente casi toda su obra tiene la impronta del estudio del Talmud: es esencialmente un comentario, un análisis crítico de la obra de otros que han trabajado en su campo.
Marx llegó a ser un buen conocedor de los clásicos y luego se especializó en filosofía, al uso hegeliano entonces prevaleciente. Se doctoró, pero en la universidad de Jena, menos exigente que la de Berlín. Aparentemente nunca tuvo el nivel suficiente como para obtener un cargo académico. En 1842 se convirtió en periodista del Reinische Zeitung y fue su editor durante cinco meses hasta su prohibición en 1843. Después escribió para el Deutsch-Französiche Jarbücher y otros diarios de París hasta su expulsión en 1845, y posteriormente en Bruselas. Allí intervino en la organización de la Liga Comunista y escribió su manifiesto en 1848. Tras el fracaso de la revolución tuvo que irse (1849, y se estableció en Londres, esta vez definitivamente. Durante algunos años, en las décadas de 1860 y 1870, estuvo de nuevo involucrado en la política revolucionaria, dirigiendo la Asociación Internacional de Trabajadores. Pero pasó la mayor parte de su tiempo en Londres, hasta su muerte el 14 de marzo de 1883 (es decir, treinta y tres años), en el Museo Británico, buscando material para un gigantesco estudio de El capital y tratando de darle forma adecuada para su publicación. Vio impreso un volumen (1867), pero el segundo y el tercero fueron compilados sobre la base de sus notas por su colega Friedrich Engels y publicados después de su muerte.
Marx, entonces, llevó una vida de estudios. Una vez se quejó: «Soy una máquina condenada a devorar libros»[3]. Pero en un sentido más profundo no era en realidad un estudioso ni en absoluto un científico. No tenía interés en encontrar la verdad, sino en proclamarla. En Marx hubo tres vetas: el poeta, el periodista y el moralista. Cada una de ellas fue importante. Reunidas y combinadas con su enorme voluntad, le convirtieron en un formidable escritor y vidente. Pero no tuvo nada de científico; fe hecho, en todo lo que interesa fue anticientífico.
El poeta fue en Marx mucho más importante de lo que generalmente se supone, a pesar de que sus imágenes poéticas pronto se vieron absorbidas por su visión política. Comenzó a escribir poesía de niño, alrededor de dos temas principales: su amor por su vecinita, Jenny von Westphalen, de ascendencia prusianoescocesa, con quien se casó en 1841, y la destrucción del mundo. Escribió mucha poesía, de la cual tres volúmenes manuscritos fueron enviados a Jenny, heredados Lugo por su hija Laura, y desaparecieron después de la muerte de esta en 1911. Pero han sobrevivido copias de cuarenta poemas, incluida una tragedia en verso, Culanen, que Marx esperaba fuera el Fausto de su tiempo. Dos poemas se publicaron en el Athenaeum de Berlín, el 23 de enero de 1841. Tenía por título «Canciones salvajes», y el salvajismo es una nota característica de su poesía, junto con un intenso pesimismo respecto a la condición humana, odio, una fascinación por la corrupción y la violencia, los pactos suicidas y los pactos con el demonio.
«Estamos encadenados, destrozados, vacíos, asustados/Eternamente encadenados a este bloque de mármol del ser», escribió el joven Marx, «… Somos los simios de un Dios frío». Se hace decir a sí mismo, personificando a Dios: «Bramaré gigantescas maldiciones contra la humanidad», y bajo la superficie de gran parte de su poesía se halla la noción de una crisis mundial en gestación[4]. Le gustaba citar las palabras de Mefistófeles en el Fausto de Goethe. «Todo lo que existe merece perecer»; las utilizó, por ejemplo, en un panfleto contra Napoleón III, «El dieciocho de brumario», y esta visión apocalíptica de una catástrofe inmensa y próxima del sistema existente le acompañó durante toda su vida: se encuentra en su poesía, es el trasfondo del Manifiesto Comunista de 1848 y es la culminación de El capital.
En resumen, Marx es un escritor escatológico del principio al fin. Es posible, por ejemplo, que en la primera redacción de La ideología alemana (1845-46) incluyera un pasaje que recuerda fuertemente a los poemas, que trata del «Día del Juicio», «cuando los reflejos de ciudades en llamas se ven en los cielos… y cuando las armonías celestes consisten en las melodías de la Marsellesa y de la Carmañola con el acompañamiento del tronar de cañones mientras la guillotina marca el compás y las masas enardecidas gritan Ça ira, ça ira, y las inhibiciones penden de los postes de alumbrado»[5]. También hay ecos de Culanen en el Manifiesto comunista, con el proletariado asumiendo el manto de héroe[6]. La nota apocalíptica de los poemas de nuevo irrumpe en su discurso tremebundo del 14 de abril de 1856: «La historia es el juez, su verdugo el proletariado»: el terror, las casas marcadas con la cruz roja, metáforas catastróficas, terremotos, la lava hirviente que brota mientras se resquebraja la corteza terrestre[7]. La cuestión es que el concepto de Marx de un día del juicio final, ya sea en su versión poética sensacionalista, o en su versión eventualmente económica, no es una visión científica, sino artística. Siempre estuvo presente en la mente de Marx, y como economista político trabajó a partir de ella buscando las pruebas que la hacían inevitable, en vez de llegar a ella a partir de datos examinados objetivamente. Y naturalmente es el elemento poético el que le confiere a la proyección histórica de Marx su carácter dramático y su fascinación para los lectores radicales que quieren creer que el fin y el juicio del capitalismo está por llegar. El don poético se manifiesta intermitentemente en las páginas de Marx, produciendo algunos pasajes memorables. En la medida en que intuía más que razonaba y calculaba, Marx siguió siendo un poeta hasta el final.
Pero también era un periodista y, en cierto sentido, bueno. A Marx proyectar, ni digamos escribir, una obra, le resultaba no ya difícil sino imposible: incluso El capital es una serie de ensayos pegados con cola sin una verdadera estructura. Pero tenía la capacidad de escribir reacciones breves, agudas y dogmáticas frente a los acontecimientos a medida que ocurrían. Tal como le dictaba su imaginación poética, creía que la sociedad estaba al borde del colapso. De modo que cualquier noticia periodística importante podía ser relacionada con este principio general, dándole a su actividad como periodista una notable coherencia.
En agosto de 1851 Charles Anderson Dana, seguidor de ese precursor del socialismo Robert Owen, que había llegado a ser un ejecutivo senior del New York Daily Tribune, le pidió a Marx que fuera el corresponsal europeo en temas políticos del diario, con dos artículos por semana a una libra esterlinas cada uno. Durante los diez años siguientes Marx envió casi quinientos artículos, de los cuales alrededor de ciento veinticinco, pese a aparecer su firma, fueron escritos por Engels. En Nueva York eran copiosamente subrayados y reescritos, pero los vigorosos argumentos eran puro Marx, y ahí reside su fuerza. En realidad su mayor don era el del periodista polémico. Hacía un uso brillante de epigramas y aforismos. Muchos de estos no eran de su propia cosecha. A Matas se deben las frases «Los trabajadores no tienen nacionalidad» y «Los proletarios no tienen nada que perder salvo sus cadenas». El famoso chiste de que la burguesía usa escudos de armas en sus traseros vino de Heine, al igual que «La religión es el opio de los pueblos». Luis Blanc aportó «De cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades» de Karl Shapper provino «¡Trabajadores del mundo uníos!», y de Blanqui «La dictadura del proletariado». Pero Marx era bien capaz de producir los propios: «En política los alemanes han pensado lo que otras naciones han hecho». «La religión no es más que el sol ilusorio alrededor del cual gira el hombre hasta el momento que comienza a girar alrededor de sí mismo». «El matrimonio burgués es la comunidad de esposas». «La osadía revolucionaria que arroja a la cara de sus adversarios las palabras desafiantes: No soy nada y debo ser todo». «Las ideas dominantes de cada época han sido las ideas de su clase dominante». Además tenía el don muy poco común de tener los dichos de los demás y usarlos exactamente en el momento preciso de su argumentación combinados en forma mortífera. Ningún autor político ha superado las tres últimas oraciones del Manifiesto: «Los trabajadores no tienen nada que perder salvo sus cadenas. Tienen un mundo por ganar. ¡Trabajadores del mundo uníos!». Fue por su olfato de periodista para la oración breve, concisa, más que por cualquier otra cosa, por lo que toda su filosofía se salvó del olvido en el último cuarto del siglo XIX.
Pero si la poesía aportó la visión, y el aforismo periodístico los mayores atractivos de la obra de Marx, su lastre fue la jerga académica, Marx fue un académico, o más bien, lo que es peor, un académico fracasado. Amargado, frustrada su carrera de docente universitario, quiso asombrar al mundo fundando una nueva escuela filosófica, que era a la vez un plan de acción proyectado para darle poder a él. De ahí su actitud ambivalente hacia Hegel. Marx dice en su prefacio a la segunda edición alemana del El capital: «Me proclamé abiertamente discípulo de ese gran pensador» y «y jugueteé con el empleo de la terminología hegeliana al tratar la teoría del valor» en El capital. Pero, dice, su propio «método dialéctico» está en «directa oposición» al de Hegel. Para Hegel el proceso del pensamiento es el creador de lo real, mientras que «según mi punto de vista, por el contrario, lo ideal no es más que lo material una vez traspuesto y traducido dentro de la cabeza humana».
Por lo tanto, arguye, «en los escritos de Hegel la dialéctica está puesta de cabeza. Hay que volverla a su postura normal si se quiere descubrir el núcleo racional que se oculta en la envoltura de la mistificación»[8].
Marx buscó pues el renombre académico a través de lo que consideró su descubrimiento sensacional del fallo decisivo del método de Hegel, lo que le permitía remplazar todo el sistema hegeliano con una nueva filosofía; en realidad una súper filosofía que podía tornar pasada de moda a todas las filosofías existentes. Pero siguió aceptando que la dialéctica de Hegel era «la llave del entendimiento humano», y no sólo la utilizó, sino que permaneció prisionero de ella toda su vida. Porque la dialéctica y sus «contradicciones» explicaban la crisis universal culminante que era su visión poética originaria desde la adolescencia. Como escribió hacia el fin de su vida (14 de enero de 1873), los ciclos comerciales expresan «las contradicciones inherentes a la sociedad capitalista» y producirán «el punto culminante de estos ciclos, una crisis universal». Esto «forzará a aceptar la dialéctica» hasta a las cabezas de «los advenedizos del nuevo imperio alemán».
