LA CONCIENCIA INQUIETA DE
VICTOR GOLLANCZ
ALGO que surge claramente de cualquier estudio de los intelectuales que se haga caso por caso es que la veracidad les importaba muy poco. Ansioso como están por promover a la Verdad trascendente y redentora cuya instalación ven como su misión en beneficio de la humanidad, no tienen mucha paciencia con las verdades mundanas diarias representadas por datos objetivos que estorban sus argumentos. Rechazan estas verdades menores y molestas, las adulteran, las invierten o hasta las suprimen adrede. El ejemplo más destacado de esta tendencia es Marx, pero todo lo s que hemos examinado la sufrieron hasta cierto punto; el único que se salva es Edmund Wilson, que quizá no fuera en absoluto un verdadero intelectual. Ahora veremos dos intelectuales en cuya obra y vidas el engaño, incluso el autoengaño, jugó un papel central, de hecho decisivo.
El primero, Victor Gollancz (1893-1967), fue importante no porque él mismo produjera alguna idea sobresaliente, sino porque fue el agente a través del que muchas ideas se grabaron en la sociedad con gran fuerza, y resultados palpables. Fue quizás el agente de publicidad intelectual más destacado de nuestro siglo. No fue de manera alguna un hombre perverso, y hasta cuando obró mal generalmente se dio cuenta y la conciencia le remordió. Pero su carrera demuestra llamativamente hasta qué medida el engaño juega un papel en la promoción de ideas milenaristas.
Aun envida, la gente que trataba con él se daba cuenta de qué pocos miramientos tenía para con la verdad. Pero ahora, gracias a la franqueza de su hija, Livia Gollancz, que permitió la libre inspección de sus documentos, y la hábil imparcialidad de una biógrafa de primera calidad, Ruth Dudley Edwards, pueden estudiarse la naturaleza y el alcance exactos de sus engaños[1].
Gollancz tuvo suerte con su nacimiento y aun más con su matrimonio. Pertenecía a una familia altamente dotada y civilizada, y entró en otra igual al casarse. Los Gollancz eran judíos ortodoxos, originarios de Polonia; el abuelo era un chazan o cantor solista en la sinagoga de Hambre. Alexander, el padre de Gollancz, fue un joyero trabajador y de éxito, y un hombre piadoso y culto. Su tío, Sir Herman Gollancs, fue un rabino y un erudito semítico que cumplió una enorme gama de funciones públicas; otro tío, Sir Israel Gollancz, un erudito en Shakespeare, fue secretario de la Academia Británica y prácticamente creó el departamento de inglés en la universidad de Londres[2]. Una de sus tías fue una erudita de Cambridge, otra una pianista brillante. Su esposa Ruth también era una mujer muy instruida que había estudiado en la Escuela St. Paul para Niñas, y luego se había especializado en arte; su familia, los Lowy, también se destacaba por combinar la erudición, el arte y el éxito en los negocios, con las mujeres tan tesoneras como los hombres en su dedicación a la cultura (la famosa History of Culture (Historia de la cultura) de Graetz fue traducida al ingles por Bella Lowy).
A lo largo de su vida Gollancz se vio rodeado por gente inmersa en lo mejor de la civilización europea. Desde sus primeros años tuvo todas las oportunidades de gozarla él mismo. El único varón, fue mimado por padres que le adoraban y por sus obsequiosas hermanas, y tratado de hecho como si fuese hijo único. Tenía dinero para gasto personales en abundancia para satisfacer su pasión por la ópera. La adquirió muy pronto (a los veintiún años ya había oído Aída cuarenta y siete veces) y recorrer los teatros de ópera europeos constituyó sus vacaciones normales hasta el fin de su vida[3]. Ganó una beca para ir a St. Paul’s, tuvo una educación clásica soberbia (dos veces por semana traducía el primer editorial del Times al griego y al latín) y fue al New College, de la universidad de Oxford, como becario. En su momento ganó el premio del Canciller al Ensayo en Latín y mereció un sobresaliente en Clásicas.
Ya era un intelectual radical que había encontrado fuerte apoyo en Ibsen, Maeterlink, Wells, Shaw y Walt Whitman, parece que se formó opinión sobre casi todos los grandes problemas muy pronto en su vida, y nunca encontró motivos para cambiarla más adelante. Tanto en la escuela como en la universidad sus contemporáneos lo encontraban demasiado dogmático y demasiado seguro de sí mismo, y no fue popular en ninguna de las dos. Abandonó el judaísmo ortodoxo muy pronto, con la excusa de que no podía soportar la caminata de cuarenta minutos (el transporte estaba prohibido el sábado) desde su casa en Maida Vale hasta la sinagoga de Bayswater; esta fue una exageración típica: era sólo de quince minutos. Siguió el camino usual a través del judaísmo reformista a nada en absoluto, ayudado en Oxford por Gilbert Murray, un ateo magnánimo.
Pero más adelante se construyó una versión idiosincrásica del cristianismo platónico, centrado en Jesús, «el Supremo Particular». Esta religión osmótica tenía la gran ventaja de proporcionar una sanción religiosa para cualquier actitud secular que Gollancz adoptara. Pero retuvo el privilegio judío de contar chistes inocuos contra los judíos.
Durante un tiempo su falta de vista le impidió participar en la Primera Guerra mundial. Luego pasó una temporada desastrosa como subalterno con los fusileros de Northumberland, durante la cual violó las reglas, se hizo sumamente impopular y fue amenazado con una corte marcial de subalternos. Se escapó para enseñar Lenguas Clásicas en Repton. Se hizo cargo del Sexto Superior, con estudiantes que esperaban estar pronto en el frente, donde probablemente moriría, y demostró ser un maestro brillante aunque subversivo. Ya era casi pacifista (aunque excepcionalmente agresivo), un feminista teórico, una especie de socialista, opositor a la pena capita, reformador penal y, en ese momento, agnóstico. Estaba decidido a ganar prosélitos en todas estas cuestiones: «Tomé mi decisión», escribió más adelante. «Hablaba de política con estos chicos y cualesquiera otros que encontrar día tras día»[4]. Esta iba a ser su consigna toda la vida: era un vidente, un mago, que estaba en posición de una verdad, y de La Verdad, y estaba decidido a metérsela en la cabeza a los demás. La idea de que los padres de los jóvenes pudiesen no desear que estuviesen sometidos a lo que considerarían una propaganda subversiva hecha por una persona a la que se le había dado un acceso privilegiado a ellos, y que había algo inherentemente deshonesto en este abuso de su posición, no le preocupaba. De hecho, con su colega D. C. Somervell defendió su actitud en dos panfletos, Political Education at a Public School (La educación política en una escuela privada), un alegato a favor de «el estudio de la política como base de la educación en las escuelas privadas», y The School and the World (La escuela y el mundo). Su director, el astuto Geoffrey Fischer (que fue después arzobispo de Canterbury), admitió la notable capacidad de Gollancz, observó que la mayoría de su personal no podía soportarle, le advirtió que estaba yendo demasiado lejos, y luego, a instancias del Departamento de Guerra, que había compilado un registro de «las actividades pacifistas» en Repton, le despidió abruptamente en la Pascua de 1918.
