Como Jeanne ya se había repuesto por completo del parto, quedó decidido que devolverían la visita a los Fourville y harían también acto de presencia en la casa solariega del marqués de Coutelier.
Julien acababa de comprar otro coche en una subasta, un faetón del que podía tirar un caballo solo, para, de esta forma, poder hacer dos salidas mensuales.
Mandó engancharlo un día despejado de diciembre y, tras dos horas de camino por las llanuras normandas, empezaron a bajar hacia un valle pequeño de pendientes boscosas, en cuya hondonada había campos de cultivo.
No tardaron en sustituir los prados a los sembrados, y tras los prados vino una zona pantanosa cubierta de altos juncos, secos en esa estación, cuyas largas hojas, semejantes a cintas amarillas, sonaban con sibilante susurro.
De súbito, al revolver de un repentino recodo del valle, apareció el castillo de La Vrillette, que apoyaba uno de los costados en la pendiente boscosa y, por el otro lado, bañaba la muralla en un anchuroso lago cuya orilla frontera servía de remate a un bosque de elevados pinos que trepaba por la ladera opuesta del valle.
Hubo que cruzar un vetusto puente levadizo y pasar bajo una ancha portalada Luis XIII antes de entrar en el patio de armas, en el que se alzaba una elegante morada de la misma época, con paredes ribeteadas de ladrillo y que enmarcaban unas torrecillas con cubierta de pizarra.
Julien le explicó a Jeanne todas y cada una de las partes del edificio, como visitante habitual que lo conocía a fondo. Hacía los honores de la mansión, se extasiaba ante su belleza:
—¡Pero mira qué portalada! ¡No me dirás que no tiene grandeza una construcción como esta! Toda la fachada del otro lado da al lago, con una escalinata que baja hasta el agua y es digna de un rey; y, al pie de esa escalinata, tienen amarradas cuatro barcas, dos para el conde y dos para la condesa. Allí, a la derecha, donde está la cortina de álamos, ahí acaba el lago, y empieza el río, que llega hasta Fécamp. La región está a rebosar de caza, y al conde le encanta salir de cacería. Esta sí que es una verdadera residencia señorial.
Se había abierto la puerta de entrada en la que apareció la pálida condesa, que salía al encuentro de los visitantes, sonriente, con vestido de cola como una castellana de antaño. Era el vivo retrato de la hermosa Dama del Lago; se notaba que había nacido para vivir en aquella mansión de cuento.
De las ocho ventanas del salón, cuatro daban al estanque y al sombrío bosque de pinos que trepaba por la loma fronteriza.
Entre la vegetación de tonos oscuros, el lago aparecía hondo, adusto y lúgubre; y, cuando soplaba el viento, los gemidos de los árboles eran como la voz del pantano.
La condesa le cogió a Jeanne ambas manos, como si se tratase de una amiga de la infancia; le hizo tomar asiento y se quedó a su lado, en una silla baja, mientras Julien, que en los cinco últimos meses había ido recuperando por completo la olvidada elegancia, charlaba y sonreía, tierno e íntimo.
La condesa y él hablaron de los paseos que daban a caballo. Ella se burlaba un poco de la forma de montar de Julien, y lo llamaba «el caballero Trompicones»; y él, también risueño, la había apodado «la reina Amazona». Sonó un disparo bajo las ventanas y Jeanne soltó un breve grito. Era el conde, que acababa de matar una cerceta.
Su mujer lo llamó en el acto. Se oyó un ruido de remos, el tropezar de una embarcación contra la piedra, y el conde entró, gigantesco, con botas altas y llevando en pos dos perros empapados, pelirrojos como él, que se echaron en la alfombra, delante de la puerta.
En su casa, parecía más a sus anchas y encantado de ver a los visitantes. Mandó añadir leña al fuego y pidió vino de Madeira y galletas. Y, de pronto, exclamó:
—Se quedan ustedes a cenar. No se hable más.
Jeanne, a quien nunca se le iba su hijo de la cabeza, no quería aceptar la invitación. El conde insistía y, al obstinarse ella en la negativa, Julien hizo un brusco ademán de impaciencia. A Jeanne le dio entonces miedo que se le volviera a despertar el humor avieso y guerrero; y, aunque la atormentaba el pensamiento de no ver a Paul hasta el día siguiente, se avino a quedarse.
La tarde fue agradabilísima. Empezaron por ir a ver los manantiales. Brotaban al pie de una roca cubierta de musgo, formando una cubeta de agua transparente en perpetuo movimiento, como si hirviera; dieron, luego, un paseo en barca surcando auténticos senderos trazados en una selva de juncos secos. El conde remaba, sentado entre sus dos perros, que alzaban el hocico para olfatear el aire; y cada una de las sacudidas de los remos levantaba la gran barca y la propulsaba hacia delante. Jeanne dejaba, a veces, la mano metida en el agua fría; y disfrutaba de aquella gélida frescura que, desde los dedos, le llegaba al corazón. A popa, en la punta de la barca, Julien y la condesa, envuelta en chales, sonreían con esa perpetua sonrisa de las personas felices a las que la dicha no deja nada por desear.
Caía la tarde con largos y helados escalofríos, hálitos del norte que pasaban entre los juncos marchitos. El sol se había hundido tras los pinos; y entraba frío sólo con mirar el cielo rojo, salpicado de nubecillas escarlata de curiosas formas.
Regresaron al amplio salón en el que ardía un gigantesco fuego. Nada más cruzar la puerta, la sensación de calor y agrado ponía de buen humor. Entonces el conde, muy alegre, tomó a su mujer en sus brazos de atleta y, alzándola hasta sus labios, como si fuera una niña, le plantó en las mejillas dos sonoros besos de hombre satisfecho.
Y Jeanne, sonriente, miraba a aquel gigante bondadoso, al que había quienes tomaban por un ogro sólo con verle los bigotes. Y pensaba: «Cuánto solemos equivocarnos con todo el mundo». Volvió entonces la mirada, casi sin proponérselo, hacia Julien y lo vio de pie en el marco de la puerta, espantosamente pálido y con los ojos clavados en el conde. Inquieta, se acercó a su marido y le preguntó en voz baja:
—¿Estás enfermo? ¿Qué te pasa?
Él respondió con acento airado:
—Nada. Déjame en paz. He cogido frío.
Cuando pasaron al comedor, el conde pidió permiso para dejar entrar a los perros; y estos acudieron en el acto y se apostaron, sobre los cuartos traseros, a izquierda y derecha de su amo, que les daba, continuamente, trozos de su plato y les acariciaba las largas orejas sedosas. Los animales alargaban la cabeza, movían el rabo y se estremecían de contento.
Después de cenar, cuando Jeanne y Julien se disponían a irse, el señor De Fourville los obligó a quedarse un rato más para una pesca con antorchas.
Los hizo apostarse, junto con la condesa, en la escalinata que bajaba hacia el lago; y se montó en su barca con un lacayo que llevaba un esparavel y una antorcha encendida. La noche era clara y de frío punzante, bajo un cielo cuajado de oro.
