MENTIRAS, MALDITAS MENTIRAS Y
LILLIN HELLMAN
SI Victor Gollancz fue un intelectual que alteró la verdad en el interés de sus objetivos milenaristas, Lillian Hellman parece que fue una de aquellas para quienes la mentira es algo natural. Como Gollancz, formó parte de la gran conspiración de Occidente para ocultar los horrores del Stalinismo. A diferencia de él, nunca admitió sus errores y mentiras salvo de la manera más superficial e insincera; en realidad se embarcó en una carrera de mendacidad aun más flagrante y audaz. Se podrá preguntar: ¿por qué ocuparse de Lillian Hellman? ¿No fue acaso una artista imaginativa para la que la invención era una necesidad y los mundos de la realidad y la fantasía se superponía inevitablemente? Como en el caso de Ernest Hemingway, otro mentiroso notorio, ¿es justo esperar la verdad absoluta de un creador de ficciones? Por desgracia para Hellman, el descuido de la verdad llegó a ocupar un lugar centra en su vida y obra; hay dos motivos que hacen difícil no tenerla en cuenta. Fue la primera mujer que logró status internacional como autora de obras de teatro, y como tas se convirtió en una figura simbólica para las mujeres educadas de todo el mundo. En segundo término, durante las últimas décadas de su vida, y en parte a consecuencia de sus engaños, logró una posición de prestigio y poder en la escena intelectual de Estados Unidos que rara vez ha sido igualada. En verdad el caso de Hellman plantea un problema general de importancia: ¿hasta qué punto los intelectuales como clase esperan y exigen la verdad de aquellos a quienes admiran?
Lillian Hellman nació el 20 de junio de 1905 en una familia judía de clase media. Como Gollancz, si bien por motivos personales tanto como políticos, en sus escritos autobiográficos trató de rebajar a su madre y exaltar al padre. La madre pertenecía a las familias ricas y prolíficas de los Newhouse y los Marx, que habían prosperado en El capitalismo americano. Siguiendo un patrón común en la inmigración judía, Isaac Marx había llegado a Estados Unidos desde Alemania en la década de 1840, comenzó como vendedor ambulante, se estableció como comerciante y alcanzó la riqueza durante la Guerra Civil, su hijo había fundado el Banco Marx, primero en Demopolis y luego en Nueva York. Hellman describió a su madre, Julia Newhouse, como una tonta. En realidad, parece que fue culta y bien educada, y es posible que ella heredara Hellman sus dotes. Pero a Hellman le resultó políticamente deseable descartar a los Newhouse y a los Marx, y así intentó pretender que la familia de su madre era cristiana[1].
En contraste, el padre fue su héroe. Hellman fue hija única y Marx la consintió frustrando cualquier disciplina que la madre tratara de imponerle. Le presentó como un radical, cuyos padres habían huido a Estados Unidos como refugiados políticos en 1848. Exageró su educación y sus dotes intelectuales. De hecho parece que él tuvo tantos deseos como los Marx y los Newhouse de que el capitalismo le beneficiara, pero no tuvo tanto éxito como ellos. Su negocio quebró en 1911 (Hellman más tarde le echo la culpa a un socio comercial inexistente) y a partir de entonces vivió sobre todo a costa de sus parientes políticos ricos y terminó como un simple vendedor. No hay ninguna prueba de su radicalismo, salvo las afirmaciones de Hellman. En un artículo sobre las relaciones raciales describió cómo había salvado a una jovencita negra de ser violada por dos blancos. Pero además también relató cómo, cuando tenía once o doce años, insistió en sentarse con su niñera negra, Sophronia, en el sector «blancos solamente» del tranvía, y cómo fueron desalojadas después de una protesta ruidosa. Esta anticipación en cuarenta años del famoso acto de desafío de Rosa Park en 1955 parece improbable, por decirlo suavemente[2].
Las hermanas de Max tenían una pensión, en la que Hellman nació y pasaba mucho tiempo. Una criatura solitaria pero vivaz y de vista aguda que observaba a los huéspedes contándose luego historia sobre ellos a sí misma. Los huéspedes le proporcionaron mucho material; y más adelante, en Manhatan, ella y Nathanael West, que administraba el hotel en que ella vivía, solían abrir en secreto las cartas de los huéspedes (la fuente del libro de West Miss Lonelyhearts (Señorita Corazones solitarios), tanto como de episodios en las obras de ella). Se describió a sí misma como «una peste rematada cuando era criatura», lo que podemos creer muy bien, y que fumaba, salía a divertirse en Nueva Orleáns, y se escapaba, corriendo aventuras sorprendentes, lo que parece menos creíble. Cuando el padre se mudó a Nueva York por su trabajo, asistió a la Universidad de Nueva York, hizo trampa en los exámenes, y se convirtió en una joven de un metro sesenta, «más bien fea», con posibilidades de llegar a ser una jolie laide de éxito; parece que tuvo ya de adolescente una personalidad sexual agresiva.
Los inicios de la carrera de Hellman, como su infancia, han sido rastreados por su cuidadoso e imparcial biógrafo, William Wright, si bien no le fue fácil desenredarla de su autobiografía tan poco fiable[3]. Cuando tenía diecinueve años consiguió trabajo con los editores Boni y Liveright, que bajo Horace Liveright, era entonces la firma más emprendedora de Nueva York. Luego afirmaba haber descubierto a Faulkner y ser responsable de la publicación de su novela satírica Mosquitos, cuya acción se sitúa en Nueva Orleáns. Tuvo un aborto y luego, de nuevo embarazada, se casó con el agente teatral Arthur Kober, abandonó la editorial y comenzó a escribir críticas. Tuvo una aventura con David Cort, luego editor de la sección exterior de Life, en la década del setenta él se propuso publicar sus cartas, alguna con dibujos eróticos en el margen, y ella inició acción legal para impedírselo, y cuando él murió, en la pobreza, las caras fueron destruidas accidentalmente. Ya casada con Kober, Hellman viajó a París, Bonn, (en 1929, dónde pensó en unirse a la juventud Nazi, y Hollywood. Trabajó brevemente como lectora de obras de teatro para Anne Nichols y más adelante afirmó haber descubierto Grand Hotel de Vicki Baum; pero esto tampoco es cierto[4]. En Hollywood, donde Kober tenía un empleo en el cuerpo de escritores, leyó guiones para la Metro Goldwyn Mayer a 50 dólares semanales.
