LA HUIDA DE LA RAZÓN
FINALIZADA la Segunda Guerra Mundial hubo un cambio significativo en la intención predominante entre los intelectuales laicos, un desplazamiento de énfasis del utopismo al hedonismo. El desplazamiento comenzó lentamente al principio, y luego tomó velocidad. La mejor forma de estudiar sus orígenes es observando las opiniones y relaciones de tres escritores ingleses, todos ellos nacidos en 1903; George Orwell (1903-50), Evelyn Waugh (1903-66) y Cyril Connolly (1903-74). Se les podría describir como el viejo Intelectual, el antiintelectual y el nuevo Intelectual. Waugh inició una cauta amistad con Orwell sólo cuando esta último ya estaba afectado por una enfermedad mortal. Waugh y Connolly se conocían desde sus años de escolares. De hecho, Connolly, que sentía que de los tres él era el fracasado, escribió un pareado autocompasivo en un ejemplar de Virgilio que dio al crítico teatral T. C. Worsley:
En Eton con Orwell, en Oxford con Waugh
No fue nadie después y nadie antes[1].
Pero esto estaba lejos de ser cierto. En algunos sentidos iba a resultar el más influyente de los tres.
Orwell, a quien veremos primero, fue un casi clásico del Viejo Intelectual en el sentido de que para él un compromiso político con un futuro utópico, socialista, era claramente un sustituto de un idealismo religioso en el que no podía creer. Dios para él no podía existir. Depositó su fe en el hombre pero, al observar el objeto de su fe demasiado detenidamente, la perdió. Orwell, cuyo nombre era Eric Blair, venía de una familia de constructores menores del imperio y tenía aspecto de tal. Era alto, enjuto, con el pero corto hacía atrás y a los lados y un bigote estrictamente recortado. Su abuelo paterno pertenecía al ejército de la India; su abuelo materno comerciaba con madera de teca en Birmania. Su padre trabajaba en el Departamento de Opio de la administración pública de la India. Él y Connolly fueron a la misma escuela privada de buen tono, y luego ambos asistieron a Eton. Recibió esta educación cara porque, como Connolly, era un chico inteligente del que se esperaba consiguiera becas y aumentara la reputación de la escuela. En realidad ambos muchachos escribieron después relatos sobre la escuela, entretenidos pero devastadores, que la perjudicaron[2]. El ensayo de Orwell, «Esos, esos eran los encantos», es poco característico de él por lo exagerado, y hasta resulta mendaz. A. S. F. Gow, su tutor en Eton, que conocía bien la escuela privada, creía que Orwell había sido convencido con malas artes por Connolly de escribir esta acusación injusta[3]. En ese caso fue la única vez que Connolly persuadió a Orwell de embarcarse en una acción inmoral, en especial una que implicaba mentir. Como observó Víctor Gollancz con dientes apretados, Orwell era dolorosamente veraz.
Orwell se incorporó a la policía de la India después de dejar Eton, y sirvió durante cinco años, 1922-27, Cumpliendo sus funciones conoció el aspecto más desagradable del imperialismo, los ahorcamientos y los azotes, y encontró que no lo podía soportar. De hecho, sus dos brillantes ensayos Un ahorcamiento y Disparándole a un elefante, quizás hicieron más por minar el espíritu imperial en Gran Bretaña que cualquier otro escrito[4]. Volvió a Inglaterra con licencia, renunció al servicio, y decidió ser escritor. Escogió el nombre «George Orwell» después de considerar varias alternativas, P. S. Burton, Kenneth Miles y H. Lewis Allways entre otros[5]. Orwell era un intelectual en el sentido de que cría, al menos cuando era joven, que se podía remodelar el mundo con el poder del intelecto. Pensaba, pues, en términos de ideas y conceptos, pero su naturaleza, y quizá su entrenamiento como policía, le dotaron de un interés apasionado por la gente. Ciertamente su instinto de policía le dijo que las cosas no eran lo que parecían, y que sólo la investigación y el examen minucioso revelarían la verdad.
De ahí que, a diferencia de muchos intelectuales, Orwell se embarcó en su carrera de socialista idealista estudiando de cerca la vida de la clase trabajadores. En esto tenía algo en común con Edmund Wilson, que compartía su pasión por la verdad exacta. Pero fue mucho más persistente que en cuanto a tratar de conocer a «los trabajadores» y durante muchos años esta búsqueda de la experiencia fue el tema central de su vida. Primero alquiló una vivienda en Notting Hill, entonces un barrio bajo de Londres.
Luego en 1929, trabajó en París como lavaplatos y peón de cocina. Pero enfermó de neumonía —sufría una debilidad crónica pulmonar, que lo mató a los cuarenta y siete años— y la aventura terminó con una estancia en un hospital de caridad en París, un episodio descrito con todo su horror en Down and Put in Paris and London (Sin dinero en París y Londres), en 1933. A continuación vivió con vagabundos y recolectores de lúpulo, fue pensionista de una familia obrera en Wigan, ciudad industrial de Lancashire, y tuvo una tienda en un pueblo. Todas estas actividades tenían un propósito: «Sentía que tenía que escapar, no simplemente del imperialismo, sino de toda forma de dominio del hombre sobre el hombre. Quería sumergirme, hundirme entre los oprimidos, ser uno de ellos y estar de su lado contra los tiranos»[6].
Por eso, cuando en 1936 estalló la Guerra Civil Española, Orwell no sólo prestó apoyo moral a la república, como hizo más del 90 por ciento de los intelectuales occidentales, sino que —a diferencia de virtualmente todos ellos, realmente luchó por ella—. Más aun, quiso la suerte que luchara por ella en el sector del ejército republicano que llegaría a ser el más oprimido y martirizado, la milicia (POUM) anarquista. Esta experiencia resultó crítica para el resto de su vida. Típicamente, Orwell quería primero ir a España y ver la situación por sí mismo, antes de decidir qué hacer al respecto. Pero llegar a España era difícil, y de hecho la entrada estaba controlada por el partido comunista. Orwell se dirigió primero a Victor Gollancz, que lo puso en contacto con John Strachey. Strachey a su vez le envió a Harry Pollitt, el jefe del partido comunista. Pero Pollitt se negaba a darle a Orwell una carta de recomendación a menos que antes aceptara unirse a la Brigada Internacional, controlada por el partido comunista. Orwell se negó, no porque tuviera algo en contra de la brigada (de hecho el año siguiente, en España, trató de unirse a ella), sino porque hubiera eliminado sus posibilidades de elección antes de haber examinado los hechos. De modo que se dirigió a la facción de izquierda conocida como Partido Laborista Independiente. Le hicieron llegar a Barcelona y le pusieron en contacto con los anarquistas, y fue así como se unió a la milicia POUM. Barcelona le impresionó, «una ciudad en la que la clase trabajadora tenía las riendas», y más todavía por la vida en la milicia, en la que «muchas de las motivaciones de la vida civilizada —esnobismo, el afán por el dinero, miedo al patrón— sencillamente habían dejado de existir. La habitual división de la sociedad en clases había desaparecido en una medida tal que resultaba impensable en la atmósfera infectada por el dinero de Inglaterra»[7]. El combate, en el que resultó herido, fue para él en cierto modo una experiencia estimulante, y escribió una carta en tono de ligero reproche a Connolly, que había inspeccionado la guerra, como la mayoría de los intelectuales, con carácter de turista «interesado». «Lástima que no hayas llegado hasta nuestra Posición a verme cuando estuviste en Aragón. Me hubiera gustado darte té en una trinchera»[8]. Orwell describió la milicia en servicio activo como «una comunidad en la que la esperanza era más común que la apatía o el cinismo, en la que la palabra “camarada” significaba camaradería y no, como en la mayoría de los países, embustes». Allí «nadie buscaba ventajas», había «escasez de todo, pero ningún privilegio y nada de servilismo». Lo consideró «un anticipo tosco de lo que podrían ser las etapas iniciales del socialismo». En conclusión, escribió a Inglaterra, «he visto cosas maravillosas, y por fin creo realmente en el socialismo, lo que nunca me había ocurrido antes»[9].
Sin embargo, a continuación vino la experiencia devastadora de la purga de los anarquistas llevada a cabo por el partido comunista siguiendo órdenes de Stalin. Miles de los camaradas de Orwell fueron sencillamente asesinados o puestos en prisión, torturados y ejecutados. El mismo tuvo suerte de escapar con vida. Casi igualmente esclarecedora le resultó la dificultad que encontró, al regresar a Inglaterra, para conseguir que se publicara su relato de estos hechos tremendos. Ni Victor Gollancz, en el Left Book Club (Club del libro de izquierdas), ni Kingsley Martin, en el New Statesman (las dos instituciones principales por las que se mantenía informada a la opinión progresista en Gran Bretaña) le permitían decir la verdad. Se vio obligado a recurrir a otra parte. Orwell siempre había antepuesto la experiencia a la teoría, y estos hechos demostraron lo acertado que había estado. La teoría enseñaba que la izquierda en el ejercicio del poder se comportaría con justicia y respetaría la verdad. La experiencia le demostró que la izquierda era capaz de llegar a un grado de injusticia y crueldad de un género hasta entonces desconocido, comparable sólo con los crímenes monstruosos de los nazis, y que estaba dispuesta a suprimir ansiosamente la verdad en aras de la verdad superior que sostenía. La experiencia, confirmada por lo que ocurrió en la Segunda Guerra Mundial, donde se confundieron todos los valores y lealtades, también le enseñó que, en la realidad concreta, los seres humanos importaban más que las ideas abstractas; era algo que siempre había presentido. Orwell nunca abandonó del todo su creencia de que se podía construir una sociedad mejor por la fuerza de las ideas, y en este sentido siguió siendo un intelectual. Pero el eje de su ataque giró de la sociedad existente, tradicional y capitalista, a las utopías fraudulentas con las que intelectuales como Lenin habían buscado remplazarla. Sus dos libros mayores Animal Farm (Rebelión en la granja), de 1945, y Nineteen Eighty-Four (Mil novecientos ochenta y cuatro), de 1949, eran en lo esencial análisis críticos de abstracciones llevadas a la práctica, del control totalitario sobre cuerpo y mente que una utopía corporizada exigía y, tal como lo expresó, «de las perversiones a las que es propensa una economía centralizada»[10].
Semejante cambio de énfasis necesariamente llevó a Orwell a adoptar una opinión extremadamente crítica sobre los intelectuales en cuanto tales. Eso concordaba bien con su temperamento, que podría ser descrito como militar antes que bohemio. Su obra está salida con apartes tales como (referido a Ezra Pound) «uno tiene derecho a esperar que hasta un poeta tenga una decencia corriente». En efecto, era un axioma suyo que los pobres, la gente «corriente», tenían un sentido más fuerte de lo que él llamaba «decencia común», un mayor apego a virtudes simples como la honradez, la lealtad y la veracidad que los muy educados.
Cuando murió en 1950 su punto de arribo político último no resultaba claro, y aún se le clasificaba vagamente como un intelectual de izquierdas. A medida que creció su fama la izquierda y la derecha se lo disputaron, y siguen haciéndolo. Pero en los cuarenta años transcurridos desde su muerte se le ha utilizado cada vez más como un palo con que golpear los conceptos intelectuales de la izquierda. Los intelectuales más solidarios con su clase hace tiempo que le han reconocido como un enemigo. Es así como Mary McCarthy, a veces confundida en cuanto a sus propias ideas políticas, pero decididamente poseedora de una conciencia de casa, en su ensayo sobre Orwell le trata con severidad: Orwell era «conservador por temperamento, tan contrario como un coronel retirado o un trabajador a los extremos en materia de conducta, vestimenta o pensamiento». Era «un filisteo incipiente. En verdad era un filisteo». Su socialismo era «una idea improvisada no analizada, pura palabrería». Su persecución de los stalinistas fue en ocasiones «simplemente producto de antipatía personal». Su «fracaso político… fue un fracaso de pensamiento». De haber vivido, más tiempo seguramente se habría desplazado hacia la derecha, de modo que «para él probablemente morir fue una bendición»[11]. (Esta última idea —mejor muerto que anticomunista— es un ejemplo notable del orden de prioridades de los intelectuales arquetípicos).
Una razón de por qué los intelectuales profesionales se distanciaron de Orwell fue su creciente convencimiento de que, si bien era correcto seguir buscando soluciones políticas, «así como un médico debe tratar de salvar la vida de un paciente que probablemente va a morir», debíamos comenzar «por reconocer que el comportamiento político es en gran medida no racional», y por lo tanto en principio resistente a la clase de soluciones que los intelectuales habitualmente buscaban imponer[12]. Pero mientras que para los intelectuales Orwell se volvía sospechoso, los de la secta contraria (los hombres de letras, pos así llamarlos) tendían a entusiasmarse con él. Evelyn Waugh, por ejemplo, nunca fue un hombre que subestimase la importancia de lo irracional en la vida. Comenzó a cartearse con Orwell y le visitó en el hospital; de haber vivido este su amistad bien podría haber florecido. Lo primero que los unió fue un deseo común de que P. G. Wodehouse, un autor a quien admiraban, no fuera perseguido por sus imprudentes programas de radio durante la guerra (que comparados con los de Ezra Pound eran completamente inocuos). Este fue un caso en que los dos hombres insistieron en que a una persona individual debe dársele precedencia sobre el concepto abstracto de la justicia ideológica. Waugh rápidamente vio en Orwell a un desertor potencial de las filas de la intelectualidad. Anotó en su diario el 31 de agosto de 1945: «Cené con mi primo comunista, Claud (Cockburn), que me previno contra la literatura trotskista, de modo que leí y disfruté mucho Rebelión en la Granja, de Orwell»[13], de igual manera reconoció la fuerza de Mil novecientos ochenta y cuatro, aunque le pareció poco creíble que el espíritu religioso no hubiese sobrevivido para tomar parte en la lucha contra la tiranía descrita por Orwell. En su última carta a Orwell, del 17 de julio de 1949, le argumentó esta cuestión, y añadió: «Mira cuánto me ha entusiasmado su libro que corro el riesgo de predicar un sermón»[14].