La antorcha hacía reptar bajo el agua estelas ígneas, extrañas y movedizas; arrojaba danzantes fulgores sobre los juncos; alumbraba la cortina de pinos. Y, de pronto, al girar la barca, una sombra colosal, fantástica, una sombra masculina, se irguió sobre el telón de fondo de la linde iluminada del bosque. La cabeza sobrepasaba con mucho los árboles, se perdía en el cielo; y los pies se hundían en el lago. Luego, el ser desmesurado alzó los brazos como para asir las estrellas. Aquellos brazos enormes se elevaron de repente, para bajar a continuación; y, acto seguido, se oyó un leve ruido de agua azotada.
La barca volvió a virar despacio, y el prodigioso fantasma pareció recorrer la orilla del bosque, que la luz, al girar, iluminaba; luego, se lo tragó el invisible horizonte, hasta que, de pronto, de menor tamaño pero más nítido, volvió a aparecer, con los mismos gestos singulares, en la fachada del castillo.
Y el vozarrón del conde dijo a gritos:
—¡Gilberte, he cogido ocho!
Los remos golpearon el agua. Ahora, la sombra gigantesca estaba de pie, inmóvil contra la muralla, pero iba mermando poco a poco: cada vez era menos alta, menos ancha; como si la cabeza descendiera y el cuerpo adelgazase. Y cuando el señor De Fourville subió los peldaños de la escalinata, precediendo siempre al lacayo que llevaba la antorcha encendida, la sombra ya se había reducido hasta coincidir con las proporciones del conde, cuyos ademanes repetía fielmente.
Llevaba en la red ocho peces grandes, que coleaban.
Cuando Jeanne y Julien emprendieron el camino de regreso, bien envueltos en abrigos y mantas que les habían prestado, Jeanne dijo casi sin querer:
—¡Qué buenazo es el gigantón del conde!
Y Julien, que llevaba las riendas, repuso:
—Sí, pero no siempre sabe comportarse en público.
Ocho días después, fueron a visitar a los Coutelier, que pasaban por ser la familia más aristocrática de toda la provincia. Sus posesiones de Reminil lindaban con el populoso burgo de Cany. El palacio nuevo, edificado durante el reinado de Luis XIV, se cobijaba en un soberbio parque amurallado. En un altozano, podían verse las ruinas del castillo antiguo. Unos lacayos vestidos de librea introdujeron a los visitantes en una imponente estancia, en cuyo centro, sobre un pedestal semejante a una columna, había una inmensa copa de la manufactura de Sèvres. En la peana, una carta autógrafa del rey, que protegía un cristal, instaba al marqués Léopold-Hervé-Joseph-Germer de Varneville de Rollebosc de Coutelier a aceptar aquel don de su soberano.
Mirando el real presente estaban Jeanne y Julien cuando entraron los marqueses. La mujer, que llevaba el cabello empolvado, era amable por oficio y afectada por puro afán de aparentar condescendencia. El marido, un individuo grueso que se peinaba el pelo cano recogiéndolo en lo alto de la cabeza, ponía en los ademanes, en la voz, en cuanto hacía, una altivez que pregonaba su importancia.
Pertenecían a esa categoría de personas aferradas a la etiqueta cuyas opiniones, sentimientos y palabras parecen ir siempre subidos en zancos.
Todo se lo decían ellos, sin esperar a que los demás les respondiesen; sonreían con cara de indiferencia; parecía que estaban siempre cumpliendo con el cometido que les imponía su ilustre cuna: recibir cortésmente a la aristocracia de poca monta de los alrededores.
Jeanne y Julien, envarados, se esforzaban por agradar; no sabían cómo marcharse, aunque prolongar la visita los hacía sentirse violentos. Pero la marquesa se encargó de poner el punto final con naturalidad y sencillez, rematando en el momento preciso la conversación con la cortesía de una reina que despide a sus interlocutores.
Durante el regreso, Julien dijo:
—Si te parece bien, aquí se acabaron las visitas. A mí con los Fourville me basta.
Y Jeanne estuvo de acuerdo.
Transcurría despacio diciembre, ese mes oscuro, ese agujero sombrío en lo más hondo del año. Volvía, como el año anterior, la vida recluida. Pero Jeanne no se aburría, siempre pendiente de Paul, al que Julien miraba de refilón, con ojos intranquilos y descontentos.
Con frecuencia, cuando la madre tenía al niño en brazos y lo mimaba con esa frenética ternura que prodigan las mujeres a sus hijos, se lo tendía al padre, diciéndole: «¡Pero dale un beso, hombre, que parece que no lo quieres!». Julien rozaba con los labios, poniendo cara de asco, la cabeza pelona del chiquillo, arqueando el cuerpo igual que si no quisiera toparse con las manecitas revoltosas y crispadas. Luego, se iba de golpe, como si lo impulsara a alejarse un sentimiento de repugnancia.
El alcalde, el médico y el párroco venían a cenar de vez de cuando; y otras veces venían los Fourville, con los que tenían cada vez más trato.
El conde parecía encariñadísimo con Paul. Lo tenía en las rodillas hasta que concluía la visita, o incluso durante tardes enteras. Lo cogía con delicadeza con sus manazas de coloso; le hacía cosquillas en la punta de la nariz con las guías de los largos bigotes; y lo besaba luego con apasionados arrebatos, como hacen las madres. Su matrimonio estéril era para él un sufrimiento continuo.
Marzo fue despejado, seco y casi cálido. La condesa Gilberte volvió a mencionar los paseos a caballo que podían hacer los cuatro juntos. Jeanne, un poco cansada de las largas veladas, de las largas noches, de los días largos, iguales y monótonos, accedió, encantada con esos proyectos. Y estuvo una semana muy entretenida haciéndose un traje de montar.
Empezaron luego las salidas. Iban siempre de dos en dos; la condesa y Julien delante; el conde y Jeanne detrás, a una distancia de cien pasos, charlando tranquilamente, como dos amigos, pues del trato de sus almas honradas y sus corazones sencillos había nacido la amistad. La otra pareja hablaba en voz baja con frecuencia, estallaba a veces en fuertes carcajadas, se miraba de pronto como si sus ojos tuvieran que decirse cosas que callaban sus bocas; y, de golpe, salían ambos al galope, a impulsos de un deseo de huir, de ir más lejos, muy lejos.
Luego, Gilberte pareció volverse de humor irritable. Su arrebatada voz llegaba a veces, en alas de la brisa, a los oídos de los dos jinetes rezagados. El conde sonreía entonces y le decía a Jeanne:
—Mi mujer se levanta muchos días con el pie izquierdo.
Un atardecer, cuando iban de regreso, la condesa empezó a pinchar a su yegua, espoleándola y sujetándola luego con bruscos tirones; oyeron varias veces que Julien le repetía:
—¡Tenga cuidado! ¡Pero tenga cuidado! Se le va a desbocar.
La condesa contestó:
—Mejor. No es asunto suyo.
Y lo dijo con tanta claridad y dureza que las palabras retumbaron con nitidez en la campiña como si estuvieran suspendidas en el aire.