La carrera de Gollancz continuó con un trabajo en el Ministerio de Alimentos a cargo del racionamiento kosher, una temporada en Singapur, y luego trabajó para el Grupo Radical de Investigación y para la Fundación Rowntree. Por fin descubrió su oficio como editor con los hermanos Benn. La firma editaba un gran número de revistas, como The Fruit Grower y Gas World, que a Gollancz le resultaron aburridas y también libros, en su mayoría obras de consulta. Convenció a Sir Ernest Benn de que le permitiera convertir la sección libros en una compañía aparte, con comisión y acciones, y en tres años logró un éxito sorprendente. «Hace honor», escribió Benn en su diario, «al genio de Victor Gollancz, que el único responsable. Gollancz es judío, y una rara combinación de educación, conocimiento artístico y capacidad para los negocios»[5]. el secreto de Gollancz fue publicar grupos de libros que cubrieran toda la gama de precios y que colectivamente fueran inmunes a las fluctuaciones de las estaciones y la moda, y los promovía selectivamente con una publicidad desvergonzadamente llamativa. Presentaba libros sobre temas técnicos nuevos, como los teléfonos automáticos, que quienes estaban en el negocio tenían que comprar, pero también ficción permisiva. Inició la inmensamente exitosa Biblioteca Benn de Seis Peniques, antecesora de la Penguin, y en el otro extremo de la escala costosos libros de arte como The Sleeping Princess (La princesa dormida), utilizando los diseños de Bakst. Según Douglas Jerrold, el brillante asistente que reclutó, los libros de arte significaron cierto engaño, ya que las láminas en color eran falsificaciones pintadas por miniaturistas y luego fotografiadas[6]. en 1928 ya ganaba 5000 libras al año. Pero quería la mitad de la compañía, bajo un nuevo nombre, Benn y Gollancz, y cuando Sir Ernest se negó, Gollancz estableció su propia firma llevándose algunos de los mejores autores de Benn, tales como Dorothy L. Sayers.
La nueva compañía tenía una estructura extraña, con todas las marcas de la sorprendente habilidad de Gollancz para lograr que la gente aceptara arreglos que favorecían a sus propios intereses a expensas de los de ellos[7]. El invirtió muchísimo menos que la mitad de El capital, pero se hizo nombrar director general con control absoluto de las votaciones, y el diez por ciento de la ganancia neta antes de pagar los dividendos. Se parece bastante a los arreglos que inventó Cecil Rhodes para sus negocios con diamantes y oro en Sudáfrica. Y quizá de ahí sacó la idea Gollancz. Resultó sobre todo porque la firma obtuvo grandes beneficios casi desde el principio, y los inversores recibían tanto que quedaron satisfechos. Gollancz tuvo éxito porque vendía gran número de libros, especialmente de ficción; y lo logró manteniendo los precios bajos y presentando libros de bajo costo con un nuevo estilo de portada uniforme en amarillo y rojo, diseñada por un tipógrafo de genio, Stanley Morison, y promoviendo luego el producto con una intensa publicidad de una especie nunca vista antes en la venta de libros británicos, ni siquiera norteamericanos.
Además de estas razones sólidas y comerciales de la prosperidad de la firma, hubo constante reducciones de costos a expensas de la calidad, práctica deshonestas y engaño. Tenía espías que le informaban sobre los asuntos internos de otras firmas, y en especial sobre los autores descontentos. Si a Gollancz le parecía que valía la pena tener a uno de esos escritores le escribía una larga carta insinuante para congraciarlos, de una clase que había perfeccionado. Algunos fueron a él sin necesitar ninguna sugerencia, porque en su apogeo Gollancz fue mejor que cualquier otro editor a ambos lados del Atlántico en cuanto a lanzar a un recién llegado o convertir un libro que se vendía bien en un best seller. Perfeccionó el arte de la promoción antes de que siquiera se hablara de ello en Londres. Pero una vez dentro del campo de Gollancz, los autores descubrían que había desventajas.
Gollancz creía sinceramente que sus métodos publicitarios influían más en la venta que los textos. De modo que no tenía escrúpulos en obligar a los autores a aceptar adelantos y derechos más bajos para poder aumentar el presupuesto de publicidad. Odiaba a los agentes porque este tipo de cosas no les gustaban. En la medida de lo posible convencía a los autores de que no se valieran de los agentes para nada. Daphne deu Maurier representaba al tipo de escritor que le encantaba porque el dinero no le interesaba. A menudo hacía acuerdos verbales sobre «una base amistosa». Creía tener una memoria perfecta, en realidad lo que tenía era una capacidad sorprendente para reescribir la historia en su cabeza y defender luego la nueva versión con una convicción apasionada. Es así como se suscitaban peleas y recriminaciones. Cuando el novelista Louis Golding le acusó de falta de pago de una bonificación prometida por su best seller Magnolia Street (Calle Magnolia). Gollancz respondió con una carta de seis páginas resplandecientes de sinceridad y virtud ofendida, que demostraban que su conducta había sido impecable. A un agente que intentó dudar de su memoria le escribió: «¡Cómo se atreve! Soy incapaz de equivocarme»[8]. Respaldaba estas osadas tácticas comerciales con formidables exhibiciones de furia y gritos. Cuando estaba excitado su voz llegaba a todos los rincones del edificio. Le gustaba tener el teléfono con un cable largo como para poder caminar por toda su oficina mientras vociferaba ante el aparato a agentes y otros enemigos. Sus cartas iban desde una rabia casi histérica hasta el ruego untuoso (en el que era soberbio), a veces dentro de una misma epístola. Cuando estaba furioso, demoraba su envió un día para permitir que «el sol se pusiera sobre mi ira»; y por lo tanto en sus archivos había mucha marcadas «no enviada». Algunos autores se amedrentaban y se sometían; otros se escabullían para refugiarse en playas más calmas. Pero por lo menos durante las décadas del treinta y del cuarenta la balanza se inclinó a favor de la firma.
Las ganancias fueron grandes por otros motivos también. Gollancz siempre pagó sueldos bajos. Cuando se aducía una verdadera necesidad, hacían un pago ex gratia u ofrecía un préstamo, antes que pagar más o dar un adelanto. De muchas maneras parecía un personaje de Dickens. Cuando se mostraba particularmente mezquino solía invocar a su junta directiva títere que, según decía, le obligaba a ser económico, y decía: «Mi directiva, que está aquí mientras dicto esta carta, me da instrucciones para que añada…»[9] Un motivo por el que podía mantener los sueldos bajos, incluso para las pautas de la industria editorial, era que siempre que fuera posible empleaba mujeres en vez de hombres. Esto se podría justificar y hasta hacerlo aparecer como una virtud, en términos feministas, pero el motivo verdadero era doble. Primero, era más fácil inducir a las mujeres a aceptar salarios mucho más bajos y condiciones de trabajo más duras. Segundo, se adaptaban mejor a su forma, sumamente personal, de maneja las cosas. Se enfurecía con ellas, las hacía llorar, las abrazaba (su costumbre de besar a todos era poco común en los años treinta), las llamaba por sus nombres de pila, o apodos, y les decía que eran muy bonitas.
