EL GIGANTESCO VÓRTICE

A partir del descubrimiento de América, la acción combinada del capitalismo y la ciencia empieza a abarcar el mundo entero. Con velocidad creciente, al cabo de cuatro siglos se convertirá en un gigantesco vórtice que arrastrará a los seres humanos.

El oro preside el descubrimiento: «Ondas de mar con un continente y veintinueve islas de oro, sobre un fondo azul cinco anclas de oro, la punta del escudo empalmada en oro». Estas son las armas que el Almirante se hizo atribuir y parecen no dejar lugar a duda sobre su preocupación esencial. Pero, por si quedara alguna, afirma que con el oro «hasta se pueden encaminar las almas al Paraíso».

Su contemporáneo Leonardo escribe: «¡Oh, miseria humana, a cuántas cosas te sometes por dinero!». Y en sus sombrías profecías agrega: «Saldrá, de oscuras y tenebrosas cavernas, algo que acarreará a toda la especie humana grandes afanes y peligros y aun la muerte. A sus secuaces, tras muchas fatigas, les procurará contento; pero el que no sea su partidario morirá abatido por la calamidad… Causará infinitas traiciones; se impondrá a los hombres, persuadiéndoles de que les conviene cometer asesinatos, latrocinios y perfidias; esto hará finalmente sospechosos a sus partidarios; esclavizará a las ciudades libres; privará a muchos de la vida; afligirá a los hombres con sus arterías, engaños y traiciones».

La afluencia de las riquezas de Indias aceleró el proceso capitalista en Europa y la centralización de las monarquías. Durante la Guerra de los Cien Años, las fortalezas feudales se habían convertido en nidos de ladrones y aventureros, en el último reducto de una clase antaño caballeresca, pero ahora empobrecida y rabiosa. La aristocracia feudal sucumbió ante el poder monárquico-capitalista. Los grandes poderes centrales necesitaban grandes sumas de dinero para sus burocracias y ejércitos, y esas sumas sólo podían dárselas los grandes señores de las finanzas: la centralización del poder político resultó así la contrafigura de la centralización financiera.

Ahí está Jacques Coeur —¡hermoso nombre para un usurero!—, individuo que sin un centavo se asocia a un mercader arruinado para acuñar monedas destinadas a Carlos VII, a cambio de concesiones mineras. Exporta plata a Oriente, importa oro, acumula beneficios fantásticos, toma en arriendo las minas de la corona, hace empréstitos al cincuenta por ciento, financia guerras y las aprovecha en su beneficio particular.

Ahí está Jacobo Fuccar. Los señores necesitan dinero. ¿Qué ofrecen como garantía? Sus tierras, lo único que poseen. Pero esas tierras poseen valiosos metales, completamente inútiles para los señores, que no disponen de capitales para explotarlos. Fuccar se encargará de ello, él financiará a los príncipes de Habsburgo y cuando Maximiliano I toma la corona imperial, la familia de los Fuccar quedará unida indisolublemente al poderío ascendente de su familia. Hasta que en 1519 Fuccar paga mejor que nadie a los electores y decide la elección en contra de Francisco I y en favor de Carlos V. No por simpatía: por el interés de sus minas.

El descubrimiento de América y la Reforma aceleran el ritmo, mayores riquezas, gigantescos mercados y fuentes de materias primas y la ética calvinista: la riqueza no es nada sospechoso, sino el signo de la bendición divina.

Italia ha quedado atrás, es católica y no tiene minas de hierro y carbón. Y la civilización de ahora en adelante va a ser la civilización del acero y del vapor.

Al desarrollo del capitalismo correspondió un paralelo desarrollo de la industria. Y el avance del conocimiento científico fue la contraparte de este proceso, en un complejo movimiento recíproco: las necesidades técnicas forzaban los avances de la ciencia pura y éstos traían nuevas posibilidades a la técnica.

HACIA EL PODER MEDIANTE LA ABSTRACCIÓN

El dinero y la razón otorgaron el poder secular al hombre, no a pesar de la abstracción, sino gracias a ella.

La idea de que el poder está unido a la fuerza física y a la materia es la creencia de las personas sin imaginación. Para ellos, una cachiporra es más eficaz que un logaritmo, un lingote de oro es más valioso que una letra de cambio. Pero la verdad es que el imperio del hombre se multiplicó desde el momento en que comenzó a reemplazar las cachiporras por logaritmos y los lingotes de oro por letras de cambio.

Una ley científica aumenta su dominio al abarcar más hechos, al generalizarse. Pero al generalizarse se hace más abstracta, porque lo concreto se pierde con lo particular. La teoría de Einstein es más poderosa que la de Newton, porque rige sobre un territorio más vasto, pero por eso mismo es más abstracta. Sobre el hallazgo de Newton todavía se pueden referir anécdotas con manzanas, aunque sean apócrifas; sobre el de Einstein, nada puede decir el pueblo, pues sus tensores y geodésicas ya están demasiado lejos de sus intuiciones concretas: apenas puede ocuparse del violín de su autor, o de su melena.