El radicalismo de Hellman comenzó con su interés por el gremialismo en la industria del cine, con sus escritores amargados por el tratamiento que recibían de los estudios. Pero el hecho crítico en su vida, tanto político como emocional, tuvo lugar en 1930, cuando conoció a Dashiell Hammett, el escritor de relatos policiales. Como ella luego dio un carácter romántico tanto a él como a la relación entre ambos, se hace necesario saber qué clase de hombre era[5]. Pertenecía a una familia buena pero pobre, de Maryland. Dejó la escuela a los trece años, desempeñó varios trabajos, luchó en la Primera Guerra Mundial y fue herido, y luego llegó a conocer el trabajo de la policía desde dentro como detective de Pinkerton. En la agencia había trabajado para los abogados empleados por Fatty Arbuckle, que quedó arruinado por el proceso en el que el comediante de cine fue acusado de haber violado a Virginia Rappe, que luego murió. Según le contaron los detectives, la mujer no murió por la violación, sino de una enfermedad venérea, y a él casi pareció dejarle con una aversión clínica por la autoridad en general (y también una fascinación por los villanos gordos, que abundan en su ficción). Cuando conoció a Hellman había publicado cuatro novelas e iba camino de hacerse famoso gracias a The Maltese Falcon (El halcón maltés), la mejor.
Hammett era un caso muy serio de alcoholismo. El éxito de que gozó el libro quizá fuera lo peor que le podía haber ocurrido, le dio dinero y crédito y significó que no necesitaba trabajar demasiado. No era un escritor por naturaleza y parecería que el acto creativo le acobardaba extraordinariamente. Después de muchos esfuerzos logró terminar The Thin Man (El hombre delgado, en 1934, que le hizo ganar aun más dinero y fama, pero después no escribió nada en absoluto.
Se encerraba en un hotel con un cajón de Johnnie Walter Red Label y bebía hasta enfermar. El alcohol provocó un derrumbe moral a un hombre que parece que tuvo, por momentos, principio firmes. Tenía una esposa, Josephine Dolan, y dos hijos, pero les daba dinero en forma desordenada y caprichosa, a veces era generoso, pero por lo general simplemente se olvidaba de ellos. Han quedado cartas patéticas dirigidas a su editor, Alfred A. Knopf: «Durante los últimos siete meses el señor Hammett me ha mandado sólo cien dólares y no me ha escrito para explicarme sus problemas… en este momento estoy desesperada… las criaturas necesitan ropa y no están comiendo bien… y no encuentro trabajo… vivo con mis padres que son viejos y no nos pueden prestar más ayuda…». Hammett, que tenía contrato para escribir un guión, estaba bebiendo en Bel Air. La secretaria que el estudio le había asignado, Mildred Lewis, no tenía nada que hacer porque él no escribía y se quedaba en la cama; ella contaba que oía a las prostitutas que él llamaba por teléfono a casa de Madame Lee Francis (generalmente negras u orientales) que subían o bajaban por la escalera; volvía la espalda ara no verlas[6]. es probable que él ganar más de dos millones de dólares con sus libros, pero a menudo conseguía no tener un centavo y estar endeudado, y se escabullía de los hoteles donde la cuenta era grande (el Pierre en Nueva York, por ejemplo, donde debía 1000 dólares con todas su ropa superpuesta).
El alcohol también le volvía ofensivo y violento, sobre todo con las mujeres. En 1932 fue acusado de lesiones por la actriz Elise de Viane. Ella afirmó que se había emborrachado en el hotel y cuando ella se resistió sus intentos de hacer el amor, le dio una paliza. Hammett no hizo nada por defenderse y fue condenando a pagar 2500 dólares por daños. Poco después de conocer a Hellman, le dio un golpe en la mandíbula en una fiesta y la tiró al suelo. Su relación no debió de ser nunca fácil. En 1931, y otra vez en 1936 contrajo gonorrea con prostitutas, y la segunda vez la cura fue difícil[7]. siempre hubo peleas sobre sus mujeres. En realidad no está en claro si llegaron a vivir juntos en algún momento y, en caso afirmativo, durante cuanto tiempo, aunque los dos finalmente se divorciaron de sus cónyuges respectivos. Años más tarde, cuando sus mentiras sobre muchas otras cosas habían sido desenmascaradas, Gore Vidal preguntó con cinismo: «¿Alguien los ha visto alguna vez juntos?».
Es claro que Hellman exageró su relación con él con el objeto de hacerse publicidad. Sin embargo tuvo cierto fundamento. En 1938, cuando ella se había mudado a Nueva York, donde tenía una casa en la ciudad y una granja en Pleasantville, se supo que Hammett estaba totalmente borracho en el hotel Beverly Wiltshire, donde debía una cuenta de 8000 dólares. Hellman le hizo llevar en avión a Nueva York, donde le esperaba una ambulancia que le llevó al hospital. Después vivió un tiempo en casa de ella. Pero él tomó la costumbre de visitar los prostíbulos de Harlem, que le gustaban mucho… De modo que hubo más peleas. En 1941, cuando estaba borracho, quiso hacer el amor y ella se negó; después de eso nunca volvió a hacer el amor con ella, ni siquiera lo intentó[8].
Pero la relación continuó, aunque en forma tenue, y durante los últimos tres años de su vida (murió en 1958) llevó la existencia de un zombie en la casa de Nueva York. Esto fue generoso por parte de ella, porque significó sacrificar el cuarto de trabajo, que adoraba. Solía decir a sus huéspedes: «Por favor, más bajo. Arriba hay un hombre que se está muriendo»[9].
Lo que queda claro sobre esa amistad es que como escritora, Hellman le debió mucho a Hammett. De hecho hay una asimetría curiosa, y algunos dirían sospechosa, en sus carreras de escritores. Poco después de conocer a Hellman, la producción de Hammett disminuyó a un mínimo, y luego se secó por completo. Ella, al contrario, comenzó a escribir con gran fluidez y éxito. Todo esto puede ser mera coincidencia; o no. Como con todo lo que tiene que ver con Hellman, es difícil descubrir la verdad. Lo que es seguro es que Hammett tuvo mucho que ver con su primer éxito, The Children’s Tour (La hora de los niños). En verdad se puede decir que él tuvo la idea. El tema del lesbianismo en la escena había sido discutido en Broadway desde 1926, cuando la policía de Nueva York había interrumpido las representaciones de The Captive (La cautiva), traducción de una obra de Edouard Bourdet. Cuando Hellman empezó a trabajar para Herman Shumlin como lectora, y comenzó a escribir para el teatro ella misma, Hammett le hizo conocer un libro de William Roughhead, Bad Companions. Trataba un caso consternador ocurrido en Escocia en 1810 en el que una joven mulata, sin provocación alguna y a través de hábiles mentiras, arruinó la vida de dos hermanas que tenían una escuela y a las que acusó de lesbianas. Es curioso que la devastación causada por las mentiras, en especial mentiras de mujeres, fascinara tanto a Hellman como a Hammett; las mentiras de la mujer son los hilos que unen las brillantes complejidades de El halcón maltés. Cuando estaba borracho, Hammett mentía como cualquier alcohólico; cuando estaba sobrio era un riguroso defensor de la verdad aunque fuera sumamente inconveniente. Cuando estaba cerca de ella, él solía poner cierto límite a las fantasías de Hellman. Ella, en contraste, se obsesionaba con las mentiras y las decía ella misma. A menudo mintió acerca del origen de La hora de los niños y las circunstancias que rodearon la noche del estreno. Además no señaló su deuda con el libro de Roughhead, y cuando la obra apareció, un crítico, John Mason Brown, la acusó de plagio, la primera de muchas acusaciones similares que debió afrontar[10].
