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EDMUND WILSON:
«SALVADO DEL FUEGO»

EL caso de Edmund Wilson (1895-1972) es iluminador porque nos permite establecer una diferencia entre el hombre de letras tradicional y el intelectual de la especie que hemos estado examinando. Wilson puede ser descrito en realidad como alguien que comenzó su carrera como hombre de letras, se convirtió en intelectual en busca de soluciones milenaristas, y luego —ya más triste y más sabio— volvió a su interés juvenil por la literatura, su verdadero oficio. Cuando él nació, el literato estadounidense era ya una institución firmemente establecida. De hecho había tenido un ejemplar destacado en Henry James. Para Henry James la literatura era la vida. Rechazaba con desdén la opinión del intelectual seglar de que era posible trasformar al mundo y a la humanidad mediante ideas sacadas de la nada. Para él la historia, la tradición, la precedencia y las formas establecidas constituían la sabiduría heredada de la civilización y las únicas guías fiables para el comportamiento humano. James sentía un interés serio, si bien objetivo, por los asuntos públicos; y su gesto de adoptar la ciudadanía británica en 1915, identificándose así con una causa que consideraba justa, demostró que juzgaba correcto que el artista se comprometiera con las cuestiones importantes. Pero la literatura siempre ocupó el primer lugar, y quienes consagraban su vida a ella, los sacerdotes que cuidaban sus altares, no debían jamás prostituirse ante los falsos dioses de la política.

Wilson fue en el fondo un hombre de inclinaciones similares, aunque mucho más vigoroso e incorregiblemente norteamericano. A diferencia de James, vio a Europa, especialmente a Inglaterra, como fundamentalmente corrupta, y a Estados Unidos, con todas sus imperfecciones, como la corporización de un ideal noble. Eso explica por qué, bajo su caparazón tradicionalista, a veces luchaba por salir un activista. De todos modos, por nacimiento, medio ambiente y, por lo menos durante un tiempo, por inclinación siguió el camino de los jacobinos. Pertenecía a una inmensa familia presbiteriana de Nueva Inglaterra y en su infancia prácticamente no conocía a nadie fuera de ella. Su padre era abogado y había sido procurador general del estado de Nueva Jersey. Tenía los instintos de un juez y Wilson los heredó. Decía que su padre trataba a la gente «según sus méritos» pero «en cierta medida, de haut en bas; y como señaló Leon Edel, que se ocupó de la edición de los papeles de Wilson, la propensión a repreguntar a los querellantes literarios y juzgarlos despectivamente fueron los rasgos más marcados de Wilson como crítico»[1]. Pero también heredó de su padre un amor apasionado por la verdad y la decisión tenaz de encontrarla. Esto finalmente le salvó.

La madre era una verdadera filistea. Le gustaba trabajar en el jardín y se interesaba por el fútbol universitario. Hasta el final de su vida asistió a los partidos de Princeton. Su deseo era que Wilson fuese un atleta distinguido, y no se interesó en absoluto por lo que escribía. Quizá fuera mejor así, ya que se evitaron las tensiones destructivas que se interpusieron entre Hemingway y su madre inteligente y literata. Wilson fue a la Hill School, la escuela preparatoria de la Ivy League, y luego a Princeton de 1912 a 1915, donde recibió buenas enseñanzas de Christian Gauss. Pasó una temporada en un campamento del ejército y lo detestó, trabajó como periodista en el New York Evening Sun, fue a Francia con una unidad hospitalaria y terminó la guerra como sargento de Inteligencia.

Wilson siempre fue un hombre capaz de leer persistente y sistemáticamente. Sus notas muestran que entre agosto de 1917 y el Armisticio, quince meses después leyó más de doscientos libros: no sólo a escritores anteriores, como Zola, Renan, James y Edith Wharton, sino una amplia gama de contemporáneos, de Kipling y Chesterton a Lytton Stachey, Compton Mackenzie, Rebecca West, y James Joyce. Nadie leyó nunca con más profundidad y atención que Wilson; con su actitud de juez, leía como si sobre el autor pendiera una sentencia de muerte. Como escritor, sin embargo, fue mucho menos sistemático. Parecía incapaz de planear a largo plazo. Sus libros se desarrollaban y se alargaban, cuando no escribía ficción sus libros comenzaba n como simples ensayos, sus novelas como cuentos. Al empezar su capacidad de atención era la de un periodista; luego, a medida que se interesaba emocionalmente por el tema, su pasión judicial por descubrir la verdad le obligaba a profundizar más y más. Pero pasó algún tiempo antes de que descubiera qué quería hacer. En la década del veinte trabajó en Vanity Fair, luego en New Republic; intentó la crítica teatral en el Dial, y volvió a New Republic; escribió poesía, cuentos, una novela, I Thought of Daisy (Pensé en Daysy), y trabajó mucho en un estudio de los escritores modernos, Axel’s Castle (El castillo de Axel).

Llevó la vida privilegiada de un soltero de la Ivy League, probó brevemente (1923-25) el matrimonio con una actriz, Mary Blair, anduvo libre de nuevo, y se casó por segunda vez, con Margaret Canby, en 1929. Para entonces ya era un joven hombre de letras, con un amplio campo de intereses literarios y una reputación envidiable por su juicio agudo y objetivo.

La prosperidad de los años veinte fue tan espectacular, y pareció tan durable, que inhibió al radicalismo político. Hasta Lincoln Steffens, cuyo Shame of the Cities (Vergüenza de las ciudades) de 1904, una compilación de sus artículos sobre la corrupción, había sido un hito en la era progresista, sugirió que el capitalismo de Estados Unidos quizá fuera tan válido como el colectivismo soviético: «La raza se salva de una manera o de la otra y, creo, de las dos maneras»[2]. Nation comenzó una serie de tres meses escrita por Stuart Chase, sobre la continuidad de la prosperidad, cuyo primer episodio se publicó el miércoles 23 de octubre de 1929, cuando la primera gran baja del mercad. Pero cuando toda la magnitud de la bancarrota y la subsiguiente depresión se hicieron evidentes, la opinión intelectual rebotó en la dirección opuesta. Los escritores se vieron especialmente afectados por la depresión. En 1933 la venta de libros llegó sólo al 50 por ciento de la cifra de 1929. Little Brown, la vieja firma de Boston, describió el período 1932-33 como «el peor hasta ahora» desde que empezaron a publicar libros en 1837. John Steinbeck se quejó de que no podía vender nada en absoluto: «Cuando la gente está quebrada lo primero que suprime son los libros»[3]. No todos los escritores se inclinaron a la izquierda, pero la mayoría lo hizo, incorporándose a un movimiento amplio, vago, poco organizado y a menudo disputador, pero incuestionablemente radical. Al recordarlo, Lionesa Trilling vio la emergencia de esta fuerza a principios de la década del treinta como un momento crucial en la historia de Estados Unidos:

Puede decirse que creo la clase intelectual norteamericana tal como la conocemos ahora, con todo su gran tamaño e influencia. Fijo el carácter de esta clase como, a través de todas las mudanzas de opinión, predominantemente izquierdista. Y aparte de la opinión, la tendencia política en los años treinta definió el estilo de esta clase: de ese radicalismo vino la urgencia moral, el sentido de crisis, y la preocupación por la salvación personal que marcan la existencia de los intelectuales norteamericanos[4].

Trilling observó que la esencia de los intelectuales había quedado definida en la afirmación de W. B. Yeats según la cual uno no podía «esquivar» el «gran trabajo del intelecto espiritual», y que no había ningún trabajo tan grande como el que limpia la sucia pizarra del hombre.

El problema, añadió Trilling, era que en la década del treinta había demasiada gente ansiosa por revertir la actitud de James y de «frotar la pizarra para borrar todos los garabatos dejados por la familia, la clase, el grupo étnico o cultura, (y) la sociedad en general»[5].

Wilson fue arrastrado a esta multitud hirviente de intelectuales ansiosos de tener una tabula rasa en la que escribir de nuevo los documentos basales de la civilización. En el invierno de 1930-31 la conmovida y desmoralizada New Republic se había quedado sin una política, y fue Wilson quien entonces propuso que adoptara el socialismo. En «Una llamada a los progresistas» argumentó que, hasta la quiebra de Wall street, los liberales y progresistas norteamericanos habían estado apostando por El capitalismo para que promoviera el bienestar y creara una vida razonable para todos. Pero El capitalismo se había venido abajo, y él esperaba «que los norteamericanos estuviesen dispuestos ahora por primera vez a poner su idealismo y su genio para la organización en apoyo de un experimento social radical». Rusia actuaría como un retador de Estados Unidos, ya que el estado soviético tenía «casi todas las cualidades que los estadounidenses glorificaban: la eficiencia y economía extremas combinadas con el ideal de una proeza hercúlea a realizar gracias a la acción común en un ambiente de jactancia entusiasta, como una campaña del empréstito para la Libertad, la idea de lograr algo grande en cinco años»[6].

La comparación que hacía Wilson del Plan Quinquenal de Stalin con los préstamos para la Libertad muestra que inocente era, en esa etapa, el intelectual naciente. Pero se puso a leer todos los escritos políticos de Marx, Lenin y Trotski, con su acostumbrada energía stajanovista. A fines de 1931 estaba convencido de que los cambios deberían ser enormes y que los intelectuales debían encontrar soluciones políticas y económicas específicas y presentarlas en programas detallados. En mayo de 1932 proyectó, junto con John Dos Passos, Lewis Mumfor, y Sherwood Anderson, un manifiesto, formulado en los términos hieráticos de la teología política, en el que proponían «una revolución socioeconómica»[7]. A esto siguió en el verano una declaración personal de sus propias creencias, que comenzaba: «El próximo otoño me propongo votar por los candidatos comunistas en las elecciones». No parece que contemplara nunca incorporarse al partido comunista, pero consideraba a sus líderes «auténticos tipos norteamericanos» que, a la vez que insistían en «esa obediencia a una autoridad central sin la que es imposible un trabajo revolucionario serio», no «había perdido su comprensión de la situación norteamericana». El PC estaba en lo cierto al insistir en que «el pueblo empobrecido no tiene otra opción que hacerse cargo de las industrias básicas y administrarlas para el beneficio de todos»[8].

Wilson se daba cuenta de que él y sus amigos podían ser vistos como intrusos de buena posición que jugaban con la política de la clase trabajadora.

En realidad la percepción era justa. Aparte de leer obras marxistas, su contribución a la causa fue ofrecer un cóctel en honor de William Z. Foster, el líder comunista, en el que Foster respondió a las preguntas de los escritores recientemente radicalizados. Wilson citaba con deleite un esbozo de Walter Lippmann en su gran casa de Washington durante una tormenta, vestido de rigurosa etiqueta, «sosteniendo en la mano una pequeña sartén con la que trataba de solucionar una verdadera inundación provocada por una gotera en el techo», la imagen perfecta del intelectual enfrentándose impotente a una crisis[9]. Pero sin darse cuenta, da también un bosquejo igualmente revelador de sí mismo cuando da las gracias a su fiel sirviente negro Hatty, que había «agrandado y remendado maravillosamente» sus viejos pantalones de etiqueta para que pudiera ir a una fiesta en el consulado soviético para celebrar la «nueva constitución»[10].