Lo mismo con la economía: a medida que el capitalismo se desarrolla sus instrumentos se hacen más pujantes, pero más abstractos: la potencia de un bolsista que especula con un cereal que jamás ha visto es infinitamente más grande que la del campesino que lo cosechó.

No debe sorprendernos que el capitalismo esté vinculado con la abstracción, porque no nace de la industria, sino del comercio; no del artesano, que es rutinario, realista y estático, sino del mercader aventurero, que es imaginativo y dinámico. La industria produce cosas concretas, pero el comercio intercambia esas cosas, y el intercambio tiene siempre en germen la abstracción, ya que es una especie de ejercicio metafórico que tiende a la identificación de entes distintos mediante el despojo de sus atributos concretos. El hombre que cambia una oveja por un saco de harina realiza un ejercicio sumamente abstracto; no importa que las necesidades físicas que lo llevan a ejercer ese intercambio sean concretas —como el hambre, la sed o la necesidad de procrear—; lo decisivo es que ese intercambio sólo es posible merced a un acto de abstracción, a una especie de igualación matemática entre una oveja y un saco de harina; y ambos objetos se intercambian, no a pesar de sus diferencias, sino a causa de ellas.

Los logaritmos, en fin, terminan por imponerse sobre la cachiporra, lo abstracto concluye por dominar lo concreto. No fueron las máquinas quienes desencadenaron el poder capitalista, sino el capitalismo financiero quien sometió la industria a su poderío.

EL FANTASMA MATEMÁTICO

Frente a la infinita riqueza del mundo material, los fundadores de la ciencia positiva seleccionaron los atributos cuantificables: la masa, el peso, la forma geométrica, la posición, la velocidad. Y llegaron al convencimiento de que «la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos», cuando lo que estaba escrito en caracteres matemáticos no era la naturaleza, sino… la estructura matemática de la naturaleza. Perogrullada tan ingeniosa como la de afirmar que el esqueleto de los animales tiene siempre caracteres esqueléticos.

No era pues, la infinitamente rica naturaleza la que expresaban esos cientistas con el lenguaje matemático, sino apenas su fantasma pitagórico. Lo que conocíamos así de la realidad era más o menos como lo que un habitante de París puede llegar a conocer de Buenos Aires examinando su guía, su cartografía y su guía telefónica; o, más exactamente, lo que un sordo de nacimiento puede intuir de una sonata examinando su partitura.

La raíz de esta falacia reside en que nuestra civilización está dominada por la cantidad y ha terminado por parecemos que lo único real es lo cuantificable, siendo lo demás pura y engañosa ilusión de nuestros sentidos.

Un ejemplo típico de este proceso mental lo constituye el Principio de Inercia, intuido por Leonardo y descubierto —¿o inventado?— por Galileo. Si se arroja una bolita sobre una mesa horizontal, con cierto impulso, la bolita se mueve durante cierto tiempo, hasta detenerse a causa del roce. Galileo concluye: en una mesa infinitamente extensa y pulida, desprovista de roce, el movimiento perduraría por toda la eternidad.

Esta es una muestra de cómo los cientistas son capaces de entregarse a la imaginación más desenfrenada en lugar de atenerse, como pretenden, a los hechos. Los hechos indican, modestamente, que el movimiento de la esferita cesa, tarde o temprano. Pero el cientista no se arredra y declara que esta detención se debe a la desagradable tendencia de la naturaleza a no ser platónica.

Pero como la ley matemática confiere poder, y como el hombre tiende a confundir la verdad con el poder, todos creyeron que los matemáticos tenían la clave de la realidad.

Y los adoraron. Tanto más cuanto menos los entendieron.

El poeta nos dice:

El aire el huerto orea

y ofrece mil olores al sentido;

los árboles menea

con un manso ruido

que del oro y del cetro pone olvido.

Pero el Análisis Científico es deprimente: como los hombres que ingresan en una penitenciaría, las sensaciones se convierten en números: el verde de los árboles ocupa una banda del espectro luminoso en torno de las cinco mil unidades Angström; el manso ruido es captado por micrófonos y descompuesto en un conjunto de ondas caracterizadas por un número; en cuanto al olvido del oro y del cetro, queda fuera de la jurisdicción de la ciencia, porque no es susceptible de convertirse en números. El mundo de la ciencia ignora los valores. Un geómetra que rechazara el teorema de Pitágoras por considerarlo perverso tendría más probabilidades de ser admitido en un manicomio que en un congreso de matemáticos. Tampoco tiene sentido científico una frase como: «Tengo fe en el principio de conservación de la energía». Muchos cientistas hacen afirmaciones de este género, pero se debe a que construyen la ciencia como simples hombres, con sus sentimientos y pasiones, no como cientistas puros.