Lo que Orwell llegó a aceptar de mala gana y tardíamente —el fracaso del utopismo debido a la irracionalidad esencial del comportamiento humano— Waugh lo había sostenido ruidosamente durante la mayor parte de su vida adulta. En efecto, ningún gran escritor, ni siquiera Kipling, hizo jamás una presentación más clara de la posición antiintelectual. Waugh, como Orwell creía en la experiencia personal, en ver por sí mismo, en cuanto opuesta a la imaginación teórica. Vale la pena notar que, aunque a diferencia de Orwell, no buscó deliberadamente vivir con los oprimidos, era un viajero empedernido, yendo a menudo por regiones remotas y difíciles. Había visto muchos hombres y presenciado muchos acontecimientos y tenía un conocimiento práctico a la vez que novelesco del mundo. Cuando escribía sobre temas serios también tenía un respeto poco usual por la verdad. Su único trabajo declaradamente político, una descripción del régimen revolucionario mejicano llamado Robbery under the Law (Robo protegido por la ley), de 1939, estaba precedido por una advertencia a los lectores. Dejó bien en claro cuáles eran exactamente sus credenciales para escribir sobre el tema, y lo insuficientes que le parecían. Les llamó la atención sobre libros escritos por otros que sostenían ideas distintas de las suyas, y los previno contra formarse una opinión definitiva sobre lo que ocurría en Méjico basándose exclusivamente sobre su relato. Subrayó que la literatura «comprometida» le resultaba lamentable. Muchos lectores, dijo, «aburridos del privilegio de tener una prensa libre», habían decidido «imponerse a sí mismos una censura voluntaria» formando clubes de libros (tenía en mente el Club del libro de Izquierdas de Gollancz) a fin de poder estar completamente seguros de que todo lo que lean estará escrito con la intención de confirmar sus opiniones previas. Por eso, para ser leal a sus lectores, a Waugh le pareció correcto presentar un resumen de sus propias creencias.
Dijo que era conservador, y todo lo visto en Méjico había reafirmado sus convicciones. El hombre era, por naturaleza, «un exiliado, y nunca llegará a ser autosuficiente o completo en esta tierra». Pensaba que las posibilidades del hombre de alcanzar la felicidad no se «veían muy afectadas por las condiciones políticas y económicas en que se vive», y que los cambios súbitos en la situación del hombre generalmente empeoran las cosas «y son propugnados por gente inadecuada y por razones incorrectas». Creía en el gobierno: «los hombres no pueden vivir juntos sin reglas» pero estas «deberían mantenerse estrictamente dentro del mínimo compatible con la seguridad». «Ninguna forma de gobierno dispuesta por Dios» era «mejor que otra» y «los elementos anárquicos dentro de la sociedad» eran tan fuertes que resultaba «un trabajo permanente mantener la paz». Las desigualdades en cuanto a riqueza y posición social eran «inevitables» y por lo tanto «carece de sentido hablar sobre las ventajas de su eliminación». De hecho los hombres «se ordenan naturalmente en un sistema de clases», que resulta «necesario para cualquier trabajo hecho en cooperación». La guerra y la conquista asimismo eran inevitables.
El arte también era una función natural del hombre, y «es un hecho» que la mayor parte del gran arte había sido producido «bajo sistemas de tiranía política» pese a que «no creo que tenga conexión con algún sistema en particular». Finalmente, Waugh dijo que era un patriota en el sentido de que, si bien no pensaba que la prosperidad británica fuera necesariamente perjudicial para nadie, si en ocasiones resultaba serlo, entonces «quiero que Inglaterra prospere y no sus rivales».
Waugh describía así a la sociedad tal como era y debe ser, y su reacción ante ella. Por cierto tenía una visión personal, idealizada; pero siendo un antiintelectual no tenía inconveniente en admitir que era irrealizable. Su sociedad ideal, tal como la describe en una introducción a un libro publicado en 1962, tenía cuatro órdenes. En la cúspide estaba «la fuente del honor y la justicia». Inmediatamente debajo había «hombres y mujeres que desempeñan cargos para los que son designados desde arriba, y son los custodios de la tradición, la moral y la elegancia». Debían estar «preparados para el sacrificio» pero estaban protegidos de «las infecciones de la corrupción y la ambición por la posesión hereditaria»; eran «los que alimentan las artes, los censores de las costumbres». Debajo de ellos estaban «las clases de la industria y el saber», educados desde la infancia «en hábitos de probidad». Por último, estaban los trabajadores manuales, «orgullosos de sus técnicas y ligados a aquellos por encima suyo por la lealtad común al monarca». Waugh terminaba afirmando que la sociedad ideal era autoperpetuante: «por lo general un hombre es más apto para aquellas tareas que ha visto realizar a su padre». Pero semejante ideal «nunca ha existido en la historia ni existirá jamás» y «cada año nos alejábamos cada vez más» de él. Pese a todo no era un derrotista. Decía que no creía en limitarse a deplorar el espíritu de la época y luego inclinarse ante él: «porque el espíritu de la época son los espíritus de aquellos que la componen, y cuanto más fuertes sean las expresiones de disidencia con la moda prevaleciente, mayor será la posibilidad de desviarla de su curso ruinoso»[15].
Waugh constantemente y con toda su capacidad, que no era poca, estuvo en «disidencia con la moda prevaleciente». Pero, dadas sus opiniones, naturalmente nunca participó en la actividad política como tal. Como él mismo expresó: «No aspiro a aconsejar a mi soberana sobre la elección de sus servidores»[16]. No sólo evitó la política él mismo, sino que lamentó el hecho de que tantos de sus amigos y contemporáneos, y no en menor medida Connolly, sucumbieron al espíritu de la época de la década del treinta y traicionaran a la literatura al politizarse. Connolly fascinaba a Waugh. Le introdujo, de un modo u otro, en muchos de sus libros, y anotaba los de Connolly con observaciones marginales airadas y penetrantes. ¿Por qué esta interés? Había dos razones. Primero Waugh pensaba que Connolly merecía su atención por su ingenio brillante y porque al escribir era capaz de producir «frase tras frase como salidas de las manos de un lapidario, deliciosos ejercicios en la parodia, buena narrativa, metáforas luminosas» y a veces «de memorable originalidad»[17]. Sin embargo al mismo tiempo Connolly carecía de un sentido de la estructura (o arquitectura, como prefería llamarla Waugh) literaria, así como de una energía sostenida, y por lo tanto era incapaz de producir un libro mayor.
A Waugh esta incongruencia le resultó de gran interés. En segundo lugar, y sin embargo más importante, Waugh vio a Connolly como el espíritu representativo de los tiempos, y en consecuencia, para ser observado como se hace con un pájaro poco común. En su ejemplar del libro de Connolly The Unquiet Grave (La tumba inquieta), que ahora se entra en el Humanitier Research Center de la universidad de Tejas en Austin, hizo muchas notas sobre el carácter de Connolly. Era «el hombre más típico de mi generación», con su «auténtica falta de erudición», su «amor por el ocio y la libertad y la buena vida», su «esnobismo romántico», «desaprovechamiento y desesperanza» y «gran don para la expresión». Pero «estaba trabado por la pereza» y le perjudicaban sus características irlandesas; por más que tratara de ocultarlo era «el muchacho irlandés, el inmigrante, nostálgico, mal vestido y avergonzado, rebosando diversión en la taberna, con una cita a flor de labios, temeroso de las brujas, temerosos del sacerdote de los pantanos, orgulloso de sus travesuras», «tenía la creencia profundamente arraigada de los irlandeses de que sólo hay dos realidades: el infierno y los EEUU»[18]. En la década del treinta lamentaba el hecho de que Connolly escribiera sobre «la historia literaria reciente» no en términos de escritores que emplean y exploran sus talentos «cada uno a su propia manera», sino como «una serie de desplazamientos, trabajos de zapa, bombardeos y envolvimientos, o delincuencia partidaria y fraude electoral. Quizá sea el irlandés que hay en él». Le culpó severamente por «rendirse» a «las garras» del compromiso, «el frío y malsano pozo de la política en el que todos sus jóvenes amigos han caído como por un tobogán». Pensaba que eso era «un triste final para tanto talento; el más insidioso de todos los enemigos de la promesa»[19]. Pensó que la obsesión de Connolly con la política no podía durar. Era capaz de cosas mejores, o al menos de otras cosas. Pero de todos modos, ¿cómo podía alguien como Connolly aconsejar a la humanidad sobre cómo manejar sus asuntos?
¡Cómo, en efecto! Sin ser en ningún sentido un mal hombre, Connolly presentaba en un grado poco usual las debilidades morales y características del intelectual. En primer lugar, sin bien profesaba el igualitarismo (al menos entre 1930 y 1950, cuando estuvo de moda), fue durante toda su vida un esnob. «Nada me enfurece más que ser tratado como un irlandés», se quejaba, y señalaba que Connolly era el único apellido irlandés de entre los de sus ocho bisabuelos. Venían de una familia de militares y marinos de carrera. Su padre fue un oficial del ejército mediocre, pero el padre de este había sido almirante, y su tía condesa de Kingston. En 1953, en un perfil anónimo publicado en el New Statesman, el crítico John Raymond señaló que Connolly había adulterado detalles de su biografía en Enemies of Promise (Enemigos de la promesa). Mientras la edición original de 1938 (y por lo tanto «proletaria») había eliminado toda referencia a sus vínculos con personas distinguidas y terratenientes, estos fueron resucitados en la edición revisada de 1948, época en la que las modas intelectuales habían cambiado.
Raymond hizo notar que Connolly siempre «daba en el blanco» en cuanto a percibir correctamente esas «tendencias culturales»: «Nadie conoce mejor las poses, trapacerías y trucos de la literatura inglesa de este último cuarto de siglo»[20].
El esnobismo comenzó pronto. Al igual que muchos intelectuales destacados, como Sartre, Connolly fue hijo único. Su madre, que le adoraba, le llamaba Sprat. Consentido, egocéntrico y un inútil para los juegos, el internado le resultó duro. Sobrevivió, en primer lugar por su servilismo entusiasta hacia los chicos de buena cuna. «Este curso», escribió exultante a su madre, «tenemos una cantidad bárbara de nobleza… Un príncipe de Siam, el nieto del conde de Chelmsford, el hijo del vizconde Malden, que es hijo del conde de Essex, otro nieto de un lord y el sobrino del obispo de Londres»[21]. Su segundo instrumento de supervivencia fue el ingenio. Como Sartre, descubrió rápidamente que la inventiva intelectual, en especial la capacidad para hacer reír a los otros chicos le proporcionaba cierta aceptación renuente. Más adelante notó que «la noticia corría»: “Connolly está haciendo reír” y «pronto tenía una multitud alrededor». Como bufón de la corte para los chicos más poderosos, a Connolly le fue bien hasta en Eton, aunque allí se extendió al campo de la sabiduría: «Me estoy convirtiendo en todo un Sócrates para los alumnos de los primero años del Colegio». Conocido como «el que recibió la patada de una mula en la cara», Connolly usó sus dotes intelectuales para ingresar en «Pop», el codiciado grupo de debates, a lo que como es natural siguió una beca para Oxford. Su contemporáneo Lord Jesel le dijo: «Bueno, tienen una beca para Balliol y estás en Pop… sabes que no sorprendería que no hicieras nada más en el resto de tu vida».
Connolly sabía que corría el espantoso peligro de que esta predicción se convirtiera en realidad. Siempre fue muy perspicaz en lo que se refería a sí mismo, como respecto a los demás. Pronto se dio cuenta de que era un hedonista por naturaleza; describía su meta no tanto como la perfección, sino «la perfección en la felicidad». Pero ¿cómo podría ser feliz si, no habiendo heredado dinero, se veía obligado a esforzarse? Waugh tuvo razón cuando señaló su pereza. El propio Connolly confesó «esa pereza que me ha incapacitado». En Oxford trabajó muy poco y salió tercero. Luego consiguió un empleo descansado como amanuense del rico escritor Logan Pearsall Smith, que le asignó unas pocas tareas y le pagaba un sueldo de 8 libras semanales, muy alto en esa época. Smith había esperado un Boswell, pero estaba destinado a una desilusión, ya que actuar como un Boswell requiere una asiduidad enérgica. Además Connolly se casó pronto con Jean Bakewell, una mujer de buena situación que tenía una renta de 1000 libras anuales. El parece que la quiso pero fue una pareja demasiado egoísta como para tener un hijo. En París hubo un aborto chapucero que obligó a Jean a hacerse otra operación, que significó que nunca podría tener hijos; afectó sus glándulas, aumentó mucho de peso y su marido perdió interés en ella. Connolly no parece que llegara nunca a adquirir una actitud madura hacia las mujeres. Confesaba que para él el amor tomaba la forma del «exhibicionismo del hijo único». Significaba «un deseo de poner mi personalidad a los pies de alguien como un cachorro deposita una pelota babeada»[22].