El animal se encabritaba, daba coces, babeaba. De repente, el conde, preocupado, voceó con toda la fuerza de sus recios pulmones:
—¡Ten cuidado, Gilberte!
Entonces, como por desafío, en uno de esos arranques nerviosos femeninos que nada puede contener, la condesa asestó, entre las orejas, un brutal golpe de fusta a su montura; esta se tensó, rabiosa, maneó, dio un brinco formidable y salió a la carrera llanura adelante con todo el brío de las vigorosas patas.
Cruzó, primero, un prado; luego, abalanzándose entre los sembrados, iba pulverizando los terrones húmedos y corriendo tan deprisa que apenas si podían vislumbrarse ni a la amazona ni el caballo.
Julien, estupefacto, se había quedado en el sitio, llamando con desesperación:
—¡Señora condesa, señora condesa!
Pero el conde soltó algo semejante a un gruñido y, encorvándose sobre el cuello de su recio caballo, lo impulsó hacia delante con todo el cuerpo. Y lo hizo salir disparado a tal velocidad, animándolo, arrastrándolo, sacándolo de quicio con la voz, los gestos, la espuela, que el gigantesco jinete parecía llevar en vilo entre los muslos el pesado animal y alzarlo en el aire como si fuera a salir volando. Avanzaban ambos con inconcebible rapidez, corriendo ciegamente hacia delante, en línea recta. Jeanne veía en lontananza las dos siluetas, la de la mujer y la del marido, que se alejaban, se alejaban, se tornaban más pequeñas, se difuminaban, desaparecían, de la misma forma que dos aves que se persiguen, se pierden y se desvanecen en el horizonte.
Entonces Julien se acercó, con su montura aún al paso, diciendo a media voz con cara iracunda:
—Hoy parece que se haya vuelto loca.
Y los dos fueron tras sus amigos, a los que se había tragado ahora una ondulación de la llanura.
Al cabo de un cuarto de hora, vieron que regresaban; y no tardaron en reunirse con ellos.
El conde, encarnado, sudoroso, reía, contento, triunfante, sujetando con inflexible puño el caballo tembloroso de su mujer. Ella estaba pálida, con el rostro doliente y crispado; y se apoyaba con una mano en el hombro de su marido, como si estuviera a punto de desfallecer.
Jeanne comprendió aquel día que el conde estaba perdidamente enamorado de su mujer.
Luego, durante el mes siguiente, la condesa pareció alegre como nunca se la había visto. Venía con mayor frecuencia a Los Chopos, reía sin cesar, besaba a Jeanne con arrebatada ternura. Era como si un misterioso arrobo hubiera descendido sobre su vida. Su marido, feliz también, no apartaba la vista de ella e intentaba continuamente tocarle la mano o el vestido, con redoblada pasión.
Un atardecer, le dijo a Jeanne:
—En estos momentos, vivimos en plena dicha. Nunca había sido Gilberte tan encantadora. Ya no está nunca ni de mal humor, ni enfadada. Noto que me quiere. Hasta ahora, no había tenido seguridad de ello.
También Julien parecía cambiado, más contento, sin impaciencias, como si la amistad entre las dos familias hubiera traído a ambas paz y gozo.
La primavera fue singularmente precoz y calurosa.
Desde las dulces mañanas hasta los sosegados y tibios ocasos, el sol hacía germinar toda la superficie de la tierra. Era una repentina y poderosa eclosión simultánea de todas las simientes, uno de esos irresistibles brotes de savia, uno de esos renacimientos entusiastas que se dan a veces en la naturaleza en años privilegiados en los que podría creerse que el mundo está rejuveneciendo.
Ante aquella fermentación de vida notaba Jeanne una inconcreta turbación. Pasaba por súbitas languideces al ver una florecilla en la hierba, por gratas melancolías, por horas de ensoñador desmadejamiento.
Sintió, luego, que se apoderaban de ella enternecidos recuerdos de los primeros tiempos de su amor; no era que le volviera al corazón un renuevo de afecto hacia Julien, eso ya estaba acabado, y bien acabado, para siempre, sino que la carne toda, al acariciarla las brisas, al calar en ella los aromas de la primavera, sentía la misma turbación que si alguna invisible y tierna llamada la solicitase.
Le agradaba estar sola para rendirse al calor del sol mientras la recorrían de arriba abajo sensaciones de goces imprecisos y serenos que no traían consigo pensamiento alguno.
Una mañana en que se hallaba en ese estado soñoliento le cruzó de pronto por la cabeza una visión, una visión fugaz de aquel rincón soleado entre el follaje sombrío que había en el bosquecillo próximo a Étretat. Allí era donde había sentido por vez primera que se le estremecía el cuerpo con la proximidad de aquel joven que a la sazón la amaba; allí era en donde había expresado él por vez primera, entre balbuceos, el tímido deseo de su corazón; allí también era donde Jeanne había creído alcanzar de golpe con la mano el radiante porvenir de sus esperanzas.
Y quería volver a ver ese bosque, ir a él en una suerte de peregrinación sentimental y supersticiosa, como si regresar a aquel paraje pudiera traer algún cambio al derrotero de su vida.
Julien se había ido al alba, no sabía adónde. Mandó, pues, ensillar el caballito blanco de los Martin, en el que montaba ahora a veces; y se fue.
Era uno de esos días tan apacibles que nada se mueve en lugar alguno, ni una brizna de hierba, ni una hoja; todo parece haberse inmovilizado hasta el fin de los tiempos, como si el viento hubiese muerto. Hasta podría pensarse que los insectos han desaparecido.
Una paz ardorosa y soberana descendía desde el cielo, insensiblemente, como un vaho áureo, Y Jeanne avanzaba, dichosa, al paso de su caballejo, que la acunaba. De vez en cuando, alzaba la vista para contemplar alguna nubecilla blanca, mínima como un pellizco de algodón, como un copo de vapor en suspenso, olvidado allá arriba, que se hubiera quedado solo en medio del cielo azul.
Bajó hasta el valle que va a desembocar en la mar entre los grandes arcos del acantilado conocidos como las puertas de Étretat, y, muy despacio, llegó al bosque. Llovía la luz a través del follaje poco frondoso aún. Caminando sin rumbo por los senderos, Jeanne buscaba el lugar aquel y no lo hallaba.
De súbito, al cruzar un paseo largo, divisó al final de este dos caballos ensillados y atados a un árbol y los reconoció en el acto: eran los de Gilberte y Julien. La soledad estaba empezando a pesarle; se alegró de aquel encuentro imprevisto y puso su montura al trote.
Al llegar a la altura de los pacientes animales, que parecían acostumbrados a esas prolongadas esperas, llamó en voz alta. Nadie le contestó.
Un guante femenino y las dos fustas yacían en la hierba pisoteada. Los dos jinetes tenían, pues, que haberse sentado allí para alejarse luego, dejando sus caballos.