¿Qué tenía que ver esto con la política y la economía del mundo real? Nada en absoluto. Así como el origen de la filosofía de Marx se encontraba en una visión poética, su elaboración fue un ejercicio de jerga académica. Empero, lo que necesitaba la maquinaria intelectual de Marx para ponerse en movimiento era un impulso moral. Lo encontró en su odio por la usura y los prestamistas, un sentimiento apasionado directamente relacionado (como veremos) con sus propios problemas de dinero. Esto quedó expresado en los primeros escritos serio de Marx, don ensayos «Sobre la cuestión judía» publicados en 1844 en el Deustsch-Französische Jahrbücher. Los seguidores de Hegel eran en mayor o menor medida antisemitas, y en 1843 Bruno Bauer, cabeza antisemita de la izquierda hegeliana, publicó un ensayo en el que exigía que los judíos abandonaran totalmente el judaísmo. Los ensayos de Marx fueron una réplica a esto. No objetó el antisemitismo de Bauer; en realidad lo compartía y apoyaba, y lo citó con aprobación. Pero discrepaba con la solución de Bauer. Marx rechazaba la creencia de Bauer de que la naturaleza antisocial del judío era de origen religioso y podía remediarse alejando al judío de su fe. En su opinión el mal era social y económico. Escribió: «Tomemos en consideración al judío real, no al judío del sabat… sino al judío cotidiano». ¿Cuál era, preguntaba, «el fundamento profano del judaísmo? La necesidad práctica, su propio interés. ¿Cuál es el culto mundano del judío? El regateo. ¿Cuál es su Dios mundano? El dinero». Los judíos habían difundido gradualmente esta religión «práctica» en toda la sociedad:
El dinero es el dios celoso de Israel, junto al cual no puede existir ningún otro dios. El dinero rebaja a todos los dioses de la humanidad y los convierte en mercancías. El dinero es el valor autosuficiente de todas las cosas. Por eso le ha quitado al mundo entero, tanto al mundo humano como a la naturaleza el valor que les corresponde como propio. El dinero es la esencia alienada del trabajo y la existencia del hombre: esa esencia le domina y él idolatra. El dios de los judíos ha sido secularizado y se ha convertido en el dios del mundo.
El judío había corrompido al cristiano y le había convencido de que «aquí abajo no tiene otro destino que volverse más rico que sus vecinos» y que «el mundo es una bolsa de comercio». El poder político se ha convertido en «siervo» del poder monetario. Por lo tanto la solución pasaba por la economía. El «judío del dinero» se había convertido en el «elemento antisocial universal de la época presente» y para «lograr que el judío fuera imposible» era necesario abolir las «precondiciones», la «posibilidad misma» de la clase de actividades monetarias que lo generaban. La abolición de la actitud judía hacia el dinero, y tanto del judío como de su religión, haría desaparecer del mundo la versión corrupta del cristianismo que le había impuesto al mundo: «Al emanciparse del regateo y del dinero, y en consecuencia del judaísmo real y práctico, nuestra época se emanciparía a sí misma»[9].
Hasta aquí la explicación de Marx de por qué el mundo funcionaba mal era una combinación de antisemitismo de charla de café estudiantil y de Rousseau. La amplió en su filosofía madurada durante los tres años siguientes (1844-46) en los que decidió que el elemento perverso de la sociedad, los agentes del poder usurero del dinero contra el que se rebelaba, no eran sólo los judíos, sino la clase burguesa como un todo[10]. Para llegar a esto hizo un uso complejo de la dialéctica de Hegel. Por un lado estaba el poder monetario, riqueza, capital, el instrumento de la clase burguesa. Por el otro, la nueva fuerza redentora, el proletariado. El argumento se expresa en términos estrictamente hegelianos, usando todos los cuantiosos recursos de la jerga filosófica alemana en su peor manifestación académica, pese a que el impulso subyacente es claramente moral y la visión última (la crisis apocalíptica) sigue siendo poética. Así pues: la revolución está en camino y en Alemania será filosófica: «Una esfera que no puede emanciparse a sí misma sin emanciparse de todas las demás esferas, lo que, en pocas palabras, es una pérdida total de la humanidad capaz de redimirse sólo mediante una redención total de la humanidad. Esta disolución de la sociedad, como una clase en particular, es el proletariado. “Lo que Marx parece estar diciendo es que el proletariado, la clase que no es una clase, el disolvente de la clase y de las clases, es una fuerza redentora que carece de historia, no está sujeta a las leyes de la historia y en última instancia pone punto final a la historia: esto es, curiosamente, un concepto muy judío, el del proletariado que aparece como el Mesías o redentor. La revolución está compuesta de dos elementos: “La cabeza de la emancipación es la filosofía, su corazón el proletariado». Así los intelectuales serían la elite, los generales y los trabajadores la infantería.
Habiendo definido a la riqueza como el poder monetario judío ampliado a la clase burguesa como un todo, y habiendo definido al proletariado con su nuevo significado filosófico, Marx avanza entonces, usando la dialéctica de Hegel, hasta el corazón mismo de su filosofía, los hechos que llevarán a la gran crisis.
El pasaje clave termina así:
El proletariado ejecuta la sentencia que la propiedad privada pronunció contra sí misma al engendrar al proletariado, al igual que pone en práctica la sentencia que el trabajo asalariado. Pronunció para sí mismo al producir riquezas para otros y miseria para sí. Si el proletariado resulta victorioso eso no significa para nada que se convierta en el lado absoluto de la a, porque resulta victorioso sólo al abolirse a sí mismo y a su contrario. Entonces desaparecen tanto el proletariado como su opuesto terminante, la propiedad privada.
Marx había así logrado definir el acontecimiento cataclísmico que había percibido primero como una visión poética. Pero la definición está formulada en términos académicos alemanes. En verdad no significa nada en los términos del mundo real exterior a las aulas universitarias.
Aun cuando Marx pasa a politizar los acontecimientos, no deja de emplear la jerga filosófica: «Al socialismo no se le puede dar vida sin revolución. ¿Cuándo comienza la actividad organizativa? Cuando aparece el alma, la cosa-en-sí, entonces el socialismo puede dejar de lado todos los velos políticos». Marx era un auténtico victoriano: subrayaba palabras con la misma frecuencia con que lo hacía la reina Victoria en sus cartas. Pero los subrayados en realidad no ayudan mucho a transmitir el sentido, que permanece hundido en la oscuridad de los conceptos de la filosofía académica alemana. Para hacerse entender claramente, Marx recurre asimismo a su gigantismo habitual, acentuando el carácter global del proceso que describe, pero este también está cargado de jerga. Así: «el proletariado sólo puede tener una existencia histórico-mundana, al igual que el comunismo, sus acciones sólo pueden tener una existencia histórico-mundana». O bien: «El comunismo sólo es posible empíricamente como la acción de los gobernantes obrando conjunta y simultáneamente, lo cual propone el desarrollo universal de las fuerzas productiva y del comercio mundial que depende de ellas». Sin embargo, aun allí donde el significado de Marx resulta claro, sus afirmaciones no tienen necesariamente validez alguna: no pasan de ser los obiter dicta de un filósofo moral[11]. Algunos de los enunciados que he citado arriba resultarían igualmente admisibles o inadmisibles si se modificaran para que dijeran lo contrario. ¿Dónde entonces están los hechos, las pruebas procedentes del mundo real, que convertirían estos pronunciamientos proféticos de un filósofo moral, estas revelaciones, en una ciencia?
Marx tenía una actitud ambivalente hacia los hechos, al igual que hacia la filosofía de Hegel. Por una parte dedicó décadas de su vida a acumular datos, que reunió en más de cien enormes cuadernos, pero se trataba de hechos que podían encontrarse en bibliotecas, los hechos de los Libros Azules.
La clase de hechos que no le interesaban a Marx eran aquellos que se descubren examinando al mundo y a la gente que vive en él con los propios ojos y oídos. Estaba total e incorregiblemente atado a su escritorio. No había fuerza en el mundo que le alejara de la biblioteca y de su gabinete de trabajo. Su interés por la pobreza y la explotación se remonta al otoño de 1842, cuando tenía veinticuatro años y escribió una serie de artículos sobre las leyes que regían el derecho de los campesinos de la zona a recolectar leña. Según Engels, Marx le dijo «que fue su estudio del derecho referido al robo de leña, y su investigación sobre el campesinado de Mosela lo que volvió su atención de mera política a las condiciones económicas, y así al socialismo»[12]. Pero no hay prueba alguna de que Marx en realidad hablara con los campesinos y los terratenientes, y observara las condiciones sobre el terreno. Otra vez, en 1844, escribió un artículo para el semanario financiero Vorwärts sobre la difícil situación de los tejedores de Silesia, pero nunca estuvo en Silesia ni, que sepamos, habló mamás con un tejedor alguno: habría sido atípico de él si lo hubiese hecho. Marx escribió sobre las finanzas y la industria toda su vida, pero tuvo relación sólo con dos personas vinculadas con los procesos financieros e industriales. Una de ellas fue su tío holandés, Lion Philips, un hombre de negocios exitoso que creó lo que con el tiempo se convirtió en la enorme Compañía Philips de Electricidad. Las opiniones del tío Philips sobre todo el proceso capitalista podrían haber sido bien informadas e interesantes si Marx se hubiese tomada el trabajo de conocerlas. Pero le consultó una sola vez, sobre un asunto técnico de altas finanzas, y pese a haberle visitado cuatro veces, sólo trató con él cuestiones personales referidas al dinero de la familia. El otro hombre entendido era el mismo Engels. Pero Marx rechazó su invitación a visitar una hilandería de algodón, y hasta donde sabemos Marx jamás en su vida pisó un molino, fábrica, mina u otro tipo de establecimiento industrial.
