—¡Eh! —exclamó Hannah. Luego siguió corriendo y añadió—: ¿Qué pasa?

Por detrás, el edificio de Correos daba a un estrecho callejón. Era un lugar retirado donde a los chicos les gustaba ir a pasar el rato.

Hannah vio al señor Chesney, el jefe de Correos, que agitaba el puño mientras amenazaba a un perro callejero pardo y delgado, pero fuerte.

En el callejón había tres chicos. Hannah reconoció entre ellos a Danny. Estaba parado detrás de otros dos, desconocidos para ella.

El perro gemía débilmente con la cabeza gacha. Un chico rubio, alto, muy delgado y con el cabello ralo, cogió al perro con cariño y se inclinó sobre él para calmarlo.

—¡No le tire piedras a mi perro! —le dijo gritando al señor Chesney.

El otro chico dio un paso al frente. Era bajito y robusto, y tenía el pelo oscuro y erizado. Miró al señor Chesney con los puños cerrados.

Danny se apartó lentamente del resto del grupo. Estaba muy pálido y tenía los ojos entrecerrados. Su aspecto revelaba una gran tensión.

—¡Fuera de aquí! ¡Marchaos! ¡Os lo he advertido! —dijo gruñendo el señor Chesney. Era un hombre delgado, rubicundo, totalmente calvo, con un espeso bigote castaño y una nariz puntiaguda. Vestía un traje de lana gris muy ajustado, a pesar del calor estival.

—¡No tiene derecho a herir a mi perro! —insistió el chico rubio, que seguía meciendo al chucho. El perro ya había empezado a agitar enérgicamente su corto rabo y estaba lamiendo la mano del muchacho.

—Esto es propiedad del Gobierno —replicó rápidamente el jefe de Correos—. Os lo advierto…, largaos de aquí. No es lugar para gamberros como vosotros. —Luego avanzó unos pasos hacia los tres chicos con gesto amenazador.

Hannah se percató de que Danny retrocedía unos metros con cara de miedo. Los otros dos chicos no se movieron del sitio, mientras miraban fijamente al jefe de Correos en son de reto. Hannah advirtió que eran más fornidos que Danny y que aparentaban más edad que él.

—Voy a decirle a mi padre que ha herido a Rusty —dijo el chico rubio.

Dile que has entrado aquí ilegalmente —replicó el señor Chesney—. Y dile también que has sido un maleducado y un irrespetuoso. Y no se te olvide decirle que si vuelvo a cogeros por aquí, pandilla de punks, os denunciaré.

¡No somos punks! —gritó el chico más corpulento.

A continuación, los tres chicos dieron media vuelta y empezaron a correr callejón abajo. El perro les seguía los talones avanzando en zigzag, al tiempo que agitaba nerviosamente el corto rabo.

El señor Chesney pasó como un huracán delante de Hannah profiriendo maldiciones. Estaba tan enfadado que la empujó al pasar por su lado mientras se dirigía a la entrada de la oficina de Correos.

«Menudo idiota —pensó Hannah agitando la cabeza—. ¿Qué problema tendrá?»

Todos los niños de Greenwood Falls odiaban al señor Chesney, principalmente porque él detestaba a los niños. Siempre estaba gritándoles que dejaran de gandulear por la plaza, o que no pusieran la música tan fuerte, o que no hablaran tan alto, o que no se rieran tanto, o que se fueran de su preciado callejón.

«Se comporta como si fuera el dueño de toda la ciudad», pensó Hannah.

Hannah y un grupo de amigos habían decidido que en Halloween irían a casa del señor Chesney para pintarle las ventanas con esprais. Pero cuando llegó el momento sufrieron una decepción, ya que Chesney se había preparado para recibir a cualquier posible bromista. Lo encontraron apostado ante la ventana de la fachada, empuñando una enorme escopeta.

Hannah y sus amigos se marcharon cada uno por su lado, desilusionados y asustados.

Ella se dio cuenta de que él sabía lo mucho que todos ellos le odiaban.

Y de que, además, no le importaba.

El callejón recobró la tranquilidad. Hannah se dirigió de nuevo a la plaza mientras pensaba en Danny. El miedo había inundado su rostro y se había puesto muy pálido, tanto que se hubiera dicho que iba a desvanecerse de un momento a otro en la intensa luz del sol.

Hannah pensó que los dos amigos de Danny no habían demostrado en absoluto estar asustados. Parecían enfadados y daban la sensación de ser unos tipos duros. O tal vez pretendiesen dar esa imagen porque el señor Chesney estaba tratando de un modo cruel al perro del chico rubio.

Al cruzar la plaza, Hannah buscó alguna señal de vida. Ernie seguía sentado en una silla dentro de la barbería, vivamente iluminada, enfrascado en la lectura de una revista. Una camioneta azul entró en la gasolinera y una mujer desconocida para Hannah se afanaba por llegar al banco antes de que cerrara.

No había rastro de Danny y sus dos amigos.

«Bueno, me iré a casa a ver si pillo Hospital General», pensó Hannah suspirando. Luego cruzó la calle y caminó tranquilamente en dirección a su casa.

La acera estaba bordeada de árboles altos: arces, abedules y sasafrases. Eran tan frondosos que casi no dejaban pasar la luz del sol.

Al caminar bajo los árboles, Hannah advirtió que allí hacía más fresco debido a la sombra que éstos producían.

Ya había recorrido media manzana cuando por detrás de un árbol surgió una figura oscura.

Al principio Hannah pensó que se trataba de la sombra proyectada por el grueso tronco. Pero después se fijó bien y vio la figura con más claridad.

A Hannah se le cortó la respiración y se detuvo.

Miró fijamente, con los ojos entornados, esforzándose en distinguir de quién se trataba.

La figura estaba de pie, cubierta por una sombra azul oscuro. Era un hombre alto y esbelto, vestido de negro, con la cara completamente oculta por la oscuridad.

Hannah sintió que un escalofrío de terror le recorría todo el cuerpo.

«¿Quién será? —se preguntó—. ¿Y por qué viste de ese modo?

»¿Por qué se queda ahí tan quieto en la oscuridad y me mira fijamente desde la sombra?

»¿Es que intenta asustarme?»

Entonces el hombre alzó la mano lentamente y la movió, indicándole a Hannah que se acercara hasta donde él estaba.

Hannah dio un paso atrás. El corazón le latía tan rápidamente que parecía se le iba a salir del pecho.

«¿Hay alguien de verdad?

»¿Una figura de negro?

»¿O es que estoy viendo las sombras que hacen los árboles?»

No estaba segura… Hasta que oyó una voz susurrar:

—Hannah… Hannah…

El susurro era tan seco como la broza de las hojas de los árboles y casi tan suave.

—Hannah… Hannah…

Era una sombra negra y esbelta, con los brazos huesudos, que caminaba a su encuentro mientras susurraba su nombre. El susurro sonaba áspero e inhumano.

—¡No! —gritó Hannah.

Dio media vuelta para emprender la huida, pero las piernas le fallaron; sus rodillas se negaban a doblarse.

Sin embargo, hizo un esfuerzo y se obligó a correr, y empezó a ganar velocidad mientras se preguntaba si la estaría siguiendo.