Esperó un cuarto de hora, veinte minutos, sorprendida, sin entender qué podían estar haciendo. Como había desmontado y estaba quieta, apoyada en el tronco de un árbol, dos pajarillos se dejaron caer en la hierba muy cerca de ella, sin percatarse de su presencia; uno se movía con viveza, giraba a saltitos en torno al otro, con las alas enhiestas y palpitantes, saludando con la cabeza y piando; y, de súbito, se aparearon.
Jeanne se quedó tan sorprendida como si nada supiera de tales cosas; luego, se dijo: «Es verdad, ya estamos en primavera»; y se le vino luego a la cabeza otra idea, una sospecha. Volvió a mirar el guante, las fustas, los dos caballos abandonados; y se subió al suyo bruscamente con un irresistible deseo de salir huyendo.
Ahora galopaba camino de Los Chopos. El pensamiento estaba en marcha, razonando, reuniendo los acontecimientos, relacionado las circunstancias. ¿Cómo no lo había adivinado antes? ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de nada? ¿Cómo no había comprendido las ausencias de Julien, la vuelta a su pasada elegancia y, más adelante, la mejoría de su carácter? Se acordaba también de los bruscos ataques de nervios de Gilberte, de sus extremosos mimos, y, desde hacía una temporada, de esa especie de estado de beatitud en que vivía y que tan dichoso hacía al conde.
Puso de nuevo el caballo al paso porque tenía que pensar muy en serio y el avance veloz de su montura le alteraba las ideas.
Pasada la primera conmoción, su corazón había recuperado una calma casi absoluta, sin celos y sin odio, aunque inflamado de desprecio. En Julien no pensaba casi; viniendo de él, ya no la asombraba nada; pero la sublevaba la doble traición de la condesa, de su amiga. Así que no había persona alguna que no fuera pérfida, embustera y falsa. Y unas lágrimas asomaron a sus ojos. Hay veces en que lloramos las ilusiones con la misma tristeza con que lloramos a los muertos.
Resolvió, no obstante, fingir que no sabía nada, cerrar el alma a los afectos vulgares, no amar sino a Paul y a sus padres y soportar a los demás con rostro tranquilo.
En cuanto llegó a casa, corrió hacia su hijo, se lo llevó a su cuarto y estuvo una hora entera besándolo como loca.
Julien volvió a la hora de la cena, simpatiquísimo y sonriente, lleno de amables atenciones. Preguntó:
—¿Es que no piensan venir este año padre y mamaíta?
Jeanne le agradeció tanto el detalle que casi le perdonó del todo el descubrimiento del bosque; y, al apoderarse de ella de súbito un violento deseo de volver a ver cuanto antes a los dos seres a los que más quería después de a Paul, se pasó la velada escribiéndoles para que adelantasen su venida.
Sus padres anunciaron su llegada para el 20 de mayo. Estaban a 7. Jeanne los esperó con creciente impaciencia, como si, además del cariño filial, su corazón sintiese una necesidad reciente de tratarse con corazones honrados; de conversar, abriendo el alma de par en par, con personas puras, sanas de toda infamia, cuya vida, hechos, pensamientos y deseos hubieran sido siempre totalmente rectos.
Tenía ahora la impresión de que su conciencia, tan cabal, estaba aislada en medio de todas aquellas otras conciencias flacas; y aunque había aprendido en muy poco tiempo el arte del disimulo, aunque recibía a la condesa con la mano tendida y una sonrisa en los labios, sentía que aquella sensación de vacío, de desprecio por los hombres iba creciendo y envolviéndola; y, todos los días, las noticias ordinarias de la comarca le ponían en el alma un asco cada vez mayor, una falta de estima cada vez más honda por los seres humanos.
La hija de los Couillard acababa de tener un niño y estaba a punto de celebrarse la boda. La criada de los Martin, una huérfana, estaba preñada; una niña de la vecindad, que tenía quince años, estaba preñada; una viuda, una infeliz coja y repulsiva, tan espantosamente sucia que la conocían por la Roña, estaba preñada.
Continuamente llegaban noticias de una nueva preñez, o de alguna correría de una muchacha, o de una campesina casada y madre de familia, o de un granjero rico y respetado.
Aquella ardorosa primavera parecía haber revuelto por igual la savia a los hombres y a las plantas.
Y Jeanne, cuyos sentidos apagados no conocían ya sobresalto alguno, que sólo parecía acusar la impresión de los hálitos tibios y fecundos en el corazón dolorido y el alma llena de sentimentalismo, Jeanne, que soñaba exaltándose sin deseos, apasionándose por ensoñaciones y muerta a las necesidades de la carne, se asombraba ante aquella sucia bestialidad y le rebosaba una repugnancia que tomaba tintes de odio.
Ahora le parecía indignante que los seres se apareasen, como si hiciesen algo contra natura; y, si le guardaba rencor a Gilberte, no era por haberle quitado al marido, sino porque había caído también en ese fango universal.
Aquella mujer no era de la misma raza que los rústicos, que están sometidos a los bajos instintos. ¿Cómo había podido ceder y entregarse igual que esos salvajes?
El mismo día en que llegaban sus padres, Julien echó leña al fuego de su repulsión al referirle jovialmente, como algo muy natural y gracioso, que el panadero, habiendo oído ruido en el horno el día anterior, que no era día de cocer, y creyendo que iba a encontrarse con un gato merodeador, había sorprendido a su mujer «que no era precisamente pan lo que andaba metiendo en el horno».
Y añadió:
—El panadero taponó la boca del horno; y a punto estuvo la pareja de asfixiarse. Fue el niño de la panadera el que avisó a los vecinos, porque había visto a su madre meterse dentro con el herrero —y Julien se reía, repitiendo—: Vaya pan meloso que nos hacen comer esas buenas piezas. Si parece un cuento de La Fontaine.
Jeanne no se atrevía ya ni a tocar el pan.
Cuando la silla de posta se detuvo al pie de la escalinata y el rostro satisfecho del barón apareció en la ventanilla, la joven sintió en el pecho y en el alma una honda emoción, un tumultuoso arrebato de cariño como nunca había notado antes.
Pero quedó sobrecogida y a punto de desfallecer al ver a mamaíta. La baronesa había envejecido diez años en los seis meses de invierno. Tenía las enormes mejillas fofas y caídas, purpúreas y como henchidas de sangre; los ojos parecían sin brillo, y sólo podía moverse ya si la alzaban en vilo asiéndola bajo ambos brazos; la penosa respiración era ahora sibilante, y tan trabajosa que una sensación de dolorosa angustia se apoderaba de quienes estaban a su lado.
El barón, que la había visto a diario, no era consciente de esa decadencia; y cuando ella se quejaba de sus continuos ahogos, de su creciente torpeza, le respondía:
—De ninguna manera, querida, siempre la he visto igual.
Jeanne, tras acompañarlos a su cuarto, se retiró al suyo para llorar, trastornada, desesperada. Fue, luego, a reunirse con su padre y, arrojándose sobre su pecho, con los ojos cuajados aún de lágrimas, le dijo:
—¡Ay, qué cambiada está madre! ¿Qué le pasa? Dime, ¿qué le pasa?