Más llamativa aún es su hostilidad hacia sus colegas revolucionarios que habían tenido esa experiencia, es decir, trabajadores que adquirieron conciencia política. Conoció gente así por primera vez en 1845, cuando hizo una corta visita a Londres y asistió a una reunión de al Asociación Educativa de Trabajadores Alemanes. No le gustó lo que vio. Estos hombres eran en su mayoría operarios calificados, relojeros, tipógrafos, zapateros; su jefe era un guardabosque. Eran autodidactas, disciplinados, serios, de buenos modales, muy antibohemios, deseosos de transformar la sociedad, pero moderados en cuanto a los pasos prácticos a seguir. No compartían las visiones apocalípticas de Marx y, sobre todo, no hablaban su jerga académica. Los consideró con desdén: carne de cañón revolucionaria, nada más. Cuando él y Engels crearon la Liga de los Comunistas, y de nuevo cuando organizaron la Internacional, Marx se aseguró de que los socialistas procedentes de la clase obrera fueran eliminados de todos los cargos de importancia e integraran comisiones meramente como proletarios reglamentarios. Su motivo era. En parte, esnobismo intelectual, y en parte que los hombres con una experiencia personal de las condiciones en las fábricas tendían a ser contrarios a la violencia y partidarios de mejoras modestas y graduales: su experiencia personal les hacía ver con escepticismo la revolución apocalíptica que él afirmaba ser no sólo necesaria sino inevitable.
Algunos de los ataques más violentos de Marx fueron dirigidos contra hombres de este tipo. Fue así como en marzo de 1846 sometió a Guillermo Weitling a una especie de juicio ante una reunión de la Liga Comunista en Bruselas. Weitling era pobre, hijo ilegítimo de una lavandera, y nunca conoció el nombre de su padre; era un aprendiz de sastre autodidacta que a fuerza de trabajar duramente se había ganado un gran número de partidarios entre los trabajadores alemanes. La finalidad del juicio era insistir en la «corrección» de la doctrina y bajarle los humos a cualquier trabajador que careciera de la preparación filosófica que Marx consideraba esencial el ataque de Marx a Weitling fue notablemente agresivo. Marx dijo que era culpable de llevar adelante una agitación sin doctrina. Esto estaba muy bien en la Rusia bárbara donde «se pueden organizar sindicatos exitosos con jóvenes estúpidos y con apóstoles. Pero en un país civilizado como Alemania debe darse cuenta de que no puede lograrse nada sin nuestra doctrina». También: «Si se intenta influir sobre los trabajadores, especialmente los trabajadores alemanes, sin un cuerpo de doctrina e ideas científicas claras, entonces se está meramente haciendo un juego vació y sin escrúpulos de propaganda, que conducirá inevitablemente a establecer, por un lado, un apóstol inspirado y, por el otro, asnos que lo escuchan boquiabiertos». Weitling replicó que no se había convertido en un socialista para aprender doctrina manufacturada en un estudio; hablaba en representación de trabajadores concretos y no se sometería a las opiniones de teóricos que no habían tomado contacto con el mundo real y sufriente del trabajo. Esto, según un testigo ocular, «enfureció tanto a Marx que golpeó la mesa con el puño con tal violencia que la lámpara tembló». Poniéndose de pie de un salto gritó, «¡Hasta ahora la ignorancia jamás ha ayudado a nadie!». La reunión terminó con Marx «aún caminando a zancadas por la habitación en un ataque de furia»[13].
Este fue el patrón de futuros ataque tanto a socialistas de origen obrero como a cualquier dirigente que hubiese logrado un gran número de partidarios entre los trabajadores por proponer soluciones prácticas a problemas concretos de trabajo y del salario, antes que la revolución doctrinaria. Así fue como Marx la emprendió contra el tipógrafo Pierre-Joseph Proudhon, el reformador agrícola Hermann Kriege, y el primer socialdemócrata alemán y organizador sindical realmente importante, Ferdinand Lasalle. En su manifiesto contra Kriege Marx, que no sabía nada sobre agricultura, especialmente de Estados Unidos, donde Kriege se había establecido, denunció su propuesta de darle a cada campesino 67 hectáreas de tierras públicas; dijo que los campesinos debían ser reclutados con promesas de tierra, pero una vez establecida la sociedad comunista, la tierra tenía que ser de propiedad colectiva. Proudhon era un antidogmático: «Por amor de Dios “escribió, “después de haber destruido todo el dogmatismo (religioso) a priori no intentemos, no vayamos, justamente, a inculcarle otro tipo de dogmatismo a la gente… No nos convirtamos en las cabezas de una nueva intolerancia».
Marx odiaba esta postura. En su violenta diatriba contra Proudhon, Misére de la Philosophie, escrita en junio de 1846, le acusó de «infantilismo», «ignorancia» grosera de la economía y la filosofía y, sobre todo, mal empleo de las ideas y técnicas de Hegel «Monsieur Proudhon no conoce de la dialéctica hegeliana más que su vocabulario». En cuanto a Lasalle, fue objeto de las burlas antisemita y racistas más brutales de Marx”, era el «Barón Itzing», «el negrito judío», «un judío grasiento disfrazado con brillantina y joyería barata». Marx le escribió a Engels el 30 de julio de 1866; «Ahora no tengo la menor duda de que, como señala la conformación de su cráneo y el nacimiento de su cabello, desciende de los negros que se unieron a Moisés en su huía de Egipto (a menos que su madre o abuela paterna tuviera cruza con negro). Esta combinación de judío y alemán con un fondo negro tenía que generar un híbrido increíble»[14].
Resulta así que a Marx no le interesaba investigar personalmente las condiciones de trabajo en la industria ni aprender de trabajadores inteligentes que las habían experimentado. ¿Por qué habría de hacerlo? En todo lo esencial, usando la dialéctica hegeliana, había llegado a sus conclusiones sobre el destino de la humanidad a fines de la década de 1840. Lo único que quedaba por hacer era encontrar los datos que respaldaran esas conclusiones, y estos podían ser espigados de informes periodísticos, Libros Azules oficiales, y documentación reunida por escritores anteriores. Y todo este material estaba en las bibliotecas. ¿Por qué buscar en otros lados? El problema, tal como se le presentaba a Marx, era el de encontrar la clase de hechos adecuados: los hechos que encajaba. Su método ha sido bien sintetizado por el filósofo Karl Jaspers:
El estilo de los escritos de Marx no es el de un investigador… no cita ejemplos ni presenta hechos que contradigan su propia teoría, sino sólo aquellos que indiscutiblemente dan fundamento o confirman lo que él considera la verdad última. El enfoque es, en su totalidad, el de una justificación, no de una investigación, pero es la justificación de algo presentado como la verdad indiscutible. Con la convicción no ya de un científico sino de un creyente[15].
En este sentido entonces, los «hechos» no tienen una importancia central en la obra de Marx. Ocupan un lugar secundario, refuerzan conclusiones previas a las que llegó independientemente de ellos. El capital, el monumento alrededor del cual giró su vida de estudioso, debe verse pues, no como la investigación del proceso económico que se proponía describir, sino como un ejercicio de filosofía moral, un opúsculo comprable a los de Carlyle o Ruskin. Es un sermón enorme y a veces incoherente, una embestida contra el proceso industrial y el principio de la propiedad llevada a cabo por un hombre que había concebido un odio fuerte pero esencialmente irracional contra ambos.
Curiosamente, no tiene un argumento central que funcione como principio organizador. Originariamente, en 1857, Marx lo concibió como una obra en seis volúmenes: El capital, la tierra, el salario y el trabajo, el estado, el comercio, y un tomo final sobre el mercado mundial y la crisis[16]. Pero la autodisciplina metódica necesaria para llevar adelante semejante plan resultó superior a sus fuerzas. El único volumen que realmente terminó (y que, para mayor confusión, es en realidad dos tomos) no tiene en verdad ningún esquema lógico. Es una serie de trabajos independientes ordenados arbitrariamente. El filósofo marxista francés Louis Althusser encontró su estructura tan confusa que consideré «imperativo» que los lectores saltearan y Parte I y comenzaran por la Parte II, capítulo cuarto[17]. Pero otros exegetas marxista han repudiado con vehemencia esta interpretación. De hecho el enfoque de Althusser no sirve de mucho. La sinopsis del mismo Engels del tomo primero del El capital sólo sirve para subrayar la debilidad o más bien la ausencia de estructura[18]. Después de la muerte de Marx, Engels preparó el tomo II sobre la base de 1500 páginas en folio de notas de Marx, la cuarta parte de las cuales reescribió. El resultado son 600 páginas aburridas y confusas sobre la situación de El capital, que tratan principalmente de las teorías económicas de la década de 1860. El tomo III, en el que Engels trabajó entre 1885 y 1893, examina todos los aspectos de El capital no tratados anteriormente, pero no es más que una serie de notas que incluyen 1000 páginas sobre la usura, en su mayor parte memorándums de Marx. El material data casi en su totalidad de principios de la década de 1860, reunido cuando Marx trabajaba en el primer tomo. De hecho nada le habría impedido a Marx completar él mismo el libro, salvo la falta de tesón y el saber que en realidad simplemente carecía de coherencia.
Los tomos II y III en realidad no nos interesan, ya que es muy poco probable que los hubiera dado a la imprenta con esta forma o que, a fin de cuentas, los hubiera terminado, ya que en realidad había dejado de trabajar en ellos durante una década y media. Del tomo primero, que fue obra suya, sólo importan realmente dos capítulos: el octavo, «La jornada de trabajo», y el vigésimo cuarto, ceca del final del segundo volumen, «La acumulación primitiva», que incluye la famosa Sección 7, «La tendencia histórica de la acumulación capitalista». No se trata en forma alguna de un análisis científico, sino de una simple profecía. Marx dice que habrá (1) «una disminución progresiva del numero de magnates capitalistas»; (2) «un incremento correlativo en el volumen de la pobreza, opresión, esclavitud, degeneración y explotación»; (3) «una intensificación constante de la ira de la clase trabajadora». Estas tres fuerzas, trabajando unidas, producen la tesis hegeliana, o la versión político económico de la catástrofe poética que él había imaginado cuando era un adolescente: «La concentración de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan un punto en que resultan incompatibles con su cobertura capitalista. Entonces explota. Las campanas tocan a muerto por la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados»[19]. Esto suena muy emocionante y ha encantado a generaciones de socialistas fanáticos.
Pero como proyección científica no tiene más fundamento que el almanaque de un astrólogo.