Mientras tanto el dinero de Jean bastaba para eliminar la necesidad de un empleo. Los diarios de Connolly, que llevó de 1928 a 1937, registraban las consecuencias: «Mañana ociosa». «Mañana terriblemente ociosa, almuerzo alrededor de las dos». «Estoy echado en el sofá tratando de imaginar una espesa franja amarilla de sol desparramada sobre una pared blanca». «Demasiado ocio. Con tanto ocio uno se apoya con fuerza sobre todos y todo, y la mayoría cede.»[23]
En realidad, Connolly no estaba tan ocioso como quería hacer creer. Completó su aguda crítica de las modas literarias, Enemies of Promise que, cuando por fin se publicó en 1938, resultó ser uno de los libros más influyentes de la década. Sugería que tenía un raro don para liderar por lo menos a los intelectuales más gregarios de su generación. Cuando estalló la guerra española se politizó debidamente e hizo tres visitas a España; como el Grand Tour, era obligatorio entre los intelectuales de cierta clase, el equivalente a cerebral de la caza mayor. Connolly tenía la necesaria carta de autorización de Harry Pollit, que resultó útil en Parcelan cuando arrestaron a su compañero, W. H. Auden, por orinar en los jardines públicos de Monjuich, un delito grave en España[24].
Las versiones de Connolly de estas visitas, en su mayoría en New Statesman, son agudas y constituyen un contraste refrescante con el gris oscuro de la prosa comprometida que la mayoría de los otros intelectuales producían entonces. Pero muestran el esfuerzo que debía hacer para cumplir con su deber de hombre de izquierdas. «Pertenezco», decía de sí mismo, «a una de las generaciones menos políticas que el mundo haya visto más… preferiríamos ir a la iglesia antes que a una reunión política». Los «más realistas» de entre ellos (dio como ejemplo a Evelyn Waugh y Kenneth Clark) habían comprendido que «el tipo de vida que llevaban dependía de una cooperación estrecha con la clase gobernante». El resto había «vacilado» hasta que estalló la guerra española: «se han convertido (ahora) en seres políticos enteramente, creo, a través de los asuntos exteriores». Pero enseguida anotó que muchos en la izquierda habían sido motivados por el afán de promover sus carreras o porque «odiaban al padre o eran desgraciados en la escuela o les insultaban en la Aduano o estaban preocupados por el sexo»[25]. Llamó la atención enfáticamente a la importancia del mérito, literario tanto como político, y elogió al Axel’s Castle de Edmund Wilson como «el único libro de crítica de izquierdas que acepta pautas estéticas además de las económicas»[26].
Lo que Connolly estaba sugiriendo era que la literatura politizada no funcionaba. A su debido tiempo, en cuanto no fue peligroso desde el punto de vista intelectual, proclamó abiertamente la muerte del «compromiso». En octubre de 1939 un admirador adinerado, Meter Watsonm, ideó el papel perfecto para Connolly: director de una revista mensual de la nueva literatura, Horizon, cuya finalidad específica fue defender la excelencia literaria frente al espíritu de guerra que invadía todo. Desde el principio tuvo un éxito llamativo y confirmó la posición de Connolly como uno de los principales agentes de poder entre la intelectualidad.
Para 1943 sitió que podía permitirse olvidar los años treinta como un error: «La literatura más típica de esos diez años fue la política, y falló en ambos sentidos, porque no cumplió sus propósitos políticos y no produjo ninguna obra de mérito duradero»[27]. En cambio, Connolly inició el proceso de remplazar la búsqueda intelectual de la utopía por la adopción de un hedonismo ilustrado. Lo hizo desde las columnas de Horizon y en otro libro muy influyente, una colección de pensamientos escapistas sobre el placer, The Unquiet Grave (La tumba inquieta), de 1944. En su juventud Connolly había descrito su ideología como la «búsqueda de la perfección en la felicidad»; en la década proletaria de los treinta la había llamado «materialismo estético»; ahora era «la defensa de las pautas civilizadas».
Sin embargo, en junio de 1946, cuando la guerra había terminado, Connolly abordó la tareas de definir su programa en detalle en un editorial de Horizon[28]. Fue típico que fuera el perspicaz Evelyn Waugh el que llamó la atención a esta declaración. Había estado siguiendo lo que Connolly hacía con mucha atención, pese a todas las distracciones del tiempo de la guerra; más adelante, en su trilogía Sword of Honour (Espada de honor) presentaría un retrato satírico de Connolly bajo el nombre de Everad Spruce, de su revista bajo el título de Survival (Supervivencia) y de sus bonitas ayudantes intelectuales (en la vida real Lys Lubbock, que compartía la cama con Connolly y Sonia Bronwell, que fue la segunda señora Orwell), como Frankie y Coney. Ahora llamó la atención de los lectores católicos del Tablet a la demasía del programa de Connolly[29]. Esta lista de diez objetivos, descritos por Connolly como «los principales indicadores de una sociedad civilizada», era la siguiente: 1) abolición de la pena de muerte; 2) reforma penal, prisiones modelo y rehabilitación de los prisioneros; 3) eliminación de los barrios bajos y «ciudades nuevas»; 4) luz y calefacción subsidiadas y «provistas gratis como el aire»; 5) medicinas gratis, subsidios para alimentos y ropa; 6) abolición de la censura, de modo que cualquiera pueda escribir, decir y representar lo que quiera, abolición de las restricciones a los viajes y del control de cambios, final de la intervención de teléfonos o de la formación de expedientes sobre personas conocidas por sus opiniones heterodoxas; 7) reforma de las leyes contra los homosexuales y el aborto, y de las leyes de divorcio; 8) limitaciones a la propiedad de inmuebles, derechos para los niños; 9) conservación de las bellezas arquitectónica y naturales y subsidios para las artes; 10) leyes contra la discriminación racial y religiosa.
Este programa era, de hecho, la fórmula de lo que iba a llegar a ser la sociedad permisiva. En efecto, si dejamos a un lado algunas de las ideas económicas menos prácticas de Connolly, virtualmente todo lo que reclama iba a ser convertido en ley en la década de 1960, no sólo en Gran Bretaña, sino también en estados Unidos y la mayoría de las demás democracias occidentales. Estos cambios, que afectaron casi todos los aspectos de la vida social, cultural y sexual, habían de hacer de la de 1960 una de las décadas más cruciales de la historia moderan, análoga a la de 1970.
Waugh estaba comprensiblemente alarmado. Sospechaba que hacer lo que Connolly proponía implicaba la virtual eliminación del fundamento cristiano de la sociedad y su reemplazo por la búsqueda del placer. Connolly lo veía como el logro final de la civilización; para otros terminaría en un caos. De todos modos, lo que incuestionablemente mostraba era cuánto más influyentes son los intelectuales cuando dejan a un lado la utopías políticas y se dedican a la tarea de erosionar las disciplinas y normas sociales. Esto lo demostraron Rousseau en el siglo XVIII y de nuevo Ibsen en el XIX. Ahora se comprobaba de nuevo: mientras que la década politizada de 1930, como señaló Connolly, había sido un fracaso, la permisiva de 1960 (al menos desde el punto de vista de los intelectuales) fue un triunfo espectacular.
Connolly mismo, pese a haber preparado la agenda, no participó mucho en la tarea de lleva a cabo la revolución, pese a que murió en 1974. No estaba hecho para campañas largas ni empresas heroicas. El espíritu puede que estuviera dispuesto, al menos a veces, pero la carne siempre era débil. Acuñó una frase, referida a sí mismo, «en cada hombre gordo hay un flaco encarcelado que hace seña frenéticamente para que le dejen salir»[30]. Pero el Connolly flaco nunca emergió. Fue un antihéroe mucho antes de que se inventar la palabra. La codicia, el egoísmo y depredaciones menores siempre marcaron sus pasos. Ya en 1928 una factura de lavandería impagada llevó a Desmond MacCarthy a denunciarle como un oportunista y un sablista. En efecto, la mayoría de la gente que le ofreció su hospitalidad tuvo motivos para lamentarlo. Uno encontró en el fondo de su reloj de pie lo que fue descrito como «detritus de cuarto de baño». Lord Berner encontró un recipiente de camarones en conserva mohosos ente sus Chippendale. Somerset Maugham descubrió a Connolly robando dos de sus mejores aguacates y le obligó a deshacerse sus maletas y devolverlos. Semanas después se encontraban platos con restos de comida en cajones de dormitorios, o trozos de tallarines y lonchas de tocino como señaladotes en los libros de su anfitrión. Además, estaba «la ceniza de cigarro depositada con distraída malevolencia en el triunfo culinario presentado por la mujer de un famoso intelectual norteamericano»[31]. O el comportamiento poco caballeresco durante una ataque con bombas en Londres en 1944, mientras Connolly —como Bertrand Russell treinta años antes— estaba en la cama con una dama de categoría. Posiblemente fuera Lady Perdita (más tarde, en la vida real, la señora Anni Fleming) descrita por Evelyn Waugh como uno entre sus intereses en esa época. Pero mientras Russell saltó de la cama de Lady Constante Maleson en un gesto de generosa indignación ante la inhumanidad del hombre, en el caso de Connolly el salto fue dictado por el pánico, y rescatado con una ayuda: «El miedo perfecto aleja al amor».
Evidentemente un hombre semejante no podía encabezar una cruzada por la civilización, aún en el caso de que hubiera contado con la energía necesaria. Pero naturalmente no era este el caso. La pereza, el aburrimiento y el desagrado consigo mismo hicieron que Connolly pusiera fin a Horizon en 1949: «Cerramos las largas ventanas que daban a Bedfor Square, se quitó el teléfono, los muebles fueron a depósito, los números atrasados se almacenaron el sótano, los archivos se pudrieron en el polvo. Sólo las contribuciones continuaron llegaron inexorablemente, como la leche a un suicida». Se divorció finalmente de la pobre Jean y se casó con una hermosa querida intelectual llamada Barbara Skelton. Pero la unión (1950-54) no prosperó. Cada uno vigilaba al otro con cautela. Ambos, siguiendo la tradición de Tolstoi y Sonya, y de muchos habitantes de Boomsbury, llevaban diarios rivales para su futura publicación. Cuando se separaron, Connolly se quejó amargamente a Edmund Wilson del diario de Skeltom, que describía sus relaciones con él y podía aparecer en cualquier momento en forma novelada. Entretanto, asienta Wilson que Connolly le dijo que «ella había confiscado y ocultado un diario que él ha llevado acerca de las relaciones entre los dos. Sin embargo, sabía dónde estaba, e iba a forzar la entrada y conseguirlo en algún momento en que ella no estuviera»[32]. Evidentemente esto no ocurrió, ya que aún no ha aparecido un diario semejante. Pero el de Skelton se publicó finalmente en 1987, y Connolly tenía razón en mostrarse aprensivo respecto a su contenido. Proporciona un retrato inolvidable del intelectual comatoso en una postura supina.
Así pues, el 8 de octubre de 1950 escribe: «(Cyril) se hunde de espaldas en la cama como un ganso moribundo, aún en bata… se hunde más en la almohada y cierra los ojos con una expresión de sufrimiento resignado. Una hora más tarde voy al baño. Cyril está acostado con los ojos cerrados». El 10 de octubre: «(Cyril) tiene una larga sesión en la bañera mientras lavo la ropa. Entro al dormitorio más tarde para encontrarle desnudo de pie en una actitud de desesperación mirando fijamente al vació… vuelvo al dormitorio, encuentro a C. todavía mirando fijamente al vació… escribo una carta, vuelo al dormitorio, D. aún de espaldas en el cuarto apoyado en el antepecho de la ventana». Un año más tarde, el 17 de noviembre de 1951: «(Cyril) no quiso bajar a desayunar, sino que se quedó acostado chupando las equinas de las sábanas… A veces se queda acostado una hora con pliegues de sábana saliéndolole de la boca como ectoplasma»[33].
Pese a todo, este defensor de los valores civilizados había puesto el huevo de la permisividad de un modo bastante similar a como Erasmo puso el huevo de la Reforma. Pero embrollarlo fue idea de otros, y en ese proceso se añadió a la mezcla un elemento nuevo y perturbador, que Connolly ciertamente no previó, y de haberlo hecho lo hubiera deplorado: el culto a la violencia. Es un hecho curioso que la violencia siempre ha ejercido un poderoso atractivo para algunos intelectuales. ¿De qué otro modo podemos explicar el gusto por la violencia en Tolstoi, Bertrand Russell y tantos otros pacifistas nominales? Sartre también fue un hombre fascinado por la violencia, entreteniéndose con ella bajo una nube engañosa de eufemismos. En ese sentido argüía: «cuando la juventud se enfrena a la policía nuestra tarea no es sólo mostrar que son los policías los violentos, sino también unirnos a los jóvenes en la contraviolencia». O de nuevo: para un intelectual no dedicarse a la «acción directa» (es decir, violencia) a favor de los negros «es ser culpable del asesinato de los negros, igual que si realmente hubiese oprimido los gatillos que mataron (a los panteras negras) asesinados por la policía, por el sistema»[34].
La asociación de los intelectuales con la violencia se da demasiado a menudo para que se pueda descartar como una aberración. Con frecuencia toma la forma de admirar a aquellos «hombres de acción» que practican la violencia. Mussolini tuvo un número sorprendente de seguidores intelectuales, y no todos eran italianos. En su ascenso al poder, donde Hitler tuvo consistentemente más éxito fue en las universidades, su atractivo electoral entre los estudiantes habitualmente superaba su actuación ante la población como un todo. Siempre actuaba bien entre maestros y profesores universitarios. Muchos intelectuales fueron atraídos a las jerarquías más altas del partido nazi e intervinieron en los excesos más horribles de las SS[35]. Fue así como los cuatro Esensatzgruppen o batallones móviles de la muerte que fueron la punta de lanza de la «solución final» de Hitler en Europa oriental tenían entre sus oficiales una proporción inusualmente alta de graduados universitarios. Otto Ohlendor, por ejemplo, comandante del batallón «D» tenía títulos de tres universidades y un doctorado en jurisprudencia. Stalin también tuvo su época legiones de admiradores intelectuales, y lo mismo ocurrió con hombres de violencia de posguerra, como Castro, Nasser y Mao Tse-tung.