Parte del personal femenino gozaba con este ambiente oficinesco tan altamente emocional. Además sabían que la empresa de Gollancz era la única en que podían tener la oportunidad de ser promovidas a funciones ejecutivas superiores, si bien mal pagadas. También les daba la oportunidad de ser tiranas. Un memorándum al personal, de abril de 1936, revela el carácter de la oficina de Gollancz en su apogeo:
Ya desde hace un tiempo he detectado una cierta ausencia del viejo espíritu que solía animar al personal… La ausencia de la felicidad de antes me causa personalmente mucho pesar. Creo que podemos volver a la situación anterior con un poco más de liderazgo, y he decidido nombrar a la señorita Dibbs guía y supervisora general de todo el personal femenino del piso principal… De hecho ocupará la posición que en Rusia tiene el líder de un soviet de fábrica[10].
Algunas mujeres prosperaron bajo este régimen patriarcal. Una, Sheila Lynd, fue ascendida a amante, la llevó de vacaciones tres veces y le permitió que se dirigiera a él llamándole «Querido Jefe». Los hombres llevaban una vida intranquila. No es que Gollancz fuera incapaz de descubrir talentos masculinos. Al contrario, lo hacía muy bien. Pero los hombres no le gustaban y él no gustaba a los hombres. No podía trabajar con ellos mucho tiempo. Descubrió a Douglas Jarrold, uno de los mejores editores de su generación, pero no cumplió su promesa de incorporarle a su nueva firma. Descubrió a Norman Collins, otro empresario exitoso en los medios, pero concluyó por disgustarse con él y le echó, remplazándole por una mujer servil. Su relación con Stanly Morison, uno de los arquitectos del éxito de la empresa, terminó con una pelea a gritos y la partida de Morison. Tuvo algunas peleas épicas con autores masculinos. En la posguerra hizo entrar a su sobrino, Hilary Rubinstein, otro ejecutivo excepcionalmente capaz, con el claro acuerdo de que a su debido tiempo heredaría el manto de Elías; pero después de explotarlo durante muchos años, acabó por echarle.
Uno de los temas de este libro es que las vidas privadas y las actitudes públicas de los intelectuales destacados no pueden separarse: cada una ayuda a explicar a la otra. Los vicios y las debilidades privadas se reflejan casi invariablemente en la conducta en el teatro del mundo. Gollancz fue un ejemplo notable de este principio. Era un monstruo de autoengaño, y de engañarse a sí mismo pasó a engañar a los otros en una escala heroica. Creía ser un hombre de una gran benevolencia instintiva, un verdadero amigo de la humanidad. De hecho era increíblemente egoísta y centrado en sí mismo. El mejor ejemplo de esto se encontraba en su conducta con las mujeres. Manifestaba ser un defensor de los intereses de las mujeres, en especial de la suya propia. En realidad sólo las amaba en la medida en que le servían. Como Sartre, quería ser el bebé-adulto en su berceau, rodeado de una femineidad devota y perfumada.
Como la existencia de su madre giraba alrededor del padre, no de él, la descartó de su vida. Apenas si figura en su autobiografía, y en una carta escarita en 1953 confesó: «No la amo». Durante toda su vida se rodeó de mujeres, pero él tenía que ser su interés principal. La idea de la competencia masculina le resultaba intolerable. Durante su juventud tuvo a sus hermanas que le adoraban. En la madurez tuvo a su esposa, que le adoraba (de otra familia de hermanas), que a su debido tiempo le presentó una serie de hijas que le adoraron. De modo que fue el único hombre en una familia de seis. Ruth era inteligente y capaz, pero Gollancz temía que se interpusiera en su carrera. No cedió en un solo punto: el deseo de que dejara de asistir a la sinagoga. En todo lo demás fue su esclava. No sólo dirigió sus casas de Londres y en el campo, sino que conducía el coche cuando era necesario, le cortaba el pelo, administró sus finanzas personales (que, por raro que parezca, él era incapaz de manejar) y le daba dinero para sus gastos; y, junto con su valet, supervisaba todos sus intereses íntimos. En muchos sentidos era infantil y desvalido, quizá adrede, y le encantaba llamarla «Mamita». Cuando iban al extranjero, las niñas y sus niñeras se quedaban en otro hotel más barato, para que Ruth pudiese dedicarse a él por entero. Ella soportó sus numerosas infidelidades y su desagradable costumbre de manosear a las mujeres que llevó a J. B. Priestley a decir que cualquier adulterio era puro en comparación con los flirteos de Gollancz. Es obvio que a él le hubiese gustado que ella supervisar a sus amantes, a la manera de la Helene Weigel de Brecht o la Beauvoir de Sartre, ya que esto habría significado un perdón formal, absolviéndole así de su culpa. Pero ella no pudo decidirse a hacerlo. A todas sus mujeres, tanto de la familia como empleadas, les exigía una lealtad inquebrantable, aun en cuestiones de opinión. Se negó a dar trabajo a una mujer simplemente porque ella no quiso avalar su opinión de que la pena capital debía ser abolida.
Necesitaba la devoción femenina incondicional por lo menos en parte, para calmar sus miedos irracionales. Su madre había creído que, cuando su padre salía por la mañana para trabajar, no volvería jamás, y cumplía complicados rituales de ansiedad. Gollancz heredó este temor, que centro en Ruth. Los extraños hábitos de trabajo que adquirió de niño le llevaron a un insomnio crónico, y esto a su vez acrecentó sus numerosos temores. Aunque su capacidad para mentir fue prodigiosa, nunca pudo calmar del todo su conciencia al acecho. Siempre le tendía una emboscada bajo la forma de un sentimiento de culpa. Su hipocondría, que se volvió más intensa y variada a medida que envejecía, a menudo expresaba este sentimiento de culpa. Creía que sus adulterios frecuentes terminarían inevitablemente en una enfermedad venérea, sobre las que sabía muy poco. De hecho, su biógrafo piensa que sufría de «enfermedad venérea histérica». En mitad de la guerra tuvo una crisis nerviosa que se manifestó a través de una picazón insoportable y dolor en la piel, miedo, y la sensación de una degradación terrible. Lord Morder creía que sufría de hipersensibilidad en las terminaciones nerviosas. Pero el síntoma más notable era su creencia de que perdería el uso de su pene.
Como escribió en uno de sus volúmenes autobiográficos: «en cuanto me sentaba… mi miembro desaparecía. Sentía que se metía dentro de mi cuerpo». Como Rousseau, vivía obsesionado con su pene, si bien con menos motivo aparente. Lo sacaba constantemente para inspeccionarlo, para descubrir si demostraba signos de alguna enfermedad venérea, o en realidad para comprobar que seguía allí. En su oficina cumplía este ritual varias veces al día, delante de una ventana de vidrio esmerilado que él creía enteramente opaca. El personal del teatro que tenía enfrente señaló que no era así y que sus hábitos eran perturbadores[11].