El Capítulo Octavo, «La jornada de trabajo», se presente en contraste, como un análisis fáctico del impacto de El capitalismo sobre las vidas de los proletarios británicos. De hecho, es la única parte de la obra de Marx en que realmente trata de los trabajadores, los sujetos ostensibles de toda su filosofía. Por lo tanto vale la pena estudiarlo en cuanto a su valor «científico»[20]. Puesto que, como ya hemos señalado, Marx sólo buscaba los hechos que concordaran con sus preconceptos, y como esto va en contra de todos los principio del método científico, el capítulo tiene, desde el principio, u defecto radical. Pero ¿acaso Marx, además de seleccionar tendenciosamente los hechos, también los presentó engañosamente a los tergiversó? Esto es lo que debemos examinar ahora.
Lo que el capítulo quiere demostrar, y se trata del núcleo de la tesis moral de Marx, es que El capitalismo por su propia naturaleza implica la progresiva y creciente explotación de los trabajadores; y por lo tanto cuanto más capital se emplee mayor será la explotación de los trabajadores, y este gran mal moral produce la crisis final. Al fin de justificar su tesis en forma científica debe demostrar: (1) por malas que hayan sido las condiciones de trabajo en las manufactura precapitalistas, se han vuelto mucho perores bajo El capitalismo industrial; (2) que, una vez admitida la naturaleza impersonal e implacable dEl capitalismo, la explotación de los trabajadores alcanza un punto culminante en las industrias con mayor proporción de capital invertido. Marx ni siguiera intenta demostrar el punto (1). Escribe: «En lo que se refiere al período que abarca desde el comienzo de la industria en gran escala en Inglaterra hasta el año1845, sólo lo consideraré incidentalmente refiriéndome para mayores detalles a la obra de Friedrich Engels Die Lage der arbeitendem Klasse in England (Leipzing, 1845)». Marx añade que posteriores publicaciones oficiales, en especial los informes de los inspectores de fábricas, han «confirmado la penetración de Engels para captar la esencia del método capitalista» y expuesto «con qué admirable fidelidad por el detalle pintó el cuadro»[21].
En resumen, toda la primera parte del estudio que hizo Marx a mediados de la década de 1860 se basó en un solo trabajo. Condiciones del trabajo de la clase trabajadora en Inglaterra, de Engels, publicado veinte años antes. Y en consecuencia, ¿qué valor científico puede adjudicarse a esta única fuente? Engels nació en 1820, hijo de un prospero industrial algodonero renano de Bremen, y se integró a la firma familiar en 1837. En 1842 fue enviado a la sucursal de la firma en Manchester y paso veinte meses en Inglaterra. Durante ese tiempo visitó Londres, Oldham, Rochdale, Ashton, Leed, Bradford y Huddersfield, al igual que Manchester. Tuvo así un conocimiento directo de los oficios vinculados a la industria textil, pero fuera de eso no tuvo conocimiento alguno de primera mano de las condiciones imperantes en Inglaterra. Por ejemplo, no sabía nada sobre minería y nunca bajó a una mina, no sabía nada sobre los distritos o el trabajo rurales. Sin embargo dedica dos capítulos enteros a Los mineros y a El proletariado de la tierra.
En 1958 dos eruditos muy minuciosos, W. O. Henderson y W. H. Challenger, tradujeron nuevamente y prepararon una edición anotada del libro de Engels, y estudiaron sus fuentes y el texto original de todas sus citas[22]. El resultado de este análisis fue destruir el valor histórico objetivo del libro y reducirlo a las proporciones de lo que indudablemente era: una obra polémica política, un trabajo panfletario, una diatriba. Engels le escribió a Marx mientras trabajaba en el libro: «Ante el tribunal de la opinión pública acuso a las clases medias inglesas de asesinato en masa, robo al por mayor, y todos los demás delitos existentes»[23].
Esto prácticamente resume el libro: era la presentación del caso hecha por el fiscal. Buena parte del libro, incluido todo el estudio de la época precapitalista y de las primeras etapas de la industrialización, no se basó en fuentes directas, sino en unas pocas fuentes secundarias de valor dudoso, en especial La población manufacturera de Inglaterra (1833), un trabajo teñido de la mitología romántica que intentaba demostrar que el siglo XVIII había sido la edad dorada de los pequeños agricultores o artesanos ingleses. Lo cierto es que la Comisión Real designada para informar sobre el trabajo de los niños en 1842 llegó a la conclusión indudable de que las condiciones laborales en los pequeños talleres y chozas eran mucho peores que las imperantes en las nuevas hilanderías de Lancashire. Las fuentes directas impresas a las que recurrió Engels estaban atrasadas en cinco, diez, veinte, veinticinco o hasta cuarenta años, pese a que generalmente las presentaba como contemporáneas. Al dar las cifras sobre nacimientos de niños ilegítimos atribuidos a los turnos de trabajo nocturno, dejó a un lado que estas databan de 1801. Citó un trabajo sobre obras de salubridad pública en Edimburgo sin informar a sus lectores que habían sido escritos en 1818. En muchas ocasiones omitió hechos y acontecimientos que invalidaban completamente sus datos desactualizados.
No siempre queda en claro si las tergiversaciones de Engels son un engaño deliberado para el lector o un autoengaño. Pero a veces el engaño claramente voluntario. Utilizó pruebas de las malas condiciones de trabajo descubiertas por la Comisión de Investigación sobre las fábricas (Factories Enquiry Comisión) de 1833 sin informar a los lectores que la Ley de Fábricas (Factory Act) de Lord Althorp de 1833 había sido sancionada y aplicada desde mucho tiempo atrás precisamente para eliminar las condiciones que el informe describía. Recurrió al mismo engaño al utilizar una de sus fuentes principales, el trabajo del doctor J. P. Kay Condiciones físicas y morales de las clases trabajadoras empleadas en la manufactura de algodón den Manchester (1832), que había contribuido a producir reformas fundamentales en las medidas sanitarias de los gobiernos locales; Engels no las menciona. Interpretó falsamente o no tuvo en cuenta las estadísticas penales cuando no apoyaban su tesis. En verdad, constantemente y a sabiendas suprime hechos que contradicen su argumentación o demuestran la inexistencia de una supuesta «iniquidad» que él busca denunciar. La confrontación cuidadosa de las citas que hace Engels de sus fuentes secundarias muestra que estas a menudo están truncadas, condesadas, mutiladas o deformadas, pero sin excepción puestas entre comillas como si fueran una transcripción literal.
A todo lo largo de la edición del libro hecha por Henderson y Challoner, las notas a pie de página conforman un catálogo de las deformaciones y falsedades de Engels. Tomando en consideración una sola parte, el Capítulo Séptimo, que lleva por título «El proletariado», las falsedades, incluidos errores de hecho y de transcripción, aparecen en las páginas 152, 155, 157, 159, 160, 163, 165, 167, 168, 170, 172, 174, 178, 179, 182, 185, 186, 188, 189, 190, 191, 194 y 203[24].
No es posible que Marx no fuera consciente de las debilidades, en verdad, falsedades, del libro de Engels, ya que muchas de ellas fueron denunciadas en detalle en 1848 por el economista alemán Bruno Hildebrand en una publicación que Marx conocía[25]. Más aún, Marx mismo se hace cómplice de las tergiversaciones de Engels al omitir informar al lector sobre las enormes mejoras que trajo el cumplimiento de las leyes de Fábricas (Factory Acts) y otras leyes correctoras posteriores a la publicación del libro, y que tuvieron efecto precisamente sobre las condiciones que habían puesto de relieve. De todos modos, Marx usó las fuentes escritas directas y secundarias con la misma actitud de grosero descuido, deformación tendenciosa y deshonestidad lisa y llana que caracterizaba la obra de Engels[26]. Lo cierto es que a menudo colaboraron en el engaño, aunque de los dos, Marx fue el falsificador más audaz. Hay un caso especialmente flagrante en el que se superó a sí mismo. Fue en el así llamada «Discurso inaugural» de la Asociación Internacional de Trabajadores fundada en septiembre de 1864. Con el objeto de sacudir a la clase trabajadora inglesa de su apatía, y deseoso por eso de demostrar que el nivel de vida estaba en descenso, adulteró deliberadamente una oración del mensaje de 1863 de W. E. Gladstone sobre el presupuesto. Lo que dijo Gladstone, refiriéndose al incremento de la riqueza nacional, fue: «Vería casi con aprensión y dolor este embriagador acrecentamiento de riqueza y poderío si creyera que está circunscrito a la clase acomodada». Pero «La condición media del obrero inglés, es una felicidad saberlo, ha mejorado en los últimos veinte años a un grado que sabemos extraordinario, y que podemos calificar como sin paralelo en la historia de cualquier país y de cualquier época»[27]. Marx le hace decir en su mensaje: «Este acrecentamiento embriagador de riqueza y poderío está completamente circunscrito a las clases de propietarios». Dado que lo que Gladstone dijo era cierto, confirmado por un enorme volumen de pruebas estadísticas, y dado que de todos modos era bien conocido que estaba obsesionado por la necesidad de que la riqueza fuese destituida lo más ampliamente posible, resultaría difícil imaginar una distorsión mas inconcebible del significado de sus palabras. Marx dio como su fuente al diario Morning Star, pero el Star, al igual que otros diarios y el Hansard, citan las palabras de Gladstone correctamente. El error de cita de Marx fue señalado. Sin embargo lo repitió en El capital con otras discrepancias, y cuando el falseamiento fue de nuevo señalado derramó un torrente de tinta destinado a confundir.
Él, Engels, y luego su hija Eleonora estuvieron envueltos en la riña durante veinte años, tratando de defender lo indefendible. Ninguno de ellos quiso admitir el claro falseamiento inicial, y el resultado de la polémica es que se trata de una cuestión opinable. No es así. Marx sabía que Gladstone nunca dijo semejante cosa y el engaño fue deliberado[28]. No fue el único. Marx falseó de modo similar citas de Adam Smith[29].