El estímulo o tolerancia de la violencia por parte de los intelectuales a veces ha sido resultado de un pensamiento poco riguroso característico. Spain (España), el poema de Auden sobre la guerra civil española publicado en 1937, contiene el difundido verso «La aceptación consciente de la culpa en el asesinato necesario». Este fue criticado por Orwell, a quien le gustó el poema como un todo, basándose en que sólo podía haber sido escrito por alguien «para quien el asesinato puede ser necesario en interés de la justicia» (pero de todos modos eliminó la palabra «necesario»)[36]. Kingsley Martin, que en la Primera Guerra Mundial sirvió en la Unidad Cuáquera de Ambulancias, y a quien repugnaban los actos de violencia de cualquier tipo, en ocasiones se embrollaba al punto de defenderla teóricamente. En 1952, aplaudiendo el triunfo final de Mao en China, pero inquieto por informes de que un millón y medio de «enemigos del pueblo» habían sido muertos, preguntó tontamente en su columna del New Statesman: «¿Eran realmente necesarias estas ejecuciones?». Leonard Wolf, un director del diario, le obligó a publicar una carta la semana siguiente en la que hacía esta pregunta intencionada: tendría a bien Martin «dar alguna indicación… de bajo qué circunstancias la ejecución de 1.5 millones de personas llevada a cabo por un gobierno es “realmente necesaria”)». Martin naturalmente, no podía dar respuesta alguna y sus esfuerzos por zafarse del anzuelo en que se había clavado resultaron penosos de presenciar[37].
Por otra parte, a muchos intelectuales ni siquiera el hecho de la violencia les resulta aborrecible. El caso de Norman Mailer es especialmente esclarecedor, porque él es de muchas maneras muy típico de la clase de intelectual que hemos estado examinando[38]. Primogénito y único varón de una familia matriarcal, desde el principio fue el centro de un círculo familiar de admiradoras. Estaba compuesto por su madre Fanny, cuya familia los Scheider, tenían una posición desahogada y manejaba ella misma un negocio próspero; y sus diversas hermanas. Más tarde se unió al círculo la propia hermana de Mailer. El chico era un niño modelo de Brooklin, tranquilo, se portaba bien, siempre el primero de la clase, en Harvard a los dieciséis años; sus progresos eran acompañados por el aplauso entusiasta de las mujeres. «Todas las mujeres de la familia pensaban que Norman era una maravilla». Ese fue el comentario de su primera mujer, Beatrice Silverman, que además observó: «Lo que menos quería Fanny era que su pequeño genio se casara». «Genio» era una palabra que se le oía a Anny a menudo en relación con Mailer; informaría a los periodista en una de sus numerosas presentaciones ante un tribunal: «Mi hijo es un genio». Tarde o temprano las esposas de Mailer comprobarían con desagrado la existencia del Factor Fanny. La tercera, Lady Jean Campbell, se quejó: «Nunca hacíamos otra cosa que ir a cenar con su madre». La cuarta, una actriz rubia que se hacía llamar Beverley Bentley, recibió reproches (y de hecho fue atacada físicamente) por hacer observaciones contra Fanny. Sin embargo, las esposas fueron ellas misma un sustituto adulto del círculo femenino de su infancia, ya que Mailer siguió en contacto con todas ellas salvo una después de sus divorcios, ya que, argumentaba: «Cuando uno se divorcia de una mujer, puede entonces iniciar una amistad con ella, porque la propia vanidad sexual ya está en juego». En total hubo seis mujeres, que entre todas le dieron ocho hijos; la sexta espesa, Norris Church, tenía la misma edad que la hija mayor de Mailer. Hubo también muchas otras mujeres, y la cuarta esposa se quejó: «Cuando estaba embarazada, él tenía una azafata. A los tres días de traer el bebé a casa, inició otra relación». El paso de una mujer a otra recuerda fuertemente a Bertrand Russell, mientras que el ambiente de harén evoca a Sartre. Pero Mailer, si bien procedente de un círculo matriarcal, tenía fuertes ideas patriarcales. El primer matrimonio terminó porque su mujer quería una carrera y Mailer la descartó como «una partidaria prematura de la Liberación de La Mujer». De la tercera se quejó: «Lady Jean sacrificó 10 millones de dólares para casarse conmigo, pero nunca quiso prepararme el desayuno». Terminó con la cuarta cuando ella, a su vez, tuvo un amante. Una de sus mujeres se quejó: «Norman no quiere tener nada que ver con una mujer con una carrera». En la reseña de uno de sus libros, en 1971, V. S. Pritchett argumentó que el hecho de que Mailer tuviese tantas esposas (sólo cuatro hasta entonces) demostraba que «era obvio que no le interesaban las mujeres sino algo que ellas tenían»[39].
La segunda característica que Mailer tiene en común con otros intelectuales es el talento de la autopublicidad. La brillante promoción de su notable novela de guerra, The Naced and the Dead (Los desnudos y los muertos), publicada en 1948, fue un trabajo altamente profesional de sus editores Rinehart, una de las campañas más elaboradas y por cierto más exitosas del período de posguerra.
Pero, una vez lanzado, Mailer asumió sus propias relaciones públicas, que durante los treinta años siguientes constituyeron una maravilla y una advertencia para todos, ya que el trabajo, las esposas, los divorcios, las opiniones, las peleas y la política aparecían hábilmente entretejidos en una prenda sin costura de autopromoción. Fue el primer intelectual que hizo un uso efectivo de la televisión para promocionarse, representado en ella escenas memorables y a veces alarmantes. Percibió muy pronto el insaciable apetito de acción en vez de meras palabras que tiene la televisión, y por lo tanto se convirtió en uno de los intelectuales más hiperactivos, siguiendo un rumbo ya piloteado por Hemingway. ¿A qué debía servir toda esa autopromoción? A la vanidad y al egoísmo, por cierto: nunca se insistirá demasiado en que muchas de las actividades de hombres como Tolstoi, Russell y Sartre, aunque racionalizadas superficialmente, pueden explicarse adecuadamente sólo por el deseo de llamar la atención sobre ellos mismos. Además estaba también el objetivo más mundano de ganar dinero. Los gustos patriarcales de Mailer resultaban caros. Cuando su cuarta esposa le demandó en 1979, Mailer adujo que no podía pagarle 1000 dólares semanales; dijo que en ese momento le estaba pagando 400 dólares semanales a la segunda, 400 a la quinta y 600 a la sexta; tenía una deuda de 500 000 dólares, debía 185 000 a su agente y 80 500 por impuestos impagados, lo que llevó al Servicio de Rentas Internas a embargarle su casa por 100 000 dólares. Su autopromoción estaba obviamente dirigida a atraerle lectores, y lo hizo ampliamente. Para dar un ejemplo, su largo ensayo The Prisoner of Sex (El prisionero del sexo), que atacaba el feminismo y que fue muy solicitado como resultado de sus correrías maritales, apareció en Haper’s en marzo de 1971 y vendió más ejemplares en los kioscos que cualquier otro número de la revista en su historia de 120 años.
Sin embargo, la autopromoción de Mailer también tenía un propósito serio, promover el concepto que se convirtió en el tema dominante de su obra y su vida: la necesidad de que el hombre se despoje de algunas de las restricciones que inhiben el uso de la fuerza personal. Hasta entonces la mayoría de la gente educada había identificado dichas inhibiciones con la civilización; el poeta Yeats, por ejemplo, había definido a la civilización precisamente como «el ejercicio del autocontrol». Mailer cuestionó este supuesto. ¿Acaso la violencia personal no podía ser a veces, para algunas personas, necesaria y hasta virtuosa? Llegó a esta posición por un camino tortuoso. De joven fue el compañero de camino clásico, y llegó a pronunciar dieciocho discursos a favor de Wallace en la compaña presidencial de 1949[40]. Pero rompió con el partido comunista en la notoria Conferencia Waldorf en 1949, y a partir de entonces sus opiniones políticas, si bien a veces simplemente reflejaban el consenso de la izquierda liberal, se hicieron más idiosincrásicas y originales. En particular, su actividad como novelista y periodista le llevaron a explorar la posición de los negros y de los presupuestos culturales negros en la vida de Occidente.
En el número del verano de 1957 de Disent, la revista de Irving Howe, publicó una tesis, The White Negro (El negro blanco), que resultó ser su texto escrito de mayor influencia, de hecho un documento clave para la época de posguerra. En él analizaba «la conciencia hip», la conducta de los negros jóvenes, seguros de sí y decididos, como una forma de contracultura; la explicaba y justificaba, en verdad instaba a los blancos a que la adoptaran. Había muchos aspectos de la cultura negra, argumentaba Mailer, que los intelectuales progresistas debían estar dispuestos a examinar con cuidado: antirracionalismo, misticismo, el sentido de la fuerza vital y, lo que no es menos, el papel de la violencia y hasta el de la revolución. Consideremos, escribió Mailer, el caso real de dos jóvenes que matan a golpes al dueño de una tienda de golosinas. ¿No tuvo su aspecto beneficioso? «No sólo se asesina a un hombre débil, de cincuenta años, sino también a una institución, uno viola la propiedad privada, entra en una relación nueva con la policía e introduce un elemento peligroso en la propia vida». Dado que la furia, cuando se vuelve hacia dentro, es un peligro para la creatividad, ¿no era entonces la violencia, cuando se usa. Exterioriza y desfoga, creativa en sí misma?
Este fue el primer intento seriamente pensado y bien escrito, de dar legitimidad a la violencia personal (como opuesta a la violencia institucionalizada), y provocó una ira comprensible en ciertos sectores. En verdad Howe admitió después que él debería haber eliminado el pasaje sobre el crimen de la tienda de golosinas. En su momento Norman Podhoretz lo atacó como «una de las ideas más siniestras desde el punto de vista moral con que me haya cruzado jamás», que demostraba «dónde puede llevar la ideología del hipsterismo»[41]. Pero un gran número de jóvenes, blancos tanto como negros, estaba a la espera de una pauta y una racionalización de ese tipo. El negro blanco fue el documento que autentificó mucho de lo que ocurrió en las décadas del sesenta y del setenta. Dio respetabilidad intelectual a muchos actos y actitudes hasta entonces consideradas fuera de los límites que impone la conducta civilizada y añadió algunos ítems importantes y siniestros a la agenda permisiva que Cyril Connolly había propuesto una década atrás.
El mensaje tuvo mucho más impacto porque Mailer lo reforzó y publicitó a través de sus propias acciones, públicas y privadas. El 23 de julio de 1960 fue juzgado por su participación en un alboroto en una comisaría de Provincetown, y se declaró culpable de ebriedad, pero no de «desorden público». El 14 de noviembre volvió a ser acusado de desorden público en un club de Broadway. Cinco días después ofreció una gran fiesta en su casa de Nueva York para anunciar su candidatura a alcalde de Nueva York. A medianoche estaba borracho peleando en la calle frente a su casa de apartamentos, intercambiando puñetazos con varios intelectuales. Como Jason Epstein y George Plimpton, a media que salían de su fiesta. A las 4.30 volvió de la calle con un ojo amoratado, un labio hinchado y la camisa ensangrentada.
Su segunda esposa, Adele Morales, una pintora hispanoperuana, le reconvino; él sacó una navaja con una hoja de 6.5 cm. Y la apuñaló en el abdomen y la espalda. Una de las heridas tenía 7 cm. De profundidad. Tuvo suerte de no morir. Los procedimientos legales que siguieron a este incidente fueron complejos; pero Adele se negó a firmar una denuncia y todo terminó un año después con una sentencia de cumplimiento condicional y bajo libertad vigilada para Mailer. Sus comentarios mientras tanto no traducían ningún signo de remordimiento. En una entrevista con Mike Wallace dijo: «Es cuchillo es muy significativo para un delincuente juvenil. Verá, es su espada, su virilidad». Añadió que debería haber justas anuales de pandillas en Central Park. El 6 de febrero de 1961 llevó a cabo una lectura de sus poemas en el Centro de Poesía de la Asociación Hebrea de Jóvenes, que incluía los versos mientras emplee un cuchillo / queda algo de amor, el director hizo bajar el telón aduciendo obscenidad. Una ver terminado todo el episodio, Mailer resumió: «Una década de ira me obligó a hacerlo. Después de eso me sentí mejor»[42].
Mailer también hizo esfuerzos públicos más claramente dirigidos a promover la contracultura. El hippie Jerry Rubien era uno de aquellos a quienes The White Negro inspiró, y Mailer fue el orador estrella de la enorme manifestación contra la guerra de Vietnam que Rubin organizó en Berkeley el 2 de mayo de 1965. Dijo que la «gran sociedad» del presidente Johnson se estaba desplazando «del campo hacia la mierda» y exhortó a 20 000 estudiantes a no contentarse con criticar al presidente, sino que además le insultaran pegando en las paredes su retrato boca abajo. Uno de los que le escuchó era Abbie Hoffman, que pronto sería el sumo sacerdote de la contracultura. Arguyó que Mailer mostraba «cómo uno puede enfocar eficazmente el sentimiento de protesta apuntando no a las decisiones, sino a las entrañas de los que las toman»[43]. Dos años después tuvo una participación extravagante en la gran marcha sobre el Pentágono, el 21 de octubre de 1967, entreteniendo y provocando a la vasta audiencia con obscenidades, diciéndoles «Vamos a tratar de metérselo en el culo al gobierno, justo por el esfínter del Pentágono», y consiguiendo que le arrestaran y sentenciaran a treinta días de cárcel (veinticinco de cumplimento condicional). Una vez en libertad, dijo a los reporteros: «Ya ven, queridos compatriotas norteamericanos, es domingo y estamos quemando el cuerpo y la sangre de Cristo en Vietnam», defendió su alusión diciendo que, pese a no ser cristiano, ahora estaba casado con una cristiana. Se trataba de la esposa número cuatro, que después se quejaría de que cuando criticaba a su madre él le pegaba en sus partes pudendas.
