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La historia que acabo de contar es una de ésas que sin vacilación deben llamarse kafkianas. Ese término, sacado de una obra de arte, determinado únicamente por las imágenes de un novelista, aparece como el único denominador común de las situaciones tanto literarias como reales) que ninguna otra palabra es capaz de captar y para las que ni la politología, ni la sociología, ni la psicología nos proporcionan la clave.

¿Qué es pues lo kafkiano?

Tratemos de describir algunos de sus aspectos:

Primo:

El ingeniero es confrontado con el poder, que tiene el carácter de un laberinto sin fin. Nunca alcanzará el final de sus infinitos corredores y jamás llegará a saber quién formuló la sentencia fatal. Está, por tanto, en la misma situación que Josef K. ante el tribunal o el agrimensor K. ante el castillo. Están todos en un mundo que es una única inmensa institución laberintica a la que no pueden sustraerse y a la que no pueden comprender.

Antes de Kafka, los novelistas desenmascararon con frecuencia las instituciones como lides en las que se enfrentan distintos intereses personales o sociales. En Kafka, la institución es un mecanismo que obedece a sus propias leyes programadas ya no se sabe por quién ni cuándo, que no tienen nada que ver con los intereses humanos y que, por lo tanto, son ininteligibles.

Secundo:

En el capítulo quinto de El castillo, el alcalde del pueblo explica a K., con todo detalle, la larga historia de su expediente. Abreviémosla: hace unos diez años llega del castillo a la alcaldía la propuesta de contratar en el pueblo a un agrimensor. La respuesta escrita del alcalde es negativa (nadie necesita a ningún agrimensor), pero se extravía en otra oficina y, así, por el juego muy sutil de los malentendidos burocráticos que se prolonga durante largos años, un día, por descuido, se le envía realmente a K. la invitación, justo en el momento en que todas las oficinas implicadas están liquidando la antigua propuesta, ya caduca. De modo que, después de un largo viaje, K. ha llegado al pueblo por error. Más aún: dado que no hay para él otro mundo posible que ese castillo con su pueblo, toda su existencia no es sino un error.

En el mundo kafkiano, el expediente se asemeja a la idea platónica. Representa la auténtica realidad, mientras la existencia física del hombre no es más que el reflejo proyectado sobre la pantalla de las ilusiones. En efecto, el agrimensor K. y el ingeniero praguense no son más que sombras de sus fichas; son aún mucho menos que eso: son sombras de un error en un expediente, es decir, sombras que no tienen siquiera derecho a su existencia de sombra.

Pero, si la vida del hombre no es más que una sombra y si la auténtica realidad se encuentra en otra parte, en lo inaccesible, en lo inhumano y sobrehumano, entramos en la teología. Y, en efecto, los primeros exégetas de Kafka explicaban sus novelas como una parábola religiosa.

Esta interpretación me parece falsa (porque ve una alegoría allí donde Kafka captó situaciones concretas de la vida humana) aunque reveladora: dondequiera que el poder se deifique, éste produce automáticamente su propia teología; donde quiera que se comporte como Dios, suscita hacia él sentmientos religiosos; el mundo puede ser descrito con un vocabulario teológico.

Kafka no escribió alegorías religiosas, pero lo kafkiano (tanto en la realidad como en la ficción) es inseparable de su aspecto teológico (o, más bien, pseudoteológico).

Tertio:

Raskolnikov no puede soportar el peso de su culpabilidad y, para encontrar la paz, consiente voluntariamente en ser castigado. Es la conocida situación en la que la falta busca el castigo.

En Kafka se invierte la lógica. El que es castigado no conoce la causa del castigo. Lo absurdo del castigo es tan insoportable que, para encontrar la paz, el acusado quiere hallar una justificación a su pena: el castigo busca la falta.

El ingeniero praguense es castigado con una intensa vigilancia policial. Este castigo reclama el crimen que no se cometió, y el ingeniero acusado de haber emigrado acaba por emigrar realmente. El castigo ha encontrado finalmente la falta.

Como no sabe de qué se le acusa, Josef K., en el capítulo séptimo de El proceso, decide hacer examen de toda su vida, de todo su pasado «hasta en sus menores detalles». La máquina de la «autoculpabilización» se ha puesto en marcha. El acusado busca su culpa.

Un día, Amalia recibe una carta obscena de un funcionario del castillo. Sintiéndose ultrajada, la rompe. El castillo no necesita siquiera censurar el comportamiento temerario de Amalia. El miedo (el mismo que el ingeniero vio en los ojos de su secretaria) actúa espontáneamente. Sin que nadie lo ordene, sin señal perceptible alguna por parte del castillo, todo el mundo evita a la familia de Amalia como si estuviera apestada.

El padre de Amalia quiere defender a su familia. Pero existe una dificultad: ¡no solamente el autor del veredicto es inencontrable, sino que el veredicto mismo no existe! ¡Para poder recurrir, para pedir el indulto, alguien tendría antes que haber sido inculpado! El padre implora al castillo que proclame el crimen. Es pues quedarse corto decir que el castigo busca la culpa. ¡En este mundo seudoteológico, el castigado suplica que se le reconozca culpable!

Ocurre con frecuencia que un praguense de hoy, caído en desgracia, no pueda encontrar empleo alguno. Pide, en vano, un comprobante que demuestre que ha cometido una falta y que está prohibido darle empleo. El veredicto es inencontrable. Y, como en Praga el trabajo es un deber prescrito por la ley, acaba por ser acusado de parasitismo; esto quiere decir que es culpable de sustraerse al trabajo. El castigo encuentra la falta.

Quarto:

La historia del ingeniero praguense tiene el carácter de una historia divertida, de una broma; provoca la risa.

Dos señores cualesquiera (y no «inspectores» como nos hace creer la traducción francesa) sorprenden una mañana a Josef K. en su cama, le dicen que está detenido y se toman su desayuno. K., cual funcionario bien disciplinado que es, en lugar de echarlos de su apartamento, se defiende largamente ante ellos, en camisón. Cuando Kafka leyó a sus amigos el primer capítulo de El proceso, todos rieron, incluido el autor.

Philip Roth sueña con una pelicula basada en El castillo: ve a Groucho Marx en el papel del agrimensor K. y a Chico y Harpo en los de los dos ayudantes. Sí, tiene razón: lo cómico es inseparable de la esencia misma de lo kafkiano.

Pero es un escaso consuelo para el ingeniero saber que su historia es cómica. El ingeniero se encuentra encerrado en la broma de su propia vida como un pez en un acuario: él no le encuentra la gracia. En efecto, la broma sólo tiene gracia para los que se encuentran delante del acuario; lo kafkiano, por el contrario, nos conduce al interior, a las entrañas de la broma, a lo horrible de lo cómico.

En el mundo de lo kafkiano, lo cómico no representa un contrapunto de lo trágico (lo tragicómico) como ocurre en Shakespeare; no está ahí para hacer lo trágico más soportable gracias a la ligereza del tono; no acompaña lo trágico, no, lo destruye antes de que nazca privando así a las víctimas del único consuelo que les cabría aún esperar: el que se encuentra en la grandeza (auténtica o supuesta) de la tragedia. El ingeniero ha perdido su patria y todo el auditorio ríe.