Pero Wilson, que tenía una pasión genuina por la verdad, y a diferencia de prácticamente todos los intelectuales descritos en este libro, hizo de veras un esfuerzo prolongado, serio y sincero, para instruirse acerca de las cuestiones sociales sobre las que quería pontificar. Una vez que hubo terminado Axel’s Castle, en 1931, se especializó en la información desde el lugar del hecho, y escribió artículos desde todo Estados Unidos, que fueron recopilados más tarde en The American Jitters. (El desasosiego norteamericano), en 1932. Wilson era un buen oyente, un observador agudo y un registrador escrupulosamente preciso. Inspecciono la industria del acero en Bethlehem, Pennsylvania, y luego fue a Detroit para observar la industria del automóvil. Informó sobre una huelga textil en Nueva Inglaterra y sobre la minería en Virginia Oeste y en Kentucky. Fue a Washington, a través de Kansas y el Medio Oeste hasta Colorado, luego bajó a Nuevo Méjico y a California. Sus descripciones se destacan por no ser tendenciosas, por su don del detalle llamativo y su preocupación por lo normal, lo no político y lo extravagante, lo mismo que por la guerra de clases, y sobre todo por su interés por la gente a la vez que por las ideas, en suma, el opuesto exacto de la Condición de la clase obrera en Inglaterra de Engels. Henry Ford era «una rara combinación de grandeza imaginativa con vulgaridad, de mezquindad con una voluntad magnifica, de una llaneza y dureza del noroeste con una especie de distinción servicial». Wilson observó: «Amplio uso de polainas en Detroit». Tomó nota de anécdotas sobre peleas, crímenes y asesinatos que no tenían nada que ver con la crisis, describió el invierno en Michigan, la fantástica arquitectura de California y las haciendas para turistas de Nuevo Méjico. La esposa de John Barrymore era «un pequeño buñuelo blando». Una jovencita del Medio Oeste le dijo que ella «estaba aprovechando las últimas veinticuatro horas dEl capitalismo». Las viejas grúas cerca de la playa Laguna eran «como druidas de antaño con barbas que les cuelgan sobre el pecho». En San Digo un faro lejano que se encendía y apagaba le recordó «un pene expandiéndose rítmicamente en una vagina»[11].

En el terrible invierno de 1932, cuando hubo más de trece millones de desocupados, Wilson se unió a un gran grupo de intelectuales que aviando a observar la huelga del carbón en Kentucky, y escribió una descripción desgarradora de lo que vio.

Los escritores llevaron provisiones de emergencia, y el fiscal del condado les dijo: «Pueden distribuir toda la comida que quieran, pero en cuanto infrinjan la ley tendré el placer, además del deber, de enjuiciarlos». Wilson describió al novelista Waldo Frank amenazando al alcalde con publicidad. Frank: «La pluma, como dijo Shakespeare, es más poderosa que la espada». Alcalde: «Nunca me asusta la pluma de un bolchevique». A los intelectuales visitantes les registraron, a algunos le echaron a patadas, a otros les pegaron. En las oficinas del PC: «Gente deforme… jorobada que maneja el ascensor, con gafas, mujer con parte de la cara descolorida como por una quemadura pero con un crecimiento de alguna especie sobre la parte descolorida». Tenía un saludable escepticismo acerca del valor de ese tipo de visitas, y le escribió a Dos Passos: «Todo fue muy interesante para nosotros… aunque no creo que les haya servido de mucho a los mineros»[12].

El aspecto más notable del radicalismo de Wilson durante los años treinta fue cómo su independencia intelectual y su interés real por la verdad evitaron que se convirtiera, como Hemingway, en un dócil instrumento del PC. Como le dijo a Dos Passos, los escritores deberían formar su propio grupo independiente precisamente «para que los camaradas no puedan utilizarlos como incautos». Ya se había dado cuenta de que el intelectual radical de clase media tendía a carecer de una cualidad humana esencial, la capacidad de identificarse con su propio grupo social. En una nota sobre El carácter comunista (1933) señaló la debilidad del intelectual:

sólo puede identificar sus intereses con los de una minoría fuera de la ley… su solidaridad humana está sólo en su imaginación del progreso humano general una fuerza motivadora, sin embargo, cuyo poder no se debe subestimarlo que pierde en relaciones humanas inmediatas se ve compensado por su capacidad de ver más allá de ellas y de las personas con las que uno las tiene: la familia y los vecinos[13].

Para un hombre fuertemente interesado en la vida y el carácter humanos, como era Wilson, tal compensación no era suficiente. Sin embargo decidió estudiar el comunismo no sólo en sus orígenes teórico (ya estaba trabajando en lo que llegaría a ser una descripción importante de la historia marxista, To the Finland Station (A la estación de Finlandia); sino también en sus aplicaciones prácticas en la Unión Soviética. En ciertos aspectos hizo un esfuerzo por llegar a la verdad mayor que el de cualquier otro intelectual de la década del treinta. Aprendió a leer y hablar ruso. Conoció a fondo buena parte de su literatura en original. En la primavera de 1935 solicitó una beca Guggenheim para estudiar en Rusia, y le concedieron 2000 dólares. Viajó a Leningrado en un buque ruso y pronto pudo hablar con la gente. De Leningrado se trasladó a Moscú, y luego en un barco por el Volga hasta Odesa.

Las grandes purgas acaban de comenzar pero los visitantes todavía podían moverse con cierta libertad. Pero en Odessa cayó con escarlatina seguida de un ataque renal agudo. Pasó muchas semanas en un hospital de cuarentena, deteriorado y sucio, pero curiosamente placido, una mezcla de bondad y chinches, socialismo y sordidez. Muchos de los personajes podían haber salido directamente de las páginas de Pushkin todavía vivía. Le proporcionó una entrada en la sociedad rusa que no hubiese tenido de otra manera. El resultado fue que dejó Rusia con una creciente antipatía por Stalin y un incómodo escepticismo en lo que se refiere al sistema, pero con un enorme respeto por los rusos y una irresistible admiración por su literatura.

Es obvio que lo que impidió que Wilson mantuviera largo tiempo la postura del intelectual fue su incontenible interés por las personas y su renuencia a permitir que las ideas las eclipsaran. A fines de la década del treinta estaba recuperando todos sus instintos y las inquietudes del hombre de letras. Pero el proceso de su emancipación de los atractivos del marxismo y la izquierda no fue fácil. To the Finland Station creció y creció. Por fin fue publicada en 1940, y en la segunda edición Wilson denunció al stalinismo como «una de las tiranías más odiosas que el mundo haya conocido jamás». El libro en si es una mezcla, con pasajes que datan del periódo en que el impacto de Marx le dominaba intelectualmente. Es así que presenta juntas a las tres diatribas de propaganda de Marx. The Class Struggles in France (La lucha de clases en Francia) de 1948-50, The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte (El vigésimo octavo brumario de Luis Bonaparte), de 1852, y The Civil War in France (La guerra civil en Francia), de 1871 como «una de las grandes producciones fundamentales de la moderan ciencia-arte de la historia», cuando de hecho son una combinación sin escrúpulos de falsedades, ilusiones e invectiva, y sin valor histórico. Defiende o descarta el antisemitismo de Marx: «Si marx desprecia a su raza, lo hace sobre todo con la furia de Moisés al encontrar a los hijos de Israel bailando ante el becerro de oro». Describe la actitud de Marx hacia el dinero como surgida de un «idealismo casi maníaco» sin mencionar sus estafas a comerciantes, el que anhelara la muerte de los pariente, incluso su madre, las peticiones de préstamos sin la menor intención de devolverlos, o las especulaciones en Bolsa (es posible que Wilson no estuviera al tanto de esta última actividad). No le afligen en absoluto los sufrimientos que en aras de la causa de su ciencia-arte Marx infligía a su familia; puede imaginarse haciendo lo mimo, por lo menos en teoría.

