Temblando de pies a cabeza, Hannah se cubrió el pecho con ambas manos, como si intentara protegerse de los pensamientos aterradores que la acechaban.
«La señora Anderson no me oye porque no es una persona real.
»No es real. Es un fantasma.
»Como Danny.
»Tengo por vecinos a una familia de fantasmas.
»Y aquí estoy yo, en este jardín oscuro, intentando espiar a un chico que ni siquiera está vivo. Aquí estoy, sin dejar de temblar y muerta de miedo, intentando demostrar algo de lo que ya estoy segura. Es un fantasma. Y su madre también.
»Y yo…, yo…»
La luz de la cocina se apagó y toda la parte trasera de la casa de Danny quedó completamente a oscuras.
La pálida luz de la media luna iluminaba tenuemente la hierba húmeda y brillante. Hannah se quedó de pie escuchando atentamente el silencio, en un intento de arrancar de su mente los espantosos pensamientos que la abrumaban, hasta que notó como si la cabeza fuera a explotarle.
«¿Dónde está Danny?», se preguntó.
Cruzó el camino y volvió a casa. Oía música y voces procedentes del televisor del salón. Y también oía la risa de los gemelos, que salía de la ventana de su habitación, en el piso de arriba.
«Fantasmas —pensó, observando las ventanas iluminadas. Estas le parecieron ojos brillantes que la miraban fijamente—. Fantasmas.
»¡Yo no creo en fantasmas!»
El pensamiento la hizo sentirse un poco menos asustada. De pronto se dio cuenta de que tenía la garganta seca y la piel pegajosa debido al aire caliente de la noche.
Volvió a pensar en los helados. Ir a Harder y comprarse un cucurucho doble parecía una idea fenomenal.
«Helado con galleta», pensó Hannah. Casi podía saborearlo.
Corrió hacia casa para decirles a sus padres que iba al centro. Pero se detuvo ante la puerta del salón. Sus padres, iluminados por el reflejo de la pantalla del televisor, se volvieron expectantes.
—¿Qué ocurre, Hannah?
Tuvo un repentino impulso de contarles todo lo sucedido. Y así lo hizo.
—Los que se han mudado a la casa de al lado no están vivos —dijo atropelladamente—. Son fantasmas. ¿Conocéis a Danny, el chico de mi edad? Es un fantasma. ¡Sé que lo es! Y su madre…
—Hannah, por favor…, estamos intentando ver el programa —dijo su padre señalando el televisor con una lata de Coca-Cola light en una mano.
«No me creen», pensó ella.
Y luego se regañó a sí misma: «Claro que no me creen. ¿Quién se iba a creer una historia tan loca?»
Una vez en su habitación, cogió un billete de cinco dólares de la cartera y lo colocó dentro del bolsillo de los pantalones cortos. Luego se cepilló el pelo, examinándose el rostro en el espejo.
«Tengo buen aspecto —pensó—. No tengo aspecto de estar loca.»
Tenía el pelo húmedo por el aire de la noche.
«A lo mejor me lo dejo crecer —pensó mientras contemplaba la forma que dibujaba alrededor de su cara—. Así al menos tendría algo que enseñar cuando acabe el verano.»
Al dirigirse hacia la puerta principal, oyó varios golpetazos que venían del piso de arriba.
«Los gemelos deben de estar peleándose en su habitación», pensó Hannah, meneando la cabeza.
Acabó de bajar la escalera y salió de la casa. Hacía una noche cálida y húmeda. Luego cruzó corriendo el jardín delantero hasta llegar a la acera y emprendió el camino rumbo a la heladería Harder.
Las altas farolas de estilo antiguo proyectaban círculos de blanca luz azulada a lo largo de la calle. Suaves ráfagas de viento hacían temblar los árboles, que susurraban a medida que Hannah avanzaba por la acera.
«Fantasmas en la acera», pensó Hannah estremeciéndose. Parecía como si los árboles extendieran sus frondosas ramas para atraparla.
Al acercarse al centro de la ciudad sintió que una sensación de espanto se apoderaba de ella. Después de dejar atrás la oficina de Correos, cuyas ventanas estaban tan oscuras como el cielo, aceleró el paso.
La plaza principal estaba desierta. No habían dado todavía las ocho y ya no había coches circulando por la ciudad ni nadie en las calles.
—¡Menudo pueblucho! —murmuró.
Llegó al banco y entró en Elm Street. La heladería Harder se encontraba en la siguiente esquina, y se distinguía desde lejos porque en la cristalera había un enorme cucurucho de neón que proyectaba una brillante luz roja sobre la acera.
«Al menos Harder sigue abierto de noche», pensó Hannah.
Se acercó al pequeño establecimiento y vio que la puerta de entrada, de vidrio, estaba abierta. Era toda una tentación.
Se detuvo a poca distancia de la puerta.
De repente, la sensación de miedo se volvió insoportable. Sentía frío en todo el cuerpo, a pesar del calor de la noche, y las rodillas le temblaban.
«¿Qué me pasa? —se preguntó—. ¿Por qué me siento tan rara?»
Estaba mirando el interior de la heladería a través de la luz roja de neón cuando de repente apareció una figura.
Y después otra. Y otra más.
Se precipitaron hacia la luz, con el rostro desencajado por el pánico.
Hannah miró sorprendida y reconoció a Danny justo enfrente, seguido de Alan y Fred.
Cada uno llevaba un cucurucho.
Salieron corriendo de la tienda y después se inclinaron hacia delante como si intentaran huir lo más rápido posible. Se oía el ruido sordo que hacían al golpear fuertemente el pavimento de la acera con sus zapatillas de deporte.
Hannah oyó gritos de enfado que salían del interior del establecimiento.
Sin darse cuenta, se había acercado a la puerta.
Aunque la oscuridad había hecho que los perdiera de vista, aún seguía oyendo a los tres chicos corriendo calle abajo.
Se disponía a dar media vuelta cuando… notó que algo le golpeaba con fuerza por detrás.
—¡Ahhh! —gritó al desplomarse sobre el duro pavimento.