El uso incorrecto constante de las fuentes por parte de Marx llamó la atención de dos investigadores de Cambridge en la década de 1880. Trabajando sobre la edición francesa revisada de El capital (1872-75), escribieron un artículo para el Cambridge Economic Club «Comentario sobre el uso de los Libros Azules» por Karl Marx en el Capítulo Quince de El capital (1885)[30]. Dicen que primero cotejaron las referencias de Marx «para obtener una información más completa sobre ciertos puntos», pero al quedar sorprendidos por el «número creciente de discrepancias» se decidieron a estudiar «la magnitud y la importancia de los errores tan claramente existentes». Descubrieron que las diferencias entre los textos de los Libros Azules y las cita de Marx no eran simplemente el resultado de la inexactitud, sino que «mostraban señales de una influencia distorsionante». En una clase de casos encontraron que las citas a menudo habían sido «convenientemente abreviadas por medio de la omisión de pasajes que bien podrían oponerse a las conclusiones a las que Marx trataba de llegar». Otra categoría «consiste en organizar citas ficticias a partir de enunciados aislados pertenecientes a diferentes partes de un informe. Luego estas son impuestas al lector entre comillas como teniendo todo el peso de citas tomadas textualmente de los mismo Libros Azules». Sobe un tema, la máquina de coser, «usa los Libros Azules con una temeridad pasmosa… para probar precisamente lo contrario de lo que estos en realidad comprueban». Su conclusión fue que la evidencia podría «no ser suficiente para respaldar una acusación de falseamiento deliberado» pero no permitía dudar de que mostraban «una desaprensión casi criminal en el uso de las fuentes» y justificaba poner cualquier «parte de la obra de Marx bajo sospecha»[31].
La verdad es que hasta la investigación más superficial sobre el uso que Marx hace de las pruebas le obliga a uno a considerar con escepticismo todo lo que escribió que dependiera de factores fácticos. Nunca se puede confiar en él. Todo el Capítulo Octavo, clave de El capital, es una falsificación deliberada y sistemática para probar una tesis que el examen objetivo de los hechos demostró insostenible. Sus atentados contra la verdad caen dentro de cuatro categorías. Primero, usa material desactualizado porque el material actualizado no brinda apoyo a lo que quiere demostrar. Segundo, elige ciertas industrias en las que las condiciones eran particularmente malas como típicas de El capitalismo. Esta trampa era especialmente importante para él porque de no hacerla no hubiera podido en absoluto escribir el Capítulo Octavo. Su tesis era que El capitalismo genera condiciones que empeoran permanentemente; cuanto más capital se emplea peor debían ser tratados los trabajadores para obtener ganancias adecuadas.
La evidencia que cita ampliamente para justificarla proviene casi toda de empresas pequeñas, ineficientes, con poca inversión de capital, que se desempeñaban en industrias arcaicas que en su mayor parte eran precapitalistas, por ejemplo la alfarería, el vestido, herrería, panaderías, fósforos, papel de empapelar, encajes. En muchos de los casos específicos a que recurre (el de las panaderías es uno de ellos) las condiciones de trabajo eran malas, pero precisamente porque la empresa no había podido incorporar maquinaria por carecer de capital. De hecho a lo que Marx se refiere es a un estado de cosas precapitalista, sin tener en cuenta al mismo tiempo la verdad que no podía dejar de ver: a mayor capital menor penuria. Allí donde se ocupa realmente en serio de una industria moderna con un alto aporte de capital se encuentra con una carencia de pruebas. Otro ejemplo lo encontramos cuando trata la industria del acero: se ve obligado a apoyarse en comentarios añadidos («¡Qué franqueza cínica!», «¡Qué palabrería hipócrita!»), y respecto a los ferrocarriles se ve llevado a hacer uso de recortes periodísticos amarillentos por el tiempo de viejos accidentes («nuevos desastres ferroviarios»); su tesis requería demostrar que la relación entre accidentes y pasajero/milla era cada vez más alta, mientras que por el contrario caía en forma notable y para el momento en que se publicó El capital los ferrocarriles, se estaban convirtiendo ya en el sistema de trasporte masivo más seguro en la historia del mundo.
En tercer lugar, haciendo uso de los informes del cuerpo de inspectores de fábricas, Marx cita ejemplos de condiciones deficientes y de maltrato de los trabajadores como si fueran el resultado normal e inevitable del sistema. En realidad se trataba de lo que los inspectores mismos llaman culpa del «propietario fraudulento de hilanderías», para cuya detección y enjuiciamiento habían sido designados y por ello estaba en proceso de ser eliminado. En cuarto lugar, el hecho de que la evidencia principal de Marx provenía de esta fuente, el cuerpo de inspectores, pone al descubierto la mayor de todas sus trampas. Su tesis era que el capitalismo, por su misma naturaleza, era incorregible y, más aún, que en las miserias que hacía sufrir a los trabajadores el estado burgués era su socio, ya que el estado, escribió, «es un comité ejecutivo para la gestión de los asuntos de la clase gobernante como un todo». Pero si eso fuera cierto, el Parlamento nunca hubiera aprobado las leyes de fábricas, y tampoco el estado se hubiera dedicado a hacerlas cumplir. Virtualmente todos los hechos de Marx, selectivamente presentados (y a veces falseados) como lo fueron, provinieron de los esfuerzos del estado (inspectores, tribunales, jueces de paz) por mejorar las condiciones, lo cual implicaba necesariamente sacar a la luz y castigar a quienes eran responsables por las malas condiciones. Si el sistema no hubiese estado en proceso de reformares, cosa que según el razonamiento de Marx era imposible, El capital no podría haber sido escrito. Como no tenía ganas de hacer investigación de campo alguna, se vio obligado a apoyarse justamente en las pruebas de aquellos a quienes denominaba «la clase gobernante», que estaban tratando de enderezar las cosas y tenían en su tarea un éxito creciente.
Es así como Marx tuvo que distorsionar su fuente principal de evidencia, o de lo contrario abandonar su tesis. El libro era, y es, deshonesto en su estructuración. Lo que Marx no pudo o no quiso aprehender, porque no hizo ningún esfuerzo por comprender cómo funcionaba la industria, fue que desde los albores de la revolución industrial (1760-1790), los productores más eficientes, que tenían amplio acceso al capital, habitualmente favorecían mejores condiciones para sus trabajadores; por lo tanto tendían a apoyar la legislación sobre fábricas y, lo que resultaba igualmente importante, que se hicieran cumplir en la práctica, porque eliminaba lo que ellos consideraban competencia desleal. De modo que las condiciones mejoraban, y porque mejoraron las condiciones los trabajadores no se levantaron, contra lo predicho por Marx. El profeta se vio así frustrado. Lo que surge de una lectura de El capital es su fracaso básico para entender el capitalismo. Fracasó justamente porque no fue científico: no se ocupaba de investigar los hechos él mimo, o de emplear objetivamente los hechos estudiados por otros. Del principio al fin no sólo El capital, sino toda su obra refleja una falta de interés por la verdad que por momentos llega a ser desdén. Esa es la razón fundamental de por qué el marxismo en tanto sistema no puede producir los resultados que se le adjudican. Y calificarlo como «científico» es absurdo.
Entonces, si Marx, pese a su apariencia de erudito, no estaba motivado por el amor a la verdad, ¿cuál era la fuerza que le impulsaba? Para descubrirlo debemos hacer un estudio mucho más profundo de sus características personales. Es un hecho, y en cierto sentido lamentable, que obras gigantescas del intelecto no surgen del obrar abstracto del cerebro y de la imaginación. Tienen sus raíces más profundas en la personalidad. Marx es un ejemplo sobresaliente de este principio. Ya hemos tratado la presentación de su filosofía como la amalgama de su visión poética, su habilidad periodística y su academicismo. Pero también puede mostrarse que su contenido real puede relacionarse con cuatro aspectos de su carácter: su gusto por la violencia, su apetito de poder, su incapacidad de administrar dinero y, sobre todo, su tendencia a explotar a quienes le rodeaban.
El elemento de violencia siempre subyacente en el marxismo y constantemente puesto en evidencia por la conducta de los regímenes marxistas fue una proyección de lo que este hombre era. Marx vivió su vida en un clima de gran violencia verbal, estallando periódicamente en enfrentamientos violentos y a veces ha llegado a la agresión física. Las peleas de familia de Marx fueron casi lo primero que le llamó la atención en él a su futura esposa Jenny von Westphalen. En la universidad de Bonn, la policía le arrestó por tener una pistola y casi le expulsan. De los archivos de la universidad surge que intervino en enfrentamientos de estudiantes, tuvo un duelo y recibió un tajo sobre el ojo izquierdo. Sus enfrentamientos con su familia ensombrecieron los últimos años de la vida de su padre, y en su momento llevaron a una ruptura completa con la madre.
Una de las primeras cartas de Jenny que se conservan dice: «Por favor, no escribas con tanto resentimiento y fastidio», y resulta evidente que muchas de sus incesantes peleas surgían de su forma agresiva de expresarse al escribir y más aún al hablar, en este último caso a menudo agravada por el alcohol. Marx no era un alcohólico, pero bebía con regularidad, frecuentemente en abundancia, y a menudo se embarcaba en rachas de bebida. Su problema fue en parte que, desde que promedió los veinte, Marx fue siempre un exiliado que vivió casi exclusivamente en comunidades de expatriados, principalmente alemanes, en ciudades extranjeras. Raramente buscó relaciones fuera de ellas y nunca trató de integrarse. Además los expatriados con los que se reunía siempre constituían ellos mismos un grupo muy cerrado interesado por entero en la política revolucionaria. Esto de por sí explica la visión con orejeras que tuvo Marx de la vida, y sería difícil imaginar un entorno más apto para estimular su natural peleador, ya que esos círculos son conocidos por sus peleas feroces. Según Jenny, las peleas fueron perpetuas salvo en Bruselas. En París sus reuniones editoriales en la Rue de Moulins tenían que realizarse con las ventanas cerradas para que fuera la gente no oyera el griterío interminable.
Estas peleas sin embargo no carecían de propósito. Marx se peleó con todas las personas con las que se asoció, desde Bruno Bauer en adelante, a menos que lograra dominarlos por completo. El resultado es que hay muchas descripciones, generalmente hostiles, de un Marx enfurecido en acción. El hermano de Bauer hasta escribió un poema sobre él: «Tipo moreno de traer despotricando enfurecido/su endemoniado puño está cerrado, ruge sin parar, como si diez mil diablos lo retuvieran por el pelo»[32]. Marx era bajo, corpulento, de cabellera y barba negras, de piel cetrina (sus hijos le llamaban «Moor») y usaba un monóculo de estilo prusiano. Pavel Annenkov, que le vio en el «juicio» a Weitling, describió su «espesa melena negra, sus manos velludas y su levita mal abotonada; carecía de modales, era orgulloso y ligeramente despectivo»; su «voz penetrante, metálica, era la adecuada para los juicios contundentes que continuamente emitía sobre los hombres y las cosas»; todo lo que decía tenía un «tono chocante»[33]. Su obra favorita de Shakespeare era Troilo y Creusa, que le deleitaba por la violencia de los insultos que intercambiaban Ayax y Tersites. Le gustaba citarlos, y la víctima de un pasaje («Señor, con esa mente empapada no tienes más cerebro en la cabeza que el que yo tengo en el codo») fue su compañero revolucionario Kart Heinzen, que se desquitó haciendo un retrato memorable del hombrecito enojado. Encontraba a Marx «de una suciedad intolerable», un «cruce entre gato y mono», con «el cabello negro como el carbón despeinado, y un cutis amarillo y sucio». Era, según él, imposible decir si sus ropas y cutis eran naturalmente color de barro o estaban sucias. Tenía ojos pequeños, fieros y maliciosos, «que escupían chispas de fuego perverso»; tenía la costumbre de decir: «Voy a aniquilarle»[34].