¿Pero y en la práctica? Wilson carecía obviamente de la indiferencia hacia la verdad y la preferencia de las ideas sobre los hombres que señala al verdadero intelectual laico. ¿Pero poseía sin embargo el egotismo monumental que es, como hemos visto, igualmente característico del grupo? Cuando estudiamos este aspecto de su carácter y examinamos su comportamiento personal, las pruebas no son concluyentes. Wilson tuvo cuatro esposas. Se separó de la primera por acuerdo mutuo, ya que sus respectivas carreras resultaron incompatibles; conservaron una relación amistosa.

La segunda, estando en una fiesta en Santa Bárbara en septiembre de 1932 con tacos altos, tropezó y cayó de unos escalones y murió de fractura de cráneo. Durante su período marxistaruso más intenso permaneció solo, pero en 1937 conoció a Mary McCarthy, una joven escritora brillante diecisiete años más joven que él, y el año siguiente se casaron.

La tercera esposa añadió una nueva dimensión a la vida política de Wilson. Mary McCarthy era una mezcla extraordinaria de orígenes e inclinaciones. Venía de Seattle. Por parte de su madre tenía a la vez sangre judía y protestante de Nueva Inglaterra. Sus abuelos paternos habían sido grajeros irlandeses de segunda generación enriquecidos con el negocio de los elevadores de granos. Ella nació el 21 de junio de 1912 y tuvo luego tres hermanos menores; quedaron huérfanos. A ella la criaron primero unos tíos católicos tiránicos, y luego sus abuelos protestantes[14]. Su educación se llevó a cabo por un lado en un convento católico y por el otro en Vassar, la clásica y distinguida universidad de mujeres[15]. Como era previsible, emergió pedante y oliendo a tinta, una mezcla de monja consentida e intelectual. Su verdadera ambición era el teatro y se dedicó a escribir como un pis aller. Pero resultó muy buena y pronto gozó de reputación como crítica de extraordinaria agudeza, primero de libros y luego de teatro. Se casó con un actor escritor sin éxito, Harold Johnsrud, a quien pronto dejó atrás, y cuando el matrimonio se deshizo tres años después, hizo sus disección cuidadosa en un cuento soberbio, Cruel and Barbarous Treatment (Tratamiento cruel y bárbaro[16]). Su aventura siguiente en 1937 fue compartir un apartamento con Philip Rahv, el director ruso de nacimiento de Partisan Review, y esto la situó en el centro de la escena radical de Nueva York.

Ya se ha señalado el hecho, verdadero si bien paradójico, de que en los años treinta Nueva York «se convirtió en la parte más interesante de la Unión Soviética… la única parte del país en que podía manifestarse libremente la lucha entre Stalin y Trotski»[17]. La batalla se libró en gran medida en la Partisan Review y alrededor de ella. El partido comunista la fundó en 1934 e inicialmente la dominó. Pero Rahv, su director, era a su manera un espíritu ingobernable. Su educación formal concluyó a los dieciséis años, y a partir de entonces se manejó solo, durmiendo en los bancos de las plazas de Nueva York y leyendo en la Biblioteca Pública. A principios de la década del treinta, en la misma época que Wilson, se convirtió al marxismo y publicitó su conversión en An Open Letter to young Writers (Una carta abierta a los escritores jóvenes), en la que insistió: «Debemos cortar todos los lazos con esta civilización insana conocida como capitalismo»[18]. En Partisan Review dio con infalible certeza la nota prevaleciente de la época, el intelectual de clase media que desciende al nivel de obrero y campesino: «Me he quitado», escribió, «las vestiduras sacerdotales de la espiritualidad hipócrita que muestran los escritores burgueses, para convertirme en un ayudante intelectual del proletariado»[19]. Fue el gran organizador de lo que llamó «la guerra de la clase literaria», título de uno de sus artículos[20]. Pero rompió con los comunistas por los juicios de Moscú, que para él fueron fraudulentos.

Rahv era un consumado pastor del rebaño literario y extraordinariamente sensible a sus estados de ánimo colectivos. Suspendió la Partisan Review durante un tiempo para ver qué rumbo tomaba la opinión literaria, y luego la retomó como un órgano casi trotskista, y se encontró con que había adivinado bien: la mayoría de los escritores que importaban en ese ambiente estuvieron con él. Incluía a Mary McCarthy, que además se convirtió en su amante, un regalo que valía la pena, ya que era una joven bonita y vivaz[21].