En la elaboración de la ciencia el hombre opera con esa intrincada mezcla de ideas puras, sentimientos y prejuicios que caracteriza su condición; investiga acicateado por manías de grandeza, por preconceptos éticos o estéticos, por empecinamiento o por ese vanidoso amor a sí mismo que suele llamarse Amor a la Humanidad. Pero aunque los sentimientos o los juicios de valor intervengan en la elaboración de la ciencia, nada tienen que hacer con la ciencia hecha. Giordano Bruno fue quemado por emitir exaltadas frases en favor de la infinitud del Universo, y es explicable que haya sufrido el suplicio en tanto que poeta; sería penoso que haya creído sufrirlo en su condición de hombre de ciencia, porque en tal caso habría muerto por una frase fuera de lugar. La muerte de Bruno pertenece a la Historia de las Persecuciones y hasta a la Historia de la Ciencia; jamás a la ciencia misma.

De este modo el mundo de los árboles, de las bestias y las flores, de los hombres y sus pasiones, se fue convirtiendo en un helado conjunto de sinusoides, logaritmos, letras griegas, triángulos y ondas de probabilidad. Y lo que es peor: nada más que en eso. Cualquier cientista consecuente se negará a hacer consideraciones sobre lo que podría haber más allá de la estructura matemática: si lo hace, deja de ser hombre de ciencia en ese mismo instante, para convertirse en religioso, metafísico o poeta. La ciencia estricta —la ciencia matematizable— es ajena a todo lo que es más valioso para el ser humano: sus emociones, sus sentimientos, sus vivencias de arte o de justicia, sus angustias metafísicas. Si el mundo matematizable fuera el único verdadero, no sólo sería ilusorio un castillo soñado, con sus damas y juglares: también lo serían los paisajes de la vigilia, la belleza de un lied de Schubert, el amor. O por lo menos sería ilusorio lo que en ellos nos emociona.

EL HOMBRE TÍTERE

El universo real, despojado de sus atributos «secundarios» quedaba reducido a materia y movimiento. Y todo movimiento era el resultado de una configuración anterior de las Partículas Universales, que, eterna y ciegamente, se mueven en un proceso sin fin. Era la causalidad sin ojos, el determinismo absoluto.

El marqués de Laplace expresó esta idea en su forma clásica: «Deberíamos, pues, considerar el estado actual del Universo como el efecto de su estado precedente, y como la causa del estado que le ha de seguir. Una inteligencia que durante un instante dado conociese todas las fuerzas que animan a la naturaleza y las diversas posiciones de las entidades que la componen —si además su intelecto fuese lo bastante vasto como para someter esos datos al análisis (matemático)— podría incluir en la misma fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del Universo y los del átomo más leve. Nada sería incierto para ella. Ante sus ojos estaría presente el futuro no menos que el pasado».

Esta doctrina no implica el abandono de la idea de Dios, aunque muchos mecanicistas —más entusiastas que lógicos— se hicieran ateos. Creo que fue el mismo Laplace quien, interrogado por Napoleón sobre el lugar de Dios en su sistema, respondió: «Sire: esa hipótesis me es innecesaria».

Sin embargo ni Kepler ni Galileo ni Newton ni Maupertuis dejaron de creer en esa Hipótesis. Antes, por el contrario, consideraron que ese admirable orden matemático implicaba la existencia de un Ser Supremo que lo hubiese impuesto, de un Sublime Ingeniero que hubiese organizado y puesto en marcha la formidable Máquina.

El éxito de la concepción mecánico-matemática de la naturaleza llevó insensiblemente a su generalización. Ya Leonardo quiso reemplazar los seres vivos por mecanismos. Después vinieron los intentos de Descartes, el auge de los autómatas y el proyecto de localizar el alma en alguna glándula. Para Descartes, estaba en la glándula pineal y los nervios tiraban de ella como un cordón de una campanilla: el alma se enteraba de los estímulos externos como el dueño de la casa de la llegada de visitantes.

Toda la filosofía de Descartes es la expresión de una mentalidad físico-matemática. Para él, el conocimiento consiste en convertir lo oscuro y confuso en claro y distinto. Pero ¿qué es lo claro y distinto para este filosofo? Lo cuantitativo, lo mensurable. No es extraño, pues, que al enfrentar el problema de la vida lo vuelva claro y distinto mecanizándolo, metiendo el alma en una campanilla. En cuanto a los sentimientos y pasiones, a todo lo que no es el pensamiento racional, los elimina, calificándolos de ideas oscuras y confusas: analizándolas, el hombre verdaderamente pensante podrá vivir tranquilo, exento de emociones, bajo el solo impulso del intelecto. ¡Hermoso proyecto para el hombre futuro!