Los autoengaños de Gollancz le causaban sufrimiento a él tanto como a todos. Pero es claro que un hombre cuya comprensión de la realidad objetiva era tan débil, en ciertos sentidos no era naturalmente idóneo para dar consejos políticos a la humanidad. Fue algún tipo de socialista toda su vida, que, según creía él, estaba dedicada a ayudara a «los trabajadores». Estaba convencido de que sabía qué pensaban y querían «los trabajadores». Pero no hay prueba alguna de que alguna vez conociera a algún trabajador, salvo que se tome en cuenta al jefe del partido comunista británico. Harry Politt, que en un tiempo había trabajado en la fabricación de calderas. Gollancz tenía diez sirvientes en su casa de Londres en Ladbroke Grove y tres jardineros en Brimpton, su casa de campo en Berkshire. Pero rara vez se pudo poner incomunicación con algunos de ellos salvo por carta. Sin embargo, negaba enérgicamente que no estuviese en contacto con el proletariado. Cuando Tom Harrison, uno de sus autores, que dirigía las investigaciones para «Estudio de las Masas», le acusó de retenerle sumas de dinero que necesitaba para pagar a su personal, recibió una respuesta típicamente indignada: «Si para cuando llegue a mi edad se encuentra con que ha trabajado tan duro por la clase trabajadora como yo, no lo habrá hecho tan mal. Y permítame que le diga que no cuando yo tenía su edad, sino mucho después… tenía mucho menos para vivir de lo que tiene usted»[12]. Gollancz creía llevar una vida casi monacal. La verdad es que a partir de mediados de la década del treinta siempre gozó de un coche con chofer, grandes cigarros, champaña de calidad y mesa reservada diariamente para el almuerzo en el Savoy. Siempre se alojaba en los mejores hoteles. No hay pruebas de que alguna vez se privara de algo que quería.
Es curioso que la participación de Gollancz en la causa anticapitalista date de 1928-30, justo cuando él mismo se estaba convirtiendo en un capitalista de gran éxito. Argumentaba que estimulaba la tendencia natural de hombre a la codicia, y por ende a la violencia. En septiembre de 1939 le encontramos escribiéndole al autor teatral Benn Levy que El capital de Marx era «en mi opinión el cuarto libro en la literatura mundial en cuanto a la fascinación que ejerce»; combinaba «los atractivos de una historia de detectives de primera clase con los de un evangelio» (¿es realmente posible que lo leyera?)[13]. Esto fue el preludio de un largo amorío con la Unión Soviética. Se tragó entero el fantástico relato que hicieron los Webb sobre el funcionamiento del sistema soviético[14]. Lo describió como «de una fascinación asombrosa», los capítulos destinados a eliminar «malentendidos» en cuanto a la naturaleza democrática del régimen eran «de lejos los más importantes del libro»[15].
En su debido momento, en el apogeo de las grandes purgas da la casualidad, designó a Stalin «Hombre del Año».
Gollancz inició sus propias actividades políticas pidiéndole un escaño en el Parlamento a Ramsay Macdonald, el líder laborista; no lo consiguió ni entonces ni más adelante. En cambio se concentró en las publicaciones didácticas. Ya a principios de la década del treinta editaba una proporción creciente de panfletos políticos de izquierda, a bajo precio y en grandes cantidades. Ente ellos figuraron el brillante best seller, The Intellegent Man’s Guide Through World Chaos (Guía del hombre inteligente a través del caos mundial) y Whay Marx Really Meant, de G. D. H. Cole, y The Coming Struggle for Power (La futura lucha por el poder) de John Strachey, una diatriba de ultra izquierda que probablemente tuvo más influencia en amos lados del Atlántico que cualquier otro libro político de la época[16]. Fue entonces cuando Gollancz dejó de ser un editor comercial como tal y se convirtió en propagandista político; entonces, también, comenzó el engaño sistemático. Un síntoma de esta nueva política fue una carta que envió al reverendo Percy Dearmer, canónigo de Westminster, encargado de editar Christianity and the Crisis (El cristianismo y la crisis). El libro, dejaba sentado, tenía que ser, y parecer, «oficial», con colaboraciones de «un número considerable de altos signatarios de la Iglesia». Pero, añadió, «Quizá yo sea un editor un tanto peculiar, porque en los temas que considera de importancia vital, no deseo publicar nada con lo que no esté totalmente de acuerdo». Por lo tanto el libro debe partir de la postura de que el «cristianismo no es únicamente una religión de salvación personal, sino que debe esencialmente tener en cuenta la política» y debe entonces «propiciar “con todo” el socialismo y el internacionalismo prácticos»[17].
Pese a estos claros elementos de engaño y orientación, el canónigo aceptó y el libro se publicó en su momento en 1933 a otros autores se le dieron instrucciones en el mismo sentido. A Leonard Wolf, que preparaba la edición de The Intelligent Man’s Way to Prevent War (Cómo puede impedir la Guerra el hombre inteligente), Gollancz le dijo que el capítulo culminante era el último, «El socialismo internacional como clave para la paz», y que los otros debían «conducir tendenciosamente a esta sección final»; sin embargo, para disimular este propósito era «deseable» que los primeros capítulos no los escribieran «personas que el público tuviera asociadas claramente con el socialismo»[18]. Al avanzar la década del treinta el elemento de engaño aumentó y se hizo más evidente. En una carta intenta a un editor, en la que criticaba un libro sobre los sindicatos del comunista John Mahan, Gollancz se quejó: «En su desarrollo la cosa se convierte claramente en una exposición de izquierda; y esto debe evitarse particularmente en este tema». Lo que el quería, prosigue, no era una exposición de izquierda, sino una exposición aparentemente imparcial hecha por una pluma de la izquierda. «Se le ocurrirán todo tipo de recursos», escribió con intención, y concluyó… «Los dos puntos de vista se pueden presentar de modo tal que, sí bien habrá una gran apariencia de imparcialidad que nadie podrá atacar, los lectores sacarán inevitablemente la conclusión correcta».
En los libros de Gollancz comenzaron a usarse, en verdad, todo tipo de «recursos» para engañar a los lectores. Por ejemplo, siempre que fuera posible, se empleaba «ala izquierda» en vez de «Partido Comunista». También hubo supresiones directas, reflejadas en muchas de las cartas de Gollancz, ya a menudo acompañadas por una insistencia autocompasiva que hablaba sobre sus tormentos de conciencia. Es así como en una carta a Webb Millar acerca de un libro sobre España le ordenó la supresión de dos capítulos que sabía que decían la verdad, comenzando «me siento apenado y casi avergonzado de escribir esta Carta». Sabía que el informe de Millar no era «exagerado en modo alguno», pero era «absolutamente inevitable» que «un gran número de pasajes sean extraídos de esos capítulos ampliamente citados con propósitos de propaganda como prueba de “la barbarie comunista”». Sentía que no podía «publicar nada que al facilitar la propaganda al otro lado», debilite «el apoyo (comunista)». Quizá Millar podría pensar, añadió, que «esto es jugar con la verdad. En realidad no es así: hay que tener en cuenta el resultado último». Luego su fuego final: «Por favor, perdóneme»… como si le estuviese pidiendo perdón a Ruth por tener un amante[19].
