Hannah cruzó la calle jadeando violentamente sin detenerse a mirar si había tráfico. Iba corriendo y las zapatillas deportivas que llevaba puestas golpeaban con fuerza la acera.

Sólo le quedaba una manzana por recorrer.

«¿Me sigue todavía?», se preguntó Hannah.

Conforme corría bajo los árboles, las sombras que proyectaban iban cambiando y alterándose; se superponían entre sí, se deslizaban unas sobre otras y componían juegos de colores: gris con negro, azul con gris.

—Hannah… Hannah… —sonó otra vez el áspero susurro.

Tan áspero como la muerte.

Seguía llamándola desde las sombras cambiantes.

«Sabe cómo me llamo», pensó tragando saliva para respirar y obligando a sus piernas a seguir en movimiento.

Entonces se detuvo y giró sobre sus talones.

—¿Quién eres? —preguntó jadeante—. ¿Qué quieres?

Pero no hubo respuesta; la figura ya se había desvanecido.

Se produjo un denso silencio, interrumpido tan sólo por la intensa respiración de Hannah.

Ésta miró fijamente la maraña de sombras surgidas al anochecer. Clavó la vista en los arbustos y los setos que había en los jardines de la manzana donde vivía. Luego escudriñó los espacios entre las casas, la oscuridad tras la puerta de un garaje que se encontraba abierta y el oblicuo cuadrado gris de luz que había junto a un pequeño cobertizo.

No estaba. Había desaparecido.

No había señal alguna de la figura vestida de negro que acababa de susurrar su nombre.

—¡Eo! —exclamó en voz alta.

Mientras aún seguía examinando cautelosamente los jardines frontales, decidió que se trataba de una ilusión óptica.

Pero eso era imposible.

Discutió consigo misma y se dijo que una ilusión óptica no la habría llamado por su nombre.

«Ahí no hay nada —se aseguró a sí misma Hannah, mientras recobraba el ritmo normal de respiración—. Nada de nada.

»Te estás inventando más historias de fantasmas. Te estás volviendo a asustar.

»Estás sola y aburrida; por eso dejas volar la imaginación.»

Como se sentía un poco mejor, Hannah optó por ir corriendo hasta casa.

Más tarde, durante la cena, tomó la decisión de no contarles a sus padres lo que le había sucedido con la figura fantasmal. De todos modos, no la iban a creer.

En lugar de eso, Hannah les habló sobre la nueva familia que se había mudado a la casa de al lado.

—¿Sabíais que hay una nueva familia viviendo en la casa de los Dodson?

El señor Fairchild dejó el tenedor y el cuchillo sobre la mesa y, desde el otro lado, miró fijamente a Hannah, Llevaba unas gafas de montura cuadrada de carey.

—Hay un chico de mi edad —informó Hannah—. Se llama Danny. Es pelirrojo y tiene la cara llena de pecas.

—Qué bien —dijo la señora Fairlchild distraídamente, mientras se dirigía a los gemelos para impedir que siguieran empujándose y hacer que se comieran la cena.

Hannah ni siquiera estaba segura de que su madre la hubiese escuchado.

—¿Cómo es posible que se hayan mudado sin que los hayamos visto? —preguntó Hannah a su padre—. ¿Tú has visto un camión de mudanzas o algo parecido?

El señor Fairchild se limitó a coger de nuevo los cubiertos y seguir comiendo pollo asado.

—¿No os parece extraño? —preguntó Hannah con insistencia.

Pero antes de que alguno de ellos pudiese contestar, la silla de Herb se volcó hacia atrás. El niño se golpeó la cabeza contra el suelo de linóleo y empezó a dar berridos.

Su padre y su madre saltaron de sus respectivas sillas y acudieron en su ayuda.

—¡Yo no le he empujado! —dijo Bill a voz en grito—. ¡De verdad! ¡Yo no he hecho nada!

Frustrada por el poco interés que sus padres habían demostrado por las grandes noticias que ella tenía, Hannah llevó el plato a la cocina y luego se marchó a su habitación. Se acercó al escritorio y descorrió las cortinas para mirar por la ventana.

«Danny, ¿estás ahí? —se preguntó dirigiendo la mirada a las cortinas que cubrían la oscura ventana de la habitación del chico—. ¿Qué haces?»

Los días de verano transcurrían lentamente. Hannah apenas podía recordar en qué ocupaba el tiempo.

«Si al menos alguno de mis amigos estuviese aquí… —pensó con melancolía—. Si al menos uno de mis amigos estuviese aquí…

Si al menos uno de mis amigos me escribiese…

»Qué verano tan solitario…»

Siguió buscando a Danny pero parecía que nunca estuviese por el barrio. Cuando por fin una tarde lo vio en el jardín trasero, corrió hacia él para hablarle.

—¡Hola! —saludó con entusiasmo.

Él se entretenía lanzando una pelota de tenis contra la pared trasera de la casa y recogiéndola. Cada vez que la pelota golpeaba la pared de madera de secoya, se oía un sonoro crujido.

—¡Hola! —repitió Hannah corriendo para cruzar el césped.

Danny se volvió, muy sorprendido.

—Ah, hola. ¿Qué tal te va? —Luego se volvió de nuevo hacia la casa y lanzó otra vez la pelota.

Llevaba una camiseta azul y unos pantalones cortos muy anchos a rayas negras y amarillas. Hannah dio varios pasos hasta situarse junto a él.

La pelota hizo un crac al dar contra la pared justo debajo del canalón, y luego rebotó hasta caer en la mano de Danny.

—No te he visto por aquí últimamente —dijo Hannah con dificultad.

—Ajá —respondió él lacónicamente.

Se oyó otro crac.