El barón, muy sorprendido, respondió:
—¿La ves cambiada? ¡Vaya ocurrencia! ¡Ni hablar! No me he separado ni un solo día de ella y te aseguro que no la veo mal; está como siempre.
Por la noche, Julien le dijo a su mujer:
—Tu madre no anda nada bien. La veo muy tocada —y, al estallar Jeanne en sollozos, perdió la paciencia—: Venga, venga, que no he dicho que esté perdida. Hay que ver lo exagerada que eres siempre. Está cambiada, y punto. Son cosas de la edad.
Al cabo de ocho días, Jeanne había dejado ya de preocuparse, pues se había acostumbrado a la nueva apariencia de su madre; era, quizá, que desechaba los temores, como siempre los desechamos, como siempre rechazamos las aprensiones, las preocupaciones inquietantes, con algo semejante a un instinto egoísta, una necesidad espontánea de gozar de tranquilidad de alma.
La baronesa, que no podía andar, sólo salía ahora de casa media hora diaria. Cuando había recorrido una única vez «su» paseo, no podía ya moverse y pedía que la sentasen en «su» banco. Y, si se sentía incapaz de acabar ese trayecto, decía:
—Basta. Hoy, con esta hipertrofia mía, no me tienen las piernas.
Ya no se reía casi nunca; sólo sonreía con las cosas que la habrían hecho estremecerse de risa el año anterior. Pero, como seguía teniendo muy buena vista, se pasaba los días volviendo a leer Corinne o las Meditaciones de Lamartine; pedía luego que le trajeran el cajón «de los recuerdos». Se lo vaciaba entonces en las rodillas, que cubrían las antiguas cartas tan caras a su corazón, lo dejaba en una silla que tenía al lado e iba volviendo a meter, una a una, sus «reliquias», tras haberles pasado revista, despacio, a todas. Y cuando estaba sola, sola por completo, besaba algunas, de la misma forma que se besan en secreto los cabellos de los muertos amados.
A veces, Jeanne entraba de repente y se la encontraba llorando, llorando con lágrimas de tristeza. Exclamaba:
—¿Qué te pasa, mamaíta?
Y la baronesa, tras un prolongado suspiro, contestaba:
—Mis reliquias tienen la culpa. ¡Salen a flote cosas que fueron tan buenas y ya se acabaron! Y, además, hay personas de las que casi no te acordabas y de repente te vuelven a la cabeza. Te parece que las estás viendo, que las estás oyendo, y es una impresión espantosa. Ya lo sabrás dentro de unos años.
Cuando el barón entraba durante esos momentos de melancolía, decía a media voz:
—Jeanne, querida mía, hazme caso y quema las cartas que recibas, todas las cartas, las de tu madre, las mías, todas. No hay nada más terrible, cuando se es viejo, que volver a meter las narices en la juventud de uno.
Pero Jeanne también guardaba su correspondencia e iba preparando su «caja de las reliquias», pues obedecía al hacerlo, aunque era muy diferente de su madre, a algo así como un instinto hereditario de sentimentalismo soñador.
Pasaron unos días y el barón tuvo que ausentarse para un asunto de negocios.
Estaban teniendo una primavera soberbia. Tras los apacibles ocasos, venían noches suaves, cuajadas de estrellas; tras los días radiantes, atardeceres serenos; y tras los esplendorosos amaneceres, otros días radiantes. No tardó mamaíta en encontrarse mejor de salud; y Jeanne, echando al olvido los amores de Julien y la perfidia de Gilberte, se sentía casi completamente dichosa. Toda la campiña estaba en flor y perfumada; y la anchurosa mar, siempre tranquila, relucía al sol desde por la mañana hasta por la noche.
Una tarde, Jeanne cogió a Paul en brazos y se fue a campo traviesa. Con una ternura infinitamente dichosa, ora miraba a su hijo, ora la hierba salpicada de flores que bordeaba el camino. A cada minuto, besaba al niño, estrechándolo con pasión contra el pecho; luego, al pasar rozándola algún sabroso olor campestre, se sentía desfallecer y se anonadaba en un infinito bienestar. Empezó, luego, a soñar en el porvenir del niño. ¿Qué sería? A veces deseaba que se convirtiera en un gran hombre, famoso, poderoso; y otras lo prefería modesto, a su lado, devoto, tierno, con los brazos siempre abiertos para su mamá. Cuando lo amaba con su corazón egoísta de madre, quería que fuera siempre su hijo, nada más que su hijo; pero cuando lo amaba con su apasionado raciocinio, ambicionaba que llegase a ser alguien en la vida.
Se sentó al filo de una cuneta y se puso a mirarlo. Le parecía que no lo había visto nunca. Y se quedó, de pronto, atónita, ante el pensamiento de que aquel ser tan pequeño crecería, caminaría con paso firme, tendría barba en las mejillas y hablaría con voz tonante.
Alguien la llamaba de lejos. Alzó la cabeza. Era Marius, que venía en su busca. Pensó que la estaría esperando una visita y se puso de pie, molesta por la interrupción. Pero el chiquillo se acercaba a todo correr; y, cuando estuvo lo bastante cerca, gritó:
—Señora, la señora baronesa, que se ha puesto muy mala.
Jeanne sintió como si una gota de agua fría le bajase por la espalda; y echó a andar a zancadas, con la cabeza aturdida.
Vio, desde lejos, que un grupo se agolpaba bajo el plátano. Echó a correr y, al apartarse la gente, divisó a su madre tendida en el suelo, con dos almohadas bajo la cabeza. Tenía la cara negra y los ojos cerrados; y el pecho, que llevaba jadeando veinte años, no se movía ya. El ama le quitó a la joven el niño de los brazos y se lo llevó.
Jeanne, descompuesta, preguntaba:
—¿Qué ha pasado? ¿Cómo se ha caído? Que vayan a buscar al médico.
Y, al darse la vuelta, vio al párroco, que había venido sin que nadie supiera quién lo había avisado. Brindó sus cuidados, se mostró muy solícito, al tiempo que se alzaba las mangas de la sotana. Pero ni el vinagre, ni el agua de colonia, ni las fricciones tuvieron efecto alguno.
—Habría que desnudarla y acostarla —dijo el sacerdote.
El colono Joseph Couillard estaba allí, y también el tío Simon y Ludivine. Con la ayuda del padre Picot, quisieron llevarse a la baronesa; pero, al alzarla, la cabeza se le iba para atrás; y, si tiraban del vestido, este se desgarraba, pues el peso de aquel cuerpo tan voluminoso era tremendo y resultaba muy difícil moverlo. Entonces Jeanne empezó a lanzar gritos de espanto. Volvieron a dejar en el suelo aquella mole fofa.
Hubo que traer una butaca del salón; y, cuando hubieron sentado en ella a la baronesa, al fin fue posible trasladarla. Peldaño a peldaño, subieron la escalinata y luego, la escalera. Al llegar al dormitorio, la pusieron en la cama.
Precisamente en el momento en que la cocinera le estaba quitando la ropa, tarea que no parecía acabarse nunca, se presentó, muy oportuna, la viuda Dentu, igual que había sucedido con el sacerdote, como si hubieran «olido la muerte», según dijeron los criados.