Algunas de las instrucciones que Gollancz dio a sus autores y editores, si bien imponían claramente una falsedad, eran extraordinariamente confusas (sin duda debido a sus sufrimientos de conciencia) y no queda muy claro en qué falsedad en particular debían incurrir. Es así como a un autor de libros de textos de historias le escribió: «Quiero que todo se haga con el más alto grado de imparcialidad… pero también quiero que mi autor imparcial sea de tendencia radical». Añadía que «el radicalismo del autor» le daría «la garantía de que, si pese a sus esfuerzos, hay una tendencia», esta no sea «una tendencia hacia un rumbo incorrecto». Lo que Gollancz estaba diciendo en efecto, como sugieren constantemente sus cartas de la época, era que quería libros tendenciosos que no parecieran tendenciosos.
Estas cartas que han sobrevivido en los archivos de Gollancz son peculiarmente fascinadoras, porque constituyen una de las pocas ocasiones en las que se puede producir una prueba directa de que un intelectual estaba envenenando la fuente de la verdad, a sabiendas de que hacía mal, y pretendiendo, para justificarse, que defendía una causa superior a la virtud misma. Muy pronto encontramos a Gollancz practicando la mentira en gran escala. Después de que Hitler asumiera el poder en enero de 1933 decidió eliminar de su lista todo libro que no rindiera dinero o no sirviera a propósitos de propaganda. También promovió grandes empresas destinadas en primera instancia a promover el socialismo y la imagen de la Unión Soviética. La primera fue la Nueva Biblioteca Soviética, una serie de libros de propaganda escritos por autores soviéticos y organizada directamente a través de la embajada y el gobierno soviético. Pero surgieron dificultades para obtener los textos, ya que la gestación de la serie coincidió con las grandes purgas.
Varios de los autores propuestos desaparecieron abruptamente en el archipiélago de Gulag o debieron enfrentarse al pelotón de fusilamiento. Algunos textos le legaron a Gollancz con el nombre del autor en blanco, cuando el escritor ejecutado había sido remplazado ya oficialmente. Otro contratiempo. Horripilante, fue que Andrei Vishinsky, el fiscal público del Soviet, que desempeñó en el régimen de Stalin el mimo papel que Roland Freisler, presidente de la Corte del Pueblo, en el de Hitler había sido designado para contribuir con el volumen sobre La justicia soviética, pero estaba demasiado ocupado pidiendo sentencias de muerte en los juicios de sus ex camaradas para escribirlo. Cuando finalmente llegó el texto, había sido escrito demasiado a prisa y mal como para poder publicarlo. Los lectores de Gollancz permanecieron en la feliz ignorancia de estos problemas.
De todos modos, para cuando la serie se puso en venta Gollancz estaba inmerso en una aventura mucho más grande, el Club del Libro de Izquierdas, fundado en un principio para contrarrestar la renuencia de los libreros a almacenar propaganda de la ultra izquierda. El Club fu lanzada con una enorme campaña publicitaria en febrero-marzo de 1936, en coincidencia con la adopción por parte del Comintern de una política de «Frente Popular» en toda Europa: de pronto los partidos socialistas democráticos como el laborista, dejaron de ser «social fascistas» y se convirtieron en «camaradas de lucha». Los miembros del Club aceptaron comprar por media corana al mes durante un mínimo de seis meses los libros elegidos por un comité de tres, el propio Gollancz, John Strachey y el profesor Horold Laski de la Escuela de Economía de Londres. Además recibían gratis la revista mensual Left Books News, y tenían derecho a participar en una amplia gama de actividades: escuela de verano, reuniones, sesiones de cine, grupos de debates, obras de teatro, vacaciones colectivas en el extranjero, almuerzos y clases de ruso, y también el uso del Centro del Club[20]. La década del treinta fue el gran momento de los grupos participativos. Uno de los motivos del gran éxito de Hitler en Alemania fue la creación de tantos grupos para todas las edades e intereses. El PC lo siguió tardíamente, y el Club del Libro de Izquierdas demostró la efectividad de esta técnica. Gollancz esperó en un principio tener 2500 miembros para mayo de 1936; en realidad consiguió 9000; y la cifra subió finalmente a 57 000. El impacto del Club fue más amplio aun de lo que sugieren esta cifras; de todas las instituciones de los medios de comunicación de la década, fue la que con mayor éxito impuso la agenda y dirigió la orientación de los debates. Sin embargo se apoyaba en una serie de mentiras. La primera mentira estaba en su folleto de presentación que decía que el comité de selección «en su conjunto representaba adecuadamente casi todos los matices de opinión en el movimiento de “izquierda” activo y serio». De hecho, para todo fin práctico, el Club funcionaba de acuerdo con los intereses del partido comunista en ese período John Strachey estaba enteramente bajo el control del PC[21]. Laski era miembro del partido laborista y acababa de ser elegido para su Ejecutivo Nacional; pero en 1931 se había convertido al marxismo y en general siguió la línea del PC hasta 1939[22].
Gollancz también era un compañero de ruta fiable, hasta fines de 1938. Hizo todo lo que el PC le pedía. Para el órgano del PC, el Daily Worker, escribió un artículo excesivo; «Por qué leo el Daily Worker», que utilizaron como material de publicidad. Destacó su devoción por la verdad, su exactitud y su confianza en la inteligencia de los lectores (para todo lo cual sabía que no tenían ningún fundamento) y observó: «es característico de los hombres y las mujeres, en oposición a damas y caballeros. Por lo que a mí concierne, que conozco a muchas damas y caballeros y los encuentro excesivamente tediosos, esta cualidad me parece muy refrescante»[23]. También visitó Rusia (1937), y declaró: «Por primera vez he sido enteramente feliz… cuando uno está aquí puede olvidar el mal que hay en el resto del mundo»[24].
Sin embargo, el mayor servicio práctico que le hizo Gollancz al PC fue conformar el personal del Club con gente del partido. Sheila Lynd, Emile Burns, y John Lewis, que corregían todos los manuscritos, y Betty Reid, que organizó los grupos del Club, eran entonces miembros del PC o estaban controlados por él. Todas las decisiones sobre políticas, aunque fueran menores, se hablaban con funcionarios de partido; a menudo Gollancz trataba directamente con el propio Pollitt, el secretario general del partido. El público no sabía nada de esto. El Club se refería a propósito a los miembros del PC como «socialistas», para esconder su afiliación. De los primeros quince libros seleccionados, todos menos tres habían sido escritos por miembros del PC o por criptocomunistas; esto preocupaba a Gollancz, no el hecho en sí, sino la impresión que podía crearse de que el Club no era independiente. Su independencia putativa era, en realidad, su mayor ventaja para el PC. Como el importante ideólogo del PC, R. Palme Dutt, se regocijó en una carta a Strachey, del hecho de que el público lo creyera «una empresa comercial independiente» y no «la propaganda de una organización política dada» constituía su valor para el partido.
