La madre de Danny se inclinó sobre él al tiempo que subía el cobertor hasta cubrirle el pecho.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó cariñosamente.
Habían transcurrido dos horas. Los enfermeros, que llegaron poco después de los bomberos, habían atendido a Danny. Dijeron a la preocupada madre que su hijo sufría una intoxicación provocada por el humo y que tenía varias quemaduras de poca importancia.
Después de curar las quemaduras, llevaron a casa a Danny y la señora Anderson en una ambulancia.
Danny se encontraba ahora tumbado en la cama, mirando fijamente a su madre, todavía atur-dido y bastante débil. La señora Quilty estaba en una esquina de la habitación, con los brazos doblados tensamente y hecha un manojo de nervios, mirando en silencio. Había acudido a toda prisa para ver qué era todo aquel alboroto.
—Estoy…, estoy bien, supongo —dijo Danny acomodándose en la almohada—. Sólo un poco cansado.
La madre de Danny se apartó un mechón de pelo rubio de la frente mientras miraba a su hijo para leer en sus labios.
—¿Cómo conseguiste salir? ¿Cómo lograste salir de la casa?
—Fue Hannah —le dijo Danny—. Hannah me sacó.
—¿Quién? —preguntó la señora Anderson con cara de confusión—. ¿Quién es Hannah?
—Ya sabes —respondió Danny con impaciencia—, la chica de la casa de al lado.
—No hay ninguna chica en la casa de al lado —repuso su madre—. ¿Verdad que no, Molly? —añadió, volviéndose hacia la señora Quilty.
Ésta negó con la cabeza y dijo:
—La casa está vacía.
Danny se incorporó en la cama.
—Se llama Hannah Fairchild. Me ha salvado la vida, mamá.
La señora Quilty lo miró compasiva y añadió:
—Hannah Fairchild es la chica que murió hace cinco años. Pobre Danny, me temo que desvaría un poco.
—Échate y no te preocupes —dijo la madre empujándolo suavemente para que se recostara en la almohada—. Descansa un poco y te encontrarás mejor.
—Pero ¿dónde está Hannah? ¡Hannah es mi amiga! —insistió Danny.
Hannah observaba la escena desde el camino de la casa.
Se dio cuenta de que las tres personas que había en la habitación no podían verla.
Había salvado la vida de Danny y ahora la habitación y las personas que la ocupaban empezaban a desvanecerse. Poco a poco todo se volvía borroso, casi imperceptible.
«Tal vez por eso mi familia y yo hemos vuelto al cabo de cinco años —pensó Hannah—. Quizás hemos vuelto para salvar a Danny de morir en el incendio.»
—Hannah… Hannah… —dijo una voz, una voz dulce y familiar que sonaba lejana.
—¿Eres tú, mamá? —preguntó Hannah dando un grito.
—Ha llegado la hora de volver —susurró la señora Fairchild—. Debes marcharte ya, Hannah. Es hora de volver.
—De acuerdo, mamá.
Miró dentro del dormitorio y vio a Danny tendido tranquilamente en la cama, con la cabeza apoyada en la almohada. La imagen empezaba a emborronarse.
Hannah miró, entornando los ojos, la densa semioscuridad de la casa. Y notó que la casa y la tierra, también estaban desapareciendo de su vista.
—Vuelve, Hannah —musitó su madre—. Vuelve con nosotros.
Hannah notó que empezaba a levitar. Mientras se elevaba, miró hacia abajo porque sabía que sería la última vez que dirigiese la mirada a la tierra.
—Le veo, mamá —dijo llena de emoción mientras se limpiaba las lágrimas de las mejillas—. Veo a Danny en su habitación. Pero la luz es cada vez más débil. Muy débil.
—Hannah, vuelve. Vuelve con nosotros —le dijo su madre en voz baja llamándola desde casa.
—Danny… ¡recuérdame! —gritó Hannah al ver claramente la cara de Danny entre la nebulosa oscuridad.
¿Pudo oírla Danny?
¿Pudo oír cómo le llamaba?
Hannah confió en que así fuese.