De hecho, Marx pasaba mucho tiempo preparando complejas carpetas de datos sobre sus rivales y enemigos políticos y no tenía ningún escrúpulo en pasarlas a la policía si esto le ayudaba a él.
Las grandes peleas públicas, como por ejemplo en la reunión de la Internacional en La Haya en 1872, presagiaron los réglements des comptes de la Rusia soviética: no hay nada en la época de Stalin que no estuviera preanunciado a la distancia en la conducta de Marx. En alguna ocasión se llegó hasta a derramar sangre. Marx fue tan ofensivo en su pelea con August von Willich en 1850 que este le retó a duelo. Marx, pese a haber sido duelista, dijo que «no participaría en las diversiones de los oficiales prusianos», pero no hizo nada por evitar que su joven asistente, Honrad Schramm, tomara su lugar, aunque jamás en su vida había utilizado una pistola y Willich era un tirador excelente. Schramm quedó herido. El padrino de Willich en esta ocasión fue un colaborador particularmente siniestro de Marx, Gustav Techow, odiado por Jenny con justa razón, que había matado por lo menos a un camarada revolucionario y acabó ahorcado por asesinar a un oficial de policía. El propio Marx no rechazaba la violencia ni el terrorismo cuando convenía a sus tácticas. Dirigiéndose al gobierno prusiano en 1894, amenazó: «Somos despiadados y no les pedimos piedad a ustedes. Cuando nos llegue el turno no disfrazaremos nuestro terrorismo»[35]. Al año siguiente, el «Plan de Acción» que había distribuido en Alemania estimulaba específicamente la violencia: «Lejos de oponernos a los así llamados excesos, esos ejemplos de la venganza popular contra individuos o edificios públicos odiados que implican recuerdos odiosos, no sólo debemos perdonarlos, sino ayudarlos»[36]. En ocasiones estaba dispuesto a tolerar el asesinato, siempre que fuera efectivo. Un compañero revolucionario, Maxim Kovalevsky, que estaba presente cuando Marx recibió la noticia del fallido intento de asesinar al emperador Guillermo I en la Unter den Lindern en 1878, relata su furia, «apilando maldiciones sobre este terrorista que no había tenido éxito en su acto de terrorismo»[37]. Que Marx, una vez en el poder, habría sido capaz de una gran violencia y crueldad parece seguro. Pero por cierto nunca estuvo en una posición en que pudiera realizar una revolución en gran escala, violenta o no, y su rabia reprimida pasó entonces a sus libros, que siempre tienen un tono de intransigencia y extremismo. Muchos pasajes dan la impresión de haber sido escritos realmente en un ataque de furia. En su debido momento, Lenin, Stalin, y Mao Tse Tung practicaron en una escala desmesurada la violencia que Marx sintió en su corazón y que sus obras rezuman.
Es imposible saber cómo veía Marx la moralidad de sus actos, si distorsionando la verdad o estimulando la violencia. En un sentido era un ser fuertemente moral. Estaba lleno de un deseo ardiente de crear un mundo mejor. Sin embargo puso en ridículo a la moralidad en La ideología alemana; argumentó que no era «científica» y podía ser un obstáculo para la revolución. Parece que pensó que sería dejada de lado como resultado del cambio cuasi metafísico en el comportamiento humano que produciría la llegada del comunismo[38]. Como muchos individuos egocéntricos, tendía a pensar que las leyes morales no se le aplicaban a él, o más bien a identificar sus intereses con la moralidad como tal. Es evidente que llegó a ver los intereses del proletariado como coincidentes con sus propias opiniones.
El anarquista Michael Bakunin observó que sentía «una profunda devoción por la causa del proletariado, aunque siempre hubo en ella una mezcla de vanidad personal»[39]. Siempre fue un ególatra; una carta juvenil, larguísima, dirigida a su padre, que ha quedado, en realidad está escrita para y sobre sí mismo[40]. Los sentimientos y las opiniones de los demás nunca le interesaron ni preocuparon demasiado. Tenía que dirigir, sin ayuda, cualquier empresa que intentara. Sobre su trabajo como director de la Neue Rheinische Zeitung, Engels observó: «La organización del personal editorial era simplemente una dictadura de Marx»[41]. No tenía ni tiempo para la democracia ni interés en ella, salvo en el sentido especial y perverso que le daba; cualquier tipo de elección le resultaba odioso; en su actividad como periodista consideraba las elecciones generales de Inglaterra come meras orgías de bebida[42].
En los testimonios sobre los propósitos y el comportamiento político de Marx, tomados de diferentes fuentes, aparece la palabra «dictador» un número notable de veces. Annenkov le llamó «la personificación de un dictador democrático» (1846). Un agente de policía prusiano, de una inteligencia inusual, que informó sobre él en Londres, observó: «El rasgo dominante en su temperamento es una ambición ilimitado y amor del poder… es soberano absoluto en su partido… hace todo por su cuenta, da órdenes bajo su propia responsabilidad y no soporta contradicciones». Techow (el siniestro padrino de duelo de Willich), que una vez logró que Marx se emborrachara y se confiar a él, hace un brillante retrato: Era un «hombre de notable personalidad» con «una superioridad intelectual poco común» y si su corazón hubiese igualado al intelecto y hubiera tenido tanto amor como odio, hubiera puesto mis manos en el fuego por él”. Pero «le falta la nobleza de alma. Estoy convencido de que una peligrosa ambición personal ha corroído todo lo que había de bueno en él… adquirir poder personal es la meta de todos sus esfuerzos». El juicio final que hace Bakunin de Marx es del mismo tenor: «Marx no cree en Dios pero cree mucho en sí mismo y hace que todos le sirvan. Tiene el corazón lleno, no de amor, sino de amargura, y siente muy poca compasión por la raza humana»[43].
La ira habitual de Marx, sus hábitos dictatoriales y su amargura reflejaban sin duda su justificada conciencia de poseer grandes talentos y su intensa frustración ante su incapacidad para ejercerlos de manera más efectiva. Cuando era joven llevó una vida bohemia, a menudo ociosa y disipada; al llegar a la madurez todavía le resultaba difícil trabajar con sensatez y sistemáticamente, a menudo se quedaba charlando toda la noche, y luego pasaba casi todo el día echado medio dormido en el sofá. Más adelante observó horarios más regulares, pero nunca fue disciplinado en su trabajo. Sin embargo, la menor crítica le ofendía. Uno de los rasgos que compartió con Rousseau fue su tendencia a pelearse con amigos y benefactores, en especial si le daban buenos consejos. Cuando su leal colega el doctor Ludwin Kugelmann sugirió en 1874 que no encontraría ninguna dificultad para terminar El capital si tan sólo organizaba su vida un poco mejor, Marx rompió con él para siempre y le sometió a ataques implacables[44].
Su furioso egoísmo tenía raíces físicas tanto como sicológicas. Llevaba una vida peculiarmente malsana, hacía poco ejercicio, comía alimentos muy condimentados, a menudo en gran cantidad, fumaba en exceso, bebía mucho, sobre todo cerveza fuerte, y como resultado tenía constantes problemas con su hígado. Pocas veces se bañaba o se lavaba mucho. Esto, sumado a la dieta inadecuada, quizá explique la verdadera plaga de forúnculos que padeció durante un cuarto de siglo. Eso aumentaba su irritabilidad natural; su peor momento parece que fue cuando escribía El capital. «Pase lo que pase», escribió amargamente a Engels, «espero que, mientras yo exista, la burguesía tendrá motivo para acordarse de mis forúnculos»[45]. Estos diferían en número, tamaño e intensidad, pero en uno u otro momento aparecían en cualquier parte del cuerpo, incluso mejillas, el caballete de la nariz, las nalgas, lo que significaba no poder escribir, y el pene. En 1873 le provocaron una postración nerviosa caracterizada por temblores y enormes estallidos de furia.
Más importante para su ira y su frustración, y subyacente quizá en las raíces mismas de su odio por el sistema capitalista, fue su grotesca incompetencia en el manejo del dinero. Cuando era joven le llevó a los prestamistas a latas tasas de interés, y un apasionado odio hacia la usura fue la verdadera dinámica emocional de toda su filosofía moral. Explica por qué dedicó tanto tiempo y espacio al tema, por qué toda su teoría de las clases tiene sus raíces en el antisemitismo, y por qué incluyó en El capital un largo y violento pasaje en el que acusa a la usura que recogió de una de las diatribas antisemitas de Lucero[46].
Los problemas de dinero que tuvo Marx comenzaron en la universidad y duraron toda su vida. Surgen esencialmente de una actitud infantil. Marx pedía dinero prestado incautamente, lo gastaba, y luego se asombraba invariablemente cuando tenía que pagar las cuentas fuertemente descontadas, más el interés. Veía la imposición del interés, esencial como es en cualquier sistema basado en El capital, como un crimen de lesa humanidad, y como la base de la explotación del hombre por el hombre que su sistema total tenía la intención de eliminar. Esto era en términos generales, pero en el contexto particular de su propio caso reaccionaba ante sus dificultades explotando él mismo a quienquiera tuviese a mano, y en primer lugar a su familia. El dinero domina su correspondencia familiar. La última carta de su padre reitera la queja de que Marx era indiferente a su familia salvo cuando quería su ayuda, y se queja: «Estás ahora en el cuarto mes de tu curso de abogacía y ya has gastado 280 thalers. No he ganado tanto en todo el invierno»[47]. A los tres meses había muerto. Marx no se molestó en asistir al entierro. En cambio empezó a presionar a su madre. Ya había agotado el sistema de vivir de préstamos que le hacían sus amigos y de arrancar sumas periódicas a su familia con engaños. Argumentaba que la familia «era muy rica» y tenía el deber de sostenerle en su importante tarea. Aparte de su periodismo intermitente, que tenía un propósito más político que de ganar dinero, Marx nunca intentó seriamente conseguir un trabajo, aunque una vez, en septiembre de 1882, solicitó un empleo en Londres, como empleado del ferrocarril, pero no le aceptaron porque su caligrafía era mala.
