El señor Chesney cogió a Danny por los hombros y lo apartó del buzón.

Al hacerlo, Danny arrancó una de las alas de madera y la dejó caer al suelo cuando el señor Chesney le empujó a un lado.

—¡Gamberros! —dijo balbuceando el señor Chesney, con los ojos abiertos como platos por la rabia que sentía—. Sois unos…

—¡Déjele en paz! —gritó Hannah desde el otro lado de la calle. Pero el miedo apagó su voz y el grito se transformó en un susurro.

Danny se libró del hombre con un gruñido estruendoso.

Sin decir una sola palabra, los tres chicos echaron a correr a toda velocidad por el centro de la calle oscura, haciendo un ruido sordo al golpear fuertemente el pavimento con las zapatillas de deporte.

—¡Me acordaré de vosotros! —gritó el señor Chesney tras ellos—. Me acordaré de vosotros. Ya nos veremos las caras. Y la próxima vez, ¡cogeré la escopeta!

Hannah vio que el señor Chesney se agachaba para recoger el ala de madera rota y la examinaba meneando la cabeza con gesto de enfado.

Luego Hannah empezó a correr en la misma dirección que los chicos, recorriendo oscuros jardines de casas ocultos tras setos y arbustos bajos.

Al poco rato los vio doblar una esquina, sin dejar de correr. Manteniéndose a una distancia prudencial, Hannah les siguió y cruzó la plaza principal, que a esa hora estaba desierta y a oscuras. Incluso la heladería Harder había cerrado y las luces del interior ya estaban apagadas, contrastando con el resplandor rojo del letrero del escaparate.

Dos perros callejeros grandes y desgarbados, flacos y peludos, cruzaron la calle frente a los chicos, trotando lentamente, dispuestos a iniciar su acostumbrado paseo nocturno. Al pasar los tres amigos junto a ellos, los perros no les prestaron atención alguna.

A medio camino de la siguiente manzana, vio a Fred y a Alan desplomarse al pie de un árbol oscuro y tumbarse despatarrados en el césped, riendo tontamente mientras dirigían la mirada al cielo.

Danny se hallaba apoyado contra el tronco de un árbol y jadeaba ruidosamente.

Fred y Alan no podían dejar de reír.

—¿Visteis la cara que puso cuando esa estúpida ala se cayó? —preguntó Fred gritando.

—¡Pensé que se le iban a salir los ojos! —exclamó Alan divertidísimo—. ¡Creí que la cabeza le iba a explotar!

Danny no participaba de las risas. Se frotó suavemente el hombro derecho y dijo:

—Me ha hecho daño de verdad cuando me ha cogido por el hombro.

—¡Deberías denunciarle! —sugirió Alan.

Fred y Alan se desternillaron de risa y se sentaron para chocar las manos.

—No, de verdad —dijo Danny quedamente sin dejar de frotarse el hombro—. Me ha hecho daño de verdad. Cuando me cogió y me dio la vuelta, pensé que…

—Qué mierdoso —dijo Fred meneando la cabeza.

—Tendremos que devolvérsela—añadió Alan—. Tendremos que hacerlo.

—Quizá sería mejor no acercarse a su casa —dijo Danny respirando todavía con dificultad—. Ya oísteis lo que dijo de coger su escopeta.

Los otros dos chicos se rieron despectivamente.

—Sí, claro. Seguro que saldría detrás de nosotros con una escopeta —dijo Alan mofándose mientras se quitaba de su pelo ralo algunas briznas de césped.

—El respetable jefe de Correos de la ciudad disparando a unos niños inocentes —dijo Fred riendo con disimulo—. Imposible. Sólo trataba de asustarnos. ¿Verdad, Danny?

Danny dejó de frotarse el hombro y miró con el entrecejo fruncido a Alan y Fred, que seguían sentados en el césped.

—No lo sé.

—¡Oooh, Danny está asustado! —gritó Fred.

—No tendrás miedo de ese viejo imbécil, ¿verdad? —inquirió Alan—. Que te cogiera por el hombro no quiere decir que…

—No lo sé —interrumpió Danny enfadado—. A mí me pareció que el viejo había perdido bastante el control. ¡Estaba tan cabreado! No sé, a lo mejor es capaz de dispararnos para proteger su maravilloso buzón.

—Apuesto a que podríamos cabrearlo mucho más —dijo Alan con calma, poniéndose de pie y mirando fijamente a Danny.

—Sí, apuesto a que podríamos —asintió Fred sonriendo burlonamente.

—A menos que seas un gallina, Danny —dijo Alan en tono desafiante acercándose a Danny.

—Yo…, se está haciendo tarde —dijo éste intentando ver en la oscuridad qué hora marcaba su reloj—. Le prometí a mi madre que volvería pronto a casa.

Fred se puso en pie y se colocó junto a Alan.