De todos modos, era una obra brillante, y los cambios que había hecho a la historia original fueron la clave de su emoción y dinamismo. En qué medida, si en alguna, influyó Hammett en la redacción de la misma no se puede ya establecer. El don dramático que Hellman tenía en abundancia (como George Bernard Shaw) era la capacidad de dar a sus personajes más reprensibles o menos simpáticos parlamentos creíbles. Es la fuente principal de la fuerte tensión que sus obras generan.
Era inevitable que La hora de los niños provocara polémicas por su tema. Su elocuencia y agudeza verbal exacerbó la hostilidad de sus opositores y entusiasmó a sus defensores. En Londres el Lord Chambelan le negó el permiso y en Chicago y otras ciudades la prohibieron (en Boston la prohibición se mantuvo vigente durante un cuarto de siglo). Pero la policía no hizo nada en su contra en Nueva York, donde fue un éxito instantáneo tanto de crítica como de taquilla, y tuvo 691 representaciones. Además, la osadía del tema y el brillo de su tratamiento (y, sobre todo, la furia que provocó entre los bien-pensants) le dio a Hellman de inmediato un lugar especial en el afecto de los intelectuales progresistas, algo que conservó hasta su muerte. Cuando no obtuvo el Premio Pulitzer para la mejor obra de teatro de la temporada 1934-35 porque uno de los jueces, el Reverendo William Lyon Phelps, objetó su tema, se formó el Círculo de Críticos teatrales de Nueva York, para crear un nuevo premio precisamente para que se le pudiera dar a ella.
El éxito de la obra también le trajo un contrato para escribir para el cine en Hollywood con un sueldo de 2500 dólares semanales, y durante la década siguiente alternó entre el cine y Broadway. El resultado fue variado, pero en general destacado. Su obra Day to Come (Días por venir), con el tema de las huelgas, fue un desastre. Se estrenó el 15 de diciembre de 1936 y se retiró a los seis días. Por otra parte, The Little Foxes (Los zorritos), de 1939, que versa sobre el ansia de dinero en el Sur alrededor de 1900, y se basaba en gente que había conocido cuando era niña, fue otro gran éxito, con 210 representaciones. Gracias a algunas críticas brutales pero contractivas de Hammett, es la mejor escrita y construida de sus obras y la que se repone con mayor frecuencia. Además, vale la pena señalar que triunfó en una temporada con fuerte competencia: la de 1939 incluyó Key largo de Maxwell Anderson, el hombre que vino a cenar, de Moss Hart y George S. Kaufman, El momento de tu vida, de William Saroyan, La historia de Filadelfia, de Philip Barry, Déjamelo a mí, de Cole Porter, y La vida con papá y algunas importadas de Inglaterra. Siguió con otro éxito, Watch on the Rhine (Alerta en el Rin), dos años después. Mientras tanto, de sus seis obras para cine, la mitad se convirtieron en clásicos. El film La hora de los niños, que escribió para Sam Goldwyn, que la convenció de cambiar el título por The Three (Esas Tres) y eliminar el elemento lesbiano, fue un gran éxito, también lo fue su brillante Dead End (Callejón sin salida). También logró una victoria notable sobre la Oficina Hays al escribir la adaptación para cine de Alerta en el Rin. El héroe de izquierdas de la obra, el antinazi alemán, Kart Muller, finalmente logra matar al villano, el conde Teca. La Oficina Hays protestó que según las reglas los asesinos debían ser castigados. Hellman refutó que estaba bien matar a los nazis o a los fascistas y, como estaban en guerra, ella ganó la partida. De hecho la película fue elegida para una función benéfica a la que asistió el propio presidente Roosevelt. Fue una señal de los tiempos. Otra fue el que escribiera para Sam Goldwyn un film de abierta propaganda soviética, North Star (Estrella del Norte), en 10942, sobre una deliciosa granja colectiva soviética, una de las tres únicas películas en las línea del PC hechas en Hollywood (las otras fueron Misión to Moscow (Misión en Moscú) y Song of Russia (Canción de Rusia))[11].
Los temas de las obras de teatro y cine de Hellman sugieren un estrecho compromiso con la izquierda radical a partir de mediados de la década del treinta. La idea de que fue Hammett quien la reclutó para el partido comunista, sin embargo, es probablemente errónea. En primer lugar, ella tendía a ser políticamente más agresiva que él. En todo caso, debió de ser ella quien le arrastró hacia actividades políticas más serias y regulares. Además, mientras ella siguió manteniendo relaciones sexuales intermitentes con Hammett hasta 1941 (1945 según su versión), tuvo muchas relaciones con hombres. Además tuvo un éxito considerable. Como dijo una amiga: «Era sencillo. Era agresiva sexualmente cuando ninguna mujer lo era. Otras eran promiscuas, Dios lo sabe, pero no daban el primer paso. Lillian nunca vacilaba, y ganaba»[12]. No siempre, claro, Martha Gelhorn afirmaba que en 1937 hizo una tentativa sin éxito con Hemingway en París. Arthur Miller atribuía la amarga enemistad que ella sentía por él a que la había rechazado: «Lillian se entusiasmaba con cualquier hombre que encontraba. Yo no tuve interés y nuca me lo perdonó»[13]. Ya bien madura tuvo que usar su dinero para comprar la compañía de jóvenes buenos mozos. Pero sus éxitos fueron lo bastante frecuentes como para darle una reputación inusual, que alimentaba los rumores. Se decía, por ejemplo, que asistía a todas las partidas de póquer de hombres en la casa de Frederick Vanderbilt Field, y que el ganador se llevaba a Lillian a un dormitorio. Sus memorias, jactanciosos en otros sentidos, no mencionan sus conquistas.
El Partido Comunista Americano de los años treinta, un cuerpo fuertemente doctrinario, no pudo haber confiado demasiado en una mujer con semejante reputación y gustos. Pero su nombre les fue, por cierto, útil. ¿Fue alguna vez realmente miembro del partido? Su obra sobre las huelgas, Días por venir, no fue inspirada en el marxismo. Alerta en el Rin iba contra la línea que siguió el partido desde agosto de 1939 hasta principios de junio de 1941, que fue apoyar el pacto Hitler-Stalin. Por otra parte, formó parte activa de la Sociedad de Escritores de Cine de Hollywood, que estaba dominada por el PC, en especial durante las agrias batallas de 1936-37. Hubiera sido lógico que se incorporase al partido en 1937, como dijo que hizo Hammett. Fue el año punta de incorporaciones al PC, cuando el partido apoyaba en todas partes las políticas del New Deal de Roosevelt y del Frente Popular. Mientras los conversos de principios de los años treinta solían ser idealista serios, que habían leído a Marx y a Lenin (como Edmund Wilson) y se estaban yendo ya en 1937, la línea del Frente Popular puso brevemente de moda al PC y atrajo muchos reclutas del ambiente de la farándula, que sabían poco de política pero estaban ansiosos de seguir la corriente intelectual de moda[14].