Lo que la atrajo de la guerra Stalin-Trotski no fue la política en sí, sino el entusiasmo histriónico que generó. «Hay ahora», escribió James T. Farrel, el novelista de Chicago, «una barrera de sangre entre los partidarios de Stalin y los de Trotsky, y esa barrera de sangre parece un rio infranqueable»[22]. Earl Browder, el jefe del partido comunista, dijo que los trotskistas que se encontraban distribuyendo panfletos en las reuniones del PC deberían ser exterminados. Más adelante Mary McCarthy describió las oficina de la Partisan Review como un cuartel aislado en Union Square: «Toda la región era territorio comunista; “ellos” estaban en todas partes, en las calles, en las cafeterías, casi todos los edificios abandonados alojaban por lo menos a uno de sus grupos pantalla, o escuelas o publicaciones». Cuando Partisan Review se mudó a Astor Place compartió un edificio con New Mases del PC: «un encuentro con “ellos” en el ascensor, soportando su frío escrutinio mientras bajaban en silencio, era una perspectiva sobre la que a menudo hacían bromas, pero que se temía»[23]. Parece que esta guerra religiosa, con su atmósfera punzante de odium theologicum, le resultaba emocionante. De hecho es interesante ver de qué manera su educación moral católica sobrevivió como gazmoñería ideológica, por ejemplo en su negativa a hablar, almorzar o vincularse con alguien que violaba una de sus reglas, moral, intelectual o política, definidas a menudo en estrechos términos doctrinarios. Su conocimiento real de, o su interés por la política como tal, era escaso. Más adelante confesó que con frecuencia se había dejado llevar a sus posiciones políticas por farolear o por divertirse. Era demasiado crítica para ser una camarada en el sentido de los años treinta. Luego comparó a Trotski con Gandhi, demostrando que sabía poco de ambos. Aun entonces solía producir una conmoción en las fiestas de la izquierda al revelar un fondo monárquico cuando había bebido y mencionaba el brutal asesinato de la familia del zar[24]. Retrospectivamente no se la ve en absoluto como un animal político: primero sinsabor nada del comunismo, luego comunista, después casi por accidente trotskista; luego anticomunista; finalmente nada en absoluto salvo una izquierdista suave, de uso múltiple. Pero todo ese tiempo se mantuvo sumamente crítica, en parte por naturaleza, en parte por su educación en Crítica Literaria Inglesa; y en el fondo, no interesada por las ideas sino por la gente, y en consecuencia más la chica para un intelectual que una intelectual ella misma. Según la definición que estamos usando aquí.

¿Pero prefería ellas era la chica de un intelectual o la de un hombre de letras? No cabe duda que Rahv era un intelectual, pero no un hombre atractivo.

Si bien un experto en orientar lo que ha sido llamado «El rebaño de mentes independientes»[25]. Fue extraordinariamente reservado en cuanto a sus sentimientos íntimos. Según William Saroyana era «tan reservado que resultaba casi imposible conocerle». La misma Mary McCarthy observó: «Si no hay dos personas iguales, él era menos igual a otos que cualquiera»[26]. Norman Podhotretz afirmó más adelante que era un hombre «Con un gran apetito de poder»[27]. Además, este apetito se manifestaba en general ejerciendo su poder sobre otras personas, como su nueva amante descubrió rápidamente.

De modo que Mary McCarthy, un alma romántica que amaba la guerra de facciones de Nueva York, pero no se dejaba dominar fácilmente durante mucho tiempo, escapó de la influencia de Rahv y se encontró casada con Wilson. En teoría esto pudo haberse convertido en una alianza literaria, una unión intelectual con la distinción y permanencia de al asociación de Sartre con Beauvoir. En la práctica, sin embargo, se hubiesen necesitado dos personas muy diferentes para que tuviera éxito. Por cierto que la actitud de Wilson hacia las mujeres tenía algo en común con la de Sartre, es decir, era egoísta y explotadora. Su esclarecedor registro de una conversación con Cyril Connolly, escrito en 1956, sobre el tema de las esposas, revela que en su opinión la función primordial de una esposa era servir a su marido. Le dijo a Conolly que se deshiciera de su esposa, Barbara Skelton: «debería buscar otra clase de mujer, que le cuidara mejor». Conolly le contestó en realidad estaba tratando de seguir ese consejo y zafarse de alguna manera: «Todavía estoy pegado al papel atrapamoscas; he soltado casi toda mi pierna, pero no me he despegado del todo todavía». Estos dos hombres hablaban de esposas como de una especie de sirvienta superior[28].

Pero Wilson, a diferencia de Sartre, consideraba a las mujeres con recelo y una cierta dosis de temor. Las mujeres, como le dijo a un joven, eran «las representantes más peligrosas de esas fuerzas del conservadurismo» contra las que «toda la vida» del héroe literario «era una protesta». Y se protegía, así lo creía, adoptando una variante de la política usual de «franqueza» a las que los intelectuales están tan apegados: escribía en sus libretas largos pasajes en los que describía a sus mujeres en las posturas más íntimas, y en especial la relación sexual que mantenían con él. Wilson era escritor de ficción a la vez que crítico, y cuando adquirió el hábito de hacer anotaciones estaba muy sometido a la influencia del Majes Joyce de Ulises. Al parecer pensó que al escribir lo que ocurría podría exorcizar algunos de los terrores del sexo y el poder que tenía las mujeres sobre él. Escribió mucho sobre Edna St. Vincent Millay, la hermosa poetisa, su primero y quizá más grande amor, que le hipnotizaba. Describió cómo él y el joven que compartía su apartamento, John Peale Bishop, también enamorado de ella, habían llegado a un arreglo según el cual, obligados a compartirla, Bishop acariciaba la parte superior de su cuerpo y Wilson a inferior; ella los llamaba «los chicos del coro del infierno»[29]. Describió la compra de su primer preservativo: «Fui a una farmacia de la Greenwich Avenue y observé nervioso desde fuera para asegurarme de que no había mujeres dentro».

El vendedor le «presentó un preservativo de goma que recomendó como muy bueno, inflándolo como un globo para demostrarme que seguro era». Pero explotó «y esto resultó ser algo así como un presagio». Describió su contagio de una enfermedad venérea. Afirmó que fue «una víctima de muchos de los peligros del sexo… abortos, gonorrea, complicaciones, un corazón roto»[30]. Sentía un interés horrible por las prendas de las mujeres debían quitarse para que él pudiera entrar: quitarse «uno de esos malditos corsés» era «como comer mariscos»[31].

Muchos de los pasajes más despiadados se refieren a su segunda esposa, Margaret «de pie, sin ropa, en la sala de estar de la calle 12, con su amplio pecho redondeado y blando (piel blanca)». Tenía «un cuerpo pequeño y bajo cuando la abrazaba de pie descalza, desnuda, caderas gordas y grandes pechos blandos y gran torso y pies pequeños». También observó «pequeñas manos fuertes, como zarpas (con un apretón fuerte)… Cuando estaba acostada en la cama por cada esquina salían brazos y piernas, zarpas de tortuga». Describió cómo hicieron el amor en un sillón, ella con su disfraz del Baile de Meaux Arts, «fue algo difícil de lograr ella había pasado una pierna por encima de un brazo», o «la vez que se quitó el vestido y su ropa interior salió con él…». «Soy una de esas chicas siempre listas», dijo[32]

Además hubo encuentros adúlteros. Una mujer «me impresionó bastante cuando me dijo que quería que le pegara; a uno de sus amigos, le dijo le gusta pegar a su mujer con un látigo. Compré un cepillo para cabello con cerdas de alambre… y primero la raspé y luego le pegué con él. Me resultó más bien difícil, quizás a causa de inhibiciones. Luego ella me dijo que había tocado profundamente». Otra «creía que el pene de los hombres siempre estaba duro, porque siempre que se le acercaban lo bastante como para que ella se diera cuenta estaba así». Una prostituta que encontró en la calle Curzon «trabajaba con energía y autoridad». Muchas mujeres, demasiadas quizá para que sea creíble, manifiestan admiración: «¡Has estado fantástico!». Y cosas así[33].

