—Así que tengo razón —dijo Hannah en voz baja—. Eres un fantasma.

Una fría sensación de miedo recorrió todo su cuerpo y la hizo estremecer.

«¿Desde cuándo estás muerto, Danny?

»¿Qué haces aquí? ¿Has venido para perse¬guirme?

»¿Qué vas a hacerme?»

Varias preguntas acudieron a su mente. Pre¬guntas aterradoras.

—Dame la carta, Hannah —insistió Danny—. Nadie debe leerla. Nadie debe enterarse de lo que pasa.

—Pero, Danny… —protestó ella mirándole, mirando a un fantasma.

La dorada luz del sol fluía a través de la imagen de su cuerpo, que en algunos momentos relucía y luego desaparecía.

Ella levantó una mano para protegerse los ojos.

Él brillaba con tal intensidad que resultaba muy difícil poder mirarlo.

—¿Qué me vas a hacer, Danny? —preguntó Hannah cerrando los ojos con fuerza—. ¿Qué me vas a hacer ahora?

Él no contestó.

Al abrir los ojos, Hannah vio dos caras en vez de una.

Dos caras haciendo muecas.

Los gemelos estaban señalándola y riéndose.

—Estabas dormida —dijo Bill.

—Estabas roncando —dijo Herb.

—¿Eh? —Hannah pestañeó varias veces en un intento de aclarar sus pensamientos. Tenía el cuello agarrotado y le dolía la espalda.

—Así es cómo roncabas —dijo Herb. Acto seguido, empezó a aspirar y a emitir unos repugnantes sonidos.

Los dos niños se tiraron al césped dominados por un ataque de risa. Rodaron por el suelo echándose uno encima de otro, hasta que iniciaron una improvisada pelea de lucha libre.

—He tenido un mal sueño —dijo Hannah más para sí misma que dirigiéndose a sus hermanos, pues éstos no la escuchaban.

Se puso en pie y estiró los brazos por encima de la cabeza, intentando desentumecer su tenso cuello.

—¡Uf! —exclamó, pensando que quedarse dormida sentada y apoyada contra el tronco de un árbol era una idea nefasta.

Hannah lanzó una mirada hacia la casa de Danny.

«¡Ha sido un sueño tan real! —pensó, sintiendo un escalofrío que le bajaba por la espalda—. ¡Tan espantoso!»

—Gracias por despertarme —les dijo a los gemelos. No le oyeron. Iban corriendo hacia el jardín de atrás.

Hannah se agachó y recogió la carta.

La dobló por la mitad y se dirigió a la puerta principal.

«A veces los sueños dicen la verdad —pensó con los hombros todavía doloridos—. A veces los sueños te dicen cosas que no podrías saber de ninguna otra forma.

»Averiguaré la verdad sobre Danny —afirmó solemnemente—. Averiguaré la verdad aunque me mate.»

Al día siguiente por la noche, Hannah decidió ir a ver si Danny estaba en casa.

«Tal vez le apetezca ir a Harder a tomar un helado», pensó.

Después de decirle a su madre adónde iba, salió y cruzó el jardín de atrás.

Había llovido durante todo el día y la hierba brillaba por la humedad. Al caminar, notaba bajo las zapatillas de deporte que la tierra estaba empapada y blanda. Una pálida media luna asomaba entre jirones de nubes negras. El aire de la noche era fresco y húmedo.

Hannah cruzó el camino y se detuvo dubitativa unos metros antes de llegar al porche de Danny. Por la ventana de la puerta trasera se veía un cuadrado de débil luz amarilla.

Recordó la escena vivida unas noches antes, cuando se encontró de pie ante esa misma puerta y se sintió totalmente avergonzada al abrir Danny la puerta y no ocurrírsele nada que decir.

«Por lo menos esta vez sé lo que voy a decir», pensó.

Respiró profundamente y se dirigió al cuadrado de luz del porche. A continuación llamó dando unos golpecitos en la ventana de la puerta de la cocina.

Permaneció a la espera unos instantes. La casa estaba en silencio.

Volvió a llamar a la puerta.

Sólo obtuvo silencio por respuesta. No se oyeron pasos que indicaran que alguien iba a abrir la puerta.

Hannah se inclinó ligeramente hacia delante y miró hacia el interior.

—¡Oh! —exclamó, sorprendida.

La madre de Danny estaba sentada ante la mesa de cocina amarilla, de espaldas a Hannah, con el cabello brillando a la luz que emitía una lámpara baja colgada del techo. Asía con ambas manos una taza de café humeante.

«¿Por qué no abre la puerta?», se preguntó Hannah.

Dudó si hacerlo o no, pero al final levantó el puño y golpeó fuertemente la puerta varias veces.

A través de la ventana, comprobó que la madre de Danny no reaccionaba a las llamadas en absoluto. La mujer levantó la taza blanca hasta acercarla a sus labios y dio un largo trago, todavía de espaldas a Hannah.

—¡Abra la puerta! —dijo Hannah a voz en grito.

Volvió a llamar y dijo:

—¡Señora Anderson! ¡Señora Anderson! ¡Soy yo…, Hannah! ¡De la casa de al lado!

Situada bajo el cono de luz, la madre de Danny dejó la taza blanca sobre la mesa amarilla. Pero no se volvió. No se movió de la silla.

—¡Señora Anderson…!

Hannah alzó la mano para volver a llamar, pero enseguida la bajó. Se daba por vencida.

«¿Por qué no me oye?», se preguntó, mirando los delgados hombros de aquella mujer y contemplando cómo le brillaba el cabello, que caía sobre el cuello de la blusa.

«¿Por qué no acude a la puerta?», volvió a preguntarse Hannah.

Y entonces, el miedo que sintió al responder ella misma a sus propias preguntas le produjo un intenso estremecimiento.

«Ya sé por qué no me oye —pensó, retirándose de la ventana—. Ya sé por qué no abre la puerta.»

Hannah, asustadísima, dejó escapar un débil gemido. A continuación se apartó de la luz y se alejó de la casa buscando la seguridad de la noche.