Hellman encajó en esta categoría; pero helecho de que siguiera apoyando la política soviética durante muchos años y que no renegara de ella cuando pasó de moda sugiera con fuerza que realmente fue un aparatchik del partido, si bien no importante. Ella misma siempre negó ser miembro del partido. En contra de esto, Martin Berkeley da testimonio de que en junio de 1937 Hellman, junto con Hammett, Doroty Parker, Donal Ogden Stewart y Alan Campbell, asistieron a una reunión en su casa con el expreso propósito de constituir una rama del PC en Hollywood; más adelante Hellman se acogió a la Quinta Enmienda para no responder a preguntas sobre esta reunión. El interrogatorio al que la sometió el Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso sugiere que fue un miembro, 1937-49. Su expediente en el FBI, de casi 1000 páginas de extensión, si bien lleno de las tonterías usuales y muy reiterativo, contiene muchos datos sólidos. Además de Berkeley también Luís Budenz, exdirector del Daily Worker, declaró que era miembro del partido, como lo hicieron igualmente otros informantes; otros declararon que había desempeñado un papel activo en las reuniones del partido[15].
Lo que parece más probable es que, por una diversidad de razones, incluso su promiscuidad sexual, el PC juzgó más conveniente tenerla como miembro secreto antes que abiertamente, y mantenerla bajo control como compañera de ruta, aunque permitiéndole cierta libertad. Esta es la única explicación que concuerda con todos sus actos y actitudes durante ese período. Está claro que hizo todo lo que pudo, aparte de sus obras de teatro y guiones, para ayudar a la penetración del PC en la vida intelectual de Estados Unidos y para promover los fines de la política del Soviet. Formó parte de grupos pantalla clave del PC. Asistió a la décima Convención Nacional del PC en Nueva York, en junio de 1938. Visitó Rusia en octubre de 1937, bajo la guía de Walter Duranty, corresponsal pro Stalin del New York Times. Los juicios estaban entonces en su punto culminante. A su vuelta dijo que no sabía nada sobre ellos. En cuanto a los ataque de los libertarios occidentales contra los juicios, dijo que se sentía incapaz de distinguir «los cargos verdaderos del odio salvaje» y «los hechos de las invenciones cuando se mezclan con ciego encono contra un lugar y su gente». Pero el año siguiente su nombre figuró entre los firmantes (junto con Malcom Cowley, Nelson Algren, Irwin Shaw y Richard Writght) de un anuncio en New Mases que aprobaba los juicios. Con los auspicios del notorio Otto Katz, hizo dos visitas a España en 1937 y contribuyó junto con otros escritores, 500 dólares a la película de propaganda del PCX, con el que Hemingway también estuvo conectado. Pero su relato de lo que hizo en España está claramente lleno de mentiras (fue refutado en detalle por Martha Gellhon) y ahora es difícil determinar exactamente qué hizo ella allí.
Como la mayoría de los intelectuales, Hellman se vio envuelta en peleas enconadas con otros escritores. Esto envenenó y complicó sus posiciones políticas. Su ansiedad por apoyar la línea soviética en España la llevó a una pelea con William Carney, corresponsal allí del New York Times, que persistió en publicar datos que no concordaban con la versión de Moscú.
Ella le acusó de cubrir la guerra desde la seguridad y la comodidad de la Côte d’Azur. Una vez más apoyó la invasión soviética de Finlandia en 1939, declarando: «No creo en esa buena y amable pequeña República de Finlandia que hace lagrimea tanto a todos. He estado allí y a mí me parece una pequeña república pronazi». Esto le creó un conflicto con Tallulah Bankhead, que había sido la estrella de versión escénica de Los zorritos y ya era una enemiga por muchos motivos (principalmente celos sexuales). Bankhead había ofrecido un espectáculo a beneficio de las agencias de ayuda finlandesas. Hellman la acusó de haber rehusado una invitación para hacer una función similar a beneficio de España. Banhgead replicó que esa acusación era un «invento descarado». Da la casualidad que no hay ninguna prueba de que Hellman hubiese ido jamás a Finlandia, y su biógrafo lo considera improbable[16]. Pero continúo atacando a Banhead en varias publicaciones, aun después de la muerte de la actriz. Escribió sobre la familia borracha de Banhead, su uso de drogas, y la describió haciendo proposiciones a camareros negros; contó una historia repelente (en su Pentimento autobiográfico) de Bankhead insistiendo en mostrar a una visita el pene gigante erecto de su marido.
Hellman y Bankhead se pelearon en realidad para decidir quién estaba del lado de «los trabajadores». La verdad es que ninguna de las dos sabía nada de la clase trabajadora más allá de haber tenido ocasionalmente un amante de entre sus filas. Hellman hizo una vez una investigación en Filadelfia para PM, el diario vespertino radical de Nueva York, que incluyó conversaciones con un taxista, con dos hombres en un comercio y con dos niños negros; de ellas sacó la conclusión de que Estados Uniros era un estado policial. Pero no tuvo enemigos entre los trabajadores, con la excepción de un estibador, Randall Smith, que conoció en Martha’s Vineyhard después de la guerra. Había servido en la Lincoln Brigada en España y no era por cierto típico del proletariado americano. Además, llegó a sentir antipatía por Hellman, Hammett y sus ricos amigos radicales. «Como ex comunista», dijo, «su actitud solía ofenderme, tan altanera e intelectual. Dudo que ninguno de ellos hubiese ido alguna vez a un mitin o hubiese trabajado. Actuaban como oficiales, yo era un enganchado». En particular le desagradaba el hábito que tenía Hammett cuando estaba con otros, de hacer una demostración de su poder sobre las mujeres «levantando con el bastón la falda de su amiguita del momento»[17]. La vida que llevaba Hellman estaba por cierto muy alejada de lo que a ella le gustaba llamar «la lucha». En su casa de la calle 82 Este y en su granja de 542 hectáreas en Wetchester vivía como los ricos de Nueva York, con ama de llaves, mayordomo, secretaria y criada personal. La atendía el psiquiatra más de moda, Gregory Zilboorg, que cobraba 100 dólares la hora. Sus obras para el teatro y el cine le consiguieron deferencia además de riqueza. En septiembre de 1944 fue a Moscú invitada por el gobierno soviético y se alojó en la casa del embajador Arriman, donde tuvo una aventura amorosa con el diplomático Melby; pero tenía habitaciones en los hoteles Metropole y Nacional al mismo tiempo que en la Embajada.