Mailer trajo en efecto a la política el lenguaje del «hip», la voz de la calle. Corroyó la hierática del estadista y muchos de los presupuestos que la acompañaban. En mayo de 1968, en el punto culminante de la protesta estudiantil del Village Voice escribió, al analizar el atractivo de Mailer: «¿Cómo podía no gustarles Mailer? Mailer, que predicaba la revolución antes de que hubiera un movimiento. Mailer, que llamaba a L. B. J. un monstruo mientras liberales de regla de cálculo seguían escribiéndole sus discursos. Mailer, que ya sabía de negros, hierba, Cuba, violencia, existencialismo… cuando la nueva izquierda no era más que un sueño de C. Wright Mills»[44]. Pero si bien no cabe duda de que bajo el tono del discurso político, no resulta claro que elevara su contenido. Su impacto sobre la vida literaria fue similar. Sus peleas con otros autores competían con las de Ibsen, Tolstoi, Sartre y Hemingway, y hasta las superaban. Riñó, en privado y públicamente con William Styron, James Jones, Calder Willingham, James Baldwin y Gore Vidal, entre otros. Como en el caso de Hemingway, estos enfrentamientos a veces tomaban formas violentas. En 1956 se informó que se había peleado en los canteros de flores de la casa de William Styron. Su contrincante fue Bennet Cerf, a quien dijo: «Usted no es un editor, es un dentista». En 1971 hubo bofetadas en la cara y cabezazos con Gore Vidal en un programa de televisión de Dick Cavett; en 1977 el guión fue: Mailer a Vidal: «Pareces un viejo judío sucio». Vidal a Mailer: «Bueno, tu pareces un viejo judío sucio». Mailer le arroja a la cara a Vidal el contenido de un vaso; Vidal muerde un dedo a Mailer[45]. El debate que siguió a las bofetadas, en el que también participaba la inofensiva y elegante Janet Flanner, corresponsal del New Yorker de París, se convirtió en una discusión colérica entre Vidal y Mailer sobre el coito contra natura. Luego:
Flanner:—¡Oh, por Dios! (risas).
Mailer:—Ya sé que has vivido muchos años en Francia pero créeme Janet es posible penetrar a una mujer de otra manera.
Flanner:—Eso he oído decir (más risas).
Cavett:—Con ese toque distinguido terminaremos el programa.
Mailer compendiaba el entretejido de permisividad y violencia que caracterizó a las décadas de 1960 y 1970, y milagrosamente sobrevivió a sus propias bufonadas. Otros no fueron tan afortunados o no tuvieron su poder de recuperación. Efectivamente, hubo algunas víctimas lamentables como resultado del cambio producido en el empuje intelectual, que dejó el utopismo al viejo estilo por el nuevo, vertiginoso y crecientemente brutal hedonismo. Cuando Cyril Connolly publicó su manifiesto, en junio de 1946, Kenneth Peacock Tynan acaba de completar su primer año en Magdalen College de Oxford, y ya se le consideraba allí como la cabeza de su sociedad intelectual. Cuando se reiniciaron los cursos cuatro meses más tarde, fui como alumno de primer año, un testigo pasmado de su llegada a la portería del Magdalen. Asombrado, miraba fijamente a este joven alto, hermoso, epiceno, con mechones de pelo rubio claro, pómulos tipo Beardsley, tartamudeo de moda, traje color ciruela, corbata color lavanda y anillo de sello con un rubí. Yo arrastraba mi solitario baúl reglamentario de estudiante. El parecía colmar la portería con sus pertenencias y sirvientes, a quienes daba órdenes con tranquila e imperiosa autoridad. Una frase me impactó especialmente: «¡Un poco de cuidado con esa caja, hombre, está cargada de camisas de oro!».
Y yo no fui el único impresionado por esta elegante miniatura teatral. En 1946 Tynan y yo éramos de los pocos estudiantes que habíamos pasado directamente del colegio secundario a la universidad. La gran mayoría habían estado en la guerra; algunos habían alcanzado grados altos y presenciado o quizá perpetrado escenas de matanza espantosas. Pero no habían visto nada como esto. Mayores corpulentos de los Guardias de infantería se quedaron sin habla. A pilotos que mataron a miles en los bombardeos a Berlín sencillamente se les salían los ojos de las órbitas. Tenientes Comandantes que habían hundido al Bismark miraban pasmados. Exquisitos portaestandartes de los lanceros, pulcros oficiales subalternos de los chaquetas verdes se sintieron relegados a un segundo plano. En el momento exacto, habiendo dominado la escena creada por él, salió majestuoso seguido por sus esforzados cargadores.
Detrás de este extraño joven había (aunque él en ese momento la ignoraba) una historia aun más extraña. Podría haber sido sacada directamente de las páginas, no por cierto de esos ex alumnos y héroes del Magdalen, Oscar Wilde y Compton Mackenzie, sino de Arnold Bennett. Los hechos relativos a la vida de Tynan han sido todos recogidos cuidadosamente por su segunda esposas, Kathleen, y publicados en una biografía tierna y dolida, un modelo en su género[46]. Tynan nació (1927) y se crio en Birmingham, asistió a su famoso colegio y allí progresó notablemente, hizo el papel principal en Hamlet y ganó una beca para Oxford. Se creyó el hijo único, muy adorado y consentido de Rose y Meter Tynan, un lencero. Su padre le daba 20 libras por quincena para sus gastos personales, mucho dinero en esos días. En realidad Tynan era ilegítimo, y su padre lo que se llama un «personaje» que llevaba una doble vida. Media semana era Meter Tynan, en Birmingham. La otra media, con su frac, sombrero de copa, polainas grises y camisas de seda hechas a medida, era Sir meter Peacock, juez de paz, empresario de éxito, seis veces alcalde de Warrington, y con una Lady Peacock y varios pequeños Peacock. El engaño salió a la luz en 1948, al final de la carrera de Tynan en Oxford, cuando Sir Meter murió, la indignada familia legítima se abalanzó desde Warrington para reclamar el cuerpo, y la llorosa madre de Tynan fue excluida del funeral. No es algo nunca visto que un estudiante no graduado de Oxford descubra de repente que es ilegítimo (le ocurrió a otro obligado a retirar el Sir de la chapa con su nombre) y la respuesta de Tynan fue inventar inmediatamente que su padre había sido asesor financiero de Lloyd George. Pero el descubrimiento dolió. Eliminó «Peacock» de su nombre. Por otra parte, los sentimientos de culpa de su madre por lo que le había hecho al hijo ayudan a comprender por qué, desde el principio, le sobreprotegió y consintió. En realidad, él siempre la trató como una especie de sirvienta de categoría.
Tynan fue siempre muy mandón; tenía el toque del amo. En Oxford su vestimenta era principesca en una época en que el racionamiento de ropa aún se hacía cumplir estrictamente. Además del traje color ciruela y de las camisas doradas tenía una capa forrada en seda roja, un conjunto entallado de cuero de gama, otro traje, verde botella, que se decía hecho con paño de mesa de billar, y zapatos de gamuza verdes.
Usaba maquillaje («sólo un poco de laca arméis alrededor de la boca»[47]). Devolvió así a Oxford su reputación de extravagancia estética. Durante toda su estancia allí fue de lejos la persona más comentada de la ciudad. Montó y actuó en obras de teatro. Hablaba brillantemente en la Unión. Escribía para las revistas o era su director. Dio fiestas sensacionales a las que asistían figuras de la farándula londinense (cobraba una entrada de diez chelines). Tenía una corte de jovencitas y profesores admirativos. Fue quemado en efigie por petimetres envidiosos. Parecía dar vida a las páginas de Brideshead Revisited, entonces un best seller reciente, y añadirle otras.
Además, a diferencia de casi todos los que causan una sensación en Oxford, tuvo éxito en el mundo real. Montó obras de teatro y revistas. Actuó junto a Alec Guinness. Lo que es más importante, se consagró rápidamente como el periodista literario más audaz de Londres. Su lema era: «Escribe, herejía, pura herejía». Fijó en su escritorio el estimulante slogan «Haz enojar, provoca y lacera, levanta remolinos». Siguió esas directrices en todo momento. Le reportaron rápidamente la muy deseada y visible posición de crítico teatral del Evening Standard, y el mismo puesto, aun más influyente, en el Observer, entonces el mejor diario de Inglaterra. Los lectores estaban boquiabiertos ante ese sorprendente fenómeno que parecía conocer toda la literatura universal y usaba palabras como esuriente, camerano, chichisbeo y eretismo[48]. Se convirtió en una potencia del teatro londinense, que le miraba con temor reverencial, miedo y odio. Hizo de la obra de Osborne Look Back in Anger (Mirando atrás con ira) un éxito, e inició la leyenda de los jóvenes iracundos. Por él Inglaterra conoció a Brecht. Y, lo que no es menos, luchó intensamente por el teatro subsidiado que hizo posible la obra brechtiana. Cuando Inglaterra creó su propio Teatro Nacional, él fue su primer director literario (1963-1973) y lo consolidó con un fuerte repertorio cosmopolita: de las setenta y nueve obras representadas en él durante su gestión, la mayoría fue idea suya, y la mitad fueron éxitos de taquilla, un récord asombroso. Ya era conocido en los Estados Unidos gracias a unas magníficas crítica en el New Yorker de 1958-60. Con el teatro Nacional se creó una fama mundial. En efecto, en la década de 1960 hubo momentos en que probablemente fue la persona que tenía más influencia en teatro mundial; y, como he sostenido en este libro, a la larga el teatro tiene más efecto sobre la conducta que cualquiera de las demás artes.
Y no es que Tynan careciera de un propósito serio. Como Connolly, y de un modo igualmente vago, vinculaba el hedonismo y la permisividad con el socialismo. Declaration (1957), el manifiesto de los «iracundos», contribuyó con su única manifestación meditada de propósitos. El arte, insistió, tenía que dejar «constancia; debe comprometerse». Pero, a su ver, el socialismo debería significar «progreso hacia el placer» y ser «una afirmación internacional alegre»[49].
Escribiendo el mismo año en que Mailer publicó The White Negro tenía en parte la misma intención, acabar con las inhibiciones lingüísticas en el escenario y en el texto impreso. Nadie en Inglaterra desempeñó un papel más importante en la destrucción del viejo sistema de censura, tanto formal como informal. Sus esfuerzos por lograrlo eran enfatizados por gestos políticos más tradicionales, aunque hasta estos tenían un aspecto permisivo. En 1960, después de muchas maniobras, consiguió meter una palabra soez en el Observer. Al año siguiente organizó una manifestación en Hyde Park con la ayuda de gran cantidad de muchachas bonitas. El 13 de noviembre de 1963 realizó su obra maestra de autopromoción premeditada cuando pronunció la palabra fuck (joder) en un programa satírico de trasnoche de la BBC. Por un tiempo le convirtió en el hombre más comentado del país. El 17 de junio de 1969, introdujo el desnudo organizado en el escenario común con su revista ¡Oh, Calcuta! Llegó a representarse en todo el mundo con una entrada de taquilla de más de 360 millones de dólares.
Sin embargo, al destruir la censura Tynan también se estaba destruyendo a sí mismo. Su muerte efectiva en 1980 fue causada por enfisema, producto de fumar permanentemente con pulmones débiles heredados de su padre. Pero ya un tiempo antes se había dañado a sí mismo en forma irreparable como se moral por lo que sólo puede ser llamado una autoinmolación en el altar del sexo. Sus obsesiones sexuales comenzaron temprano. Más tarde sostuvo que se masturbaba desde los once años y a menudo hacía alarde de los placeres de esa actividad. Hacia el final de su vida dio una caracterización obsesionante de sí mismo como una especie en extinción, Tyranosaurus homo masturbans. También, de muchacho hizo todo lo posible por coleccionar pornógrafía, cosa nada fácil en Birmingham durante la guerra. Cuando siendo colegial representó su Hamlet, indujo a James Agate, en ese momento el crítico más importante y un conocido homosexual, a escribir una reseña del espectáculo. Agate lo hizo, y también invitó al joven a su avaramente y le puso una mano sobre la rodilla: «¿Eres homo, mi muchacho?». «Me temo que no». «Ah bien, pensé dejarlo aclarado»[50]. Tynan decía la verdad. A veces le gustaba vestirse con ropas de mujer y no se preocupaba mucho por desalentar la idea corriente de que era homosexual, por creer que le facilitaba el acceso a las mujeres. Pero en ningún momento tuvo una experiencia homosexual, «nunca ni un ligero tanteo», tal como expresó él[51]. sin embargo le interesaba el sadomasoquismo. Una vez que Agate descubrió esto, le dio la llave de su amplia colección de pornografía, y eso completó la corrupción de Tynan.
De ahí en adelante acumuló una provisión propia. En su momento varias dueñas de pensiones y sus dos esposas se tropezaron con ella y quedaron profundamente desagradadas. Esto resulta curios porque Tynan nunca se preocupó por ocultar sus intereses sexuales y a veces los declaraba abiertamente. Durante una reunión de la Oxford Union anunció: «Mi tema es… sólo una correa en el crepúsculo». Entabló relaciones con gran número de mujeres jóvenes en Oxford y habitualmente les pedía que le regalaran sus bragas para colgar junto al látigo que adornaba sus paredes.
Le gustaban las muchachas judías voluptuosas, especialmente aquellas con padres severos y acostumbradas al castigo corporal. A una de ellas le dijo que la palabra «corregir» tenía «un buen toque victoriano que hacía pensar en retribución». Añadió: «la palabra zurra es muy potente y tiene el toque justo de la colegiala… Sexo quiere decir zurra y hermoso significa culo y siempre será así»[52]. No esperó de ninguna de sus dos esposas que se sometieran a estas actividades que él asociaba con el pecado y la perversidad y que debían ser gozadas con culpa. Pero cuando fue un factor de poder en el teatro no tuvo dificultad alguna para encontrar actrices sin trabajo que cooperaran a cambio de alguna ayuda.
