Hablando de las prácticas microsociales que producen lo kafkiano, he pensado no sólo en la familia, sino también en la organización en que Kafka pasó toda su vida adulta: la oficina.
Se interpreta muchas veces a los héroes de Kafka como la proyección alegórica del intelectual, sin embargo Gregorio Samsa no tiene nada de intelectual. Cuando se despierta convertido en cucaracha, sólo una cosa le preocupa: ¿cómo, en este nuevo estado, llegar a tiempo a la oficina? En su cabeza sólo hay la obediencia y la disciplina a las que su profesión le ha acostumbrado: es un empleado, un funcionario, y todos los personajes de Kafka lo son; funcionario concebido no como un tipo sociológico (éste habría sido el caso en un Zola), sino como una posibilidad humana, una forma elemental de ser.
En este mundo burocrático del funcionario, primo: no hay iniciativa, invención, libertad de accíón; solamente hay órdenes y reglas: es el mundo de la obediencia.
Secundo: el funcionario realiza una pequeña parte de la gran acción administrativa cuyos fin y horizonte se le escapan; es el mundo en el que los gestos se han vuelto mecánicos y en el que las gentes no conocen el sentido de lo que hacen.
Tertio: el funcionario sólo tiene relación con anónimos y con expedientes: es el mundo de lo abstracto.
Situar una novela en ese mundo de la obediencia, de lo mecánico y de lo abstracto, donde la única aventura humana consiste en ir de una oficina a otra, es algo que parece contrario a la esencia misma de la poesía épica. De ahí la pregunta: ¿cómo consiguió Kafka transformar esa grisácea materia antipoética en novelas fascinantes?
Se puede encontrar la respuesta en una carta que escribió a Milena: «La oficina no es una institución estúpida; tiene sus raíces más en lo fantástico que en lo estúpido». La frase contiene uno de los mayores secretos de Kafka. Supo ver lo que nadie había visto: no solamente la importancia capital del fenómeno burocrático para el hombre, para su condición y para su porvenir, sino también (lo cual es todavía más sorprendente) la virtualidad poética contenida en el carácter fantasmal de las oficinas.
Pero ¿qué quiere decir: la oficina tiene sus raíces en lo fantástico?
El ingeniero de Praga sabría comprenderlo: un error en su expediente lo ha proyectado a Londres; de este modo anduvo vagando por Praga, como un verdadero fantasma, a la búsqueda del cuerpo perdido, mientras las oficinas que visitaba se le aparecían como un laberinto sin fin proveniente de una mitología desconocida.
Gracias a lo fantástico que supo percibir en el mundo burocrático, Kafka consiguió lo que parecía impensable antes de él: transformar una materia profundamente antipoética, la de la sociedad burocratizada al extremo, en gran poesía novelesca; transformar una historia extremadamente trivial, la de un hombre que no puede obtener el puesto prometido (lo que, de hecho, es la historia de El castillo), en mito, en epopeya, en belleza jamás vista.
Después de ensanchar el decorado de las oficinas hasta las gigantescas dimensiones de un universo, Kafka ha llegado, sin duda alguna, a la imagen que nos fascina por su semejanza con la sociedad que él nunca conoció y que es la de los praguenses de hoy.
En efecto, un Estado totalitario no es más que una inmensa administración: como todo el trabajo está en él estatalizado, las gentes de todos los oficios se han convertido en empleados. Un obrero ya no es un obrero, un juez ya no es un juez, un comerciante ya no es un comerciante, un cura ya no es un cura, son todos funcionarios del Estado. «Pertenezco al Tribunal», le dice el sacerdote a Josef, en la catedral. Los abogados también, en la obra de Kafka están al servicio del tribunal. Un praguense de hoy no se asombra de esto. No estaría mejor defendido que K. Tampoco sus abogados están al servicio de los acusados, sino del Tribunal.