De una manera u otra, el determinismo mecánico se extendió desde su ámbito apropiado hasta el territorio del alma humana descartando el libre albedrío: la libertad y la voluntad no eran más que simples ilusiones, debidas a nuestra ignorancia de las infinitas causas que rigen el movimiento del Reloj Universal. Y, como un pensador ha dicho, no sólo mis huesos y mi carne, mi crecimiento y mi muerte física sino todo el conjunto de mis deseos, esperanzas, temores y emociones sería el resultado último de cierta disposición de las partículas universales: ciegas, eternas y fatales. Todo el trabajo de las edades, toda la devoción e inspiración, todo el brillo del genio humano, están destinados a la extinción en la vasta muerte del universo físico. Y entero el templo de la creación humana será inevitablemente enterrado junto a los restos del Universo en Ruinas.

Ya el poeta persa lo había expresado:

Con la primera arcilla de la tierra se hizo la carne del último mortal, y luego, de la última cosecha se arrojó la simiente: sí, lo escrito por la primera aurora de la vida la postrer noche de expiación leerá.

EL NUEVO FETICHISMO

A lo largo de los siglos XVIII y XIX se propagó, finalmente, una verdadera superstición de la ciencia, lo que equivale a decir que se desencadenó la superstición de que no se debe ser supersticioso.

Era inevitable: la ciencia se había convertido en una nueva magia y el hombre de la calle creía tanto más en ella cuanto menos iba comprendiéndola.

La reducción del Universo a Materia-en-Movimiento dio origen a las doctrinas más peregrinas. Primero fue la tentativa de localizar el alma en una glándula. Luego, la investigación del alma en amperímetros y compases; mientras algunos se dedicaban a medir con tales aparatos la inteligencia y la sensibilidad, otros, como Fechner, organizaban desfiles de señores delante de diversos rectángulos, para decidir estadísticamente la esencia de la belleza; y otros, en fin, exponían bruscamente una lámina a la mirada de un sujeto, anotando el tiempo de reacción tomado con un cronómetro. Al mismo tiempo, Gall y Lavater perpetraban su frenología y su fisiognómica —¡oh, espíritu de Balzac!—. Y al llegar el siglo XX, Pavlov midió la salivación de un perro ante un trozo de carne, con y sin tortura.

Lo que se quiere destacar aquí es cómo llegó a dominar la mentalidad de la ciencia y cómo cayó en los extremos más grotescos cuando se aplicó en las regiones alejadas de la materia bruta. Y la curiosa pero explicable paradoja de que sus más fanáticos defensores sean los hombres que menos la conocen. Al fin y al cabo, los primeros que en el siglo XX comenzaron a dudar de la ciencia fueron los matemáticos y físicos, de modo que cuando todo el mundo empezaba a tener ciega fe en el conocimiento científico, sus más avanzados pioneers empezaban a dudar de él. Compárese la cautela de físicos como Eddington con la certeza de un médico, que usa toda clase de ondas y rayos con la impávida tranquilidad que da su total desconocimiento. Detrás de esos aparatos, cuyo funcionamiento es para él un profundo misterio, acusa de curanderismo al pobre diablo que sigue curando de acuerdo con viejas supersticiones, sin advertir que la mayor parte de la terapéutica contemporánea consiste en supersticiones que recibieron nombre griego. Si en 1900 un curandero curaba por sugestión, los médicos se echaban a reír, porque en aquel tiempo sólo creían en cosas materiales, como un músculo o un hueso; hoy practican esa misma superstición con el nombre de «medicina psicosomática». Pero subsiste en ellos el fetichismo por la máquina, la razón y la materia, y se enorgullecen de los grandes triunfos de su ciencia, por el solo hecho de haber reemplazado el auge de la viruela por el del cáncer.

La falla central de toda la medicina actual proviene de esa falsa base filosófica de los tres siglos pasados, de la ingenua separación entre alma y cuerpo, del candido materialismo que conducía a buscar toda enfermedad en lo somático. El hombre no es un simple objeto físico, desprovisto de alma; ni siquiera un simple animal: es un animal que no sólo tiene alma sino espíritu, y el primero de los animales que ha modificado su propio medio por obra de la cultura. Como tal, es un equilibrio —inestable— entre su propio soma y su medio físico y cultural. Una enfermedad es quizá la ruptura de ese equilibrio, que a veces puede ser provocada por un impulso somático y otras por un impulso anímico, espiritual o social. No es nada difícil que enfermedades modernas como el cáncer sean esencialmente debidas al desequilibrio que la técnica y la sociedad moderna han producido entre el hombre y su medio. Cambios mesológicos provocaron la desaparición de especies enteras, y así como los grandes reptiles no pudieron sobrevivir a las transformaciones que ocurrieron al final del periodo mesozoico, podría suceder que la especie humana fuese incapaz de soportar los catastróficos cambios del mundo contemporáneo. Pues estos cambios son tan terribles, tan profundos y sobre todo tan vertiginosos, que aquellos que provocaron la desaparición de los reptiles resultan insignificantes. El hombre no ha tenido tiempo para adaptarse a las bruscas y potentes transformaciones que su técnica y su sociedad han producido a su alrededor y no es arriesgado afirmar que buena parte de las enfermedades modernas sean los medios de que se está valiendo el cosmos para eliminar a esta orgullosa especie humana.

