Al caer sobre la acera, Hannah se golpeó los codos y las rodillas y perdió el conocimiento.
Empezó a sentir un intenso dolor por todo el cuerpo.
«¿Qué ha pasado?
»¿Qué me ha golpeado?»
Jadeante, alzó la cabeza a tiempo para ver pasar al señor Harder como una centella, gritando con todas sus fuerzas para que los chicos se detuvieran.
Hannah se puso en pie lentamente.
«¡Jo! —pensó—. Harder está enfadado de verdad.»
Ya de pie, con las rodillas temblorosas por el dolor y el corazón latiéndole todavía a toda velocidad, siguió con la mirada al dueño de la heladería.
«Al menos podría haberse disculpado por tirarme al suelo», pensó enfadada.
Luego se inclinó ligeramente hacia delante para examinar las rodillas a la luz del establecimiento. Se preguntaba si se habría hecho alguna herida, pero comprobó que sólo había sufrido pequeñas magulladuras.
Después de limpiarse los pantalones cortos, vio que el señor Harder se apresuraba a volver a la tienda. Era un hombre bajo y grueso, con rizos canosos alrededor de una cara rosada y redonda. Llevaba puesto un largo delantal blanco, que ondeaba movido por el viento. Caminaba con los puños apretados, balanceando los brazos a ambos lados del cuerpo.
Hannah se retiró de la luz y se escondió detrás de un árbol grande.
Unos instantes después oyó que el señor Harder, situado detrás del mostrador, se quejaba en voz alta a su esposa.
—¿Qué les pasa a esos chicos? —vociferaba—. Piden helados y se van corriendo sin pagar. ¿Es que no tienen padres? ¿Es que no tienen a nadie que les enseñe lo que está bien y lo que está mal?
La señora Harder murmuró algo para calmar a su marido. Hannah no pudo oír qué le decía.
Los gritos furiosos del señor Harder todavía resonaban en el aire cuando Hannah salió furtivamente de detrás del árbol y echó a andar en la misma dirección que habían tomado los chicos.
«¿Por qué Danny y sus amigos habrán hecho algo tan estúpido? —se preguntó—. ¿Y si les hubieran pillado? ¿Vale la pena ser arrestado y fichado por la policía sólo por un cucurucho de helado?»
Había recorrido ya media manzana, pero aún seguía oyendo al señor Harder vociferar con rabia. Hannah empezó a correr, ansiosa por alejarse de aquella voz irritada. Le dolía la pierna izquierda.
De pronto, el aire se volvió sofocante, pesado y húmedo. El sudor le adhería el pelo a la frente.
Se imaginó a Danny huyendo de la tienda, con el cucurucho en la mano. Se imaginó la expresión de pánico dibujada en su rostro en el momento de la huida, con Alan y Fred detrás de él, haciendo los tres un ruido sordo al golpear con las zapatillas de deporte el pavimento de la acera.
Ahora ella también corría, sin saber con certeza por qué.
Todavía sentía dolor en la rodilla izquierda. Había salido de la plaza y corría dejando atrás casas a oscuras y jardines.
Al doblar una esquina, quedó iluminada por el cono de luz blanca proyectado por una farola. Vio más casas y algunos porches que tenían la luz encendida. No había un alma en la calle.
«Qué ciudad tan pequeña y aburrida», volvió a pensar.
Al ver a los tres chicos, se detuvo bruscamente. Estaban a media manzana, agazapados tras unos setos altos y tupidos.
—¡Eh! ¡Chicos! —musitó.
Luego corrió rápidamente hacia ellos. Al acercarse vio que los tres estaban riéndose y disfrutando de los helados.
No la habían visto. Hannah se adentró en las profundas sombras del otro lado de la calle y, sin abandonar la oscuridad, se acercó sigilosamente hasta llegar al jardín situado justo al otro lado de la calle y se escondió detrás de un arbusto grande y tupido.
Fred y Alan se empujaban en broma, disfrutando del triunfo conseguido sobre el dueño de la heladería. Danny estaba de pie apoyado contra el seto, chupando el cucurucho en silencio.
—Harder tenía esta noche una oferta especial —señaló Alan en voz alta—. ¡Helado gratis!
Fred soltó una carcajada y dio una fuerte palmada en la espalda de Alan.
Luego los dos se volvieron hacia Danny. Sus rostros aparecían pálidos y verduscos a la luz de una farola.
—Tenías cara de estar cagado de miedo —le dijo Alan a Danny—. Pensé que ibas a vomitar.
—Eh, ¿qué dices? —repuso Danny con seguridad—. Fui el primero en salir. Sois tan lentos que pensé que tendría que volver a rescataros.
—Sí, segurísimo —replicó Fred en tono sarcástico.
Hannah se dio cuenta de que Danny se hacía el duro para ser como ellos.
—Ha sido emocionante —dijo Danny arrojando al seto lo que le quedaba del cucurucho—. Pero quizá sería mejor que fuésemos con cuidado. Ya me entendéis, no dejarnos ver por un tiempo.
—Oye, que no hemos robado ningún banco ni nada parecido —dijo Alan—. Sólo han sido unos helados.
Fred le dijo algo a Alan que Hannah no pudo oír, y los dos chicos se enzarzaron en una pelea al tiempo que emitían agudas risitas tontas.
—Eh, chicos…, no tan fuerte —advirtió Danny—. Es que…
—Volvamos a Harder —sugirió Alan—. ¡Yo quería dos bolas de helado!
Fred soltó una carcajada y chocó la palma de su mano contra la de Alan. Danny se unió a las risas.
—Eh, chicos, deberíamos irnos —les dijo Danny.
Pero antes de que sus amigos pudieran responder, la calle se llenó de luz.
Hannah se volvió y vio dos focos de luz intensa que se dirigían hacia ellos.
Eran los faros delanteros de un coche.
«Es la policía —pensó Hannah—. Los han pillado. Los han pillado a los tres.»