La renuncia de Marx a segur una carrera parece que fue el motivo principal de que su familia no se mostrara dispuesta a responder a sus peticiones de limosnas. La madre no sólo se negó a pagar deudas, convencida de que si lo hacía sólo contraería otras, sino que por fin cortó con él. A partir de entonces sus relaciones fueron mínimas. A ella se le atribuye el amargo deseo de que «Kart acumulara capital en vez de sólo escribir sobre él».
De todos modos, de una u otra manera, Marx consiguió grandes sumas de dinero por herencia. La muerte de su padre le tajo 6000 francos de oro, que en parte gastó para organizar a obreros belgas. La muerte de la madre le trajo menos de lo que esperaba, pero esto fue porque había anticipado el legado pidiéndole prestado a su tío Philips. También recibió una suma importante de la sucesión de Wilhelm Wolf. En 1864. Otras sumas le llegaron a través de su esposa y su familia (ella también había llevado como parte de su dote un servicio de mesa de plata con el escudo de armas de sus antepasados Argyll, cubiertos y lencería con corona). Entre los dos recibieron bastante dinero, que, invertido con sensatez, les hubiese proporcionado un bienestar, y en ningún momento sus ingresos fueron de menos de 200 libras anuales, tres veces el sueldo promedio de un obrero calificado. Pero ni Marx ni Jenny tenían el menor internes en el dinero salvo para gastarlo. Tanto las herencias como los préstamos se fueron en bagatelas, y nunca tuvieron un penique de sobra. De hecho, siempre estuvieron en deuda, a veces seriamente, y el juego de mesa de plata iba periódicamente al Montepío junto con muchas otras cosas, incluso ropa de la familia. En cierto momento solo Marx podía salir a la calle, porque le quedaba un par de pantalones. La familia de Jenny, como la de Marx, se negó a prestar más ayuda a un yerno, que consideraban un haragán e imprevisor sin remedio. En marzo de 1851, Marx le escribió a Engels para anunciarle el nacimiento de una hija, y se quejaba: «Literalmente no tengo un penique en la casa»[48].
En ese entonces, está claro, Engels era el nuevo sujeto a explotar. Desde mediados de la década del cuarenta, cuando se conocieron, hasta la muerte de Marx, Engels fue la principal fuente de ingresos para la familia de Marx. Es probable que les diera más de la mitad de lo que ganaba. Pero es imposible computar el total porque durante un cuarto de siglo lo proveyó en sumas irregulares, creyendo en la repetida promesa de Marx que, siempre que le llegara la próxima donación, pronto se pondría al día. La relación fue de explotación por parte de Marx y totalmente desigual, ya que siempre era el socio principal y a veces imperioso. Sin embargo, en cierto sentido extraño se necesitaban el uno al otro, como una pareja de comediantes incapaces de actuar por separado, protestando con frecuencia pero siempre unidos. La sociedad casi se disuelve en 1863 cuando Engels sintió que las insensibles peticiones de Marx habían ido demasiado lejos. Engels mantenían dos casas en Manchester, una para recibir por negocios, y una para su amante, Mary Burns.
Cuando ella murió Engels quedó profundamente desolado. Se enfureció al recibir una fría carta de Marx (de fecha 6 de enero de 1863) en la que después de mencionar brevemente su pérdida se dedicaba de inmediato al tema más importante de pedirle dinero[49]. Nada ilustra mejor el inflexible egoísmo de Marx. Engels le contestó con frialdad, y el incidente casi termina la amistad. De alguna manera, nunca volvió a ser lo mismo, porque le hizo ver a Engels las limitaciones del carácter de Marx. Parece que decidió entonces que Marx nunca sería capaz de conseguir un empleo o mantener a su familia o, de hecho, poner en algún orden sus asuntos. Lo único que se podía hacer era pagarle una cantidad regularmente. Entonces, en 1869, Engels vendió el negocio, asegurándose para él una renta de algo más de 800 libras anuales. De estas 350 fueron para Marx, durante los últimos quince años de su vida, Marx fue el pensionado de un rentier, y gozó de una cierta seguridad. De todos modos, parece que vivió a razón de unas 500 libras anuales, o aún más, disculpándose ante Engels: «incluso visto desde un punto de vista comercial, una organización enteramente proletaria sería inadecuada aquí»[50]. De ahí que las cartas pidiendo a Engels envíos adicionales continuaran[51].
Pero como es natural las víctimas principales de la imprevisión de Marx y de su renuencia a trabajar fueron su propia familia, sobre todo su esposa. Jenny Marx es una de las figuras más patéticas y trágicas en la historia del socialismo. Tenía el color claro escocés, el cutis pálido, los ojos verdes y el cabello castaño rojizo de su abuela paterna, descendiente del segundo conde de Argyll, muero en Flodden. Era una belleza y Marx la amaba (sus poemas lo prueban), y ella le amó con pasión, librando batallas tanto con su familia como con la de él; se necesitaron muchos años de amargura para que su amor muriera. ¿Cómo pudo un egoísta como Marx inspirar semejante afecto? Creo que la respuesta es que era fuerte y dominante, buen mozo en su juventud y temprana madurez, aunque siempre sucio; y, lo que no es menos, era divertido. Los historiadores prestan poca atención a esta cualidad; a menudo ayuda a explicar un atractivo de lo contrario misterioso (fue una de las ventajas que tuvo Hitler, tanto en privado como orador en público). El humor de Marx era a veces hiriente y salvaje. Sin embargo sus bromas excelentes hacían reír a la gente. Si hubiese carecido de humor, sus numerosas características desagradables le hubiesen privado de adictos totalmente, y sus mujeres le habían dado la espalda. Pero las bromas constituyen el mejor camino para llegar al corazón de las mujeres muy atribuladas, cuyas vidas son aún más duras que las de los hombres. A Marx y a Jenny a menudo se les oía reír juntos, y más adelante fueron los chistes de Marx lo que más le unió a sus hijas.
Marx estaba orgulloso de la noble ascendencia de su esposa (él la exageraba) y de su posición como la hija de un barón y funcionario principal en el gobierno prusiano. Las invitaciones impresas para un baile, que envió en Londres en la década del sesenta, la nombran como née von Westphalen.
A menudo afirmaba que se llevaba mejor con los aristócratas genuinos que con la burguesía codiciosa (palabras, según testigos que pronunciaba con peculiar desprecio áspero). Pero Jenny, una vez que la horrible realidad del matrimonio con un revolucionario sin posición y sin trabajo se le presentó con toda claridad, hubiese gustosamente aceptado una existencia burguesa por insignificante que fuese. Desde el comienzo de 1848 y durante por lo menos los diez años siguientes, su vida fue una pesadilla. El 3 de marzo de 1848 estaba en la indigencia. El mes siguiente le confesó a un amigo: «ya la última joya de mi mujer ha ido camino del Montepío»[52]. Mantenía su ánimo gracias a un absurdo y perenne optimismo revolucionario, y le escribió a Engels: «A pesar de todo nunca fue tan inminente un colosal estallido del volcán revolucionario como ahora. Detalles más adelante». Pero ella no tenía ese consuelo y además estaba embarazada. En Inglaterra encontraron seguridad, pero también degradación. Ella ya tenía tres criaturas, Jenny, Laura y Edgar, y tuvo un cuarto, Guy o Guido, en noviembre de 1849. Cinco meses después los desalojaron de sus habitaciones en Chelsea por no pagar el alquiler y los pusieron en la calle ante (escribió Jenny) «toda la gentuza de Chelsea». Vendieron las camas para pagar al carnicero, al lechero, la farmacéutico y al panadero. Encontraron refugio en una sórdida pensión alemana en Leicester Square y ese invierno el bebé Guido murió allí. Jenny dejó un relato desesperado de esos días, de los que su ánimo y su afecto por Marx nunca se recobraron realmente[53].
El 24 de mayo de 1850 el embajador británico en Berlín, el conde de Westmosreland, recibió un informe redactado por un espía inteligente de la policía prusiana que describía con gran detalle las actividades de los revolucionarios alemanes que rodeaban a Marx. Nada transmite con más claridad lo que Jenny tuvo que soportar:
[Marx] lleva la vida de un intelectual bohemio. Lavarse, acicalarse y cambiarse la ropa blanca son cosas que hace raramente, y a menudo está borracho. Si bien pasa días enteros sin hacer nada, es capaz de trabajar día y noche incansablemente, sin cejar, cuanto tiene mucho trabajo que hacer. No tiene hora fija para acostarse o levantarse. A menudo se queda despierto toda la noche y a mediodía se echa enteramente vestido en el sofá, y duerme hasta la noche, sin que le molesta toda esa gente que entra y sale de las habitaciones (sólo había dos)… no hay un solo mueble limpio y entero. Todo está roto, rudo y desgarrado; hay media pulgada de polvo encima de todo y el mayor desorden en todas partes. En medio del [cuarto de estar] hay una gran mesa antigua cubierta con hule y encima manuscritos, libros y periódicos, junto con juguetes de los niños, trapos y jirones del costurero de la esposa, varias tazas con los bordes cachados, cuchillos, tenedores, lámparas, un tintero, vasos, pipas holandesas de arcilla, tabaco, cenizas… El dueño de un negocio de compraventa se avergonzaría de poner en venta semejante colección de cachivaches.
Cuando se entra a la habitación de Marx el humo y el olor a tabaco hace llorar los ojos… Todo está sucio y cubierto de polvo, de modo que sentarse se convierte en un asunto arriesgado. Hay una silla con tres patas. En otra silla los niños juegan a cocinar. Da la casualidad que esta silla tiene cuatro patas. Es la que le ofrecen a uno, pero no han limpiado lo que los niños han cocinado y si uno se sienta arriesga un par de pantalones[54].