Las mujeres parece que pusieron menos objeciones a su sadismo, que no pasaba de ciertos límites, que a su vanidad y autoritarismo. Una le dejó cuando se dio cuenta de que al entrar en un restaurante siempre impedía que se mirara en el espejo. Otra declaró: «En cuanto una le dejaba él ya no pensaba más en ella». Trataba a las mujeres como a posesiones. En muchos sentidos era de buen natural podía ser perceptivo y comprensivo. Pero esperaba de las mujeres que giraran alrededor de los hombres como lunas alrededor de un planeta. Elaine Dundy, su primera mujer, tenía ambiciones propias y llegó a escribir una novela excelente*. Esto provocó peleas de tipo espectacular bastante teatrales, con alaridos, platos estrellados y gritos de «¡Te voy a matar, perra!». Mailer, juez nada despreciable de peleas matrimoniales, ponía muy alto a los Tynan: «Se pegaban golpes que uno no podía menos que aplaudir como si estuviese presenciando un combate de boxeo». Tynan si bien se reservaba el derecho incondicional de ser infiel, esperaba fidelidad de su consorte, en una ocasión, al volver a su apartamento de Londres después de un encuentro con su amante del momento, encontró a su primera mujer en la cocina con un hombre desnudo. Tynan vio que el hombre era un poeta, un productor de la BBC y por lo tanto un borracho sentimental, y tuvo la osadía de sacar su ropa del dormitorio y tirarla por el hueco del ascensor. De costumbre no era tan valiente. Después de divorciarse de su primera mujer, indujo a Kathleen Gates, que sería luego se segunda mujer, a que dejara a su marido y se fuera a vivir con él. El marido irrumpió en la casa por la puerta principal, mientras Tynan se escondía detrás del sofá. Luego el marido le alcanzó cerca de la casa de la madre de ella en Hampstead, hubo una pelea y Tynan perdió mechones de su pelo rubio, que ya se estaba volviendo gris, antes de ponerse a salvo en la casa. El relato de la segunda esposa continuaba: «Durante un rato logramos aguantar en casa de mi madre. Luego nos escabullimos en la noche. A cierta distancia Ken juró que nos estaba siguiendo y se metió en un cubo de basura que había cerca:»[53] A Tynan no le gustó esta forzada evocación de Samuel Beckett, un dramaturgo que el no había tenido en cuenta en un principio.
El segundo matrimonio se derrumbó como el primero ante su insistencia en la libertad sexual total para él, y en la fidelidad para su mujer. Tuvo una relación permanente con una actriz sin trabajo con la que representaba complejas fantasías sadomasoquistas, que requerían que él se vistiera de mujer y la actriz de hombre, y a veces incluían a prostitutas como extras. Le dijo a Kathleen que tenía el propósito de continuar con estas sesiones dos veces por semana, «aunque todo lo que sea sentido común, razón y bondad y hasta camaradería están en contra de hacerlo… Es mi elección, mi cosa, mi necesidad… Es bastante cómico y algo asqueroso. Pero me sacude como una infección y no puede hacer otra cosa que dejarme sacudir hasta que pase el ataque»[54]. Esto ya estaba bastante mal. Pero aun fue la decisión de dejar a una lado su carrera para convertirse en un pornógrafo y, encima, sin éxito. Ya en 1959 su agenda contenía notas como: «Escribir obra de teatro. Escribir libro pornográfico. Escribir autobiografía». En 1964 estableció una relación con la revista Play boy aunque curiosamente, resistieron sus intentos de proveerlos de material erótico. Tynan parece que pensó con optimismo que sería capaz de convertir a la pornografía en una forma seria de arte, alentado por el éxito engañoso de ¡OH, Calcuta! A principios de la década del setenta trató de reclutar a un número de escritores distinguidos para compilar una antología de fantasías de masturbación, pero recibió rechazos humillantes de, entre otros, Nabokov, Graham Greene, Beckett y Mailer. A partir de entonces se vio envuelto en prolongados intentos, que no llegaron a nada, de producir una película pornográfica. Desde el principio nunca pudo conseguir la financiación. A diferencia de la mayoría de los intelectuales, no era avaro. Por el contrario: era generoso, casi temerario, cualidad que compartió con Sartre. Cuando su madre murió le dejó una buena parte del dinero del viejo Sir Meter, que Tynan gastó tan pronto como pudo. Cuando el Teatro Nacional se desembarazó de él, le pagó una compensación mezquina. Firmó contratos tan disparatados para ¡OH, Calcuta! Que apenas recibió 250 000 dólares por esta producción enormemente exitosa. En sus últimos años paso buena parte de su tiempo tratando de encontrar dinero para un proyecto que sus amigos más prudentes contemplaban con desprecio y desesperación. Él mismo tenía dudas. A Kathleen le escribió desde Provenza: «¿Qué hago aquí produciendo montones de pornografía? Es una vergüenza». En Saint Tropez soñó con una jovencita desnuda, cubierta de polvo y excremento, con la cabeza afeitada y docenas de alfileres clavados en la cabeza. En ese momento, dejó escrito: «Me desperté lleno de horror. Y enseguida los perros empezaron a ladrar sin motivo en el parque del hotel, como dicen que hacen cuando pase el Rey del Mal, invisible para el hombre»[55].
Los últimos años de Tynan, un siniestro contrapunto de obsesión sexual y debilidad física, son narrados conmovedoramente por su viuda y resultan una lectura aterradora para quienes conocieron y admiraron al hombre. Evoca la llamativa frase de Shakespeare: «el derroche de espíritu en un erial de vergüenza»[56].
Víctima aun más impresionante de la actitud permisiva, con una nota más fuerte de violencia, fue Rainer Werner Fassbinder, quizá el director de cine más dotado que haya producido Alemania. Fue un hijo de la derrota, nacido en Baviera el 31 de mayo de 1945, inmediatamente después del suicidio de Hitler; fue el beneficiario adolescente y víctima de las nuevas libertades que intelectuales como Connolly, Mailer y Tynan trataban de conferir a la humanidad civilizada. En la década del veinte el cine alemán había llevado la delantera en el mundo. La llegada de los nazis había creado una diáspora de sus talentos y Hollywood se quedó con la parte del león…; y cuando el régimen nazi cayó, las autoridades norteamericanas de ocupación impusieron el cine de Hollywood en tierra alemana. Esta época terminó en 1962, cuando veintiséis jóvenes escritores y directores de cine alemanes publicaron una declaración de independencia cinematográfica alemana conocida como el Manifiesto de Oberhausen. Fassbinder dejó el colegio dos años después, y a la edad de veintiún años ya había filmado dos cortometrajes. En un mundo alemán de las artes dominado por la sombra de Brecht, organizó una pequeña productora colectiva conocida como Anfiteatro. En su primera producción de éxito, él mismo desempeñó el papel de Mac el Cuchillo en la Opera de tres centavos de Brecht. Si bien en teoría el Anfiteatro era igualitario, en la práctica fue una tiranía jerárquica y estructurada, con él mismo como déspota, y manejada (se ha dicho) como Luis XIV manejaba Versalles[57]. Utilizó a este equipo para hacer su primera película de éxito, el amor es más frío que la muerte, rodada en sólo veinticuatro días en abril de 1969.
Fassbinder se convirtió en el director de cine no sólo más importante, sino además simbólico de la época permisiva con sorprendente rapidez. Tenía gran voluntad y autoridad, y el envidiable poder de tomar decisiones rápidas y firmes; esto le permitió hacer películas de gran calidad rápida y económicamente. La aprobación de la crítica le llegó pronto. No obtuvo un éxito de taquilla mundial hasta El miedo come el alma (1974), pero esta era su película número veintiuno. En realidad en los doce meses a partir de noviembre de 1969 hizo nueve películas de largo metraje. Una de las más apreciadas, tanto crítica como comercialmente, El mercader de las cuatro estaciones (1971), tenía 470 escenas y se rodó en doce días. A los treinta y siete años había hecho cuarenta y tres películas, una cada cien días durante trece años[58]. No había días de descanso. Siempre trabajaba, y hacía trabajar a otros, los domingos. Desde un punto de vista profesional tenía una autodisciplina fanática y constante. Solía decir: «Puede dormir cuando esté muerto».
Esta producción prodigiosa fue lograda contra un trasfondo de desenfreno y desgaste que hace estremecer. Su padre fue un médico que dejó a su familia cuando Fassbinder tenía seis años, abandonó la medicina para escribir poesía y se ganaba la vida administrando propiedades baratas. Su madre fue actriz, y apareció después en algunas de sus películas. Después del divorcio se casó con un escritor de cuentos. Fassbinder pasó su infancia y su adolescencia en un ambiente bohemio, literario, incierto, amoral e irresponsable.
Leía mucho y pronto empezó a producir obra creativa, cuentos y canciones. Absorbió la nueva cultura permisiva con la misma rapidez y seguridad con que hizo todo lo demás. En la nueva terminología hip era un conocedor de la calle. A los quince años ayudaba a su padre a cobrar los alquileres de los barios bajos. Anunció que se había enamorado del hijo de un carnicero. El padre le contestó (fue una respuesta típicamente alemana): «Si tienes que acostarte con hombres, ¿no puedes hacerlo con un universitario?»[59] A partir de entonces Fassbinder se dedicó con ferocidad implacable a uno de los tres grandes temas de la nueva cultura de los años sesenta: la explotación desenfadada del sexo por placer. A la vez que crecía su poder en el teatro y en el cine, también crecieron sus exigencias y su crueldad. La mayoría de sus amantes fueron hombres. Algunos estaban casados y tenían hijos, y hubo escenas pavorosas de angustia familiar. Casi desde el principio hubo algo de sadomasoquismo y extremismo. Tomaba hombres de la clase trabajadora y los convertía en actores tanto como en amantes. Uno, que él llamaba «mi negro bávaro», parece que se especializó en destruir automóviles caros. Otro, un ex prostituto de África del Norte, era homicida y creó momentos de terror para los colaboradores de Fassbinder, y hasta para él mismo. Un tercero, un carnicero convertido en actor, se suicidó. Pero a Fassbinder también le interesaban las mujeres y hablaba como un patriarca de «producir una familia tradicional». Su actitud hacia las mujeres era la de propietario. Le gustaba controlarlas. En sus principios, cuando necesitaba dinero para las películas, utilizaba mujeres que controlaba para servir a los «trabajadores-huéspedes» inmigrantes, como los llamaban los alemanes. En 1970 se casó con una actriz llamada Ingrid Caven, que creía poder transformarlo en un heterosexual. La fiesta de bodas se convirtió en una previsible orgía. La novia encontró la puerta del dormitorio cerrada con llave, y al novio en la cama con el padrino. Divorciado, Fassbinder se casó finalmente con una de sus editoras de cine, Juliane Lorenz, pero siguió con su ostentosa vida homosexual en bares, hoteles y prostíbulos. Sin embargo, por curioso que parezca, a ella le exigía fidelidad. Durante la filmación de la novela Berlín Alexander-Platz (1980), descubrió que Juliane había pasado una noche con uno de los electricistas. Organizó una escena de celos y la llamó prostituta; ella le rompió el certificado de matrimonio en la cara.
Fassbinder también reflejó, tanto en sus películas como en su estilo de vida, el segundo gran tema de la nueva cultura: la violencia. Cuando era muy joven, parece que fue muy amigo de Andreas Baader, que ayudó a crear una de las pandillas terroristas más notorias de Alemania, y de Horst Sohnlein, que hacía proyectiles incendiarios para el grupo de Baader-Meinhof. Según su amigo actor, Harry Baer, Fassbinder decía a menudo que estaba tentado de incorporarse al terrorismo, pero que se decía a sí mismo que «hacer películas sería más importante para la causa que salir a las calles»[60]. Cuando Baader y otros miembros de la pandilla se suicidaron en la prisión de Stammheim, en octubre de 1977, Fassbinder gritó furioso: «Han asesinado a nuestros amigos». Su próxima película, La tercera generación (1979) presentó el argumento de que las autoridades alemanas estaba explotando la amenaza del terrorismo para que Alemania fuera totalitaria otra vez, y esto provocó furia.
En Hamburgo una turba golpeó al operador del cine hasta dejarle inconsciente, y destruyeron la película. En Frankfurt unos jóvenes lanzaron bombas de ácido contra el cine que la exhibía. En general, Fassbinder recibió subsidios del estado para sus películas (eso también fue una señal de los tiempos) pero esta la hizo con fondos propios: fue una obra de amor, o de odio.
Para entonces había adoptado, y pasaba por el proceso de ser aplastado por él, un tercer tema de la nueva cultura: las drogas. La tolerancia, la aceptación de las drogas, siempre había sido un presupuesto implícito de la sociedad permisiva, en particular en su jerga hip. En la década del sesenta la firma por intelectuales de peticiones que exigían la liberalización de las leyes sobre drogas se convirtió en una práctica de rutina. Cuando era joven Fassbinder había conseguido dinero pasando coches robados a través de las fronteras, pero entonces no parece que tuviera nada que ver con la droga. Era, naturalmente, parte de la escena hip alemana. Como Brecht, él mismo se diseño un uniforme adecuado: jeans cuidadosamente desgarrados, camisas a cuadros, zapatos de charol gastados, una barba fina y rala. Fumaba en cadena cien cigarrillos al día. Comía una gran cantidad de comida suculenta, ya los treinta años ya había empezado a parecer hinchado y semejante a un sapo, y declaraba: «Volverse feo es una forma de aislarse… El cuerpo fuerte y grueso, es un bastión monstruoso contra toda forma de afecto»[61]. También bebía en exceso; en Estados Unidos solía beber un litro de bourbon Jim Bean, y a veces un segundo litro, diariamente. Cuando decidía dormir tomaba gran cantidad de píldoras, tales como Mandrax. No parece que consumiera drogas duras hasta que hizo su película Ruleta china, en 1976, cuanto tenía treinta y un años. Pero, entonces, después de probar la cocaína, quedó convencido de su poder creativo y la consumió regularmente y en dosis cada vez más altas. De hecho, cuando filmó Bolswisser (1977), obligó a uno de los actores a desempeñar su papel drogado.