Elena, su cuarta esposa, recibió el mismo tratamiento. Durante la compaña electoral de 1956: «… nos sentamos en el diván y escuchamos a (Adlai) Stevenson haciendo su campaña en Madison Square Garden, empecé a tocarla —estaba medio sentada— y abrió las piernas y le encantó… cuando terminaron pasamos a algo más activo». Continúa: «Ahora parecería que nunca tengo bastante». En Inglaterra, harto de «la ranciedad monástica» de All Souls, en Oxford, volvió de prisa a Londres donde «Salté sobre Elena, que se había ido a la cama»[34].

En las libretas que llevó durante su tercer matrimonio, con Mary no había nada de este material casi pornográfico, o por lo menos no ha sido publicado. La unión duró desde febrero de 1938 hasta final de la guerra, pero parece que fue un fracaso desde el principio. Sartre quizás trato a Beauvoir como una esclava, pero nunca le dijo qué debía escribir. Wilson, sin embargo insistió en que mccarthy escribiera ficción, y la trato como a una alumna inteligente que necesitaba una supervisión académica.

Al parecer ella se casó con él ante su insistencia, y como esposo le encontró dominante: emitía no tanto opiniones como juicios, que ella llamaba «la Versión Autorizada». Wilson bebía mucho y cuando estaba borracho a veces se ponía violento, y su espíritu vehemente se rebelaba. Más adelante, en sus cuentos figuraron hombres pelirrojos, borrachos y agresivos (Wilson tenía el pelo rojo, aunque sus ojos eran castaños), y también mujeres con los ojos amoratados y golpeadas por sus maridos[35].

El matrimonio se prolongó hasta 1946, pero la ruptura crítica tuvo lugar en 1944 tal como la describió la propia Mary McCarthy en su declaración durante la solicitud de separación. Habían ofrecido una fiesta para dieciocho personas: todos se habían ido ya y ella estaba lavando los platos:

Le pedí que sacara la basura. Él me contestó: «Sácala tú misma». Empecé a sacar dos cubos de basura grandes. Mientras salía por la puerta de alambre tejido. Se inclinó con ironía, repitiendo: «Sácala tú misma». Le di una bofetada, no terriblemente fuerte, salí y vacié los cubos, luego subí. Me llamó y bajé. Se levanto del sofá, tomo impulso y me pegó en la cara y en todo el cuerpo. Me dijo: «Crees que eres desdichada conmigo. Bien, te daré algo para que te sientas desdichada». Salí corriendo de la casa y me metí en mi coche[36].

Luego describió la pelea por la basura en su A Charmed Live (una vida encantada) de 19655, en la que Martha vive aterrorizada por el pelirrojo Miles Murphy: «Nadie, salvo Miles, la había amedrentado tanto jamás… con Miles había hecho sostenidamente todo lo que odiaba». Cuando Mary McCarthy le escribió a Wilson diciéndoles que Miles no era él, le respondió que no había leído el libro, pero «supongo que es sólo otro de tus malignos irlandeses de pelo rojo».

La verdad es que Mary McCarthy tenía un carácter demasiado fuerte y un talento tan característico que no podía ser una compañera satisfactoria para un personaje tan olímpico y exigente. Quizás al principio ella prolongara su intervención en la política de izquierda, pero finalmente, con su espíritu independiente ayudó a que le llegara a disgustar la idea de las posturas progresistas prescritas. Su partida marcó el momento en que él dejó de ser un intelectual y retomó el papel, mucho más compatible con su temperamento, de hombre de letras. En 1941 había comprado una gran casa antigua en Wellfleet, Cape Cod, y luego heredó la mansión de piedra de la familia en la zona norte de Nueva York, y a partir de entonces alternó majestuosamente entre las dos. Según las estaciones. Elena, su cuarta esposa, se llamaba Hélène-Marthe Mumm; era hija de un viñatero, descendiente de alemanes, de la zona del champaña de Rheims. Escribió con satisfecha aprobación; que «Su temple animal franco y desinhibido contrastaba con sus modales formales y aristocráticos»; le resultó «un gran alivio» y comenzó «a funcionar con normalidad de nuevo».

Le manejaba sus casas con cierta dosis de disciplina al viejo estilo europeo, e introdujo comodidad y elegancia en su vida. Él aceptó esta rutina con satisfacción, trabajando con su acostumbrada concentración despiadada todo el día, en pijama y bata, para luego aparecer a las cinco de la tarde, para lo que llamaba «la cita social», con un traje bien planchado, camisa limpia y corbata.

El 19 de enero de 1948 hizo una anotación sobre su nueva vida como miembro de la clase media alta con inclinaciones literarias. Había salido a caminar con los perros: «tenía muy buen aspecto sobre la capa de nieve». El pantano parecía «amplio, rubio y suave a la luz del cielo crepuscular de Cape Cod». Había tenido «un buen día de trabajo» y había «bebido dos vasos de buen whisky». Ahora «estaba en la casa gozando su luminosidad y ambiente agradable, con la ventana saliente del comedor, el brillo de dos candelabros…»[37] Años después m escribió un ensayo, «El autor a los sesenta», que es, en su tomo tranquilo, un himno a la importancia de la tradición y la continuidad. «La vida en Estados Unidos», escribe, «está muy sometida a separaciones y frustraciones, derrumbes catastróficos y agotamientos graduales». En su juventud se sintió amenazado con este destino, pero ahora, «a mis sesenta y un años, encuentro que una de las cosas que más me gratifican es el sentido de mi continuidad». Estaba de vuelta en el campo, «rodeado por los libros de mi niñez y de muebles que pertenecieron a mis padres». ¿Estaba entonces, sólo en «un rincón del pasado»? En absoluto: estaba «en el centro de las cosas, ya que el centro sólo puede estar en la propia cabeza, y mis sentimiento e ideas pueden ser compartidos por muchos»[38]. He aquí un enfoque de la vida no demasiado distante del de Henry James.