El hombre es el primer animal que ha creado su propio medio. Pero —irónicamente— es el primer animal que de esa manera se está destruyendo a sí mismo.

Vista así, la mecanización de Occidente es la más vasta, espectacular y siniestra tentativa de exterminio de la raza humana. Con el agregado de que esa tentativa es obra de los mismos seres humanos.

LA GRAN ILUSIÓN DEL PROGRESO

El avance de la técnica hizo nacer el dogma del Progreso General e Ilimitado, la doctrina del better-and-bigger. Todo lo que era tinieblas, desde el miedo hasta la peste, iba a ser iluminado por la Ciencia. No importaba que algunas zonas de la realidad, como la social, presentara todavía aspectos desagradables: la Razón y los Inventos encontrarían la forma de resolver esas dificultades, ya se dominarían las fuerzas de la sociedad como se habían dominado las de la naturaleza.

En el siglo XIX el entusiasmo llegó al colmo: por un lado la electricidad y la máquina de vapor manifestaban el ilimitado poder del hombre; por el otro, la doctrina de Darwin venía a confirmar la idea general del progreso. ¿No éramos superiores al mono? Al Hombre Futuro le esperaba, pues, un porvenir aun más brillante. La teoría parecía ser un decisivo ataque a la ortodoxia cristiana y a la fábula de la creación en seis días, inadvirtiendo que a Dios tanto le costaba crear al mundo con fósiles como sin fósiles. ¿No habría deseado poner a prueba la fe de los hombres distribuyendo aquí y allá esqueletos de megaterios?

El auge de la doctrina fue tan violento que amenazó la hegemonía de su hermano mayor, el mecanicismo: ahora hasta la historia y la filosofía sufrían la influencia del biologismo. Los pueblos nacían, se desarrollaban y morían. Las lenguas tenían relaciones filiales o fraternales. Las palabras luchaban por la vida y sobrevivían las más aptas. Durante bastante tiempo, los lingüistas, perplejos y ansiosos, vacilaron entre los fonógrafos y los monos.

El último efecto de esta doctrina en la mentalidad de los hombres fue el racismo de Hitler. Pero esta implicación no fue prevista por aquellos liberales.

El dogma del Progreso fue la fase final del largo proceso de secularización iniciado en Occidente a partir de las Cruzadas: la secularización del propio sentimiento religioso. Porque esto fue una especie de religión laica, hecha sobre la base de moralidad burguesa, de culto para la Razón y la Fraternidad, de creencia en una Humanidad Mejor. De aquel tiempo proviene ese tipo de cientista que cree en la unificación de los hombres mediante la Ciencia, aunque hasta hoy no haya servido más que para mutua destrucción. Esa clase de cientistas que, horrorizados ante los efectos de la bomba atómica —que al fin de cuentas ha sido inventada por ellos— preconizan la unión de los pueblos sobre la base de la tolerancia y el bienestar colectivo. Pero estos cándidos sabios son más eficaces en la fabricación de la bomba que en la realización de esa utopía donde al parecer el lobo estaría al lado del cordero escuchando una clase de Electrónica. Estos sabios son los últimos ejemplares de esa paradójica religión mundana, que también ha tenido su fariseísmo y su clericalismo.

No obstante, lo más sorprendente es que durante tanto tiempo se haya podido creer en esta religión. Es fácil, en efecto, probar la superioridad del avión sobre la carreta, pero ¿cómo demostrar el progreso moral o político? Comte y Spencer expresaron la doctrina en forma bastante abstracta, pero, en el fondo, como observa Aldous Huxley, se reducían a suponer que las personas con sombrero de copa que viajan en ferrocarril son incapaces de perpetrar las cosas que los turcos hicieron a los armenios en los tenebrosos tiempos que precedieron al descubrimiento de la Máquina de Vapor.

Comte fue el inventor de la palabra altruismo, e imaginó que las guerras se harían más raras con el avance de la ciencia y que la industria aseguraría la paz y la felicidad universales.

En cuanto al ingeniero Spencer, fue el filósofo de la evolución y del liberalismo: su sistema parte de la nebulosa primitiva y termina en las instituciones sociales más perfeccionadas.

