Los naipes entraron entonces en la vida de la joven pareja. Todos los días, después de almorzar, Julien, mientras se fumaba una pipa y se echaba al coleto unas copas de coñac, que ya sumaban siete u ocho, jugaba con su mujer varias partidas de báciga. Jeanne subía, luego, a su cuarto, se sentaba junto a la ventana y, mientras la lluvia azotaba los cristales o el viento los sacudía, bordaba empecinadamente un festón en unas enaguas. A veces, cuando se cansaba, alzaba la vista y contemplaba, a lo lejos, la mar oscura salpicada de crestas blancas. Dejaba vagar por ella la mirada unos minutos y volvía luego a su labor.
Por lo demás, no tenía otra tarea, ya que Julien se había hecho cargo por completo de la casa, satisfaciendo así su necesidad de mando y su prurito de ahorro. Era de una parsimonia feroz, nunca daba propinas, limitaba la comida a lo estrictamente necesario; y sabedor de que Jeanne, al llegar a Los Chopos, había encargado al panadero que le hiciera todas las mañanas una torta normanda pequeña, suprimió ese gasto y la condenó al pan tostado.
Ella se callaba por no entrar en controversias, discusiones y enfrentamientos, pero a cada nueva muestra de la avaricia de su marido sufría como si le clavasen agujas. Criada en una familia en la que no se daba la menor importancia al dinero, ese comportamiento le parecía rastrero y aborrecible. Cuántas veces había oído decir a mamaíta: «El dinero se ha hecho para gastarlo».
Julien, ahora, le repetía:
—¿No perderás nunca la costumbre de tirar el dinero por la ventana?
Y cada vez que rascaba unos pocos céntimos de un jornal o de una factura, decía sonriente, metiéndose las monedas en el bolsillo:
—Muchos pocos hacen un mucho.
Algunos días, sin embargo, Jeanne volvía a soñar. Iba dejando poco a poco la labor y, con las manos desmadejadas y los ojos apagados, se contaba de nuevo alguna de sus novelas de niña y vagabundeaba entre deliciosas aventuras. Mas, de pronto, la voz de Julien dándole una orden al tío Simon la arrancaba al ensueño que la acunaba; y seguía con su paciente tarea, diciéndose: «Ya se acabó todo eso». Y una lágrima caía en los dedos que manejaban la aguja.
También estaba cambiada Rosalie, que antes era tan alegre y cantaba continuamente. Las mejillas redondas ya no estaban pintadas de carmín; ahora las tenía casi chupadas y, a veces, parecían sucias de tierra.
Jeanne le preguntaba con frecuencia: «¿Estás enferma, muchacha?». La doncellita respondía: «¡No, señora!». Un poco de sangre le subía a los pómulos y se marchaba enseguida.
En vez de andar deprisa, como antes, arrastraba trabajosamente los pies; y ya ni siquiera era presumida, ni compraba nada a los buhoneros que le enseñaban en vano los lazos de seda, los corsés y los múltiples artículos de perfumería que llevaban.
Y era como si la espaciosa casa sonase a hueco, tan taciturna, con la lluvia manchándole la cara de largos regueros grises.
A finales de enero, llegaron las nevadas. Se veía desde lejos cómo acudían las grandes nubes desde el norte, por encima de la mar oscura; y comenzó el blanco caer de los copos. En una noche quedó sepultada toda la llanura, y, al día siguiente, los árboles amanecieron envueltos en aquella espuma helada.
Julien, calzado con botas altas y muy desaliñado, se pasaba el día en lo hondo del bosquecillo, emboscado detrás de la cuneta que lo separaba de la landa, acechando las aves migratorias. De vez en cuando, un disparo quebraba el silencio helado de la campiña y unos cuervos negros, espantados, alzaban el vuelo desde los altos árboles y daban vueltas por los aires en bandadas.
Jeanne, muerta de aburrimiento, salía a veces a la escalinata. Llegaban desde muy lejos rumores de vida cuyo eco rebotaba en el tranquilo sueño de aquella extensión lívida y taciturna.