Este viaje produjo la acostumbrada cosecha de mentiras. Dijo que había estado en Rusia cinco meses; Melby, un testigo más fiable, dijo que fueron tres. Hellman publicó dos versiones muy diferentes de sus experiencias en Rusia, en la revista Collier’s en 1945, y en su primer volumen autobiográfico, An Unfinished Woman (Una mujer inconclusa) en 1969. El artículo de la revista no menciona que hubiese visto a Stalin. La autobiografía afirmaba que, aunque ella no había pedido ver a Stalin, le informaron que le había concedido una entrevista. Ella se excusó cortésmente, alegando que no tenía nada importante que decirle y no deseaba robarle un tiempo precioso. Este relato absurdo se contradice con lo que Hellman dijo a su vuelta, cuando contó en una conferencia de prensa en Nueva York que había pedido vera a Stalin pero le habían dicho que estaba «demasiado ocupado con los polacos»[18].
En los años treinta y a principios de la década del cuarenta, Hellman fue una heroína de la izquierda, una celebridad agasajada. A fines de los años cuarenta su vida entró en una fase nueva que luego la leyenda radical glorificó como un período de martirio. Durante un tiempo siguió con sus actividades políticas. Junto con otros miembros de la extrema izquierda, apoyo a Wallace para presidente en 1948. En 1949 estuvo entre los organizadores de la Conferencia Cultural y Científica por la Paz Mundial, avalada por los soviéticos. Pero sus problemas ya empezaban. Sus obras de posguerra no tuvieron tanto éxito como las anteriores. Una segunda parte de Los zorritos, escrita sobre la misma familia y llamada Another Part of the Forest (Otra parte del bosque), se estrenó en noviembre de 1947 y tuvo 191 representaciones, pero tuvo alguna críticas malas. Se destacó por la presencia de su padre Max, sentado en la platea contando ruidosamente billetes nuevos de un dólar durante todo el primer acto para luego anunciar en el intervalo: «Mi hija escribió esta obra. Después mejora». Seis meses después, aconsejada por su psiquiatra, le izo internar por demencia senil. Con su obra siguiente, The Autumn Garden (El jardín de otoño), tuvo dificultades. Hellman dijo luego que, después de que Hammett hubo criticado la primera versión, ella la hizo pedazos, pero un manuscrito completo marcado «primer borrador» sobrevive en la biblioteca de la universidad de Tejas. Cuando se estrenó en marzo de 1951, duró sólo 101 funciones.
Mientras tanto el Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso estuvo rastrillando toda la industria del cine. Los así llamados Diez de Hollywood, que rehusaron contestar las preguntas del Comité sobre actividades políticas, fueron citados por desacato. En noviembre de 1947 los productores del estudio estuvieron de acuerdo en despedir a los escritores que cayeron en esta categoría. La revista de la Sociedad de Escritores de Cine atacó la decisión en un editorial titulado «Los chivos de Judas», escrito por Hellman, en el que se leía la sorprendente afirmación: «Nunca ha habido nada de comunismo, ni siquiera una frase o una palabra, en una película norteamericana». Los engranajes de la justicia seguían moviéndose lentamente.
Hammett contribuyó al fondo para fianzas de los escritores procesados por desacato. Tres de ellos se fugaron y desaparecieron. El FBI creía que Hammett sabía dónde estaban y a la granja de Hellman llegó un equipo para registrarla. El propio Hammett fue llevado ante el tribunal el 9 de julio de 1951 y se le pidió que ayudara a buscar a los hombres desaparecidos dando los nombres de otros contribuyentes al fondo. En vez de decir que no los conocía (lo que era cierto) se negó tercamente a contestar nada, y fue encarcelado. Hellman afirmaba que había tenido que vender su granja para pagar los gastos legales, que sumaron 67 000 dólares.
Ella misma había sido puesta en la lista negra de Hollywood en 1948, y cuatro años después la citaron para que se presentara ante el temido Comité. Al borde de la derrota logró salir victoriosa. Siempre se había destacado en relaciones públicas; era un arte que compartía con muchos de sus contemporáneos intelectuales, tales como Brecht, y Sartre. Brecht, como hemos visto, consiguió convertir su presentación ante el Comité en un golpe de propaganda para él mismo. El logro de Hellman fue aun más notable y echó los cimientos para su fama posterior como la reina-mártir de los radicales. Como en el caso de Brecth, la ayudó la estupidez de los miembros del Comité. Antes de presentarse, se hizo asesorar legalmente con todo cuidado por su propio abogado, Joseph Rauh. No cabe duda de que ella comprendía la posición legal, que era compleja. Las instrucciones que le dio Rauh fueron que no iba a dar ningún nombre; por otra parte, no quería ir a la cárcel bajo ninguna circunstancia. En tercer término, no quería acogerse a la Quinta Enmienda si al hacerlo podía aparecer como protegiéndose, ya que esto se vería como una confesión de culpa (la frase era entonces «un comunista de la quinta enmienda»). Estaba, sin embargo, dispuesta a acogerse si al hacerlo aparecía como protegiendo sólo a los demás. Pero ahí estaba la dificultad de Rauh, ya que la Quinta Enmienda protege al testigo sólo de la autoacusación. ¿Cómo salvar a Hellman de la cárcel con la Quinta, mientras se la presentaba como una inocente que salvaba a otros? Más adelante él dijo que nunca había corrido peligro de ir a la cárcel. «Era como un problema de álgebra», dijo. «Pero luego empecé a verlo como en primera instancia un problema de relaciones públicas. Supe que si al día siguiente el titular del New York Times decía “Hellman se niega a dar nombres”, yo habría ganado. Si decía “Hellman se acoge a la Quinta”, habría perdido».
Hellman le resolvió el problema escribiendo una carta astuta y mentirosa a John S. Word, el presidente del Comité, el 19 de mayo de 1952. En ella argumentaba que se le había advertido que no podía acogerse a la Quinta para sí misma y luego negase a contestar sobre otos. Y llegaba a la gran mentira: «No me gustan la subversión ni la deslealtad bajo ninguna forma, y si alguna vez la hubiera detectado habría considerado que era mi deber informar a las autoridades correspondientes». Seguía entonces una brillante jugada para un debate, que invertía la verdadera posición legal, haciendo aparecer a Hellman como feliz de ir a la cárcel si tan sólo estuviera en juego su propia libertad, pero se acogía a la Quinta para proteger a otras personas enteramente intachables.