Sin embargo vale la pena observar que Wilson retuvo, aun en su reencarnación como caballero literato, por lo menos algunas de las características que le habían empujado a la vida intelectual radical. Era un hombre que en general buscó la verdad con seriedad. Pero en su mente había áreas de prejuicio en las que mantenía la verdad a raya con gran ferocidad. Su anglofobia, una amalgama de antiimperialismo, odio al sistema de clases inglés y mera inseguridad, sobrevivió al declinar todos los demás impulsos radicales. Observa (muy en serio): «De los británicos se dice que calladamente pero con cuidado están haciéndose cargo de la industria del cáñamo». La clase de hecho, o no hecho, que un cónsul francés de segundo orden podría informar. Determinó cuidadosamente su posición en el «desaire de Oxford», la «malicia competitiva de los ingleses», «las dos manera que tiene de decir si», la fría y la insincera, el hecho de «tener una palabra especial, “Civil”, para lo que en otras partes es simplemente cortesía común», su propensión a «fomentar la violencia», y su «reputación internacional de hipócritas». Se refiere a la «pérfida Albion», la morgue anglaise y confiesa: «Aquí me he vuelto tan antibritánico que he comenzado a sentir afecto por Stalin porque les está haciendo difíciles las cosas a los ingleses»[39].

De otra visita a Inglaterra en 1954 tenemos no sólo su propio relato envenenado, sino también un delicioso esbozo de Isaiah Berlin, que fue su anfitrión en All Soul. «Mi política presente en Inglaterra», anunció, iba a ser «discretamente agresiva». Le agradó descubrir que los intelectuales ingleses eran todavía más «provincianos», y «aislados» que antes, que Oxford estaba «empobrecida y ruinosa, escrofulosa y leprosa». Su habitación en All Soul era «una celda pequeña y desolada como una pensión de cuarta clase en Nueva York» y los sirvientes de la universidad eran «obviamente desleales». En una fiesta conoció a E. M. Forster, «un pequeño hombrecito que a primera vista parecía un empleado o el vendedor en una casa de óptica», y dijo agresivamente que, si bien compartía el entusiasmo de Forster por sus tres libros favoritos, La guerra y la paz, la Divina Comedia y Ascenso y caída, de Gibbon, «cería que Das Capital casi pertenecía a la misma categoría». Fue una observación sorprendente para que la hiciera un hombre de letras, a diferencia de un intelectual, y Wilson tomó nota de que había «desconcertado» a Forster, como era natural. Forster se desquitó sacando a relucir con rapidez el inofensivo tema de Jane Austen, para luego escabullirse: «bueno, no debo apartarlo de los demás,» frase cuya ironía al despedirle Wilson felizmente no percibió[40]. Cundo Berlin le preguntó si le había «desagradado toda la gente de letras que había conocido en Londres», Wilson contestó: «No, los que más me gustaron fueron Evelyn Waugh y Cyril Connolly». «¿Por qué? ¿Por qué me parecieron muy desagradables?»[41].

La hostilidad personal de Wilson hacia otros escritores fue, en verdad, otra característica que compartió con muchos intelectuales: ni siquiera un Marx hubiese podido registrar sus impresiones sobre ellos con más malicia. La cabeza de D. H. Lawrence era «desproporcionadamente pequeña. Se veía que pertenecía a una casta inferior, alguna raza sin madurar, degenerada, de las minas de carbón». Hay un horrendo retrato de Scott Fitzgerald, patéticamente borracho, tirado en el suelo en un rincón, de Robert Lowell loco y maníaco, de E. E. Cummings con su voz «femenina», de W. H. Auden «corpulento y mundano… de pronto empezó a contarnos que no servia para la flagelación». Dorothy Parker se pone demasiado perfume barato. Van Wyck Brooks «no comprende la gran literatura», Cyril Connolly «nunca escucha las ocurrencias o historias de otro». T. S. Eliot tenían un «bribón» metido dentro en alguna parte, los Sitwell «no eran nada interesantes»[42]. Dentro del juez olímpico había una buena cantidad de odio.

También hubo una falta de equilibrio en cuanto a los asuntos comunes del mundo que encontramos una y otra vez entre los intelectuales y que persistió en Wilson mucho después de haber roto con ellos. Salió a la luz de pronto y desastrosamente en la agria batalla entre Wilson y los funcionarios del Servicio de Rentas Internas de Estados Unidos, sobre los que escribió un libro indignado. Su problema era muy simple: entre 1945 y 1955 no presentó las declaraciones de impuesto a las ganancias, un delito grave en Estados Unidos, como en la mayoría de los países. De hecho en Estados Unidos se castiga generalmente con tanta severidad, con multas y prisión, que la primera vez que Wilson confesó su delito a un abogado «me dijo enseguida que evidentemente yo estaba en un lío tal que lo mejor que podía hacer era cambiar de ciudadanía»[43]. Los motivos que adujo para justificar su falta de cumplimiento de la ley impresionan por débiles. Durante la mayor aparte de su vida adulta había trabajado por su cuenta. A fines de 1943 consiguió un trabajo permanente en New Yorker, donde le retenían el impuesto de su sueldo. En 1946 publicó Memoir of Recate Country (Memorias el país de Hecate) su único gran éxito comercial. Hasta entonces sus mayores ganancias habían sido 7500 dólares como director asociado de New Republic. De todos modos en ese año se caso de nuevo, y tuvo que pagar los gasto de dos divorcios. Para eso utilizó el dinero de Hecate. Dijo que tenía la intención de ponerse al día con sus obligaciones positivas, ya que el libro seguía vendiéndose bien y ahora le entraba dinero de ahí. Pero de pronto surgió un problema de obscenidad y ya no hubo más dinero de ahí. En consecuencia: «Pensé que antes de presentar las declaraciones por los años a partir de 1945 sería mejor esperar a que estuviera ganando más dinero». Eso ocurrió en 1955, cuando en New Yorker publicó su muy admirado estudio de los Manuscritos del Mar Muerto, que se convirtió en un libro de éxito. Fue entonces cuando acudió al abogado de impuestos, cuyo consejo le impresionó: «No tenía idea entonces de que nuestros impuestos fueran tan altos ni de la severidad de las penas por no presentar las declaraciones del impuesto a las ganancias»[44].