No oía ya luego sino el ruido, semejante a un bramido, de las lejanas olas y el inseguro e incesante resbalar de aquel polvo de agua helada que seguía bajando del cielo.
Y la capa de nieve iba creciendo sin cesar bajo la inacabable caída de la espuma prieta y liviana.
En una de aquellas pálidas mañanas, Jeanne, inmóvil, se calentaba los pies ante la chimenea de su cuarto, mientras Rosalie, cada día más cambiada, hacía la cama poquito a poco. Oyó de pronto a su espalda un doloroso suspiro. Sin volver la cabeza, pregunto:
—Pero ¿qué te pasa?
La doncella respondió como solía:
—Nada, señora.
Pero la voz le sonaba quebrada y moribunda.
Ya estaba Jeanne pensando en otra cosa cuando se dio cuenta de que no oía ir y venir a la muchacha. La llamó:
—¡Rosalie!
Nada se movió. Entonces, creyendo que había salido sin hacer ruido, dijo más alto:
—¡Rosalie!
Y ya iba a estirar el brazo para llamarla con la campanilla cuando un hondo gemido, muy próximo, la hizo ponerse de pie con un escalofrío de angustia.
La doncellita, lívida y con los ojos fuera de las órbitas, estaba sentada en el suelo con las piernas estiradas y la espalda apoyada en un larguero de la cama.
Jeanne se abalanzó hacia ella:
—¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?
La joven no dijo una palabra, no hizo un ademán; clavaba en su señora unos ojos espantados y jadeaba, como si notase el desgarro de un espantoso dolor. Luego, de pronto, tensó el cuerpo y se dejó caer de espaldas, ahogando entre los apretados dientes un grito de angustia.
Entonces, bajo el vestido, que se le pegaba a los muslos separados, algo se movió. Y enseguida salió de allí un ruido singular, un chapoteo, el hálito de una garganta taponada que se asfixia; luego, de pronto, ese ruido se convirtió en un prolongado maullido gatuno, un gemido frágil y ya doloroso, la primera y sufriente llamada del niño que empieza a vivir.
Jeanne comprendió de repente lo que estaba sucediendo y, desalentada, corrió hasta la escalera voceando:
—¡Julien, Julien!
Él contestó desde abajo:
—¿Qué quieres?
A Jeanne le costó mucho articular:
—Es… es que… Rosalie…
Julien echó a correr, subió los peldaños de dos en dos y, entrando bruscamente en el cuarto, le levantó de golpe la ropa a la chiquilla dejando al descubierto un horrible y diminuto trozo de carne, arrugado, encogido, pegajoso, que se movía entre dos muslos desnudos.
Se enderezó con expresión hosca y, echando del cuarto a empellones a su mujer, despavorida, le dijo:
—Esto a ti ni te va ni te viene. Vete. Mándame a Ludivine y al tío Simon.
Jeanne bajó a la cocina temblando; luego, como no se atrevía a volver a subir, se metió en el salón, en donde, desde que se habían ido sus padres, no se encendía la chimenea, y esperó ansiosamente que le llegasen noticias.
No tardó en ver que el criado salía a la carrera. Cinco minutos después, regresó con la viuda Dentu, la comadrona de la comarca.
Hubo entonces en la escalera mucho ir y venir, como si transportasen a un herido; y Julien entró a decirle a Jeanne que ya podía volver a su cuarto.
Esta tiritaba como si acabase de presenciar algún accidente espantoso. Volvió a sentarse ante la chimenea y, después, preguntó:
—¿Cómo está?
Julien, preocupado, nervioso, daba vueltas por la habitación y parecía enfurecido. Al principio, no respondió; luego, al cabo de unos segundos, se detuvo y dijo:
—¿Qué piensas hacer con esa chica?
Jeanne no comprendía la pregunta y miraba a su marido:
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? Pues no sé.
Y, de pronto, él gritó, como en un arrebato de ira:
—No pretenderás que tengamos un bastardo en esta casa.
Jeanne, entonces, se quedó perpleja; luego, al cabo de un prolongado silencio, dijo:
—Pero, amigo mío, podríamos dejar al niño en casa de un ama de cría.