«Pero perjudicar a gente inocente que conocía hace muchos años para salvarme, me parece inhumano, indecente y deshonroso. No puedo ni quiero ir contra mi conciencia para adecuarme a la moda de este año, aunque hace tiempo que llegué a la conclusión de que no soy una persona política y no podría sentirme cómoda en ningún grupo político». Para furia del presidente que parece que comprendió el truco que Hellman le harpía, un miembro del comité que no había captado el caso legal hizo la moción de que la carta se añadiera al acta, y esto permitió que un encantado Rauh repartiera copias a la prensa de inmediato. Al día siguiente tuvo exactamente el titular que quería. En su libro autobiográfico sobre estos hechos, Scoundrel Time (Hora de sinvergüenzas), Hellman adornó la historia, inventando diversos detalles, incluso el de un hombre que gritó desde la galería: «Gracias a Dios que alguien tuvo por fin lasa agallas de hacerlo». Pero ella no tenía por qué haberse preocupado. Su carta fue el único «hecho» que emergió de la audiencia y pasó a los libros de historia. También figuró en las antologías, como una emocionante petición de libertad de conciencia hecha por una mujer desinteresada y heroica[19].
Este fue el núcleo de la leyenda posterior de Hellman. Pero un mito colateral fue que había sido arruinada financieramente por una combinación de la lista negra y los enormes gastos legales que ella y Hammett tuvieron que afrontar como resultado de la caza de brujas. Pero no hay evidencia alguna de que estuviera arruinada. La hora de los niños fue repuesta en 1952 y le aportó unos buenos ingresos. Conservó su casa de Nueva York hasta que, en su vejez, se mudó a un apartamento más conveniente. Es cierto que vendió la granja, pero en 1956 compro una buena propiedad en Martha’s Vinehyard, que para entonces se había convertido en un lugar más elegante que los alrededores de Nueva York para que los intelectuales ricos fueran a descansar. Los problemas financieros de Hammett obedecieron a muchos motivos. Cuando por fin dejó de beber no se puso a trabajar, sino que simplemente se quedó sentado pegado al televisor. Además había sido imprudentemente generoso. En el caso de Hellman no se corría ese peligro, pero compartía con Hammett otro hábito peligroso: no pagaba los impuestos a las rentas. Como sugieren los casos de Sartre y de Wilson, entre los intelectuales radicales se nota una tendencia común a exigir programa ambiciosos del gobierno sin sentir ninguna responsabilidad de contribuir con ellos.
La falta de pago del impuesto a las rentas en el caso de Hammett databa de la década del treinta, y no salió a la luz simplemente a raíz de su prisión. En realidad este hábito fue descubierto por el FBI antes de la guerra. Pero es cierto que la sentencia estimuló al Servicio de Rentas Internas, junto con otros acreedores (de los que había muchos) a iniciar demandas. El 28 de febrero de 1957 un tribunal federal registró un fallo por incumplimiento contra él por 104 795 dólares, y esto sólo por los años 1950-54. Las autoridades no fueron particularmente duras y un delegado del tribunal informó que no podría pagar: «En mi opinión, después de mi investigación estaba hablando con un hombre quebrantado». Cuando murió, la deuda, excluido el interés, había subido a 163 286 dólares[20].
Las deudas de Hellman con el recaudador de impuestos eran aún mayores: en 1952 fueron estimadas entre 175 000 y 190 000 dólares, sumas enormes en esos días. Luego afirmó que tenía tan poco dinero que tuvo que emplearse en la tienda Macy’s; pero esto tampoco era cierto.
En la década del cincuenta Hellman se quedó callada; fue una época difícil para los radicales. Pero en 1960 ya estaba en ascenso de nuevo. Su obra de teatro Toys in the Attic (Juguetes en el ático) basada en una idea de Hammett y en la que utilizó sus recuerdos de infancia de la pensión, se estrenó en Nueva York el 25 de febrero de 1960 con un elenco soberbio. Tuvo 556 representaciones, ganó el premio del Círculo una vez más y le hizo ganar a Hellman muchísimo dinero. Pero fue su última obra importante, y la muerte de Hammett el año siguiente hizo pensar a mucha gente que sin él no podría escribir otra. Sea como sea tenía otra carrera que seguir. El radicalismo revivió a lo largo de los años sesenta, y al final de la década era casi tan fuerte como en su apogeo en la del treinta. Un viaje a Rusia tuvo como resultado otra tanda de mentiras y la afirmación de que el discurso de Kruschev en la Sesión Secreta, en el que confirmó los crímenes de Stalin, había tenido como propósito darle una puñalada por la espalda a su viejo benefactor[21]. Hellman, que olfateó un cambio de opinión en Estados Unidos, decidió que había llegado el momento de escribir sus memorias.
Se convirtieron en uno de los grandes éxitos editoriales del siglo y le dieron a Hellman aun más fama, prestigio y autoridad intelectual que sus obras de teatro. De hecho, constituyeron una canonización de sí misma en vida, una apoteosis producida por la letra impresa y la maquinaria de las relaciones públicas. Una mujer inconclusa, publicada en junio de 1969, fue un best seller y ganó el Premio Nacional del Libro para las Artes y las Letras Pentimento, 1973, figuró en la lista de best sellers durante cuatro meses. El tercero, Hora de sinvergüenzas, 1976, apareció en la lista de best sellers durante no menos de veintitrés semanas. Le ofrecieron medio millón de dólares por los derechos de filmación de su vida. Se encontró con una reputación enteramente nueva como dueña de un estilo magistral y le pidieron que dirigiera seminarios sobre escritura creativa en Berkeley y en MIT. Los premios y honores llegaron a toneladas. La universidad de Nueva York la designó la Mujer del Año; Brandeis le concedió su Medalla a las Artes del teatro, Yeshiva su Premio al Logro. Recibió la Medalla MacDowell por Contribuciones a la Literatura, y Doctorados honoris causa de Yale, Columbia y muchas otras universidades. En 1977 ya estaba de nuevo en la cumbre de la sociedad de Hollywood, presentando los premios de la Academia. El mismo año una parte de sus memorias apareció en el tan elogiado film Julia, que a su vez ganó muchos premios. En la costa este, era la reina de los radicales elegantes y el agente de poder más importante individualmente entre la intelectualidad progresista y la gente de sociedad que pululaba a su alrededor. De hecho, en la Nueva York de la década del setenta detentaba el mimo poder que Sartre había tenido en París, en 1945-55.