Jacques Couillard salió a galope tendido a avisar al médico; y cuando el párroco se disponía a ir a buscar los santos óleos, la viuda le cuchicheó al oído:
—No se moleste, señor cura, que yo entiendo de esto. Está ya difunta.
Jeanne, como loca, imploraba, no sabía qué hacer, qué intentar, a qué remedio recurrir. El sacerdote, por si acaso, dio la absolución.
Estuvieron esperando dos horas junto a aquel cuerpo violáceo y sin vida. Jeanne, postrada ahora de rodillas, sollozaba, devorada de angustia y dolor.
Cuando se abrió la puerta y apareció el médico, le pareció que entraba la salvación, el consuelo, la esperanza. Y se abalanzó hacia él, contándole, con balbuceos, cuanto sabía del accidente:
—Estaba dando un paseo, como todos los días… se encontraba bien… se encontraba muy bien… Había almorzado un caldo y dos huevos… Se cayó de repente… Se puso negra, como la está usted viendo… y no ha vuelto a moverse… Lo hemos intentado todo para que volviera en sí… todo…
Dejó de hablar, sobrecogida al ver la discreta seña que le hacía la viuda al médico para indicarle que todo estaba rematado y bien rematado. Entonces, negándose a entender, le hizo a este ansiosas preguntas, repitiendo:
—¿Es grave? ¿Usted cree que es grave?
El médico dijo, al fin:
—Mucho me temo que… que… todo haya acabado ya. Tiene usted que ser valiente, muy valiente.
Y Jeanne se arrojó sobre el cuerpo de su madre con los brazos abiertos.
En ese momento volvía Julien. Se quedó atónito, visiblemente contrariado, sin grito alguno de dolor ni desesperación aparente, pillado de improviso de forma tan repentina que no le dio tiempo a componer oportunamente el rostro y el talante debidos. Dijo a media voz:
—Ya me lo esperaba yo; notaba que esto no iba a durar mucho.
Luego, sacó el pañuelo, se secó los ojos, se arrodilló, se santiguó, masculló algo y, poniéndose de pie, quiso también incorporar a su mujer. Pero esta tenía abrazado el cadáver y lo besaba, casi tendida encima de él. Hubo que llevársela a la fuerza. Parecía haber perdido la razón.
Al cabo de una hora, le permitieron volver. No quedaba esperanza alguna. El aposento estaba convertido ahora en cámara mortuoria. Julien y el sacerdote hablaban en voz baja cerca de una ventana. La viuda Dentu, sentada confortablemente en una butaca, como mujer hecha a los velatorios y que se siente en su casa en cualquier hogar en que haya entrado la muerte, parecía estar echando ya una cabezada.
Caía la noche. El párroco se acercó a Jeanne, le tomó las manos, le dio ánimos, volcando sobre aquel corazón inconsolable el untuoso flujo de los consuelos eclesiásticos. Le habló de la fallecida, la elogió con palabras de sacerdote y, triste con esa falsa tristeza del clérigo para quien los cadáveres son una bendición, se ofreció a pasar la noche orando junto al cuerpo.
Pero Jeanne, entre convulsas lágrimas, se negó a ello. Quería estar sola, completamente sola durante esa noche de despedida. Julien se acercó:
—Pero eso no puede ser. Nos quedaremos los dos.
Ella decía que no con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra. Al fin, pudo responder:
—Es mi madre, mi madre. Quiero velarla sola.
El médico dijo a media voz:
—Deje que haga lo que quiera. La viuda puede quedarse en la habitación de al lado.
El sacerdote y Julien accedieron, acordándose de sus camas. Luego, el padre Picot se arrodilló también, rezó una plegaria, se incorporó y salió, diciendo: «Era una santa», con el mismo tono en que decía: Dominus vobiscum.
Entonces, el vizconde preguntó con voz normal:
—¿Vas a cenar algo?
Jeanne no contestó, pues no se daba cuenta de que le estaba hablando. Julien volvió a decir:
—Deberías tomar algo para reponer fuerzas.
Ella le contestó con expresión ausente:
—Manda a alguien ahora mismo a buscar a papá.
Y Julien salió para enviar a Ruán a un hombre a caballo.
Jeanne quedó sumida en algo semejante a un dolor quieto, como si estuviera esperando la hora de quedarse por última vez a solas con su madre para dejarse arrastrar por la marea alta de un pesar y una añoranza desesperados.
Las sombras habían ido invadiendo la habitación, echando sobre la muerta un velo de tinieblas. La viuda Dentu rondaba con los tenues pasos que le eran habituales, buscando y colocando objetos invisibles con los silenciosos ademanes de quien vela a un enfermo. Encendió, luego, dos velas que colocó sin ruido en la mesilla de noche de la cabecera de la cama, que cubría una servilleta blanca.
Jeanne parecía no ver nada, no sentir nada, no percatarse de nada. Esperaba el momento de quedarse sola. Julien volvió a entrar. Había cenado y le preguntó otra vez:
—¿No quieres tomar nada?
Su mujer dijo que no con la cabeza.
Se sentó, con aspecto más resignado que triste, y permaneció en silencio.
Los tres se mantenían mutuamente apartados, quietos en sus asientos.
A ratos, la viuda se quedaba dormida y roncaba un poco; luego, se despertaba de golpe.
Julien se puso, por fin, de pie y, acercándose a Jeanne, le preguntó:
—¿Quieres quedarte sola ya?
Ella le tomó la mano, con involuntario arrebato:
—¡Ay, sí! ¡Dejadme!
Su marido la besó en la frente, diciendo a media voz:
—Vendré a verte de vez en cuando.
Y salió en compañía de la viuda Dentu, que se llevó la butaca a la habitación de al lado.
Jeanne cerró la puerta y fue, luego, a abrir de par en par las dos ventanas. Le dio en el rostro la tibia caricia de una noche de siega. Habían cortado la víspera la hierba del prado, cuyos haces estaban en el suelo, bajo el claro de luna.
Aquella dulce impresión le dolió, la apenó como una burla.
Volvió al lado de la cama, cogió una de las manos inertes y frías y se puso a contemplar a su madre.
No estaba ya hinchada, como en el momento del ataque; ahora, parecía dormir, más apaciblemente de lo que nunca había dormido; y la pálida llama de las velas, que temblaba a veces al paso de una ráfaga, le cambiaba continuamente de sitio las sombras de la cara y le prestaba vida, como si se estuviera moviendo.
Jeanne la contemplaba con avidez; y, desde lo más hondo de su lejana niñez, acudía una multitud de recuerdos.
Se acordaba de cuando mamaíta iba a verla a la sala de visitas del convento; de cómo le tendía la bolsa de papel llena de bollos; de una plétora de detalles nimios, de acontecimientos sin importancia, de mimos, de palabras, de entonaciones, de ademanes familiares; de cómo se le arrugaban los ojos cuando se reía; de cómo suspiraba hondo, sin resuello, cuando acababa de sentarse.