Julien no le dejó acabar la frase:
—¿Y quién la va a pagar? Tú, ¿verdad?
Jeanne siguió cavilando otro buen rato, buscando una solución. Por fin, dijo:
—Pero el padre se hará cargo del niño; y, si se casa con Rosalie, se acabaron los problemas.
Julien, furioso y como si se le agotase la paciencia, respondió:
—El padre… el padre… ¿Acaso sabes tú quién es el padre? ¿A que no? Pues entonces…
Jeanne, muy afectada, iba reaccionando:
—Pero seguramente no dejará a la muchacha en estas condiciones. ¡Sería un cobarde! Nos enteraremos de quién es; iremos a verlo y tendrá que decirnos qué intenciones tiene.
Julien, más tranquilo, iba y venía otra vez por el cuarto:
—Hija mía, no quiere decir cómo se llama ese hombre; no me lo ha confesado a mí y tampoco te lo confesará a ti… ¿Y si él no quiere saber nada de Rosalie? No pretenderás que vivan bajo nuestro techo una madre soltera y un bastardo. ¿No te das cuenta?
Jeanne, tozuda, repetía:
—Pues entonces ese hombre es un miserable; pero ya acabaremos por enterarnos de quién es. Y tendrá que vérselas con nosotros.
Julien se había puesto muy encarnado y otra vez volvía a irritarse:
—Sí… pero… ¿y entre tanto?
Jeanne, no sabiendo qué decisión tomar, le preguntó:
—Y tú ¿qué propones?
Julien se apresuró a opinar:
—Ah, pues es muy sencillo. Yo le daría algo de dinero y que se fuera al diablo con la criatura.
Pero la joven, indignada, se rebeló:
—Eso nunca. Esa muchacha es mi hermana de leche; hemos crecido juntas. Ha cometido una falta, qué le vamos a hacer. Pero no por eso la echaré a la calle. Y, si es necesario, criaré al niño.
Entonces Julien estalló:
—¡Y menuda reputación tendremos! ¡Lo más adecuado con nuestro apellido y nuestras amistades! Todo el mundo dirá que amparamos el vicio, que damos acogida a una golfa cualquiera; y las personas como es debido no querrán volver a poner los pies en esta casa. Pero ¿cómo se te ocurre? ¡Estás loca!
Jeanne no había perdido la calma:
—No permitiré nunca que nadie eche a Rosalie. Y, si no quieres que se quede aquí, mi madre volverá a tomarla a su servicio y ya nos enteraremos de quién es el padre de ese niño.
Julien entonces salió del cuarto hecho una furia, dando un portazo y voceando:
—¡Vaya ocurrencias estúpidas que tienen las mujeres!
Jeanne subió por la tarde al cuarto de la parida. La doncellita, a la que atendía la viuda Dentu, estaba inmóvil en la cama, con los ojos abiertos, mientras su acompañante acunaba en los brazos al recién nacido.
En cuanto vio a su señora, Rosalie empezó a sollozar, ocultando la cara entre las sábanas, presa de un acceso de desesperación. Jeanne quiso darle un beso, pero ella se resistía y se cubría el rostro. Intervino entonces la viuda y se lo destapó. Rosalie se lo consintió sin dejar de llorar, aunque con menos vehemencia.
Un pobre fuego ardía en la chimenea; hacía frío; el niño lloraba. Jeanne no se atrevía a hablar del pequeño por temor a desencadenar otro arrebato. Le había cogido una mano a su doncella y repetía maquinalmente: «No será nada, no será nada». La pobre muchacha miraba de reojo a la comadrona, se sobresaltaba cuando lloraba el chiquillo; y la pena que aún tenía dentro la ahogaba y brotaba a veces en forma de un sollozo convulsivo, mientras las lágrimas que se tragaba le hacían un ruido de agua en la garganta.
Jeanne le dio otro beso y le susurró al oído, muy bajito:
—No te preocupes, hijita, que lo cuidaremos bien.
Y se fue corriendo al ver que a Rosalie volvía a darle un ataque de llanto.
Fue a verla todos los días, y todos los días Rosalie estallaba en sollozos al entrar su señora.
Dieron el niño a una vecina para que lo criara.
