5

La célebre carta que Kafka escribió y nunca envió a su padre demuestra bien a las claras que es de la familia, de la relación entre el hijo y él poder endiosado de los padres de donde Kafka sacó su conocimiento de la técnica de la culpabilización, que se convirtió en uno de los grandes temas de sus novelas. En La condena, relato estrechamente ligado a la experiencia del autor, el padre acusa a su hijo y le ordena ahogarse. El hijo acepta su culpabilidad ficticia, y va a tirarse al río tan dócilmente como, más tarde, su sucesor Josef K., inculpado por una organización misteriosa, se dejará degollar. La semejanza entre las dos acusaciones, las dos culpabilizaciones y las dos ejecuciones revela la continuidad que liga, en la obra de Kafka, el íntimo «totalitarismo» familiar al de sus grandes visiones sociales.

La sociedad totalitaria, sobre todo en sus versiones extremas, tiende a abolir la frontera entre lo público y lo privado; el poder, que se hace cada vez más opaco, exige que la vida de los ciudadanos sea siempre más transparente. Este ideal de vida sin secretos corresponde al de una familia ejemplar: un ciudadano no tiene derecho a disimular nada ante el Partido o el Estado, lo mismo queun niño no tiene derecho al secreto frente a su padre o a su madre. Las sociedades totalitarias, en su propaganda, presentan una sonrisa idílica: quieren parecer «una única gran familia».

Se dice con mucha frecuencia que las novelas de Kafka expresan el deseo apasionado de la comunidad y del contacto humano; al parecer, el ser desarraigado que es K. no tiene más que un fin: superar la maldición de su soledad. Ahora bien, esta explicación no solamente es un cliché, una reducción del sentido, sino un contrasentido.

El agrimensor K. no va en absoluto a la conquista de las gentes y de su calurosa acogida, no quiere convertirse en «el hombre entre los hombres» como el Orestes de Sartre; quiere ser aceptado, no por una comunidad, sino por una institución. Para lograrlo, debe pagar un alto precio: debe renunciar a su soledad. Y he aquí su infierno: nunca está solo, los dos ayudantes enviados por el castillo le siguen sin cesar. Asisten a su primer acto de amor con Frida, sentados en el mostrador del café por encima de los amantes, y, desde ese momento, ya no abandonan su cama.

¡No la maldición de la soledad sino la soledad violada, ésta es la obsesión de Kafka!

Karl Rossmann es molestado permanentemente por todo el mundo; le venden la ropa; le quitan la única foto de sus padres; en el dormitorio, al lado de su cama, unos muchachos boxean y de vez en cuando, caen sobre él; Robinson y Delamarche, dos golfos, le obligan a vivir con ellos en su casa de tal suerte que los suspiros de la gorda Brunelda resuenan en su sueño.

Con la violación de la intimidad comienza también la historia de Josef K.: dos señores desconocidos vienen a detenerle en su cama. A partir de ese día, ya no se sentirá solo: el tribunal le seguirá, le observará y le hablará; su vida privada desaparecerá poco a poco, tragada por la misteriosa organización que le acosa.

Los espíritus líricos a quienes les gusta predicar la abolición del secreto y la transparencia de la vida privada no se dan cuenta del proceso que impulsa. El punto de partida del totalitarismo se asemeja al de El proceso: vendrán a sorprenderos en vuestra cama. Vendrán como les gustaba hacerlo a vuestro padre y a vuestra madre.

Se pregunta uno con frecuencia si las novelas de Kafka son la proyección de los conflictos más personales y privados del autor o la descripción de la «máquina social» objetiva.

Lo kafkiano no se limita ni a la esfera íntima ni a la esfera pública; las engloba a las dos. Lo público es el espejo de lo privado, lo privado refleja lo público.