EL PARAÍSO MECANIZADO

Los Estados Unidos son el resultado directo y puro de la expansión europea, que pudo realizarse sin trabas espaciales ni tradicionales en el vasto territorio virgen de la América septentrional. Allí surgieron de la nada ciudades, que desde su mismo origen tuvieron el sello de la cantidad y del funcionalismo. Así se convirtió en el país de las fabricaciones en serie, de las diversiones en serie, de los asesinatos en serie: hasta las románticas bandas de forajidos sicilianos se convertían en sindicatos capitalistas.

Hombres que habitaban en «máquinas de vivir» construidas en ciudades dominadas por los tubos electrónicos han inventado esa extraña ciencia que se llama cibernética, que rige la fisiología de los «cerebros electrónicos» y que, en días próximos, servirá para controlar los ejércitos de robots. En ese país no sólo se ha llegado a medir los colores y olores sino los sentimientos y emociones. Y esas medidas, convenientemente tabuladas, han sido puestas al servicio de las empresas mercantiles. En un libro titulado Cómo anunciar para vender, de W. B. Dygert, aparece una tabla en que se clasifica entre 0 y 10 el poder de atracción de los anuncios, según los sentimientos que utilizan:

Hambre: 9,2

Amor a los hijos: 9,1

Atracción sexual: 8,9

Afecto a los padres: 8,9

Respeto a Dios: 7,1

Cordialidad: 6,5

Temor: 6,2

Los medios se transforman en fines. El reloj, que surgió para ayudar al hombre, se ha convertido hoy en un instrumento para torturarlo.

Antes, cuando se sentía hambre se echaba una mirada al reloj para ver qué hora era; ahora se lo consulta para saber si tenemos hambre.

La velocidad de nuestra comunicaciones ha valorizado hasta las fracciones de minuto y ha convertido al hombre en un enloquecido muñeco que depende de la marcha del segundero.

Los teóricos del maquinismo sostuvieron que la máquina, al liberar al hombre de las tareas manuales, dejaría más tiempo libre para las actividades del espíritu. En la práctica las cosas resultaron al revés y cada día disponemos de menos tiempo.

Los patronos, o el Estado Patrono, buscaron la forma de aumentar el rendimiento mediante la densificación de la labor humana: cada segundo, cada movimiento del operario, fue aprovechado al máximo, y el hombre quedó finalmente convertido en un engranaje más de la gran maquinaria.

No nos engañemos sobre la posibilidad de escapar a este destino, mientras subsista la mentalidad maquinista. Si en muchas regiones no se llegó aún a estos extremos es, simplemente, porque no hubo el tiempo suficiente. Este es el caso de la India, la China y algunos países de Sud América, en que el tiempo sigue corriendo «naturalmente», porque esa mentalidad no ha llegado a dominar todavía en forma total. Aquí mismo en nuestra campaña, en algunas provincias andinas o serranas, impera aún ese sentido feudal del tiempo y del ocio, en que los hombres se rigen por el ritmo natural de los astros y estaciones:

y somos desganados y criollos en el espejo y el mate

compartido mide horas vanas,

dice Borges. Yo mismo todavía recuerdo lo que era la pampa de mi niñez, la diferencia entre nosotros los europeos y los «hijos del país», para quienes el tiempo no existía sino para «matarlo», para vivir tranquilo y despreocupado, para maldecirnos a los gringos que habíamos venido con nuestras fábricas y relojes.

Pero todo esto son restos menguantes de una época condenada. Los versos de Borges son más la expresión de su romántica añoranza que de su realidad, porque él mismo vive en la enloquecida Buenos Aires y toma té. En nuestras grandes ciudades desapareció ya esa sensación del tiempo cósmico: nuestros altos edificios nos impiden seguir el crecimiento y el decrecimiento de la luna, la marcha de las constelaciones, la salida y la puesta del sol.

HACIA LA IGNORANCIA POR LA CIENCIA

Los doctrinarios del Progreso habían imaginado que la humanidad avanzaría, de la Oscuridad hacia la Luz, de la Ignorancia hacia el Conocimiento.

La realidad ha resultado mucho más complicada, y si esa previsión ha resultado cierta para la humanidad como un todo, ha resultado diametralmente equivocada para el hombre individual. A medida que la ciencia ha avanzado hacia la universalidad, y por lo tanto hacia la abstracción, se ha alejado del hombre medio, de sus intuiciones, de su capacidad de comprensión. A un hombre medianamente culto se le podía dar una explicación comprensible de la teoría de Newton. Pero cada vez que ese mismo hombre empieza a leer una explicación sobre la teoría de Einstein, cesa de entender en el preciso instante en que se comienza a decir algo de importancia; mientras se le habla de trenes, silbatos y jefes de estación, mientras estamos todavía en el reino de las cosas cotidianas, el hombre todavía cree entender algo; pero no entiende ya nada cuando se empieza con las ideas que propiamente constituyen la nueva teoría. Y no hay que ilusionarse con la creencia de que por fin se ha entendido la doctrina de Einstein porque el periodista X la ha explicado en el suplemento dominical en términos sencillos: lo que se ha entendido es otra cosa. Cuando es correcta no es entendida por ningún hombre corriente y es apócrifa cuando por fin está a su alcance.