Esta fue una confesión extraordinaria. Se trataba de un hombre que había escrito extensamente sobre problemas sociales, económicos y políticos durante la década del treinta y que había ofrecido consejos vehementes a las autoridades acerca de los gastos públicos excesivos y la nacionalización de las principales industrias. También había publicado un libro extenso, A la Estación Finlandia, en la que delineaba con entusiasmo el desarrollo de ideas destinadas a revolucionar la posición de la gente apoderándose de los bienes de la burguesía. ¿Cómo creía que el estado costeaba sus cuantiosos gastos durante el New Deal que él tanto aprobaba? ¿No sentía que era responsabilidad personal de todos lograr el éxito de esas reformas, esencialmente de los que, como él mismo, habían manifestado una obligación moral directa hacia los menos favorecidos? ¿Y qué pasaba con la frase marxista que él avalaba, «De cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad?». ¿O es que pensaba que eso se aplicaba a los otros pero no a él? ¿Era el caso, en resumen, de un radical que apoyaba a la humanidad en genera, pero no pensaba en los seres humanos en particular? De ser así, estaba en buena, o mejor dicho, mala compañía, ya que Marx no parece que pagara jamás un penique del impuesto a los réditos en su vida. La actitud de Wilson fue, de hecho, un ejemplo llamativo del intelectual que, mientras le dice al mundo cómo de be conducir sus asuntos, en un tono de considerable autoridad moral, piensa que las consecuencias prácticas de su consejo no tienen nada que ver con aquellos como él… son para la «gente común».

A dos abogados y varios contables les llevó cinco años arreglar las cuentas de Wilson con el Servicio de Rentas Internas. Naturalmente, El SRI le hizo pasar un mal rato. Le debitaron 69 000 dólares, resultado de un interés del 6 por ciento durante diez años, más el 90 por ciento de penalidades legales: 50 por ciento por fraude, 25 por ciento por morosidad, 5 por ciento por falta de registro y 10 por ciento por declaración insuficiente de renta. Pero fue un trato comparativamente suave, ya que Wilson pudo haber ido a la cárcel por un año por cada falta de presentación. Además, coco alegó pobreza y tenía que pagar 16 000 dólares de honorarios legales, el SRI se contentó con un ajuste de compromiso de 25 000 dólares. De modo que hubiese debido considerarse afortunado. En cambio Wilson escribió su diatriba, The Cold War and the Income Tax: a Protest (La guerra fría y el impuesto a las ganancias: protesta). Fue en todos los sentidos una respuesta irracional a sus problemas. Le habían proporcionado una visión aterradora de la dureza del estado moderno en su aspecto más beligerante —en el papel de recolector de impuestos— pero esto no debió resultar una sorpresa para un hombre imaginativo que se había dedicado a estudiar el estado en la teoría y en la práctica. La persona que está en la posición moral más débil para atacar al estado es quien ha ignorado en gran medida su potencial para el mal mientras apoya enérgicamente su expansión por razones humanitarias y sólo se siente estimulada a protestar cuando choca con ella por culpa de su propia negligencia. Eso describe exactamente la posición de Wilson. En su libro trató de eludir sus propias incongruencias con el argumento de que la mayor parte del impuesto a las ganancias iba a gastos de defensa inducidos por la paranoia de la Guerra Fría. Pero él no había pagado tampoco el impuesto estatal a las ganancias, y ese no iba para la defensa. Tampoco reconoció que, para cuando llegó a un arreglo, una proporción cada vez mayor del impuesto federal a las ganancias se destinaba a la asistencia social. ¿Era justificable desde un punto de vista moral evadir eso también? En resumen, el libro nos muestra a Wilson bajo su pero aspecto y nos lleva a agradecer que, en general, dejar de ser un intelectual político cuando tuvo cuarenta años.

Lo cierto es que, al volver a su verdadero papel de hombre de letras, la madurez de Wilson fue notablemente productiva. Incluyó Los manuscritos del Mar Muerto (1955), Apologie to the Iroquois (Disculpas a los iroqueses), de 1959, Sobre la confederación de indios, Patriotic Gore (Sangre Patriótica), de 1962, sobre la literatura de la guerra civil norteamericana. Estos libros, y otras obras, se caracterizan por su coraje además de la laboriosidad (escribir sobre los manuscritos le requirió aprender el hebreo) y por una preocupación sostenida e implacable por la verdad. Eso por sí solo lo diferenció de la mayoría de los intelectuales. Pero lo hizo aun más la forma en que la investigación y los escritos de Wilson se centraron alrededor de un interés fuerte, cálido, penetrante y civilizado por la gente, en grupos y como individuos. Fue el mismo interés que dio color y vivacidad a su crítica literaria y la hizo tan agradable. Porque en sus mejores momentos Wilson tuvo en primer lugar en su mente la comprensión de que los libros no son entidades incorpóreas, sino que emanan de los corazones y cerebros de hombres y mujeres vivos, y que la clave para su comprensión está en la interacción del tema con el autor.

La crueldad de las ideas deriva de la suposición de que se puede torcer a los seres humanos para que se adecuen a ellas. El beneficio del gran arte consiste en la manera en que progresa de la iluminación individual a la generalidad. Cuando comentaba a Edna St Vincent Millay, sobre quien escribió con un brillo conmovedor, Wilson produjo la definición perfecta de cómo debe funcionar un poeta:

Al dar expresión suprema a la experiencia personal sentida profundamente, pudo identificarse con la experiencia humana más general y presentarse como portavoz del espíritu humano, anunciando sus dificultades y sus vicisitudes, pero como maestra de la expresión humana, a través del esplendor de la expresión misma, situándose más allá de las perplejidades, opresiones y pánicos comunes[45].

El humanismo de Wilson le permitió comprender esos procesos y le salvó de la falacia milenarista.