Este informe, que data de 1850, probablemente describe el punto más bajo de la fortuna familiar. Pero en los años siguientes sufrieron otros golpes. Una hija, Franzisjam nacida en 1851, murió el año siguiente. Edgar, el hijo muy amado, el favorito de Marx al que llamaba Musch (Mosquita), enfermó de gastroenteritis en esas circunstancia sórdidas y murió en 1855, un golpe terrible para los dos, Jenny nunca pudo superarlo. «Todos los días», escribió Marx, «mi mujer me dice que desearía estar en la tumba»… Otra niña, Eleanor, había nacido tres meses antes, pero para Marx no era la misma cosa. Había querido tener hijos y ahora no tenía ninguno; las niñas no tendían importancia para él, salvo como secretarias.
En 1860 Jenny enfermó de viruela y perdió lo que le quedaba de su belleza; desde ese momento hasta su muerte en 1881, se fue desvaneciendo gradualmente en el trasfondo de la vida de Marx, una mujer cansada, desilusionada, agradecida a las pequeñas mercedes; su platería rescatada del Montepío, una casa propia. En 1856 gracias a Engels, la familia pudo mudarse del Soho a una casa alquilada, el 9 de Grafton Terrace, Haverstock Hill; nueve años después, otra vez gracias a Engels, se mudaron a una mucho mejor, el 1 de Maitland Park Road. A partir de entonces nunca tuvieron menos de dos sirvientes. Marx tomó la costumbre de leer The Times todas las mañanas. Fue elegido para la Junta Municipal local. Los domingos soleados encabezaba una caminata familiar hasta Hampstead Heath, él dando grandes pasos a la cabeza, la mujer, las hijas y los amigos detrás.
Pero el embourgeoisement de Marx llevó a otra forma de explotación, esta vez de sus hijas. Las tres eran inteligentes. Se podría creer que por la infancia agitada y empobrecida que habían soportado como hijas de un revolucionario, habría por lo menos seguido la lógica del radicalismo y las habría estimulado a tener una carrera. De hecho les negó una educación satisfactoria, y se negó a permitirles algún tipo de preparación y prohibió las carreras definitivamente. Como Eleanor, la que más le quería, le dijo a Oliver Schreiner: «durante largos y tristes años se interpuso una sombra entre nosotros». En cambio retuvo a las niñas en la casa mientras aprendían a tocar el piano y a pintar acuarelas, como las hijas de los comerciantes.
Cuando fueron mayores, Marx todavía hacía ocasionalmente recorridos de tabernas con sus amigos revolucionarios, pero según Wilhelm Liebknecht, se negaba a permitirles que cantaran canciones obscenas en su casa, porque las niñas podrían oírles[55].
Más tarde no aprobó a los pretendientes de las niñas, que venían de su propio ambiente revolucionario. No pudo, o no quiso, evitar que se casaran, pero dificultó las cosas y su oposición dejó cicatrices. A Paul Lafarque, el marido de Laura, que venía de Cuba y tenía alguna sangre negra, le llamaba «Negrillo» o «El gorila». Tampoco le gustó Charles Longuet, que se caso con Jenny. En su opinión sus yernos eran idiotas: «Longuet es el último de los prudhonistas y Lafargue el último de los bakunistas… ¡al diablo con los dos!»[56] Eleanor, la más joven, fue la que más sufrió ante su negativa a permitirles estudiar una carrera y su hostilidad hacia sus pretendientes. Había sido educada para considerar al hombre —es decir, a su padre— como el centro del universo. Quizá no es sorprendente que finalmente se enamorara de un hombre aún más egocéntrico que su padre. Edgard Avelino, escritor y pretendido político de izquierdas, era un tenorio y sablista que se especializaba en seducir actrices. Eleanor quería ser actriz y fue una víctima natural. Por una de esas agudas ironías de la historia, él, Eleanor y George Bernard Shaw tomaron parte en la primera lectura en Londres de Casa de Muñecas, de Ibsen, la brillante defensa de la libertad de las mujeres, con Eleanor, leyendo el personaje de Nora. Poco antes de la muerte de Marx se convirtió en la amante de Aveling, y a partir de ese momento fue su sufriente esclava, como su madre Jenny lo había sido a su vez de su padre[57].
Marx sin embargo, quizá necesitara a su mujer más de lo que estaba dispuesto a admitir. Después de su muerte en 1881 decayó rápidamente, dejó de trabajar, hizo curas en varios balnearios europeos o viajó a Argelia, Montecarlo y Suiza en busca de sol o aire puro. En diciembre de 1882 se regocijó al comprobar su influencia creciente en Rusia: «En ninguna parte he tenido un éxito más encantador». Destructivo hasta el final se vanagloriaba de que «me causa satisfacción herir a una potencia que, después de Inglaterra, es el verdadero bastión de la vieja sociedad». Tres meses después murió con su bata puesta, sentado al lado del fuego. Una de sus hijas, Jenny, había muerto pocas semanas antes. Las otras dos también terminaron trágicamente. Eleanor, con el corazón destrozado por la conducta de su marido, tomó una sobredosis de opio en 1898, posiblemente en un pacto suicida del que él se escabulló. Trece años más tarde Laura y Lafargue también acordaron un pacto suicida, y ambos lo cumplieron.
Quedó sin embargo un extraño superviviente de esta familia trágica, producto del acto más grotesco de explotación personal. En todas sus investigaciones sobre las iniquidades de los capitalistas británicos, encontró muchos ejemplos de obreros mal pagados pero nunca logró descubrir alguno que no recibiera ningún sueldo en absoluto. Sin embargo, el caso se dio en su propio hogar. Cuando llevaba a su familia al paseo formal de los domingos, una figura femenina baja y gorda cerraba la marcha llevando una canasta de picnic y otros bártulos.
Era Helen Demuth, conocida en la familia como «Linchen». Nacida en 1823, de familia campesina, se había incorporado a la familia von Westphalen cuando tenía ocho años como niñera. Vivía y comía allí, pero no recibía sueldo alguno. En 1845, triste y preocupado por su hija casada, su madre le envió a Lenche, que tenía entonces veintidós años, a Jenny Marx para facilitarle las cosas. Permaneció con la familia Marx hasta su muerte en 1890. Eleanor la describía como «el ser más tierno para los demás, mientras toda su vida fue una estoica para sí misma»[58]. Era una trabajadora empedernida que no sólo cocinaba y fregaba, sino que manejaba el presupuesto familiar, cosa que Jenny era incapaz de hacer. Marx jamás le pagó u penique. En 1850, durante el período más tétrico en la vida de la familia, Lenchen fue la amante de Marx y concibió un hijo. El pequeño Guido acababa de morir, pero Jenny también estaba embarazada otra vez. Toda la familia vivía en dos habitaciones, y Marx tuvo que ocultar el estado de Lenchen no sólo a su mujer, sino también a sus inacabables amigos revolucionarios. Por fin Jenny lo descubrió o hubo que decírselo y, sumado a todas sus desventuras en ese momento, probablemente acabó con su amor por Marx. Lo llamó «un hecho sobre el que no volveré más, porque aumentó muchísimo nuestras penas privadas y públicas». Esto se encuentra en un esbozo autobiográfico que escribió en 1865, del que se conservan veintinueve a treinta y siete páginas: el resto, que describía sus peleas con Marx, fue destruido, probablemente por Eleanor[59].
La criatura de Linchen nació en el domicilio del Soho, el 28 de Dean Street, el 23 de junio de 1851[60]. Fue un varón que registraron con el nombre de Henry Frederick Demuth. Marx se negó a reconocer su responsabilidad, entonces y siempre, y desmintió de plano los rumores de que él era el padre. Puede muy bien ser que quisiera hacer lo mismo que Rousseau y dejar a la criatura en un orfanato, o dalo en adopción. Pero Linchen tenía más carácter que la amante de Rousseau. Insistió en reconocer al niño ella misma. Lo entraron a una familia de clase obrera llamada Lewis para que lo criara, pero le permitieron que fuera de visita a la casa de los Marx. Sin embargo, le prohibieron que usara la puerta principal y le obligaron a vera a su madre sólo en la cocina. A Marx le aterraba la posibilidad de que se descubriera que era el padre de Freddy y que eso le hiciera un daño fatal como dirigente y profeta de la revolución. En sus cartas sobrevive una oscura regencia al caso: otras fueron suprimidas por diversas manos. Finalmente convenció a Engels de que reconociera a Freddy en privado como una pantalla para disimular en familia. Eso, por ejemplo, fue lo que Eleanor creía. Pero Engels, si bien listo como siempre a someterse a las exigencias de Marx por el bien de la colaboración entre ellos, no estaba dispuesto a llevarse el secreto a la tumba. Engels murió, de cáncer de garganta, el 5 de agosto de 1895; imposibilitado de hablar, pero decidido a que Eleanor (Tussy, como la llamaban) no siguiera creyendo que su padre era inmaculado, escribió en una pizarra: «Freddy es hijo de Marx, Tussy quiere hace un ídolo de su padre».
Louise Freyberger, la secretaria y ama de llaves de Engels, escribió una carta a August Bebel, el 2 de septiembre de 1898, en la que le decía que el propio Engels le había contado la verdad, y añadía: «Freddy es ridículamente parecido a Marx y con esa cara típicamente judía y ese cabello negro azulado, en realidad sólo un prejuicio ciego podía encontrar en él algún parecido con el General» (su nombre para Engels). La misma Eleanor aceptó que Freddy era su hermano, y le cobró afecto: han quedado nueve de las caras que le envió[61]. A él no le trajo ninguna suerte, ya que Aveling, su amante, logró que Freddy le prestara sus ahorros de toda a vida y nunca se los devolvió.
Lenchen fue el único miembro de la clase trabajadora que Marx llegó a conocer bien, su único contacto real con el proletariado. Freddy pudo haber sido otro, ya que fue criado como un muchacho de clase obrera, y en 1888, cuando tuvo treinta y seis años, consiguió su ansiado certificado como ingeniero armador calificado. Pasó prácticamente toda su vida en King’s Cross y Hackney y era miembro regular del sindicato de ingenieros. Pero Marx nunca le conoció. Se encontraron una sola vez, posiblemente cuando Freddy bajaba los escalones de la cocina y no tenía idea entonces de que ese filósofo revolucionario era su padre. Murió en enero de 1929, cuando la visión de Marx de la dictadura del proletariado había tomada una forma concreta y terrible, y Stalin, el gobernante que logró el poder absoluto que Marx había ambicionado, acababa de empezar su ataque catastrófico contra el campesinado ruso.