Y Jeanne seguía en el mismo sitio, mirándola, repitiendo, como atontada: «Está muerta». Y se percató de todo el horror de esa frase.
¿Así que aquella mujer tendida ahí, mamá, mamaíta, la baronesa Adelaïde, estaba muerta? ¡No volvería a moverse! ¡No volvería a reírse! ¡No volvería a cenar sentada enfrente de papaíto! ¡No volvería a decir: «Buenos días, Jeannette»! ¡Estaba muerta!
La meterían en una caja, clavarían la tapa y la enterrarían; y todo habría acabado. No volverían a verla. ¿Era posible? ¿Cómo? ¿Jeanne no tendría nunca más a su madre? Ese rostro amado, tan conocido, visto nada más abrir los ojos, querido nada más abrir los brazos, ese gigantesco desaguadero adonde va el cariño, ese ser único, la madre, más importante para el corazón que cualquier otro ser, había desaparecido. Sólo le quedaban ya a Jeanne unas pocas horas para contemplar su cara, esa cara inmóvil y sin pensamiento; y, luego, nada; luego, nada más; sólo un recuerdo.
Cayó de rodillas, presa de un espantoso ataque de desesperación; y aferrando con las manos crispadas la ropa de cama, retorciéndola, con la boca pegada al lecho, gritó con voz desgarradora, ahogada entre las sábanas y las mantas:
—¡Ay mamá, mi pobrecita mamá, mamá!
Luego, como sentía que se volvía loca, tan loca como aquella noche en que huyó entre la nieve, se incorporó y fue a la ventana en busca de un poco de frescor, deseando beber un aire nuevo que no fuera el aire de aquel lecho, el aire de aquella muerta.
La hierba segada, los árboles, la landa, la mar a lo lejos, descansaban en una paz silenciosa, dormidos bajo el tierno hechizo de la luna. Algo de aquella apaciguadora dulzura se le metió dentro a Jeanne, que empezó a llorar suavemente.
Volvió luego junto a la cama y se sentó, tomando de nuevo en la suya una de las manos de mamaíta, como si la hubiera estado velando porque estaba enferma.
Había entrado un insecto de gran tamaño, atraído por la llama de las velas. Rebotaba contra las paredes como una pelota, iba y venía por la habitación. Su revoloteante zumbido distraía a Jeanne, que alzaba la vista para verlo; pero lo único que conseguía divisar era su sombra errando por el techo blanco.
Luego, dejó de oírlo. Le llamó entonces la atención el tenue tictac del reloj de sobremesa y otro ruidito, un roce casi imperceptible mejor dicho. Era el reloj de mamaíta que seguía andando, olvidado en el vestido tirado en una silla, a los pies de la cama. Y, súbitamente, una confusa comparación entre la muerta y la maquinaria que no se había detenido reanimó el agudo dolor del corazón de Jeanne.
Miró la hora. Eran apenas las diez y media; y le dio un miedo horrible aquella noche que tenía que pasar allí entera.
Otros recuerdos le iban volviendo, los de su propia vida: Rosalie, Gilberte, las amargas desilusiones de su corazón. Así que todo era sólo miseria, pena, desdicha y muerte. Todo era engaño, todo mentira, todo traía consigo sufrimiento y llanto. ¿Dónde hallar un poco de reposo y de gozo? En otra vida, seguramente. Cuando el alma quedase libre del calvario de la tierra. ¡El alma! Se puso a pensar en ese misterio insondable, cayendo de golpe en certidumbres poéticas que desaparecían acto seguido al desplazarlas otras hipótesis no menos imprecisas. ¿Dónde estaba ahora el alma de su madre? ¿El alma de aquel cuerpo inmóvil y helado? Muy lejos, quizá. ¿En algún lugar del espacio? Pero ¿dónde? ¿Se había esfumado como un ave invisible que escapa de la jaula?
¿Había vuelto a Dios? ¿O se había desperdigado al azar de las creaciones nuevas, mezclándose con las semillas a punto de germinar?
¿Estaba quizá muy cerca? ¡En aquella habitación, rondando aquella carne inanimada que había abandonado! Y, de repente, Jeanne creyó sentir que la rozaba un hálito, como si fuera el contacto con un espíritu. Sintió miedo, un miedo atroz, tan violento que no se atrevía ya a moverse para mirar a su espalda. Le golpeaba el corazón con tanta fuerza como cuando se es presa del espanto.
Y, de pronto, el invisible insecto reanudó el vuelo y empezó a dar vueltas, topando con las paredes. Jeanne se estremeció de pies a cabeza; luego, repentinamente tranquilizada al reconocer el zumbido del alado animal, se puso de pie y se volvió. Cayó su mirada sobre el secreter con cabezas de esfinge, el mueble de las reliquias.
Y se le ocurrió una idea tierna y singular: leería, en aquella postrera velada, como si leyera un libro piadoso, las cartas viejas con las que tan encariñada estaba la muerta. Le pareció que cumpliría así con un deber exquisito y sagrado, un tributo de auténtico amor filial, que, en el otro mundo, complacería a mamaíta.
Eran las antiguas misivas de sus abuelos, a los que Jeanne no había conocido. Quería tenderles los brazos por encima del cuerpo de su hija, ir en su busca en aquella noche fúnebre, como si ellos también estuvieran padeciendo, formar algo así como una cadena misteriosa de ternura entre los que habían muerto antaño, la que acababa de desaparecer, al llegarle también la hora, y la propia Jeanne, que aún seguía en este mundo.
Se levantó, bajó la tabla del secreter y sacó del cajón de abajo unos diez paquetes pequeños de papeles amarillentos, atados en orden y colocados unos junto a otros.
Los dejó todos en la cama, entre los brazos de la baronesa, por una especie de refinamiento sentimental, y empezó a leer.
Se trataba de esas epístolas añejas que aparecen en los muebles de familia antiguos, esas epístolas con aroma de otro siglo.
La primera empezaba: «Queridita». Otra: «Mi nenita preciosa». Luego, venían: «Pequeña mía», «Monina», «Mi hija adorada»; después: «Querida muchachita», «Querida Adelaïde», «Querida hija», según que fueran dirigidas a la pequeñuela, a la muchacha o, corriendo el tiempo, a la mujer joven.
Y todas rebosaban de apasionadas y pueriles ternuras, de mil detalles íntimos, de esos trascendentales y sencillos acontecimientos del hogar, que tan poca cosa parecen a los indiferentes: «Padre está con gripe; nuestra buena Hortense se ha hecho una quemadura en un dedo; se ha muerto el gato Tragarratas; han cortado el abeto que estaba a la derecha de la cerca; madre ha perdido el libro de misa al volver de la iglesia y cree que se lo han robado».
Se hablaba también en ellas de personas a las que Jeanne no conocía, aunque se acordaba vagamente de haber oído sus nombres hacía mucho, cuando era pequeña.
La enternecían aquellos detalles que le parecían revelaciones, como si hubiera penetrado de súbito en la vida pasada, secreta, en la vida del corazón de mamaíta. Miraba el cuerpo yaciente; y, de pronto, empezó a leer en voz alta, a leerle a la muerta, como si quisiera distraerla, consolarla.