La segunda mentira fue la repetida afirmación de Gollancz de que toda la organización del Club con sus grupos, reuniones y actos, era «esencialmente democrática». Eso no tenía más validez que la señorita Dibbss y su «soviet de oficina». Tras una simulación de oligarquía, era en realidad un despotismo personal del propio Gollancz, por la sencilla razón de que controlaba las finanzas. De hecho no llevaba una contabilidad aparte para el Club, y sus entradas y gastos eran absorbidos por Victor Gollancz Limitada. La consecuencia es que no hay manera de saber si Gollancz ganó o perdió con ella, les hizo juicio por difamación. A los autores les decía en caras privadas que las pérdidas eran espantosas, pero añadía: «esto es absolutamente confidencial; desde muchos puntos de vista es menos peligroso que se piense que estamos haciendo grandes ganancias a que se sepa que tenemos pérdidas»[25]. Pero esto pudo decirlo simplemente para justificar el pago a los autores de derechos minúsculos o de nada en absoluto. Hay que suponer que el Club dio beneficios a la firma, aunque fuera al compartir los gastos generales y promocionar sus otros libros. De todos modos, como Gollancz manejaba los recibos y pagaba los sueldos y las cuentas, él tomaba las decisiones finales.
Cualquier suposición de que los miembros tuvieran voz en algo es fantasía. Cuando buscaba un hombre para editar la revista del Club, impuso que debía «combinar iniciativa con una obediencia absolutamente inmediata e incondicional a sus instrucciones, por disparatadas que le parecieran»[26].
La tercera mentira la dijo John Strachey: «No pensamos rechazar un libro simplemente porque no estemos de acuerdo con sus conclusiones». Salvo uno o dos volúmenes laboristas simbólicos (invitaron a Clement Attlee, el líder del partido laborista, a contribuir con The Labour Party en perspectiva (El partido laborista en perspectiva) hay pruebas abrumadoras de que en general el criterio de selección principal fue la adhesión a la línea del PC. Un caso particularmente flagrante fue el de Introduction to Dialectical Materialism (Introducción al materialismo dialéctico) de August Thalheimer, que Gollancz, creyéndolo ortodoxo; había aceptado publicar en mayo de 1937. Pero mientras tanto el autor se vio involucrado en alguna oscura discusión con Moscú, y Pollitt le pidió a Gollancz que lo eliminara. El libro ya había sido anunciado y Gollancz adujo que los enemigos del Club tomarán la cancelación como «una prueba positiva de que el Club era esencialmente una parte del PC». Pollitt replicó con su actitud seudo proletaria del viejo soldado: «¡No lo publique! ¡Aunque tenga que enfrentarme con el Viejo Sabandija, el Largo Sabandija y ese maldito dean rojo!» (Aludía a Stalin, Palme Dutt y al reverendísimo Hewlett Johnson, deán de Canterbury). Gollancz cedió y el libro fue eliminado, pero más adelante escribió una carta quejosa a Pollitt: «Odié y aborrecí hacerlo: estoy hecho de tal manera que esta clase de falsedad destruye algo dentro de mí». Otro libro que el partido quiso suprimir fue Why Capitalism Means War (Por qué El capitalismo significa la guerra) de H. N. Brailsford, el muy respetado y veterano socialista, porque criticaba los juicios de Moscú. Cuando en septiembre de 1937 le mostraron el manuscrito a Burns, este opinó que aun con cortes y cambios importantes el libro era inaceptable para el partido. En esta ocasión también Gollancz estuvo decididamente a favor de eliminarlo. Escribió al autor: «No puede actuar contra mi conciencia en este asunto». Publicar un libro que critica los juicios sería como «cometer el pecado contra el Espíritu Santo». Pero Laski, que no estaba de acuerdo con los juicios y era un viejo amigo de Brailsfore, dijo que el libro debía publicarse y amenazó renunciar, lo que hubiera destruido la fachada de Frente Popular del Club. De modo que Gollancz, aunque de mala gana, hizo lo que Laski le pedía, pero publicó el libro en agosto sin ninguna publicidad, «lo enterró en el olvido» como dijo Brailsford. Gollancz también inventó «razones técnicas» para eliminar un libro de Leonard Wolf, que incluía críticas a Stalin; pero Wolf, que tenía su propia imprenta y sabía más que Gollancz sobre impresiones, denunció la mentira y amenazó con un conflicto público si no se cumplía el contrato. Esta vez Gollancz también cedió, aunque se aseguró de que el libro fuera un fracaso.
De hecho, las publicaciones del Club del Libro de Izquierdas estaban concebidas deliberadamente para promover la línea del PC por medio del engaño. Como le escribió Gollancz al editor de los libros didácticos del Club, la Biblioteca Universitaria del Hogar de la Izquierda, «El tratamiento no debería ser, naturalmente, agresivamente marxista». Los libros deberán estar escritos «de manera tal, que si bien el lector pueda en cualquier momento llegar a la conclusión justa, el no iniciado no debe ser desalentado por sentir ¡más cosas de los marxistas!». A veces, los lazos con la jerarquía del PC fueron sumamente estrechos: los registros muestran que Gollancz le transfería sumas en efectivo a Pollitt: «Me pregunto si me podrías dar el dinero en efectivo esta mañana. Siento molestarte, Victor, pero ya sabes cómo están las cosas»[27].
La censura del PC alcanzaba hasta a los menores detalles, J. R. Campbell, más adelante director del Worker, fue responsable, por ejemplo, de la eliminación de la bibliografía de un volumen de obras de Trotsky y de otras «no personas». El comportamiento de Gollancz, si bien indefendible y documentado por lo que su biógrafo llama «una masa de material incriminatorio», debe ser estudiado en su contexto. La década del treinta, más aún que otras décadas de nuestro siglo, fue la edad de la mentira, tanto grande como pequeña. Los gobiernos nazi y soviético mintieron en una escala colosal, utilizaron recursos financieros enormes y emplearon a miles de intelectuales. Instituciones honorables, alabadas en un tiempo por su devoción por la verdad, la suprimían ahora adrede. En Londres, Geoffrey Dawson, director de The Times «no daba entrada en el diario», como decía él, a la información que le enviaban sus propios corresponsales que pudiera perjudicar las relaciones anglo germanas. En París, Félicien Challaye, miembro destacado de la Liga de los Derechos del Hombre, creada para defender la inocencia de Dreyfus, se vio obligado a renunciar en protesta por la manera desvergonzada con que ayudaba a ocultar la verdad sobre las atrocidades de Stalin[28]. Los comunistas dirigían organizaciones profesionales para mentir cuyo objetivo específico era engañar a los intelectuales compañeros de ruta a través de varias organizaciones frontales, tales como la Liga contra el Imperialismo. Una de ellas la dirigió al principio desde Berlín y luego, después de la asunción al poder de Hitler, desde París, el comunista alemán Willi Muenzenberg, que el director del New Statesman Kingsley Martin, describió como «un propagandista inspirado». Su mano derecha, el comunista checo Otto Katz, «un comisario fanático y despiadado» como le llamó Martín reclutó a varios intelectuales británicos para que ayudaran[29]. entre ellos estuvieron Claud Cockburn, director del periódico sensacionalista de izquierda The Week, que ayudó a Katz a inventar noticias enteramente imaginarias, tales como una «rebelión anti Franco» en Tetuán. Cuando Cockburn publicó después su relato de esta hazañas, fue atacado por el mimbro del Parlamento R. H. S. Crossman por gozar sin vergüenza con sus mentiras. Crossman había estado implicado oficialmente en las «actividades de desinformación» (es decir, mentiras) del gobierno británico durante la guerra de 1939-45. Escribió: «La propaganda negra puede ser necesaria en una guerra, pero la mayoría de los que la practicamos detestábamos lo que teníamos que hacer». Crossman, que da la casualidad de que era el intelectual típico que siempre antepone las ideas a la gente y carece de un fuerte sentido de la verdad fue reprendido por Cockburn, que describió el enfoque de Crossman como «una postura ética cómoda si uno puede dejar de reír. A mí por lo menos, me parece que hay algo cómico en el espectáculo de un hombre que lanza sus propias mentiras de propaganda… mientras “detesta” sus actividades para tranquilizar su conciencia». Según Cockburn, una causa por la que un hombre «lucha merece mentir por ella»[30]. (¡Vaya causa! Tanto Muezenberg como Katz fueron asesinados por Stalin por «traición», Katz porque se había asociado con «imperialista occidentales» como Claud Cockburn).