Buena parte de los malentendidos que han suscitado estas teorías hasta en el campo de la filosofía se debe a esa desgraciada condición. Nuestro lenguaje cotidiano se ha formado bajo la presión del mundo cotidiano: seres humanos, muebles, vehículos de transporte, emociones, libros, enfermedades. Pero cuando la ciencia avanzó hacia lo infinitamente grande y hacia lo infinitamente pequeño ninguna de estas palabras resultó ya apta para designar los nuevos entes. Y el empeño en querer expresar el contenido de la teoría de Einstein con el solo uso de palabras como «tren» y «jefe de estación» es tan grotesco como el empeño en querer arreglar un aparato de radio con el solo uso de martillo y tenaza.

Y cuando decimos que la teoría de la relatividad no está más al alcance del hombre medio, con «hombre medio» no nos referimos al ciudadano de la calle. En esta situación están desde los médicos hasta los historiadores, desde los humanistas que pueden leer a Platón en griego hasta los filósofos normales. En otros tiempos, un hombre culto era aquel que conocía la cosmogonía de los presocráticos. Hoy, el hombre culto es generalmente el que sigue conociendo la cosmogonía de los presocráticos pero ignora la de Einstein.

Esta es la cruel y paradójica conclusión del avance científico. A los hombres de espíritu universal sólo les queda la melancólica añoranza de aquellos tiempos en que todavía era posible l’uomo universale.

La razón —motor de la ciencia— ha desencadenado nueva fe irracional, pues el hombre medio, incapaz de comprender el mudo e imponente desfile de los símbolos abstractos, ha suplantado la comprensión por la admiración y el fetichismo de la nueva magia. Porque sus iniciados tienen además el Poder y un poder que es tanto más temible cuanto menos se lo comprende: de las esotéricas ecuaciones, el especialista desciende hasta las armas más terribles de la guerra moderna: ondas ultrasonoras para localizar submarinos, telémetros para la artillería, ondas ultracortas para guiar proyectiles, ondas infrarrojas para ver en la oscuridad, cohetes de propulsión a chorro, bombarderos y tanques, explosivos atómicos.

De este modo, el hombre común vive subyugado y en la adoración de los nuevos ritos. De este modo ha retornado a la ignorancia, después de un breve tránsito por el siglo de las luces. Pero a una ignorancia infinitamente más rica y más vasta, porque no es el negativo de la ciencia de un Aristóteles, sino de la ciencia reunida de Einstein, Pavlov, Freud, Russell, Carnap, Poincaré, Husserl, Heidegger y Whitehead.

Y mientras más imponente es la torre del conocimiento y más temible el poder allí encerrado, más insignificante es el hombre de la calle, más incierta su soledad.

EL SUPERESTADO

En el siglo XX, el mundo está llegando a las últimas consecuencias de una civilización tecnolátrica. El capitalismo acumuló capitales crecientes, esto provocó la concentración industrial, la que a su vez fue causa de una monstruosa expansión de las ciudades. Los últimos pasos —ya realizados en varios países— serán la estatización de la banca, de la industria, del transporte, de las comunicaciones y de la información. El Estado se habrá convertido, finalmente, en un gigantesco patrono que dispone de la suma del poder público y todos los medios de coerción y de persuasión.

Ya vimos que la unificación es abstrayente. Y así como condujo al fantasma matemático de la realidad, llevó a una sociedad fantasmal, compuesta de hombres-cosas, despojados de sus elementos concretos, de todos los atributos individuales que puedan perjudicar el funcionamiento de la Gran Maquinaria.

Esta unificación se hace por las buenas o por las malas, generalmente en virtud de una combinación de ambos métodos, de una adecuada mezcla de premios, sanciones legales, hambre, cárcel, campos de concentración, fe, deportes, radio, cine y periodismo.