—Te vi detrás de la oficina de Correos —añadió Hannah impulsivamente.

—¿Eh? —Danny dio varias vueltas a la pelota en la mano, pero no la lanzó.

—Hace unos días te vi en el callejón con aquellos dos chicos. El señor Chesney es un idiota de verdad, ¿no crees? —dijo Hannah.

Danny rió con disimulo y dijo:

—Cuando grita, toda la cabeza se le pone roja como un tomate.

—Como un tomate podrido —añadió Hannah.

—La verdad es que no entiendo por qué se puso así —dijo Danny después de arrojar la pelota y que ésta produjera otro crac—. Mis amigos y yo… no estábamos haciendo nada. Sólo pasábamos el rato.

—Se cree alguien muy importante —replicó Hannah—. Siempre está presumiendo de ser un empleado federal.

—Sí.

—¿Qué haces este verano? —preguntó ella—. ¿Ir de un lado para otro como yo?

—Algo así —dijo él. No acertó a coger la pelota después de que ésta rebotara en la pared y tuvo que ir a buscarla al garaje.

Al volver a la casa, observó a Hannah como si fuera la primera vez que la veía. De repente, ella se sintió cohibida. Llevaba un top amarillo con manchas de jalea de uva en el pecho y unos pantalones cortos azules de algodón, los más andrajosos que tenía.

Esos dos chicos, Alan y Fred, son los chicos con los que voy casi siempre —dijo Danny—. Los conozco del colegio.

La pared volvió a crujir.

«¿Cómo es posible que tenga amigos del colegio? —se preguntó Hannah—. ¿No acaba de mudarse?»

—¿A qué colegio vas? —preguntó al tiempo que se apartaba para esquivar a Danny, que caminaba hacia atrás para coger la pelota.

—A la escuela Maple Avenue —contestó él.

Se oyó otro crujido.

—¡Oye! ¡Ahí es donde yo voy! —exclamó Hannah.

«¿Cómo es que nunca le he visto allí?», pensó.

—¿Conoces a Alan Miller? —preguntó Danny volviéndose hacia ella al tiempo que con una mano se protegía los ojos del sol crepuscular.

—No —contestó Hannah meneando la cabeza.

—¿Y a Fred Drake?

—Tampoco. ¿A qué curso vas tú?

—Este año iré a octavo —respondió Danny volviéndose hacia la pared.

—¡Yo también! —dijo Hannah con estusiasmo—. ¿Conoces a Janey Pace?

—No.

—¿Y a Josh Goodman? —preguntó Hannah.

—No, no le conozco —respondió Danny negando con la cabeza.

—Es extraño —dijo Hannah pensando en voz alta.

Danny lanzó la pelota de tenis demasiado fuerte y fue a parar al tejado cubierto con tejas de madera gris. Los dos observaron cómo golpeaba y caía rodando dentro del canalón. Danny suspiró y, mirando al canalón, puso cara de enfado.

—¿Cómo es posible que estemos en el mismo curso y ninguno de nosotros conozca a los amigos del otro? —preguntó con insistencia Hannah.

Él se volvió hacia ella y, rascándose el cabello pelirrojo con una mano, respondió:

—No lo sé.

—¡Qué extraño! —repitió Hannah.

Danny entró en la oscuridad intensamente azul de la casa. Hannah entornó los ojos hasta casi cerrarlos. Le dio la impresión de que Danny desaparecía al penetrar en aquel rectángulo de oscuridad.

«¡Es imposible! —pensó ella—. Le habría visto en la escuela.

»Si estuviésemos en el mismo curso, le habría visto a la fuerza.

»¿Está mintiendo? ¿Quizá se lo está inventando todo?»

Ya había desaparecido por completo en la oscuridad, pero Hannah seguía con los ojos entrecerrados, esperando que se adaptaran a la nueva luz.

«¿Dónde se ha metido? —se preguntó—. Ha vuelto a desaparecer.

»Como un fantasma.»

Un fantasma. La palabra entró con rapidez en su mente y salió de ella a la misma velocidad.

Al aparecer de nuevo, Danny arrastraba una escalera de aluminio a lo largo de la pared trasera de la casa.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Hannah acercándose.

—Coger la pelota —respondió Danny, y empezó a subir por la escalera. Sus zapatillas de deporte Nike blancas sobresalían de los estrechos peldaños metálicos.

Hannah se acercó un poco más.

—No subas ahí —dijo de repente, sobrecogida por una fría sensación.

—¿Eh? —preguntó él cuando ya estaba a media escalera y tenía la cabeza casi al mismo nivel que el canalón.

—Baja, Danny.

Hannah sintió que una sensación de terror se apoderaba de ella. Una intensa sensación instalada en la boca del estómago.

—Soy un buen escalador —repuso él subiendo unos peldaños más—. Subo a todas partes. Mi madre dice que debería estar en un circo o algo así.

Antes de que Hannah pudiese decir nada más, Danny ya había saltado de la escalera y estaba de pie sobre el tejado inclinado, con las piernas muy abiertas y los brazos extendidos.

—¿Lo ves?

Hannah no podía liberarse de aquel presentimiento, de aquella tremenda sensación de pavor.

—Danny…, ¡por favor!

Danny hizo caso omiso de su grito estridente y se inclinó para recoger la pelota de tenis del canalón.

Hannah contuvo la respiración cuando vio que llegaba a la pelota.

De repente, Danny perdió el equilibrio y abrió los ojos con gran sorpresa.

Las zapatillas de deporte resbalaron en las tejas de madera y Danny alzó las manos rápidamente, como si intentara agarrarse a alguna cosa.

Hannah se quedó sin aliento mientras veía, impotente, cómo Danny caía de cabeza desde el tejado.