Las mentiras de Gollancz deben juzgarse en este trasfondo. La más notoria fue su negativa a publicar Homage to Catalonia (Homenaje a Cataluña), la denuncia de las atrocidades comunistas contra los anarquista españoles que escribió George Orwell. No fue el único que rechazó a Orwell. Kingsley Martin se negó a publicar una serie de artículos de Orwell que trataban el mismo tema, y tres décadas más tarde todavía defendía su actitud: «No podía ni pensar en publicarlos, como no hubiese pensado en publicar una artículo de Goebbels durante la guerra contra Alemania». También convenció a su editor literario, Raymond Mortimer, de rechazar la reseña «sospechosa» de un libro escrita por Orwell, episodio que luego Mortimer lamentó amargamente[31]. La relación entre Gollancz y Orwell fue prolongada, compleja, agria y mezquina. Publicó The Road to Wigan Pier (El camino al muelle Wigan) que criticaba a la izquierda británica, antes de fundar el Club del Libro, y cuando decidió sacar una edición del Club quiso eliminar la parte objetable. Orwell no se lo permitió. Entonces Gollancz lo publicó con una introducción mendaz escarita por él mismo, en la que trataba de justificar los errores de Orwell diciendo que escribía como «un miembro de la baja clase media alta». Como él mismo era sin duda miembro de esa misma clase (aunque por cierto muchísimo más rico que Orwell) y como, a diferencia de Orwell, prácticamente no había tenido ningún contacto con obreros, esta introducción fue especialmente deshonesta. Más adelante Gollancz se avergonzó profundamente de ella y se puso furioso cuando un editor americano la reimprimió[32]. Cuando la pelea con Orwell estaba en su apogeo, el mismo Gollancz estaba pensando en sus conexiones comunistas. Tenía muchos motivos para hacerlo. Uno pudo ser la idea de que estaba perjudicando su futuro comercial. Secker y Warburg habían arrebatado ansiosamente Homenaje a Cataluña y otros libros y autores que naturalmente hubiesen podido ser publicados por Gollancz de no ser por las objeciones del PC. La línea del PC de Gollancz creaba un rival formidable para su firma. Otra razón fue el breve lapso que duraba el interés de Gollancz. Libros, autores, mujeres (salvo Ruth), religiones, causas, nunca pudieron retener su entusiasmo indefinidamente. Durante un tiempo Gollancz gozó con el Club y las inmensas reuniones que el PC ayudaba a organizar para su propio beneficio en el Albert Hall, en las que el deán de Canterbury entonaba: «¡Dos bendiga al Club del Libro de Izquierdas!».
Descubrió que tenía dotes importantes como orador público. Pero siempre eran las estrellas del PC, sobre todo el mismo Pollitt las que arrancaban los mayores aplausos del bien entrenado público, y a Gollancz eso no le gustaba. En el otoño de 1938 ya mostraba signos de impaciencia y aburrimiento con todo el asunto.
En este estado de ánimo se sentía más inclinado a ser abierto. En París, durante las vacaciones de Navidad, leyó un relato detallado de los juicios de Moscú que le convenció de que eran fraudulentos. De vuelta en Londres le dijo a Pollitt que ya no podía vender la línea de Moscú, por lo menos sobre ese tema. En febrero llegó al extremo de confesar en Noticias del Club del Libro de Izquierdas que «en la Unión Soviética había ciertas barreras contra la libertad intelectual». En la primavera a Orwell le sorprendió la decisión de Gollancz de publicar su novela, Coming Up for Air (Subiendo a tomar el aire), signo seguro de un cambio de línea. En el verano Gollancz se mostró claramente ansioso de terminar con Moscú y recibió el pacto Hitler-Stalin de agosto, no exactamente con alivio (quería decir que la guerra era inevitable) por lo menos como una oportunidad caída del cielo para completar la ruptura con el PC. De inmediato se puso a escribir propaganda contra Moscú, señalando un gran número de ejemplos de comportamiento perverso de los que la gente sensata ya se había percatado desde años atrás. Como Orwell le comentó a Geoffrey Gorer: «Es espantoso que gente tan ignorante pueda tener tanta influencia»[33].
El Club nunca volvió a ser el mismo después de la ruptura de Gollancz con Moscú. Su personal se dividió. Sheila Lynd, Betty Reid y John Lewis quedaron adheridos al partido comunista. Gollancz decidió no despedir a Lewis y Lyn (que ya no era su amante). Pero típicamente utilizó la ocasión comercialmente para rebajarles de categoría, reducirles el sueldo y abreviar sus períodos de preaviso[34]. A diferencia de Kingsley Martin, que defendió incómodamente su período de camarada de ruta durante los años treinta hasta el fin de su vida, o de Claud Cockburn, que se jactaba de su conducta con cinismo, Gollancz quiso jugarse hasta el límite e hizo del arrepentimiento su virtud. En 1941 editó un volumen que incluía colaboraciones de Laski y Strachey tanto como de Orwell, llamado The Betrayal of de Left: An Examination and Refutation of Communist Policy. (La traición de la izquierda: un examen y refutación de la política comunista). En él hizo una confesión formal de los pecados del Club:
Acepté manuscritos de Rusia, buenos o malos, porque eran «ortodoxos»; rechacé otros de socialistas genuinos y hombres honestos, porque no lo eran… publiqué tan sólo libros que justificaban los Procesos, y envié la crítica socialista de ellos a otra parte… Estoy tan seguro como lo puede estar un hombre (entonces estaba seguro en lo más profundo de mi ser) de que todo esto fue un error.