Julien, no obstante, desde que su mujer se había negado a despedir a la doncella casi no le dirigía la palabra, como si siguiera muy enfadado. Volvió un día a referirse al asunto, pero Jeanne se sacó del bolsillo una carta de la baronesa que pedía que enviasen inmediatamente a su casa a la muchacha si la despedían de Los Chopos. Julien, furioso, voceó:
—Tu madre está tan loca como tú.
Pero no volvió a insistir.
Quince días después, la recién parida pudo levantarse y volver al trabajo.
Entonces, Jeanne, una mañana, la obligó a sentarse, le cogió las manos y, clavando en ella una mirada penetrante, le dijo:
—Vamos a ver, muchacha, cuéntamelo todo.
Rosalie se echó a temblar y balbució:
—¿Que le cuente qué, señora?
—¿De quién es el niño?
Entonces la doncellita cayó en un espantoso estado de desesperación; e intentaba, como loca, soltarse las manos para taparse la cara.
Pero Jeanne le daba besos a pesar suyo y la consolaba:
—Es una desgracia, hijita, qué le vamos a hacer. Has sido débil. Pero lo mismo les pasa a muchas. Si el padre se casa contigo, asunto concluido. Y podremos tomarlo a nuestro servicio para que estéis juntos.
Rosalie lanzaba gemidos como si la estuvieran martirizando y, de vez en cuando, daba un respingo para soltarse y salir corriendo.
Jeanne añadió:
—Comprendo que estés avergonzada. Pero ya ves que no me enfado, que te hablo con cariño. Si te pregunto cómo se llama ese hombre, es por tu bien, porque me doy cuenta, al verte tan triste, de que te tiene abandonada y quiero impedirlo. Julien irá a verlo, sabes, y lo obligaremos a que se case contigo; y, como los dos os quedaréis en esta casa, también sabremos obligarlo a que te haga feliz.
Esta vez, Rosalie hizo un esfuerzo tan brusco que se liberó a la fuerza y escapó como si se hubiera vuelto loca.
Esa noche, durante la cena, Jeanne le dijo a Julien:
—He querido convencer a Rosalie para que me dijese cómo se llama el que la sedujo y no lo he conseguido. Inténtalo tú también a ver si conseguimos obligar a ese miserable a casarse con ella.
Pero Julien se enfadó enseguida:
—Mira, no quiero volver a oír hablar de esa historia. Te has empeñado en que se quede esa chica, pues que se quede; pero deja de fastidiarme con ella.
Desde el parto parecía aún más irritable; y había tomado la costumbre de no hablarle a su mujer sino a voces, como si siempre estuviera furioso; mientras que ella, al contrario, bajaba la voz, se mostraba sumisa y conciliadora para evitar cualquier discusión; y, con frecuencia, lloraba de noche, en la cama.
Pese a tan constante irritación, su marido había reanudado hábitos amorosos olvidados desde el regreso a la casona, y era raro que pasase más de tres noches sin acudir al aposento conyugal.
No tardó Rosalie es reponerse por completo y fue estando menos triste, aunque seguía como aturdida y asustada, igual que si la acosara un temor desconocido.
Otras dos veces salió huyendo cuando Jeanne intentaba hacerle una vez más las mismas preguntas.
También Julien empezó de pronto a mostrarse más amable; y la joven iba fiando en nuevas esperanzas, volvía a sentirse alegre a ratos; aunque, a veces, se notaba enferma y la aquejaban malestares curiosos de los que nada decía. No había llegado el deshielo y, desde hacía ya casi cinco semanas, presidía la capa de nieve, uniforme, endurecida y reluciente, un cielo despejado que semejaba, de día, un cristal azul y aparecía, de noche, cuajado de estrellas que, por el extremoso frío de los grandes espacios, hubiéranse dicho de escarcha.
Las casas de labor, aisladas en medio de sus corrales cuadrados, tras las cortinas de altos árboles que espolvoreaba la helada, parecían dormir vestidas con un camisón blanco. Ya no salían fuera ni los hombres ni los animales; sólo se sabía de aquella vida retirada por las chimeneas de las chozas, cuyos delgados hilillos de humo subían rectos en el aire gélido.
