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Las conferencias en las que Husserl trató la crisis de Europa y la posibilidad de la desaparición de la humanidad europea fueron su testamento filosófico. Las pronunció en dos capitales de Europa central. Esta coincidencia tiene un profundo significado: evidentemente, es en esta misma Europa central donde, por primera vez en su historia moderna, Occidente pudo presenciar la muerte de Occidente, o, para ser más precisos, la amputación de un trozo de sí mismo cuando Varsovia, Budapest y Praga fueron deglutidas por el imperio ruso. Esta desgracia la generó la primera guerra mundial desencadenada por el imperio de los Habsburgo, que condujo a ese mismo imperio a su destrucción y desequilibró para siempre la ya debilitada Europa.

Aquellos últimos tiempos apacibles en los que el hombre sólo tenía que combatir a los monstruos de su alma, los tiempos de Joyce y Proust quedaron atrás. En las novelas de Kafka, Hasek, Musil y Broch, el monstruo llega del exterior y se llama Historia; ya no se parece al tren de los aventureros; es impersonal, ingobernable, incalculable, ininteligible —y nadie se le escapa. Es el momento (al terminar la guerra del l4) en que la pléyade de los grandes novelistas centro-europeos vio, tocó, captó las paradojas terminales de la Edad Moderna.

¡Pero no deben leerse sus novelas como una profecía social y política, como un Orwell anticipado! Lo que nos dice Orwell pudo decirse igualmente (o quizá mucho mejor) en un ensayo o un panfleto. Por el contrario, esos novelistas descubren «lo que solamente una novela puede descubrir»: demuestran cómo, en las condiciones de las «paradojas terminales», todas las categorías existenciales cambian de pronto de sentido: ¿qué es la aventura si la libertad de acción de un K. es absolutamente ilusoria? ¿Qué es el porvenir si los intelectuales de El hombre sin atributos no tienen la más insignifìcante sospecha de la guerra que mañana va a barrer sus vidas? ¿Qué es el crimen si el Huguenau de Broch no solamente no lamenta, sino que olvida el asesinato que ha cometido? Y si la única gran novela cómica de esta época, la de Hasek, tiene por escenario la guerra, ¿qué ha pasado con lo cómico? ¿Dónde está la diferencia entre lo privado y lo público si K., incluso en su lecho de amor, no puede eludir la presencia de dos enviados del castillo? ¿Qué es, en este caso, la soledad? ¿Una carga una angustia una maldición, como han querido hacernos creer o, por el contrario, el más preciado valor, a punto de ser destruido por la colectividad omnipresente?

Los períodos de la historia de la novela son muy largos (no tienen nada que ver con los cambios hécticos de las modas) y se caracterizan por tal o cual aspecto del ser que la novela examina prioritariamente. Así las posibilidades contenidas en el hallazgo flaubertiano de la cotidianeidad no se desarrollaron plenamente hasta setenta años más tarde, en la gigantesca obra de James Joyce. El período inaugurado hace cincuenta años por la pléyade de novelistas centroeuropeos (período de las paradojas terminales) me parece lejos de estar cerrado.