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¿Quiere decir esto que, en el mundo «que ya no es el suyo», la novela desaparecerá? ¿Que va a dejar a Europa hundirse en el «olvido del ser»? ¿Que sólo quedará la charlatanería sin fin de los grafómanos, novelas de después de la historia de la novela? No lo sé. Sólo creo saber que la novela ya no puede vivir en paz con el espíritu de nuestro tiempo: si todavía quiere seguir descubriendo lo que no está descubierto, si aún quiere «progresar» en tanto que novela, no puede hacerlo sino en contra del progreso del mundo.

La vanguardia ha visto las cosas de otro modo; estaba poseída por la ambición de estar en armonía con el porvenir. Los artistas vanguardistas crearon obras, cierto es, realmente valientes, difíciles, provocadoras, abucheadas, pero las crearon con la certeza de que «el espíritu del tiempo» estaba con ellos y que, mañana, les daría la razón.

Antaño, yo también consideré que el porvenir era el único juez competente de nuestras obras y de nuestros actos. Sólo más tarde comprendí que el flirteo con el porvenir es el peor de los conformismos, la cobarde adulación del más fuerte. Porque el porvenir es siempre más fuerte que el presente. El es el que, en efecto, nos juzgará. Y por supuesto, sin competencia alguna.

Pero, si el porvenir no representa un valor para mí, ¿a quién o a qué me siento ligado?: ¿a Dios? ¿a la patria? ¿al pueblo? ¿al individuo?

Mi respuesta es tan ridícula como sincera: no me siento ligado a nada salvo a la desprestigiada herencia de Cervantes.