La llanura, los setos, los olmos de los cercados, todo parecía muerto, como si lo hubiera matado el frío. De vez en cuando, se oía crujir los árboles, igual que si se les quebrasen los miembros de madera bajo la corteza; y, a veces, se desgajaba y caía una gruesa rama, pues la implacable helada petrificaba la savia y desgarraba las fibras.
Jeanne esperaba ansiosa que volviesen los vientos tibios, y achacaba al durísimo rigor del tiempo todas las molestias imprecisas que sentía.
A veces, no podía comer nada y todos los alimentos le daban asco; a veces, le latía el pulso atropelladamente; otras, lo poco que comía le provocaba náuseas de indigestión; y los nervios, tensos, siempre vibrantes, la obligaban a vivir en un estado intolerable de constante inquietud.
Una noche, la temperatura bajó aún más y Julien se levantó de la mesa tiritando (pues ahorraba tanto en leña que nunca estaba el comedor caliente) y, frotándose las manos, dijo a media voz:
—Esta noche se agradecerá la compañía en la cama, ¿verdad, rica mía?
Reía con la bonachona risa de antaño, y Jeanne se echó en sus brazos; pero precisamente aquella noche se sentía tan molesta, tan dolorida, con un nerviosismo tan extraño, que le suplicó muy bajo, besándole los labios, que le permitiese dormir sola. Le dijo en pocas palabras lo que le pasaba:
—Por favor, querido mío; te aseguro que no me encuentro bien. Seguro que mañana estaré mejor.
Julien no insistió:
—Como quieras, mujer; si estás enferma, debes cuidarte.
Y hablaron de otra cosa.
Jeanne se acostó temprano. Julien, de forma excepcional, mandó encender la chimenea de su propio cuarto.
Cuando le dijeron que «ya estaba el fuego fuerte», besó a su mujer en la frente y se retiró.
El frío parecía atenazar toda la casa; se colaba por las paredes, de las que brotaban ruidos leves, como escalofríos; y Jeanne tiritaba en la cama.
Dos veces se levantó para añadir leña al fuego y buscar vestidos, faldas, ropa que ya no se ponía, para echárselo todo encima. No conseguía entrar en calor con nada; tenía los pies entumecidos, mientras por las pantorrillas, e incluso por los muslos, le corrían unos calambres que la obligaban a dar continuas vueltas, a moverse, a llegar al límite del nerviosismo.
Pronto empezó a pegar diente con diente; le temblaban las manos; sentía una opresión en el pecho; el corazón le latía con fuertes golpes sordos y, a veces, parecía detenerse; y jadeaba como si no pudiese ya pasarle el aire por la garganta.
Se adueñó de su ánimo una espantosa angustia, al tiempo que aquel frío invencible le penetraba hasta la médula. Nunca había notado nada semejante, nunca había sentido que la abandonase la vida de aquella forma, como si estuviera a punto de exhalar el último aliento.
Pensó: «Me voy a morir… me muero…».
Y, horrorizada, saltó de la cama y tocó la campanilla para que viniera Rosalie; esperó, volvió a llamar, siguió esperando, tiritando y aterida.
La doncellita no venía. Debía de estar sumida en ese primer sueño tan recio que nada puede quebrantar; y Jeanne perdió la cabeza y corrió, descalza, hacia la escalera.
Subió sin hacer ruido, a tientas, dio con la puerta, la abrió, llamó:
—¡Rosalie!
Siguió andando, tropezó con la cama, pasó las manos por encima y se dio cuenta de que estaba vacía. Vacía y helada como si nadie hubiera dormido en ella.
Sorprendida, se dijo: «¡Pero cómo! ¡Otra vez anda rodando por ahí, con el frío que hace!».
Pero como el corazón, que se le había desbocado de repente, le brincaba hasta asfixiarla, volvió a bajar, doblándosele las piernas, para despertar a Julien.
Entró de golpe en el cuarto de su marido, azuzada por el convencimiento de que se moría y por el deseo de verlo antes de perder el conocimiento.