Y el cadáver, inmóvil, parecía dichoso.
Iba arrojando las cartas, una a una, a los pies de la cama; y se le ocurrió que habría que meterlas en la caja, igual que se meten flores.
Desató otro paquete. Era una letra distinta. Empezó a leer: «No puedo ya vivir sin tus caricias. Te quiero tanto que me voy a volver loco».
Nada más. Ninguna firma.
Dio la vuelta a la hoja, sin entender qué era aquello. En las señas ponía, desde luego: «Baronesa Le Perthuis des Vauds».
Abrió entonces la siguiente: «Ven esta noche, en cuanto él se vaya. Dispondremos de una hora. Te adoro».
Otra decía: «Me he pasado la noche delirando, deseándote en vano. Tenía tu cuerpo en mis brazos, tu boca bajo mis labios, tus ojos bajo los míos. Y me entraban luego unas ganas rabiosas de tirarme por la ventana al pensar que a aquella misma hora estabas durmiendo a su lado, que te tenía a su disposición…».
Jeanne, desconcertada, no comprendía.
¿Qué era aquello? ¿Para quién y de quién eran esas palabras de amor?
Siguió leyendo, encontrándose con más y más declaraciones apasionadas, con citas a las que acompañaban recomendaciones de prudencia y, siempre, al final, estas cinco palabras: «Sobre todo, quema esta carta».
Abrió, por fin, una nota sin importancia, una simple aceptación de una invitación a cenar, pero escrita con la misma letra y firmada: «Paul d’Ennemare», del que el barón hablaba llamándolo: «El bueno de mi viejo amigo Paul», y cuya mujer había sido la mejor amiga de la baronesa.
Entonces, una duda afloró en el pensamiento de Jeanne, para convertirse acto seguido en una certidumbre. Aquel hombre había sido amante de su madre.
Y, de pronto, perdiendo la cabeza, lanzó lejos de sí con un respingo aquellos papeles infames, igual que habría arrojado lejos un animal venenoso que se le hubiera subido encima, corrió hacia la ventana y rompió en un llanto violentísimo que le arrancaba involuntarios gritos, desgarrándole la garganta; luego, en un quebrantamiento de todo el ser, se desplomó al pie de la pared y, tapándose el rostro para que nadie oyese sus gemidos, sollozó, sumida en una insondable desesperación.
Tal estado de ánimo podría quizá haberle durado toda la noche; pero un ruido de pasos en la habitación de al lado la hizo enderezarse de un brinco. ¿Sería ya su padre? ¡Y todas las cartas estaban tiradas encima de la cama y por el suelo! ¡Bastaría con que abriera una y se enteraría de todo! ¡Su padre se enteraría de todo!
Se abalanzó hacia las viejas hojas amarillentas, las de los abuelos y las del amante, y las que no había desdoblado, y las que estaban aún atadas dentro de los cajones del secreter, y, agarrándolas a puñados, las fue arrojando, en un montón, a la chimenea. Cogió, luego, una de las velas que ardían encima de la mesilla de noche y prendió fuego a aquel cúmulo de cartas. Se alzó una gran llamarada, que iluminó la habitación, el lecho y el cadáver con un resplandor fuerte y tembloroso, proyectando en negro sobre la cortina blanca, al fondo de la cama, el estremecido perfil del rostro rígido y el contorno del cuerpo enorme bajo la sábana.
Cuando no quedó sino un montón de cenizas en el hogar, volvió a sentarse al lado de la ventana abierta, como si no se atreviera ya a quedarse cerca de la muerta, y se echó a llorar de nuevo, con la cara entre las manos y lamentándose con acento doliente, un acento de desconsolada queja:
—¡Ay, mi pobrecita mamá! ¡Ay, mi pobrecita mamá!
Se le ocurrió entonces una idea atroz. ¿Y si resultaba que mamaíta no estaba muerta? ¿Y si sólo estaba dormida con un sueño letárgico? ¿Y si, de repente, se incorporaba y hablaba? ¿El haberse enterado de ese espantoso secreto mermaría al amor filial de Jeanne? ¿Besaría a su madre con la misma devoción? ¿La querría con el mismo afecto sagrado? No. ¡No podría ser! Y aquel pensamiento le desgarró el corazón.
La noche se desvanecía; las estrellas iban palideciendo; era la hora fresca que anuncia el día. La luna, muy baja, estaba a punto de hundirse en la mar, a cuya superficie toda prestaba un tono nacarino.
E invadió a Jeanne el recuerdo de aquella noche que había pasado en la ventana el día en que llegó a Los Chopos. ¡Qué lejos estaba! ¡Cómo había cambiado todo! ¡Qué diferente le parecía ahora el futuro!
Y el cielo se volvió de color de rosa, un rosa alegre, mimoso, adorable. Jeanne contempló, sorprendida esta vez como si estuviera presenciando un fenómeno extraño, aquel radiante florecer del día, preguntándose cómo era posible que en una tierra sobre la que se alzaban auroras así no existieran ni la alegría ni la felicidad.
Se sobresaltó al oír el ruido de una puerta. Era Julien, que le preguntó:
—¿Qué? ¿No estás demasiado cansada?
Ella balbució que no, contenta de no verse ya sola.
—Ahora, vete a descansar —dijo Julien.
Jeanne besó despacio a su madre, con un beso lento, pesaroso y doliente; luego, se fue a su cuarto.
El día transcurrió entre esas tristes tareas que impone una muerte. El barón llegó a última hora de la tarde. Lloró mucho.
El entierro fue al día siguiente.
Tras apoyar por última vez los labios en aquella frente helada, tras haber compuesto por última vez el cuerpo y haber visto cómo clavaban la tapa de la caja, Jeanne se retiró. Estaban a punto de llegar los invitados.
Gilberte fue la primera en aparecer, y se arrojó entre sollozos en brazos de su amiga.
Por la ventana se veían llegar los coches, que giraban en la verja y se acercaban al trote. Y retumbaban las voces en el gran vestíbulo. Mujeres vestidas de negro entraban despacio en el dormitorio, mujeres a las que Jeanne no conocía. La marquesa de Coutelier y la vizcondesa de Briseville la besaron.
Se dio cuenta, de súbito, de que la tía Lison pasaba discretamente detrás de ella. Y la abrazó cariñosamente, con lo que a la solterona estuvo a punto de darle un vahído.
Entró Julien de luto riguroso, elegante, atareado, satisfecho de la afluencia. Habló en voz baja con su mujer para pedirle un consejo. Añadió, en tono confidencial:
—Ha venido toda la nobleza; va a ser un entierro estupendo.
Y se alejó, saludando, muy serio, a las señoras.
La tía Lison y la condesa Gilberte se quedaron solas con Jeanne durante la ceremonia fúnebre. La condesa la besaba continuamente, repitiendo:
—¡Pobrecita mía! ¡Pobrecita mía!
Cuando el conde de Fourville regresó para recoger a su mujer, iba llorando como si hubiera perdido a su propia madre.