La ciencia da al Estado enormes recursos para la tarea: desde los gases lacrimógenos hasta la radiotelefonía. James Mill, en el buen tiempo viejo, imaginaba que cuando todos supieran leer y escribir estaría asegurado para siempre el reinado de la Razón y de la Democracia. ¡Pobre hombre! Abrir escuelas, «educar al soberano», etc. Pero, ¿para enseñar qué? Bastaría recordar que el pueblo más instruido del mundo fue el alemán. Es extraño que todavía haya gente que siga creyendo en ese mito. Es extraño, también, que siga teniendo fe en la Opinión Pública, como si ese fetiche no pudiera crearse a voluntad mediante la Propaganda. La Opinión Pública sigue siendo quien impone gobiernos, pero resulta que estos gobiernos son los que crean la Opinión Pública. Creo que nunca se ha confesado esta verdad con más cínico candor que en el Moskowsky Bolchevik (número 4, año 1947): «El Estado soviético determina la conducta y la actividad de los ciudadanos soviéticos de varias maneras. Educa al pueblo ruso en el espíritu de la moral comunista, de acuerdo con un sistema que establece una serie de normas legales que reglamentan la vida de la población, imponen prohibiciones, prevén premios y castigos. El Estado soviético, con todo su poder, vigila el cumplimiento de estas normas. La conducta y la actividad del pueblo soviético se determinan también por la fuerza que dimana de una opinión pública, creada por la actividad de numerosas organizaciones públicas. El Partido Comunista y el Estado soviético desempeñan el papel principal en la formación de esta opinión pública por diversos medios, con los cuales se consigue formar el ambiente y educar a los trabajadores en un espíritu acorde con la conciencia socialista».

El demagogo Anito no disponía de otro recurso de difusión que su propia voz, y con todo logró convencer a la masa de que Sócrates debía beber la cicuta. Y la masa, que algunos creen fuente de toda razón y justicia, hizo beber la cicuta al hombre más grande de Grecia. Calcúlese lo que pueden hacer los demagogos contemporáneos con la radio y la prensa en sus manos.

Del mismo modo como la ciencia termina por considerar meras ilusiones a las cualidades «secundarias», en el Superestado los rasgos individuales se convierten en desdeñables superficialidades. Esta actitud favoreció la esclavitud de clases y razas enteras, la tortura en masa, la matanza científica. En la antigüedad se sacaba los ojos a los prisioneros o se los aserraba vivos; pero aquello era humano, porque se lo hacía en medio de una lucha salvaje y personal. En Alemania, los horrores se cometían en verdaderas fábricas de la muerte, mecanizadas e impersonales.

LA TUMBA DEL HOMBRE-COSA

La masificación suprime los deseos individuales, porque el Superestado necesita hombres-cosas intercambiables, como repuestos de una maquinaria. Y, en el mejor de los casos, permitirá los deseos colectivizados, la masificación de los instintos: construirá gigantescos estadios y hará volcar semanalmente los instintos de la masa en un solo haz, con sincrónica regularidad. Mediante el periodismo, la radio, el cine y los deportes colectivos, el pueblo embotado por la rutina podrá dar salida a una suerte de panonirismo, a la realización colectiva de un Gran Sueño. De modo que al huir de las fábricas en que son esclavos de la máquina, entrarán en el reino ilusorio creado por otras máquinas: por rotativas, radios y proyectores.

He ahí el fin del hombre renacentista. La máquina y la ciencia que había lanzado sobre el mundo exterior, para dominarlo y conquistarlo, ahora se vuelven contra él, dominándolo y conquistándolo como a un objeto más. Ciencia y máquina se fueron alejando hacia un olimpo matemático, dejando solo y desamparado al hombre que les había dado vida. Triángulos y acero, logaritmos y electricidad, sinusoides y energía atómica, unidos a las formas más misteriosas y demoníacas del dinero, constituyeron finalmente el Gran Engranaje, del que los seres humanos acabaron por ser oscuras e impotentes piezas.

Hasta que estalla la guerra, que el hombre-cosa espera con ansiedad, porque imagina la gran liberación de la rutina. Pero una vez más serán juguetes de una horrenda paradoja, porque la guerra moderna es otra empresa mecanizada. Desde la fábrica en que ejecuta un movimiento-tipo, o desde su anónimo puesto de burócrata en que maneja expedientes, o desde el fondo de un laboratorio en que como modesto empleado kafkiano pasa la vida midiendo placas espectrográficas y apilando millares de números indiferentes, el hombre-cosa es incorporado con un número a un escuadrón, una compañía, un regimiento, una división y un ejército también numerados. Y en el que un Estado Mayor, tan invisible como el Tribunal del proceso kafkiano, mueve las piezas de un monstruoso ajedrez, mediante la ayuda de mapas matemáticos, telémetros y relieves aerofotogramétricos.

Guiado por teléfonos y radios, el hombre-cosa avanzará hacia posiciones marcadas con letras y números. Y cuando muere por obra de una bala anónima es enterrado en un cementerio geométrico. Uno de entre todos es llevado a una tumba simbólica que recibe el significativo nombre de Tumba del Soldado Desconocido.

Que es como decir: Tumba del Hombre-Cosa.