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Don Quijote partió hacia un mundo que se abría ampliamente ante él. Podía entrar libremente en él y regresar a casa cuando fuera su deseo. Las primeras novelas europeas son viajes por el mundo, que parece ilimitado. El comienzo de Jacques el fatalista de Diderot sorprende a los dos protagonistas en medio del camino; se desconoce de dónde vienen ni adónde van. Se encuentran en un tiempo en que no hay principio ni fin, en un espacio que no conoce fronteras, en una Europa en la cual el porvenir nunca puede acabar.

Siglo y medio después de Diderot, con Balzac, el horizonte lejano ha desaparecido como un paisaje detrás de esas construcciones modernas que son las instituciones sociales: la policía, la justicia, el mundo de las finanzas y del crimen, el ejército, el Estado. El tiempo de Balzac ya no conocía la feliz ociosidad de Cervantes o Diderot. Se había embarcado ya en el tren que llamamos Historia. Es fácil subirse a él, pero es difícil apearse. Sin embargo este tren aún no tiene nada de espantoso, hasta tiene encanto; promete aventuras a todos los pasajeros y con ellas el bastón de mariscal.

Más tarde aún, para Emma Bovary, el horizonte se estrecha hasta tal punto que parece un cerco. Las aventuras se encuentran al otro lado y la nostalgia es insoportable. En el aburrimiento de la cotidianeidad, sueños y ensoñaciones adquieren importancia. El infinito perdido del mundo exterior es reemplazado por lo infinito del alma. La gran ilusión de la unicidad irreemplazable del individuo, una de las más bellas ilusiones europeas, se desvanece.

Pero el sueño sobre lo infinito del alma pierde su magia en el momento en que la Historia, o lo que ha quedado de ella, fuerza sobrehumana de una sociedad omnipotente, se apodera del hombre. Ya no le promete el bastón de mariscal, apenas le promete un puesto de agrimensor. K. frente al tribunal, K. frente al castillo, ¿qué puede hacer? No mucho. ¿Puede al menos soñar como en otro tiempo Emma Bovary? No, la trampa de la situación es demasiado terrible y absorbe como un aspirador todos sus pensamientos y todos sus sentimientos: sólo puede pensar en su proceso, en su puesto de agrimensor. Lo infinito del alma, si lo tiene, pasó a ser un apéndice casi inútil del hombre.