A la luz del fuego agonizante, vio en la almohada, junto a la cabeza de Julien, la de Rosalie.
Dio tal grito que ambos se incorporaron. Quedó un segundo inmóvil, aturdida ante aquel descubrimiento. Luego salió huyendo, regresó a su cuarto y, como él, despavorido, la estaba llamando: «¡Jeanne!», sintió un miedo atroz al pensar en verlo, en oír su voz, en escuchar sus explicaciones, sus mentiras, en tener que mirarlo a los ojos. Volvió a abalanzarse hacia la escalera y bajó por ella.
Ahora iba corriendo entre la oscuridad, con el riesgo de rodar escalones abajo, de romperse los miembros contra la piedra. Avanzaba, a impulsos de una imperiosa necesidad de escapar, de no enterarse de nada más, de no volver a ver a nadie.
Al llegar abajo, se sentó en un peldaño; seguía en camisón y descalza. Y allí se quedó, con la cabeza perdida.
Julien había saltado de la cama y se estaba vistiendo a todo correr. Jeanne volvió a ponerse en pie para escapar de él. Ya bajaba él también por la escalera, gritando:
—¡Escúchame, Jeanne!
No, no quería escuchar a nadie, ni dejar que la tocasen, ni siquiera con la yema de los dedos. Se metió a toda prisa en el comedor, corriendo como si la persiguiera un asesino. Buscaba una salida, un escondrijo, un rincón oscuro, una forma de evitar a Julien. Se acurrucó debajo de la mesa. Pero ya estaba él abriendo la puerta, con una luz en la mano, sin dejar de repetir: «¡Jeanne!». Y ella volvió a salir como una liebre, se abalanzó dentro de la cocina, le dio la vuelta dos veces, igual que un animal acorralado; y, viendo que su marido estaba otra vez a punto de alcanzarla, abrió de golpe la puerta del jardín y salió al campo.
El helado contacto de la nieve, en la que se le hundían a veces hasta la rodilla las piernas desnudas, le dio de repente una energía desesperada. No tenía frío, aunque no iba casi vestida; no sentía ya nada, pues la convulsión del alma había sido tal que le había embotado el cuerpo; y corría, tan blanca como la tierra.
Fue por el paseo grande, cruzó el bosquecillo, saltó la cuneta y echó a correr por la landa.
No había luna; las estrellas brillaban como una siembra de fuego en la oscuridad del cielo; pero, no obstante, había claridad en la llanura apagadamente blanca, heladamente quieta, infinitamente silenciosa.
Jeanne caminaba deprisa, sin pararse a recuperar el aliento, sin saber adónde iba, sin pensar en nada. Y, de pronto, se vio al filo del acantilado. El instinto la hizo pararse en seco, y se sentó en el suelo, vacía de todo pensamiento y de toda voluntad.
Del sombrío agujero que tenía delante subía, desde la mar invisible y callada, el olor salado de las algas durante la marea baja.
Jeanne estuvo allí mucho rato, con el pensamiento tan inerte como el cuerpo; luego, de súbito, empezó a tiritar violentamente, como una vela que agitase el viento. Una fuerza invisible le sacudía los brazos, las manos, los pies, haciéndolos palpitar, vibrar con precipitados respingos. Y, bruscamente, le volvió el conocimiento, lúcido y desgarrador.
Le pasaron luego ante los ojos visiones del pasado: aquel paseo con Julien en la barca del tío Lastique; lo que habían hablado; su amor naciente; el bautizo de la barca; y se remontó más aún con el pensamiento, hasta aquella noche acunada de ensueños en que había llegado a Los Chopos. ¡Y ahora! ¡Ahora! ¡Ay, su vida estaba destrozada! Nunca más habría en ella alegrías; era imposible esperar nada. Y vio el espantoso porvenir, repleto de sufrimientos, de traiciones, de desesperación. Más le valía morirse; así todo acabaría inmediatamente.
Pero se oían voces a lo lejos:
—Por aquí. Son sus pasos. ¡Pronto, pronto, por aquí!
Era Julien que la buscaba.
¡Ay! No quería volver a verlo. En el abismo, allí, muy cerca, ante ella, oía ahora un rumor, el incierto roce del mar contra las rocas.