—Deberíamos darle una lección a Chesney —dijo limpiándose las briznas de hierba que se le habían pegado en los téjanos. Sus ojos brillaban maliciosamente a la tenue luz—. Deberíamos enseñarle a no meterse con niños inocentes.

—Sí, tienes razón —convino Alan mirando a Danny—. Le ha hecho daño a Danny y no tenía ningún derecho a cogerlo así.

—Tengo que volver a casa. Ya nos veremos mañana —dijo Danny mientras se despedía con la mano.

—Vale, hasta mañana —gritó Fred.

—¡Al menos esta noche hemos conseguido helados gratis! —exclamó Alan.

Al marcharse Danny a paso rápido, Hannah oyó a Alan y Fred emitir sus agudas risitas tontas y escandalosas.

«Helado gratis —pensó frunciendo el entrecejo—. Esos dos chicos se están buscando serios problemas.»

No podía seguir aguantando. Tenía que hablar con Danny.

—¡Oye! —gritó, corriendo para alcanzarle.

Danny dio media vuelta, sorprendido, y dijo:

—Hannah, ¿qué haces aquí?

—Te…, te he seguido desde la heladería —confesó.

El rió con disimulo y preguntó:

—¿Lo has visto todo?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Por qué vas con esos dos chicos? —preguntó con insistencia.

Danny frunció el entrecejo al tiempo que evitaba los ojos de Hannah y reanudó el paso.

—Son legales —murmuró.

—Un día de éstos se van a meter en un buen lío —predijo Hannah—. Seguro que sí.

Danny se encogió de hombros.

—Sólo se hacen los duros de boquilla. Creen que es muy de hombres. Pero son buenos chicos. De verdad.

—Pero robaron helados y…

Hannah decidió que ya había hablado suficiente.

Cruzaron la calle en silencio.

Hannah alzó la mirada y vio desaparecer la pálida media luna detrás de negros jirones de nubes. La calle se oscureció más aún. Las ramas de los árboles se agitaban y, al hacer temblar las hojas, se oían susurros por todas partes.

Danny dio una patada a una piedra y ésta rodó por la acera haciendo un suave ruido hasta que llegó al césped.

Hannah recordó súbitamente que, unas horas antes, había ido a casa de Danny a buscarlo. Con toda la excitación provocada por el robo de los helados, el señor Chesney y su buzón, se había olvidado por completo de lo sucedido en el porche de atrás.

—Esta noche… he ido a buscarte a tu casa —empezó a decir de mala gana—. Antes de ir a la ciudad.

Danny se detuvo y se volvió hacia ella, mirándola a los ojos con detenimiento.

—¿Ah, sí?

—Pensé que te gustaría ir caminando a la ciudad o hacer otra cosa —continuó diciendo Hannah—. Tu madre estaba en casa. En la cocina.

Él siguió con la mirada fija en ella, como si intentara leer sus pensamientos.

—Llamé varias veces a la puerta de la cocina —dijo Hannah retirándose de la frente un mechón de pelo rubio—. Vi a tu madre sentada ante la mesa. Estaba de espaldas a la puerta. Pero no se volvió ni se movió.

Danny no hizo comentario alguno. Bajó la mirada hasta la acera y se puso a caminar otra vez, con las manos metidas en los bolsillos.

—Fue muy, muy extraño —prosiguió Hannah—. Llamé una y otra vez. Y lo hice fuerte. Pero fue como…, como si tu madre estuviese en otro mundo o algo así. No se levantó para abrir la puerta. Ni siquiera se volvió.

Llegaron a la calle donde vivían. Desde allí se veían las casas de ambos. El jardín de Hannah estaba iluminado por el resplandor amarillo de una luz situada en el porche. Al otro lado del camino, la casa de Danny permanecía a oscuras.

De pronto, Hannah notó que tenía la garganta reseca. Deseaba ser capaz de poder preguntarle a Danny lo que en realidad quería saber:

«¿Eres un fantasma? ¿Y tu madre también?»

Esas eran las auténticas preguntas que Hannah tenía en mente.

Pero resultaba demasiado disparatado, demasiado absurdo.

¿Cómo se puede preguntar a alguien si es real o no? ¿Si está vivo o no?

—Danny, ¿por qué tu madre no abrió la puerta? —preguntó con cautela.

Danny, que estaba al final del camino, se volvió hacia ella con el semblante totalmente inexpresivo y los ojos entrecerrados. La pálida luz amarilla del porche se reflejaba en su cara y la hacía brillar de forma misteriosa.

—¿Por qué? —repitió Hannah, impaciente—. ¿Por qué no abrió la puerta?

Danny vaciló un instante.

—Supongo que debería contarte la verdad —dijo él finalmente en un susurro tan suave como el de los árboles que agitaba el viento.