Promovía y elegía las comisiones clave. Redactaba sus propias listas negras y hacía que un buen número de intelectuales serviles las pusiera en vigor. Los grandes nombres del radicalismo de Nueva York se apresuraban a obedecerla. Parte de su poder nacía del miedo que inspiraba. Sabía cómo hacerse desagradable, en público y en privado. Era capaz de escupirle en la cara a un hombre, gritarle insultos, o pegarle en la cabeza con la cartera. En Martha’s Vineyard la furia con que arremetía contra los que cruzaban su jardín para ir a la playa era pavorosa. Era ahora muy rica y empleaba a un pelotón de abogados para atacar la menor oposición o violación de sus derechos. Los parásitos que creían que simplemente la adoraban ante su santuario podían recibir una impresión desagradable. Cuando Eric Bentley, el amigo de Brecht, presentó una obra contra la caza de brujas, Are You Now or Have You Ever Been? (¿Es ahora o alguna vez lo fue?) en un teatro del off-Broadway, en la que aparecían actrices que leían fragmentos de sus cartas, Hellman le exigió que se le pagaran derechos de autor y dijo que haría cerrar el teatro a menos que los propietarios lo hiciera. Era una mujer rápida con un mandamiento. La mayoría de la gente prefería llegar a un arreglo. Se dice que recibió un millón de dólares para evitar un juicio cuando tuvo lugar una reposición de Los zorritos en 1981. Instituciones supuestamente poderosas se apresuraban a hacer lo que ella quería, a menudo antes de que lo ordenara. Fue así como Little Brown, de Boston, canceló un libro de Diana Trilling cuando esta se negó a eliminar un pasaje en el que se criticaba a Hellman. La señora Trilling, que simplemente trataba de defender a su difunto esposo Lionel de uno de los ataques malignos de Hellman en Hora de sinvergüenzas, dijo de ella: «Lillian fue la mujer más poderosa que yo haya conocido jamás, quizá la persona más poderosa que haya conocido».
La base de la autoridad de Hellman era el extraordinario mito que había creado sobre sí misma en sus autobiografías. En cierto modo era comprable a la autocanonizacion de Rousseau en sus Confesión. Como se ha demostrado repetidas veces, las memorias de los intelectuales notables (Sartre, Beauvoir, Russell, Hemingway, Gollancz son ejemplos obvios) son muy pocos fiables. Pero las más peligrosas entre esta autoglorificaciones intelectuales son aquellas que desarman al lector con lo que parece ser la franqueza chocante y confesión de culpa. Así los diarios de Tolstoi, sinceros como parecen ser, en realidad ocultan más de lo que revelan. Las Confesiones de Rousseau, como se dieron cuenta Diderot y otros que le conocían realmente, son un complejo ejercicio de engaño, en el que una capa de sinceridad oculta una ciénaga sin fondo de mentiras. Las memorias de Hellman se ajustan a este astuto modelo. A menudo confiesa vaguedad, confusiones y lapsos de memoria, y da así a los lectores la impresión de estar abocada a un esfuerzo constante para extraer la verdad de las oscuras arenas del pasado. De ahí que cuando los libros aparecieron muchos críticos, incluso algunos de los más perspicaces, elogiaron su veracidad.
Pero entre el coro de elogios y el ruido de los halagos de los cortesanos de Hellman durante los años setenta, quienes habían tenido experiencia personal de sus mentiras hicieron oír su disenso.
En particular, cuando apareció Hora de sinvergüenzas, su versión fue refutada por figuras de peso, como Nathan Glazer en Commentary, Sydney Hook en Encounter, Alfred Kazan en Esquire de Irving Howe en Dissent[22]. Pero estos escritores se concentraron en denunciar sus impresionantes distorsiones y omisiones. En gran medida no se dieron cuenta de sus inventos. Sus ataques formaban parte de la continua batalla entre los liberales democráticos y los stalinistas de la línea dura; como tales atrajeron comparativamente poca atención y no perjudicaron demasiado a Hellman.
Pero entonces Hellman cometió un error de juicio catastrófico. No fue en absoluto típico de ella, en un área en la que generalmente estaba como en su casa: en relaciones públicas. Hacía tiempo que estaba enemistada con Mary McCarthy. La enemistas databa de la división de la izquierda norteamericana en stalinistas y trotskistas en la década del treinta. La había mantenido vigente una pelea en un seminario en el Colegio Sarah Lawrence en 1948, cuando McCarthy había encontrado a Hellman mintiendo sobre Dos Passos y España, y otros intercambios acerca de la Conferencia Waldorf en 1949. A partir de entonces McCarthy había acusado a Hellman de mentir en gran escala, pero en apariencia no le había hecho daño alguno. Luego, en enero de 1980, en el show de Dick Cavvett, McCarthy repitió su acusación más amplia sobre las mentiras de Hellman: «Una vez dije en una entrevista que cada palabra que escribe es una mentira, incluso “y” y “el”». Hellman estaba viendo. Su furia y su tendencia a litigar superaron su prudencia. Inició una acción por daños y perjuicios por 2 225 000 dólares, ya siguió con gran persistencia y vigor.
Lo que siguió fue una prueba clásica de la disputa sobre que demandas por difamación no logran más que llamar la atención sobre la acusación. Las acusaciones de mentirosa anteriores no la habían ni tocado. Ahora el público prestó atención. Olió una cacería, posiblemente una presa. Por otra parte, litigar no ayuda a las relaciones públicas, porque los escritores que llevan a juicio a otros escritores nunca despiertan simpatía. Se sabía que Hellman era rica y que en cambio McCarthy tendría que vender su casa para pagar los gastos del juicio. Los amigos de ambas partes se acercaron con dinero y consejos, y el caso, con sus audiencias preliminares, se convirtió en una noticia importante, atrayendo más atención aun sobre la cuestión de la veracidad de Hellman. Más serio aun es que el caso promovió un nuevo juego intelectual; al detectar los inventos de Hellman. McCarthy, que de inmediato tuvo que pagar 25 000 dólares en honorarios, no tuvo otra alternativa que guiar a la jauría, ya que se enfrentaba a la ruina financiera. Como dijo William Wright, el biógrafo de Hellman: «Al demandar a McCarthy, Hellman obligó a una de las mentes más agudas y enérgicas del país a escudriñar toda la obra de Hellman en busca de mentiras»[23]. Otros estuvieron encantados de participar. En el ejemplar de la primavera de 1981 de la muy leída Paris Review, Martha Gellhorn enumeró y documentó ocho mentiras importantes de Hellman sobre España. Y Stephen Spender llamó la atención de McCarthy hacia el curioso caso de Muriel Gardiner.
Spender había tenido una breve relación sentimental con Muriel, una joven americana rica que había estado casada con un inglés, Julián Gardiner. Había ido a Viena a estudiar psiquiatría y allí se había visto comprometida con la resistencia antinazi clandestina, bajo el alias de «Mary», y ayudaba a pasar mensajes y gente fuera del país. Se había enamorado de otro antinazi, un socialista austriaco llamado Joe Buttinger, y se casó con él. Cuando estallo la guerra en 1939 dejaron Europa y se establecieron en Nueva Jersey. Hellman nunca conoció a Muriel, pero se enteró de todo lo concerniente a ella, su marido y sus actividades clandestinas a través de su abogado de Nueva York. La idea de una rica heredera americana con un líder de la resistencia socialista centroeuropea es el punto de partida para Alerta en el Rin, que Hellman empezó a escribir a los cinco meses de la llegada de los Buttingera a Nueva Jersey. Cuando escribió Pentimento, volvió a utilizar las experiencias de Muriel, a la que llamó «Julia»; pero esta vez se introdujo ella misma en la historia, bajo una luz heroica y halagadora, como amiga de Julia. Además, presentó todo como un hecho autobiográfico.
