Hannah intentó gritar, pero no conseguía emitir sonido alguno.
Mientras trataba de liberarse, se dio cuenta de que había pisado una manguera de jardín enrollada.
Espiró sonoramente, sacó el pie de la manguera y recorrió muy despacio el resto del camino hasta llegar a la ventana abierta.
El lado de la casa donde se encontraba estaba sumido en la oscuridad. La ventana era demasiado alta para que Hannah pudiese mirar dentro de la habitación.
De pie junto a la ventana, Hannah oía el ruido que hacían los chicos al pisar con las zapatillas de deporte las tablas de madera del suelo. Oía voces susurrantes y risas agudas y sofocadas.
Con el cuerpo tenso por el miedo, Hannah se preguntó qué estarían haciendo allí dentro y si no se daban cuenta del lío en el que podían meterse.
De pronto, unas luces intensas iluminaron el lateral de la casa y Hannah se echó bruscamente hacia atrás profiriendo un grito de espanto.
Enseguida se tiró al suelo y empezó a dar vueltas. Luego vio unos faros encendidos a través del seto. Eran las luces de un coche que apuntaban hacia el camino.
¿Sería el señor Chesney, que regresaba a casa?
¿Llegaría a tiempo para pillar a los tres intrusos en su casa?
Hannah abrió la boca para advertir a los tres muchachos, pero la voz no llegó a salir de la garganta.
Las luces del coche pasaron de largo y la oscuridad volvió a adueñarse del jardín.
El coche siguió su camino en silencio.
Hannah se dio cuenta de que no era el del señor Chesney.
Se puso de pie no sin dificultad y volvió al lugar que ocupaba bajo la ventana. Decidió que debía hacer que los chicos se dieran cuenta de que estaba allí. Tenía que conseguir que salieran de la casa.
—¡Danny! —gritó, colocando las manos alrededor de la boca para hacer bocina—. ¡Salid! Vamos…, ¡salid ya!
La sensación de pánico le pareció insoportable. Volvió a gritar hacia la ventana:
—¡Salid! Daos prisa… ¡por favor!
Oía las voces apagadas en el interior de la casa y el roce de las zapatillas contra el suelo.
Estaba mirando hacia la ventana cuando de pronto vio encenderse una luz, anaranjada y débil al principio, pero más intensa después.
—¿Estáis locos? —les gritó—. ¡Apagad las luces!
¿Por qué diablos encendían las luces?
¿Acaso querían que los pillaran?
—¡Apagad las luces! —repitió Hannah con voz aguda, estridente y asustada.
Pero la luz naranja se hizo más brillante y se volvió de color amarillo intenso.
Y al mirar, horrorizada, Hannah advirtió que la luz estaba parpadeando.
No era la luz de una lámpara.
Era el resplandor producido por un fuego.
¡Fuego!
¡Habían prendido fuego!
—¡No! —gritó, llevándose las manos a las mejilla —. ¡No! ¡Salid! ¡Salid de ahí!
Empezó a oler a humo y en el cristal de la ventana vio el reflejo de las llamas.
Se puso a gritarles de nuevo, pero dejó de hacerlo al ver que una sombra se movía por la pared de la casa dirigiéndose a donde ella estaba.
Hannah se calló y miró fijamente la pared.
Y allí vio la figura oscura, más negra que la misma noche, con los ojos rojos refulgiendo en la negrura de su rostro.
Se movía lentamente hacia donde estaba ella, flotando con rapidez sobre el césped alto y salpicado de malas hierbas. Parecía que, al acercarse, sus ojos rojos brillaban más.
—Hannah… ¡aléjate! —dijo la sombra móvil con voz tan áspera como el crujir de hojas secas.
—Hannah… ¡aléjate!
—¡Nooooooo! —exclamó ella emitiendo un gemido de terror al acercarse la sombra. Súbitamente, notó que un escalofrío le recorría todo el cuerpo.
—¡Noooo!
—Hannah… Hannah…
—¿Quién eres? ¿Qué quieres?
Detrás de ella se oía el crepitar de las llamas. Desde la ventana abierta se veía parpadear la luz amarilla tras una cortina de humo negro.
Con los ojos flameantes y brillando cada vez más, la figura espectral se elevó unos centímetros y se deslizó para seguir acercándose. Extendió ambos brazos y se dispuso a tirar de ella.