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En l935, tres años antes de su muerte, Edmund Husserl pronunció, en Viena y Praga, las célebres conferencias sobre la crisis de la humanidad europea. El adjetivo «europea» señalaba para él una identidad espiritual que va más allá de la Europa geográfica (hasta América, por ejemplo) y que nació con la antigua filosofía griega. Según él, esta filosofía, por primera vez en la Historia, comprendió el mundo (el mundo en su conjunto) como un interrogante que debía ser resuelto. Y se enfrentó con ese interrogante, no para satisfacer tal o cual necesidad práctica, sino porque la «pasión por el conocimiento se había adueñado del hombre».

La crisis de la que Husserl hablaba le parecía tan profunda que se preguntaba si Europa se encontraba aún en condiciones de sobrevivir a la misma. Creía ver las raíces de la crisis en el comienzo de la Edad Moderna, en Galileo y en Descartes, en el carácter unilateral de las ciencias europeas que habían reducido el mundo a un simple objeto de exploración técnica y matemática y habían excluido de su horizonte el mundo concreto de la vida, die Lebenswelt, como decía él.

El desarrollo de las ciencias llevó al hombre hacia los túneles de las disciplinas especializadas. Cuanto más avanzaba éste en su conocimiento, más perdía de vista el conjunto del mundo y a sí mismo, hundiéndose así en lo que Heidegger, discípulo de Husserl, llamaba, con una expresión hermosa y casi mágica, «el olvido del ser».

Ensalzado antaño por Descartes como «dueño y señor de la naturaleza», el hombre se convirtió en una simple cosa en manos de fuerzas (las de la técnica, de la política, de la Historia) que le exceden, le sobrepasan, le poseen. Para esas fuerzas su ser concreto, su «mundo de la vida» (die Lebenswelt) no tiene ya valor ni interés algunos: es eclipsado, olvidado de antemano.