Si uno no quiere dejarse engañar por mistificaciones y leyendas, no encuentra huella importante alguna de los intereses políticos de Franz Kafka; en este sentido, se distinguió de todos sus amigos praguenses, de Max Brod, de Franz Werfel, de Egon Erwin Kisch, al igual que de todas las vanguardias que, pretendiendo conocer el sentido de la Historia, se complacían en evocar el rostro del futuro.
¿Cómo es pues que no sea la obra de éstos, sino la de su solitario compañero, introvertido y concentrado en su propia vida y en su arte, la que pueda considerarse hoy como una profecía sociopolítica y que, por ello, esté prohibida en gran parte del planeta?
Un día pensé en este misterio, tras presenciar un pequeño episodio en casa de una vieja amiga. Esta mujer, durante los procesos estalinianos de Praga en l951, fue arrestada y juzgada por crímenes que no había cometido. Por otra parte, centenares de comunistas se encontraron, en la misma época, en idéntica situación que ella. Durante toda su vida se habían identificado con su Partido. Cuando éste se convirtió de golpe en su acusador, aceptaron, a instancias de Josef K., «examinar toda su vida pasada hasta en el menor detalle» para encontrar la falta oculta y, finalmente, confesar crimenes imaginarios. Mi amiga consiguió salvar la vida porque, gracias a su extraordinario valor, se negó a ponerse, como todos sus compañeros, como el poeta A., a «buscar su falta». Al negarse a ayudar a sus verdugos dejó de ser utilizable para el espectáculo del proceso final. Así, en lugar de ser ahorcada, fue solamente condenada a cadena perpetua. Al cabo de quince años fue completamente rehabilitada y puesta en libertad.
Detuvieron a esta mujer cuando su hijo tenía un año. Al salir de la cárcel, volvió pues a encontrar a su hijo de dieciséis años, y tuvo entonces la dicha de vivir con él una modesta soledad a dúo. Nada más comprensible pues que su apasionado apego por él. Su hijo tenía ya veintiséis años cuando, un día, fui a visitarles. Ofendida, contrariada, la madre lloraba. El motivo era realmente insignificante: el hijo se había levantado demasiado tarde por la mañana, o algo así. Dije a la madre: «¿Por qué te pones nerviosa por semejante bobada? ¿Vale la pena llorar por eso? ¡Exageras un poco!».
En lugar de la madre, me respondió el hijo: «No, mi madre no exagera. Mi madre es una mujer magnífica y valiente. Ha sabido resistir cuando todos fracasaban. Quiere que yo sea un hombre honrado. Es verdad, me he levantado demasiado tarde, pero lo que me reprocha mi madre es algo más profundo. Es mi actitud. Mi actitud egoísta. Quiero ser tal como mi madre desea. Y se lo prometo ante ti».
Lo que el Partido nunca consiguió hacer con la madre, la madre consiguió hacerlo con su hijo. Ella le forzó a identificarse con la acusación absurda, a ir a «buscar la falta», a hacer una confesión pública. Contemplé, estupefacto, esta escena de un miniproceso estaliniano y comprendí de golpe que los mecanismos psicológicos que funcionan en el interior de los grandes acontecimientos históricos (aparentemente increíbles e inhumanos) son los mismos que los que rigen las situaciones íntimas (absolutamente triviales y muy humanas).