Es necesario leer atentamente, lentamente, Los sonámbulos, detenerse en las acciones tanto ilógicas como comprensibles, para ver un orden oculto, subterráneo, sobre el que se fundan las decisiones de un Pasenow, de una Ruzena o de un Esch. Estos personajes no son capaces de afrontar la realidad como algo concreto. Ante sus ojos todo se transforma en símbolos (Elisabeth en símbolo de la quietud familiar, Bertrand en símbolo del infieerno) y es a los símbolos a los que reaccionan cuando creen actuar sobre la realidad.
Broch nos hace comprender que el sistema de las con-fusiones, el sistema del pensamiento simbólico, está en la base de todo comportamiento, tanto individual como colectivo. Basta con examinar nuestra propia vida para ver hasta qué punto este sistema irracional incide, mucho más que la reflexión razonable, sobre nuestras actitudes: ese hombre que, por su pasión por los peces de acuario, me recuerda a otro quien, hace tiempo fue causante de una terrible desgracia, provocará siempre en mí una desconfianza irrefrenable…
El sistema irracional domina igualmente la vida política, la Rusia comunista, con la última guerra mundial, también ha ganado la guerra de los símbolos: ha conseguido, al menos por medio siglo, repartir los símbolos del Bien y del Mal entre ese inmenso ejército de los Esch, tan ávidos de valores como incapaces de distinguirlos. Por eso, en la conciencia europea, el gulag nunca podrá ocupar el lugar del nazismo en tanto que símbolo del Mal absoluto. Por eso hay manifestaciones masivas, espontáneas, contra la guerra del Vietnam y no contra la guerra en Afganistán. Vietnam, colonialismo, racismo, imperialismo, fascismo, nazismo, todos estos terminos se corresponden como los colores y los sonidos en el poema de Baudelaire mientras que la guerra en Afganistán es, por decirlo, de algún modo, simbólicamente muda, está en cualquier caso más allá del círculo mágico del Mal absoluto, géiser de simbolos.
Pienso también en esas hecatombes cotidianas en las carreteras, en esa muerte que es tan espantosa como trivial y que no se parece ni al cáncer ni al sida porque, no siendo obra de la naturaleza sino del hombre, es una muerte casi voluntaria. ¿Cómo no nos llena de estupor, no trastorna nuestra vida no nos incita a grandes reformas? No, nos llena de estupor porque, como Pasenow, tenemos un escaso sentido de lo real, y esta muerte, disimulada bajo la máscara de un hermoso coche, representa, en la esfera sub-real de los símbolos, la vida; sonriente, se confunde con la modernidad, la libertad, la aventura, al igual que Elisabeth se confundía con la Virgen. La muerte de los condenados a la pena capital, aunque infinitamente menos frecuente, atrae mucho más nuestra atención, despierta pasiones: confundiéndose con la imagen del verdugo, tiene un voltaje simbólico mucho más intenso, mucho más sombrío e indignante. Et caetera.
El hombre es un niño extraviado —por citar una vez más el poema de Baudelaire— en las «selvas de los símbolos».
(El criterio de la madurez: la facultad de resistir a los símbolos. Pero la humanidad es cada vez más joven).