Cuando el libro se publicó nadie refutó la versión de Hellman. Pero Muriel lo leyó y escribió una carta totalmente amistosa a Hellman, señalando las similitudes. No tuvo respuesta, y luego Hellman negó haber recibido tal carta. Dado que nunca habían llegado a encontrarse con Muriel, su posición tenía que ser que había dos agentes clandestinas norteamericanas, «Julia» además de «Mary». ¿Quién entonces era Julia? Había muerto, dijo Hellman. ¿Cuál era su verdadero nombre, entonces? Hellman no podía revelarlo: la madre vivía aún y sería perseguida como una «antinazi prematura» por los alemanes reaccionarios. En medio de la controversia sobre las mentiras de Hellman, Muriel poco a poco abandonó toda confianza en la buena fe de Hellman. En 1983 consiguió que la Universidad de Yale publicara sus propias memorias, Code Name Mary (Nombre de código, Mary). Cuando se publicó, periodistas del New York Times y de la revista Time empezaron a hacer preguntas molestas sobre Pentimento y la película Julia. El director de los Archivos de la Resistencia Austriaca, el doctor Herbert Steiner, confirmó que había una sola «Mary». O Julia era Mary o fue un invento, y en cualquiera de los dos casos Hellman fue denunciada como una mentirosa en gran escala. McCarthy, en contacto con Muriel, presentó gran parte de esta material para las actuaciones preliminares del proceso por difamación. Luego en junio de 1984, Commentary publicó un artículo notable, de Samuel McCracken, de la universidad de Boston, Julia and Other Ficctions by Lillian Herman (Julia y otras ficciones de Lillian Hellman). Había hecho una extensa investigación de tipo policial en horarios de trenes y barcos, programas de teatro y otros hechos comprobables que constituían el detalle del relato sobre Julia en Pentimento. Nadie con mente imparcial que lea este artículo quedará con alguna duda de que el episodio de Julia es una pieza de ficción, basada en las experiencias reales de una mujer que Hellman jamás había conocido.
La investigación de McCracken también descorrió el velo que ocultaba otro rincón sombrío en la vida de Hellman: su afán de dinero. Siempre había sido avara, y la propensión creció con la edad. La mayoría de sus litigios habían tenido un objetivo financiero. Cuando Hammett murió, inicio una relación con un hombre rico de Filadelfia, Arthur Cowan. Él la aconsejaba sobre sus inversiones. También la instruyó acerca de un turco para conseguir los derechos de autor de Hammett, que el gobierno de Estados Unidos retenía por sus impuestos impagados. Como entraba muy poco por los derechos, Cowan convenció al gobierno de que subastaran los derechos, con una base de 5000 dólares. Hellman también convenció a las hijas de que aceptaran la venta, diciéndoles, lo que era falso, que de otra manera ellas serían responsables de las deudas de Hammett. Cowan y Hellman fueron los únicos interesados, cada uno por 2500 dólares, y consiguieron los derechos. Hellman empezó entonces a hacer trabajar esta propiedad literaria enérgicamente y pronto comenzaron a entrarle cientos de miles de dólares: 250 000 dólares por la adaptación a la televisión de tan sólo una historia de Hammett. Cuando Cowan murió a su vez, no dejó testamento, según la versión de Hellman en Pentimento. McCracken estableció que en realidad había dejado un testamento, y que no le dejaba nada a Hellman, sugiriendo que se habían peleado antes de la muerte de Cowan. Pero es evidente que Hellman convenció a la hermana de Cowan de que su intención había sido que su parte de los derechos de Hammett le quedaran a ella, y la hermana escribió una carta en la que se los cedía. De esta manera Hellman gozó de los derechos de Hammett, cada vez más valiosos, in toto hasta su muerte, y sólo entonces dejó algo en su testamento a las empobrecidas hijas de Hammett[24].
Hellman murió el 3 de julio de 1982, el mes de la publicación del artículo de McCracken. Para ese entonces, su mundo de fantasía, sobre el que había construido su reputación, se estaba derrumbando a sus pies. Después de haber sido la agresiva reina de la izquierda radical, había pasado a estar a la defensiva en todo. Sin embargo, los héroes o heroínas intelectuales no se destruyen con tanta facilidad. Tal como los campesinos italianos siguen ofreciendo regalos y presentando peticiones a sus santos favoritos muchos después de que hasta su misma existencia ha sido denunciada como un invento, los amantes del progreso también se aferran a sus ídolos, a pesar de sus pies de barro. Pese a que el comportamiento monstruoso de Rousseau se conoció bien, aun en vida, los adoradores de la razón acudieron a su santuario e institucionalizaron el mito de su bondad. Ninguna revelación sobre la conducta personal o la deshonestidad pública de Marx, por bien documentada que esté, parece haber perturbado la fe de sus adictos en su rectitud. La larga declinación de Sartre y la implacable fatuidad de sus últimas opiniones no evitaron que 50 000 conocedores parisinos asistieran a su entierro. El entierro de Hellman en Marthas’s Vineyar también tuvo una gran asistencia de gente.
Entre los notables de la izquierda liberal que fueron a rendirle homenaje estaban Norman Mailer, James Reston, Catherine Graham, Warren Beatty, Jules Feiffer, William Styron, John Hersey y Carl Bernstein. Dejó casi cuatro millones de dólares, que en su mayoría fueron a dos fideicomisos. Uno fue el Fondo Dashiell Hammett, destinado a conceder subsidios, «guiado por las opiniones políticas, sociales y económica, que naturalmente eran radicales, del desparecido Dashiell Hammett, que creía en las doctrinas de Kart Marx». Pese a todas las revelaciones y denuncias, y a las pruebas de tantas mentiras, la industria del mito Lillian Hellman siguió su curso serenamente. En enero de 1986, a los dieciocho meses de su muerte, el estreno de la obra hagiográfica de Lillian, en Nueva York, fue muy concurrido. Al terminar la década del ochenta, todavía se han encendido lámparas votivas a la diosa de la razón y se han dicho misas laicas. ¿Llegará por fin Lillian Hellman a ser enterrada en una decente oscuridad como su héroe Stalin, o permanecerá con sus fábulas y todo lo demás, como un símbolo de la lucha del pensamiento progresista? Veremos. Pero la experiencia de los últimos doscientos años sugiere que todavía queda mucha vida, y mentiras, en la vieja muchacha.