Así los hechos llegaron a su culminación inevitable. En febrero de 1982 ganó el Oso de Oro en el Festival de Cine de Berlín: espera hacer el truco de la galera ganando la Palma de Oro en Cannes y el Leon de Oro en Venecia. Pero no obtuvo el premio de Cannes; en cambio gastó allí 20 000 marcos en cocaína y entregó los derechos de distribución de su siguiente película por una provisión futura asegurada. Desarrolló un hábito irregular de ejercer la violencia contra mujeres. En un momento dado, ya sea bebido o drogado, se había enfurecido y, sin razón alguna, había herido a una scriptgirl en las piernas. Durante su fiesta de cumpleaños el 31 de mayo, un evento casi público, había entregado a su ex esposa Ingrid un enorme consolador de plástico, diciéndole que la haría feliz durante un tiempo. Mantuvo su horario de trabajo y entrevistas, pero su consumo de drogas, bebida y píldoras prohibidas para dormir creció. En la mañana del 10 de junio Juliane Lorenz le encontró muerto en la cama, con el televisor todavía encendido. Tuvo lugar una especie de funeral, pero el ataúd estaba vació, ya que la policía todavía buscaba drogas en su cuerpo.
La moraleja fue tan simple y enfática que no valía la pena perder tiempo en sacarla, pese a que muchos lo hicieron. Para honrar al artista muerto se sacó una máscara mortuoria a la manera de Goethe o Beethoven, y ese septiembre, en el Festival de Cine de Venecia, circularon entre las mesas de los cafés de la Piazza San Marco copias pirateadas de este objeto horroroso.
Tynan y Fassbinder podrían ser descritos como víctimas del culto al hedonismo. Además están también los que fueron víctimas de la legitimización de la violencia. Entre ellos se contó James Baldwin (1924-88) el más sensible y de alguna manera el más vigoroso de los escritores negros de Estados Unidos en el siglo XX. El suyo fue el caso de un hombre que pudo haber tenido una vida feliz y completa en virtud de sus logros, que fueron considerables. Pero a quien, en cambio, el nuevo clima intelectual de su época volvió intensamente infeliz al persuadirle de que el mensaje de su obra debía ser el odio, mensaje que entregó con furiosa entusiasmo. Es una prueba más de la curiosa paradoja por la que los intelectuales, que deberían enseñar a hombre y mujeres a confiar en su razón, en general los estimulan a seguir sus emociones; y, en vez de instar a la humanidad al debate y la reconciliación, demasiado a menudo la impulsan al arbitraje de la fuerza.
El relato que el propio Baldwin hace de su infancia no es fiable por motivos a los que llegaremos enseguida. Pero de la obra de Fern Marja Eckman, que escribió su biografía, y otras fuentes, es posible extraer un resumen razonablemente exacto[62]. El ambiente en que vivió Baldwin en el Harlem de los años 20 fue carencial en algunos sentidos. Fue, en efecto, el mayor de ocho criaturas. La madre no se casó hasta que él tuvo tres años. El abuelo fue un esclavo de Louisiana. Su padrastro fue un predicador de domingo, de la secta de los Holy Rollers, que trabajaba en una planta embotelladora por un sueldo muy bajo. Pero pese a la pobreza la crianza de Baldwin fue buena, aunque severa. La madre decía que él siempre tenía a uno de sus hermanos o hermanas en brazo, y un libro en el otro. El primer libro que leyó entero fue La cabaña del Tío Tom, y lo leyó una y otra vez; su influencia sobre su obra, pese a los esfuerzos que hizo para erradicarle, fue notable. Los padres reconocieron su talento y lo estimularon; lo mimo hicieron todos. En las décadas del veinte y del treinta no había derrotismo por conciencia de raza en las escuelas de Harlem. Se creía que si los negros se esforzaban podían destacarse. La pobreza no se aceptaba nunca como excusa para no aprender. El nivel académico era alto. Se esperaba que los niños lo alcanzaran, o eran castigados. Baldwin prosperó en este ambiente. En la Escuela Pública 24 la directora, Gertrude Ayer, era excelente; otra maestra, Orilla Millar, le llevó a ver su primera función de teatro y le estimuló a escribir. En la Escuela Secundaria Elemental Frederick Douglas, publicó su cuento cuando tenía trece años, en la revista escolar Douglas Pilot de la que más tarde fue director, dos destacados profesores negros le ayudaron, Countee Cullen, poeta que enseñaba francés, y Herman Poter.
Cuando era un adolescente escribía con extraordinaria elegancia y se entusiasmaba con sus adelantos. Al año de dejar la escuela envió un artículo a la revista en el que aplaudía el «espíritu de buna voluntad y amistad» que hacían de la escuela «una de las mejores escuelas secundarias elementales del país»[63]. A la vez que escritor consumado ya era entonces un destacado predicador adolescente, que describían como «muy caliente». Era admirado, estimulado y muy bien acogido por los ancianos negros del circuito del tabernáculo pentecostal. Fue luego a una afamada academia de Nueva York, la Escuela Secundaria de Witt Clinton en el Bronx, que educó entre otros, a Paul Gallito, Paddy Chayevsky, Jerome Wideman y Richard Avedon. Otra vez publicó su ficción en la soberbia revista de la escuela, The Magpie (La urraca), que luego dirigió. También ahí tuvo la amistad de algunos profesores excelentes, que dieron todo el estímulo posible a su obvio talento.
Los últimos artículos que Baldwin publicó en The Magpie reflejan su pérdida de fe. Dejó la Iglesia. Trabajó como portero y ascensorista y luego en una obra en construcción en Nueva Jersey, mientras escribía por la noche. De nuevo hay muchos ejemplos de cómo fue ayudado y estimulado por sus mayores, tanto negros como blancos. El escritor negro más importante de entonces, Richard Wright, le consiguió el Premio del Fondo en Memoria de Eugene F. Saxton, que le permitió viajar a París. Publicó en el Nation y en el New Leader. Su ascenso no fue sensacional, pero sí firme y metódico. Las personas que le conocieron entonces dieron testimonio de su seriedad en el trabajo, su cumplida ayuda a la familia, a la que le enviaba cada centavo del que pudiese privarse. Todo parecía indicar que era feliz. Su gran oportunidad le llegó en 1948, cuando publicó un artículo muy aplaudido, The Harlem Ghetto (El ghetto de Harlem), en la revista intelectual mensual judía Commentary[64]. Mucha gente le prestó dinero para que pudiera terminar su novela sobre la vida de iglesia en Harlem, Go tell It On the Mountain (Ve y dilo en la montaña) que se publicó y fue muy aplaudida en 1953. Llevó la vida de un intelectual cosmopolita, saltando directamente de Harlem a Greenwich Village y a la Orilla Izquierda de París, pasando completamente por alto a la burguesía negra. No se ocupó del Sur. El Problema Negro no fue una cuestión de primera importancia para él. De hecho, sobre la base de sus primeras y mejores obras, es imposible deducir que era negro. Defendía la integración, en su vida menos que en su obra. Algunos de sus mejores ensayos se publicaron en la integracionista Commentary[65]. Su director, Norman Podhoretz, observó más adelante: «Fue un intelectual negro casi exactamente en el mimo sentido en que ellos eran intelectuales judíos»[66].
Pero en la segunda mitad de la década de 1950 Baldwin percibió el nuevo clima intelectual que emergía, de permisividad por un lado, y de odio aceptado por el otro. Era, o creía ser, un homosexual, y su segunda novela, Giovanni’s Room (La habitación de Giovanni), de 1956 trataba este tema. Fue rechazado por su propio editor y se vio forzado a recurrir a otro que (se convenció a sí mismo de eso) le pagó demasiado poco.
Esta experiencia le llenó de ira contra la industria editorial norteamericana. Además descubrió que la ira, al menos en «una persona desposeída como yo», se estaba volviendo corriente, de moda y justa. La amplió, para incluir a gente e instituciones que una vez había respetado. Se volvió contra Richard Wright y muchos otros negros mayores que él que le habían ayudado[67]. Comenzó a emitir juicios colectivos sobre la raza blanca. Reescribió toda su historia personal, sin duda en gran medida inconscientemente. Se convirtió en un intelectual más cuyos escritos autobiográficos, bajo una apariencia engañosa de franqueza exhibicionista, son peligrosamente engañosos[68]. Descubrió que había sido un chico muy desdichado. Su padre le había dicho que el chico más feo que había visto, tan feo como el hijo del demonio. De su padre escribió: «No recuerdo, en todos esos años, que alguno de sus hijo alguna vez se alegrara de verle volver a casa». Afirma que cuando su padre murió escuchó a su madre suspirar: «Soy una viuda de cuarenta y un años con ocho hijos pequeños que nunca quise tener». Descubrió que había sido salvajemente intimado en la escuela. Describió la Frederick Douglas High School con horror. Cuando volvió a visitarla en 1963 dijo a los alumnos: «Los blancos se han convencido a sí mismos de que el negro se siente contento en este lugar. Es tarea vuestra no creerlo ni un minuto más»[69]. Afirmó de su escuela secundaria que sólo los blancos se sentían contentos en ella, una aserción que su contemporáneo Richard Avedon negó vigorosamente. Dijo de su profesor de inglés, que le ayudó: «nos odiábamos». Repetidamente denunció en forma violenta libros que una vez había amado, como La cabaña del Tío Tom. Atacó en su totalidad el concepto del negro de clase media supuestamente integracionista[70]. Estudió en el Sur y en los últimos años de la década de 1950 se vinculó con el movimiento por los derechos civiles, dos fenómenos que hasta entonces había pasado por alto. Pero no le interesaban las tácticas al estilo Gandhi de un Martin Luther King. Ni le importaba el razonamiento vigoroso de intelectuales negros como Bayard Rustin, que hizo la defensa estrictamente racional de la integración con una destreza magistral. En la atmósfera engendrada por The White Negro (El negro blanco) de Mailer, Baldwin jugó, con vehemencia siempre creciente, la carta emocional, y no en mínima medida contra el mismo Mailer, diciéndole que preferiría pasar su tiempo con un blanco racista antes que con un blanco liberal, ya que en ese caso por lo menos sabía a qué atenerse.
En realidad Baldwin pasó bastante tiempo con liberales blancos, en Estados Unidos y en Europa. Lo cierto es que no hubo nada que le gustara más, ni por más tiempo, que la hospitalidad liberal blanca. Dentro de la vieja tradición intelectual grandiosa de Rousseau, convirtió su disfrute en un favor principesco. Condescendía a aceptarla. Como Fern Erickman escribió en 1968: «Encontrándose en los ajetreos de la creación, Baldwin pasa metódicamente de una casa a otra, bastante a modo de un rey medieval que viaja por su reino, dispensando el favor real al otorgar a los súbditos así honrados el privilegio de servirle como anfitriones»[71]. Invitábamos también a sus amigos y transformaba la casa de su anfitrión en un club informal; luego se iba porque (como le dijo a uno de ellos): «Su casa se ha vuelto demasiado concurrida».
Uno de los anfitriones lo expresó así, con respetuosa admiración antes que enojo: «Tener a Jimmy en casa no como tener un huésped, es como agasajar a una caravana». Cuanto más odio generaba, más obsequiosidad recibía. Los ecos de Rousseau son misteriosos.
El odio estaba ampliamente distribuido, recibiendo los liberales negros aún más que la variedad blanca. Como se quejaba uno de ellos: «No importa lo libre que uno piense que es, Jimmy le hace sentir que aún tiene dentro un poquito del Tío Tom». A principios de la década de 1960, Podhortz le pidió a Baldwin que investigara la nueva violencia negra que predicaba Malcom X y sus musulmanes negros, y le ofreció publicar su informe en Commentary. Baldwin lo hizo, pero vendió el trabajo al New Yorker por bastante más dinero[72]. Apareció en forma de libro en 1963, junto con una descripción de sus experiencias juveniles del racismo, con el título de The Fire Next Time (La próxima vez el fuego). Durante cuarenta y una semanas consecutivas estuvo entre los primeros cinco títulos de la lista norteamericana de libros más vendidos y se tradujo en todo el mundo. En un sentido era el sucesor lógico de The White Negro de Mailer, y quizá no hubiera sido posible sin este. Pero fue una obra muchísimo más influyente, tanto en los Estados Unidos como en el exterior, porque era una presentación hecha por un intelectual negro de primera línea (que hasta entonces había operado dentro de las convenciones y el modo de discurso literario de la cultura occidental), del nacionalismo negro concebido con un fundamento racial. Baldwin ahora le dio a su furia expresión literaria formal, la institucionalizó, defendió y propagó. Al hacerlo estableció un nuevo tipo de asimetría racial. No era concebible que un intelectual blanco pudiera afirmar que todos los blancos odiaban a los negros, y menos aun que defendiera ese odio. Sin embargo, Baldwin ahora insistía en que los negros odiaban a los blancos, y lo que su obra implicaba era que estaba justificado que lo hiciera. En consecuencia le dio respetabilidad intelectual a una nueva forma de racismo negro que se difundía rápidamente y comenzaba a sumir el liderazgo de las comunidades negras en todo el mundo.