Hasta qué punto fue genuina y transformadora la conversión y confesión de culpa de Gollancz es difícil decirlo. Sin duda pasó por una oscura noche del alma en mitad de la guerra, que culminó en la crisis física ya descrita. Pero luego, en Escocia, y fuera de lo común en un intelectual, oyó la voz de Dios, que le dijo que El no «despreciaría» a un «corazón humilde y contrito». Así tranquilizado, adquirió una nueva religión, bajo la forma de su propia versión del socialismo cristiano, una nueva amante y un nuevo entusiasmo por publicar, que tomó la forma de la promoción entusiasta del partido laborista en una serie de volúmenes llamada The Yellow Perils (Los peligros amarillos). Pero pronto volvió a hacer de las suyas. En abril rechazó la arrolladora sátira de Orwell, Animal Farm (Rebelión en la granja): «Me sería imposible publicar un ataque genera (contra Rusia) de esta naturaleza». Eso también fue a parar a Secker y Warburg, que también en consecuencia se aseguro el famoso best seller de Orwell, Nineteen Eithty-Four (1984), que obligó al enfurecido y arrepentido Gollancz a descartarlo como «exageradamente elogiado»[35]. La franqueza de Orwell le acosó toda su vida (como le ocurrió también a Kingsley Martin) y le llevó, en su exasperación a atacarle sin mayor sentido ético ni, en verdad, de ninguna otra clase. No podía aceptar, escribió, «que la honestidad intelectual (de Orwell) fuera impecable… en mi opinión estaba demasiado desesperadamente ansioso de ser honesto como para ser realmente honesto… ¿No tenía una cierta simplicité, que, en un hombre de tanta inteligencia como él, en realidad es siempre un poquitín deshonesto? Yo lo veo así»[36].
Gollancz vivió hasta 1967, pero nunca volvió a ejercer el poder y la influencia que tuvo en la década del treinta. Muchos le consideraron responsable, junto con el New Statesman y el Dayly Mirror, de la histórica victoria del partido laborista en las elecciones de 1945, que creó un marco político en la Gran Bretaña de posguerra y buena parte de Europa Occidental que duró hasta la era de Thatcher. Pero el primer ministro Attlee no le ofreció el título de nobleza que él creía merecer; de hecho no obtuvo nada en absoluto hasta que Harold Wilson, un hombre más generoso, le dio el título de Sir en 1965. Lo malo de la vanidad de Gollancz fue que le persuadió de que era más famoso o conocido de lo que realmente era. En 1946, cuando el barco en que estaba pasando unas vacaciones llegó a las islas Canarias, tuvo un ataque repentino de terror y se puso a gritar que la policía de Franco se disponía a detenerle y torturarle en cuanto desembarcara. Insistió en que el cónsul británico subiera bordo para protegerle. El cónsul mandó a un empleado para que le asegurara que nadie en las islas había oído hablar de él jamás, en realidad, refirió un desilusionado Gollancz, «ni él mismo sabía nada de mí».
La carrera de Gollancz durante la posguerra fue en verdad una caída mortal. Escribió algunos libros de muchísimo éxito, pero su propia empresa se vio despojada gradualmente de su posición de liderazgo en el mercado. No se mantuvo al día ni reconoció a las nuevas estrellas intelectuales. Cuando Ludwig Wittgenstein le escribió, en septiembre de 1945, señalando un punto débil de sus argumentos públicos, respondió con una nota de un renglón: «Gracias por su carta, que estoy seguro ha sido muy bien intencionada», escribió mal el nombre del filósofo, creyendo que se trataba de algún profesor desconocido[37].
Perdió algunos de sus mejores autores y pedió la ocasión de conseguir algunos libros importantes. Saludó a Lolita de Nabokov como «una rara obra maestra de comprensión espiritual», no logró comprarla y enfurecido decidió que era «un libro profundamente desagradable, cuyo valor literario había sido enormemente exagerado» y por fin lo denunció como «pornográfico». Desempeñó un papel importante en una campaña sumamente exitosa para abolir la pena de muerte, pero su papel en esta empresa fue eclipsado por Arthur koestler, a quien odiaba, y por el elegante y elocuente Gerald Gardiner, que se quedó con toda la gloria. Peor aun, Gollancz, no consiguió que le dieran el lugar principal en la Campaña por el Desarme Nuclear cuando se organizó en 1957. Estaba fuera del país en ese momento y quedó mortificado cuando a su vuelta se encontró con que ni siquiera le habían invitado a formar parte de la comisión. Lo consideró, dijo, «un insulto abrumador» que le había «destrozado el corazón». Al principio le echó la culpa a su viejo amigo el canónigo John Collins, designado presidente, lugar que consideraba le correspondía a él. En realidad John Collins había librado una batalla sin éxito para lograr que le incluyeran. Luego Gollancz le asignó la responsabilidad a J. B. Pristley, atribuyendo su enemistad a una discusión que habían tenido sobre English Journey (Viaje por Inglaterra) de Pristley a principios de la década del treinta. En realidad Pristley fue tan sólo uno entre los fundadores que dijeron que no trabajarían con Gollancz a ningún precio.
Al final, casi todos los hombres encontraban insoportable la vanidad ególatra de Gollancz, en especial porque a menudo se manifestaba en desagradables estallidos de furia. En 1919 le había dicho a su cuñado que no podía decidir si sería rector de Winchester o primer ministro[38]. Tuvo la suerte en realidad de que su perspicacia comercial le permitiera crear una autocracia privada en la que nadie podía desafiarle y en la que su incapacidad para congraciarse a otros hombres no importaba tanto. Ruth Dudley Edwards cita una carta típica del archivo de Gollancz que evoca al hombre mejor que cualquier descripción. Le habían pedido, y él había aceptado, que diera una de las Conferencias Conmemorativos en honor del obispo Bell, el único hombre que se había opuesto firmemente a los bombardeos de área en Alemania. Pero apareció otro compromiso más atractivo y Gollancz canceló su presentación. El organizador, un tal Pitman, se molestó como es natural y le escribió una carta de reproche a Gollancz. Este respondió largamente y en términos enfurecido reprendía a Pitman «por escribir antes de que el sol se hubiese puesto sobre su ira», le explicaba con gran detalle la apabullante carga de compromisos que le habían llevado a cancelar la conferencia, objetaba en los términos más fuertes la afirmación de Pitman de que estaba «bajo obligación moral» de pronunciarla, y luego, entusiasmado en su tarea, seguía: «De hecho, comienzo a perder la paciencia mientras dicto, y debe decir que semejante observación es obviamente absurda».
Luego seguían dos párrafos más en los que acusaba a Pitman de ser «sumamente impertinente», y por fin: «Soy consciente de que comencé esta carta en un tomo moderado pero que la termino en uno inmoderado. También tengo conciencia de que, pese al consejo que le doy, en este momento no tengo ganas de permitir que el sol se ponga sobre mi ira, y por lo tanto doy instrucciones a mi secretaria para que envíe la carta enseguida». Esta diatriba ególatra pudo haber sido escrita, ceteris paribus, por un Rousseau, un Marx o un Tolstoi. ¿Pero no es posible detectar un atisbo de ironía con el que se burla de sí mismo? Es de esperar que sí.