Puede dudarse que Baldwin creyera realmente en la inevitabilidad del racismo negro y en la existencia de un abismo infranqueable que dividía a las razas. El joven Jame Baldwin lo habría negado enérgicamente. Estaba en pugna con su experiencia real, razón por la cual el Baldwin mayor tuvo que reescribir su historia personal. Los últimos años de la vida de Baldwin se basan en una mentira, o por lo menos en una confusión culpable. En realidad fue destruida por el fuego que él mismo había encendido, y dejó de ser efectiva. Lo que siguió viviendo fue el espíritu de The Fire Next Time. Reforzó el mensaje de la famosa polémica de Frantz Fanon, Les Damnés de la terre, y de la retórica de Sartre, que la violencia era el derecho legítimo de quienes, por su raza, clase o situación, podían ser definidos como víctimas de una iniquidad moral.
Aquí llegamos al punto crucial de la vida intelectual: la actitud ante la violencia. Es la valla con la que la mayor parte de los intelectuales laicos, pacifistas o no, tropiezan y caen entonces en la incongruencia o, en verdad, en la pura incoherencia. Pueden renunciar a ella en teoría, como por lógica no pueden menos que hacer, ya que es la antítesis de los métodos racionales para resolver problemas. Pero en la práctica se encuentran avalándola (lo que podrá llamarse el Síndrome del Asesinato Necesario) o aprobando su uso por aquellos con quienes simpatizan. Otros intelectuales, cuando se ven confrontados con el hecho de la violencia practicada por aquellos que desean defender, simplemente transfieren la responsabilidad moral, por medio de argumentos ingeniosos, a otros a quienes desean atacar.
Noam Chomsky, el filósofo lingüista, es un destacado practicante de esta técnica. En otros aspectos es un utopista al viejo estilo, antes que un intelectual hedonista al nuevo estilo. Nació en Filadelfia en diciembre de 1928 y rápidamente logró eminencia económica en varias universidades principales: el Instituto de Tecnología de Massachussets, Columbia, Princeton, Harvard y otras. En 1957, el mismo año en que Maile publicó The Whait Negro, Chomsky produjo una obra magistral llamada Syntactic Structures (Estructuras sintácticas). Fue una contribución muy original, que en su momento pareció decisiva, al viejo y permanente debate acerca de cómo adquirimos conocimientos y, en especial, cómo adquirimos tantos. Como dijo Bertrand Russell: «¿Cómo es que los seres humanos, cuyos contactos con el mundo son breves, personales y limitados, son sin embargo capaces de llegar a saber tanto como saben?»[73] Hay dos explicaciones rivales. Una es la teoría de que los hombres nacen con ideas innatas. Como dijo Platón en su Menón: «En un hombre que no sabe, hay opiniones verdaderas sobre aquello que no sabe». Los contenidos más importantes de la mente están allí desde el principio, aunque se requiera el estímulo externo o la experiencia, actuando sobre los sentidos, para llevar este conocimiento a la conciencia. Descartes sostenía que ese conocimiento intuitivo es más fiable que cualquier otro, y que todos los hombres nacen con un residuo de este, aunque sólo los más reflexivos comprenden toda su potencialidad[74]. La mayoría de los filósofos de la Europa continental comparten esta opinión hasta cierto punto.
Contra esto está la tradición anglosajona del empirismo, enseñado por Locke, Berkeley y Hume. Este argumenta que si bien las características físicas pueden ser heredadas, al nacer, la mente es una tabula rasa y las características mentales se adquieren todas a través de la experiencia. Estas opiniones, en general de manera muy condicionada, prevalecen en general en Gran Bretaña, Estados Unidos y otros países que se adhieren a su cultura.
El estudio que Chomsky hizo de la sintaxis, que es los principios que gobiernan la disposición de las palabras o sonidos para formar oraciones, le llevó a descubrir lo que llamó «universales lingüísticos». Los idiomas el mundo son mucho menos diversos de lo que parecen ser, porque todos comparten universales sintácticos que determina la estructura jerárquica de las oraciones.
Todos los idiomas que él y quienes le siguieron estudiaron se adecuaban a este patrón. La explicación que daba Chomsky era que estas reglas invariables de la sintaxis intuitiva están tan en lo hondo de la conciencia humana que deben ser el resultado de la herencia genética. Nuestra capacidad de usar el lenguaje es una capacidad innata y no adquirida. La explicación que da Chomsky de sus datos lingüísticos puede no ser correcta. Pero hasta ahora es la única plausible que ha surgido, y le sitúa firmemente en el campo cartesiano o «continental»[75].
También despertó un gran entusiasmo intelectual, no sólo en círculos académicos, y convirtió a Chomsky casi en una celebridad, como ocurrió con Russell a raíz de su obra sobre los principios matemáticos, o con Sartre cuando popularizó el existencialismo. A estas celebridades se les presenta la tentación de usar el capital adquirido por su eminencia en la propia disciplina para hacerse de una plataforma y emitir opiniones sobre cuestiones públicas. Tanto Russell como Sartre sucumbieron a esta tentación, como hemos visto; y también lo hizo Chomsky. A lo largo de la década del sesenta, los intelectuales de Occidente, pero en especial en Estados Unidos, se vieron cada vez más emocionados por la política norteamericana en Vietnam, y por el creciente nivel de violencia con la que se ponía en práctica. En esto había una paradoja. ¿Cómo es que en un momento en que los intelectuales se encontraban cada vez más dispuestos a aceptar el uso de la violencia en la búsqueda de la igualdad racial, o de la liberación colonial, o hasta de la de los grupos terroristas milenaristas, la encontraban tan repugnante cuando la practicaba un gobierno democrático occidental para proteger a tres pequeños territorios de la ocupación por un régimen totalitario? No hay ninguna forma lógica de resolver esta paradoja. Hubo que contentarse con las explicaciones que ofrecieron los intelectuales, que objetaban la «violencia institucionalizada» por una parte, y justificaban la contra violencia individual, personal, por otra (y muchas variantes del mismo tema). Desde el principio fueron suficientes para Chomsky, que llegó a ser y siguió siendo el más prominente crítico intelectual de la política de Estados Unidos en Vietnam. De explicar cómo la humanidad adquirió su capacidad para usar el lenguaje, pasó a aconsejarle cómo conducir su geopolítica.
Ahora bien, es una característica de esos intelectuales que no ven incongruencia alguna en salirse de su propia disciplina, en la que son expertos reconocidos, y pasar a los asuntos públicos, en los que podría suponerse que no tiene más derecho a ser oídos que otra persona. En realidad siempre afirman que su conocimiento especial les da intuiciones valiosas. Russell sin duda creía que su capacidad filosófica hacía que su consejo a la humanidad sobre muchos temas valiese la pena ser escuchado (una afirmación que Chomsky avaló en las conferencias de Russell de 1971[76]. Sartre arguyó que el existencialismo incumbe directamente a los problemas morales planteados por la guerra fría y a nuestra reacción ante el capitalismo y el socialismo. Chomsky a su vez llegó a la conclusión de que su labor con los universales lingüísticos era la misma prueba primaria de la inmoralidad de la política seguida por Estados Unidos en Vietnam.
¿Y por qué? Bueno, argumentaba Chomsky, depende de qué teoría del conocimiento se acepte. Si al nacer la mente es en efecto una tabula rasa, y los seres humanos son, por así decirlo, trozos de plastilina a los que se les puede dar cualquier forma que se desee, entonces son sujetos aptos para lo que él llama «el moldeado de la conducta» por la autoridad estatal, el directivo de una empresa, el tecnócrata o el comité central[77]. En cambio, si hombres y mujeres poseen estructuras mentales innatas y tienen necesidades intrínsecas de patrones culturales y sociales que para ellos son «naturales», esos esfuerzos estatales deben finalmente fracasar, pero en el proceso de su fracaso obstaculizarán nuestro desarrollo e implicarán una terrible crueldad. El intento de Estados Unidos por imponer su voluntad, y determinados patrones de desarrollo social, cultura y político a los pueblos de Indochina era un ejemplo atroz de semejante crueldad.
Llegar a esta conclusión requería una perversión especial, que para cualquiera que estudie las carreras de los intelectuales se vuelve deprimentemente familiar. Si el argumento de Chomsky, que parte de las estructuras innatas es válido, podría decirse justificadamente que es un argumento general contra cualquier clase de ingeniería social. Y en efecto, por múltiples razones, la ingeniería social ha sido la decepción sobresaliente y la mayor calamidad de la edad moderna. En el siglo XX ha causado la muerte de millones y millones de personas inocentes en la Rusia soviética, la Alemania nazi, China comunista y otros lugares. Pero es justo lo que las democracias occidentales, con todos sus defectos, jamás han adoptado. Por el contrario, la ingeniería social es la creación de intelectuales milenaristas que creen que pueden rehacer el universo con la luz de su sola razón. Rousseau la promovió. Marx la sistematizó y Lenin la institucionalizó. Los sucesores de Lenin han llevado a cabo, durante más de setenta años, el experimento en ingeniería social más largo de la historia, cuya falta de éxito confirma en efecto el argumento general de Chomsky. La ingeniería social, o Revolución Cultural, como se llamó, produjo millones de cadáveres en China de Mao, y el mismo fracaso. Aunque aplicados por gobiernos no liberales o totalitarios todos los programas de ingeniería social han sido originariamente obra de intelectuales. El apartheid, por ejemplo, fue elaborado en su forma moderna, detallada, en el departamento de psicología social de la universidad de Stellenboch. Sistemas similares en otros lugares de África (Ujaama en Tanzania, Conscintismo en Ghana, Négritude en Senegal, «Humanismo zambian», etc.) fueron envenados en los departamentos de ciencias políticas o de sociología de la universidades locales. La intervención norteamericana en Indochina, por imprudente que pueda haber sido, y torpemente llevada a cabo, como indudablemente lo fue, originariamente tuvo como propósitos salvar a sus pueblos de la ingeniería social.
Chomsky pasó por alto estos argumentos. No mostró ningún interés por los intentos totalitarios de suprimir o cambiar características innatas.
Arguyó que la democracia liberal, el estado del laissez faire, era tan objetable como la tiranía totalitaria, ya que el sistema capitalista, del cual es necesariamente una parte orgánica, provee los elementos de coerción que producen la misma negación de la autorrealización. La guerra de Vietnam fue el caso sobresaliente de la opresión capitalista-liberal de un pueblo pequeño que estaba tratando de responder a sus propios impulsos intuitivos; naturalmente estaba destinada a fracasar, pero mientras tanto se infligía un sufrimiento incalificable[78].
Los argumentos de intelectuales como Chomsky indudablemente jugaron un papel importante en revertir lo que originariamente fue una fuerte determinación por parte de Estados Unidos de asegurar que una sociedad democrática tuviera la oportunidad de desarrollarse en Indochina. Cuando se retiraron las fuerzas norteamericanas, los ingenieros sociales tomaron posesión rápidamente, tal como habían predicho siempre que harán quienes apoyaron la intervención norteamericana. En efecto, en Camboya, como resultado directo de la retirada norteamericana, uno de los mayores crímenes de un siglo de crímenes espectaculares tuvo lugar en 1975. Un grupo de intelectuales marxistas, educados en el París de Sartre y ahora al frente de un ejército formidable, llevaron a cabo un experimento de ingeniería social, despiadado incluso según las pautas de Stalin o Mao.
La reacción de Chomsky ante esta atrocidad es instructiva. Fue compleja y retorcida. Significó la eyección de mucha tinta confusionista. En realidad tuvo una sorprendente similitud con las reacciones de Marx, Engel, y sus seguidores ante el descubrimiento de la manera deliberadamente errónea en que Marx citó el discurso sobre el presupuesto de Gladstone. Llevaría demasiado tiempo examinarla en detalle, pero su esencia es muy sencilla. Estados Unidos era, según definición de Chomsky, que a estas alturas había alcanzado la categoría de hecho metafísico, el villano en Indochina. En consecuencia no podía reconocerse que hubiera tenido lugar masacre alguna en Camboya hasta que se encontraran los medios para mostar que Estados Unidos era, directa o indirectamente, responsable de ella.
Fue así como la respuesta de Chomsky y sus colegas pasó por tres etapas[79]. (1) No hubo masacres; eran un invento de la propaganda occidental. (2) Pudo haber matanzas en pequeña escala; pero el «tormento de Camboya ha sido explotado por los humanitarios occidentales cínicos, desesperadamente ansiosos de superar el “síndrome de Vietnam”». (3) Las matanzas eran más extensas de lo que primero se creyó, y fueron el resultado del embrutecimiento de los campesinos por los crímenes de guerra norteamericanos. (4) Chomsky finalmente se vio llevado a citar a «uno del puñado de auténticos estudiosos camboyanos» quien, con una habilidosa manipulación de la cronología, podía «probar» que las peores masacres ocurrieron no en 1975, sino «a mediados de 1978», y tuvieron lugar por «razones tradicionalistas, racistas, antivietnamitas» y no marxista… Para ese entonces «el régimen había pedido cualquier color marxista que una vez tuviera» y se había convertido en «un vehículo para el hiperchovinismo del campesinado pobre».
Como tal, «por fin» se ganó la aprobación de la CIA, que de exagerar las masacres con fines de propaganda pasó a participar activamente en su perpetración en resumen, el crimen de Pol Pot era en realidad de Estados Unidos, quod erat demostrandum.
A mediados de la década del ochenta el foco de atención de Chomsky se había desplazado de Vietnam a Nicaragua, pero había sobrepasado largamente el punto en que la gente razonable estaba aún dispuesta a discutir en serio con él, repitiendo así el triste patrón de Russell y Sartre. De ese modo, otro intelecto más, que una vez pareció descollar entre sus iguales, se encaminó pesadamente a la tierra baldía del extremismo, un poco como el viejo Tolstoi, enojado e incoherente, se alejó de Yasnaya Polyana. En la vida de muchos intelectuales milenaristas parece que hubo un climaterio siniestro, una menopausia cerebral, que podría denominarse la Huida de la Razón.