Se puso de pie, tomando ya impulso para saltar; y, al dar a la vida el adiós de los desesperados, soltó, como un gemido, la última palabra de los moribundos, la última palabra de los soldados jóvenes destripados durante la batalla:
—¡Mamá!
De súbito, le cruzó por la cabeza el recuerdo de mamaíta; la vio, sollozante; vio a su padre de rodillas ante su cadáver ahogado; durante un segundo, sintió todo el sufrimiento de la desesperación de aquellos seres.
Volvió entonces a dejarse caer desmadejadamente en la nieve; y ya no escapó cuando Julien y el tío Simon, a los que seguía Marius con un farol, la sujetaron por los brazos para hacerla retroceder, pues estaba al borde mismo del acantilado.
Hicieron con ella lo que quisieron, pues ya no era capaz de moverse. Sintió que la llevaban en volandas; luego, que la metían en una cama, que le daban fricciones con paños muy calientes; luego, todos los recuerdos se borraron, todo conocimiento se desvaneció.
Luego, tuvo una pesadilla —¿sería una pesadilla?— igual que una obsesión. Estaba acostada en su cuarto. Era de día, pero no podía levantarse. ¿Por qué? No lo sabía. Entonces oyó un ruidito en el suelo, como si algo rascara, rozara; y, de súbito, un ratoncito gris pasaba deprisa por encima de la sábana. Otro seguía al primero, acto seguido; luego, otro, que se encaminaba hacia su pecho con rápido y menudo trotecillo. Jeanne no sentía miedo; pero quiso coger el animal y adelantó la mano sin conseguirlo.
Entonces más ratones, diez, veinte, cientos de ellos, miles de ellos, salieron de todas partes. Trepaban por las columnas, corrían por los tapices, cubrían toda la cama. No tardaron en colarse bajo las mantas. Jeanne notaba que pasaban rozándole la piel, que le hacían cosquillas en las piernas, que le bajaban y le subían por el cuerpo. Veía cómo venían desde los pies de la cama para meterse dentro, pegándosele al pecho; y se revolvía, alargaba las manos para capturar alguno, y volvía a cerrarlas, siempre vacías.
Se apoderaba de ella la exasperación, quería escapar, gritaba, y le parecía que la sujetaban para que no se moviera, que unos brazos vigorosos la rodeaban y la paralizaban; pero no veía a nadie.
Había perdido la noción del tiempo. Todo aquello debió de durar mucho, mucho.
Luego se despertó, cansada, dolorida, pero fue, no obstante, un despertar dulce. Se sentía débil. Abrió los ojos y no le causó asombro ver a mamaíta sentada en su cuarto junto a un hombre grueso al que no conocía.
¿Qué edad tenía? No lo sabía; creía que era una niña muy pequeña, Tampoco tenía recuerdo alguno.
El hombre grueso dijo:
—Mire, ya está recobrando el conocimiento.
Y mamaíta se echó a llorar. Entonces, el hombre grueso añadió:
—Vamos, tranquilícese, señora baronesa. Ya le he dicho que ahora respondo de ella. Pero no le hable de nada, de nada. Que duerma.
Y Jeanne tuvo la impresión de que pasaba durmiendo otra temporada larguísima, cayendo una y otra vez en un sueño muy pesado en cuanto intentaba pensar; y tampoco intentaba ni por asomo acordarse de nada, como si hubiera sentido un vago temor de la realidad que podía volverle al pensamiento.
Pero en una ocasión, al despertar, vio a Julien, solo junto a ella; y, de repente, lo recordó todo, como si se hubiera alzado un telón que le ocultaba su vida pasada.
Sintió un dolor espantoso en el corazón y quiso huir otra vez de él. Apartó las sábanas, saltó al suelo y se cayó, pues las piernas no eran capaces de sostenerla.
Julien se abalanzó hacia ella; y Jeanne empezó a lanzar alaridos para que no la tocase. Se retorcía, se revolcaba por el suelo. Se abrió la puerta. Acudió la tía Lison con la viuda Dentu; luego, el barón; luego, por fin, llegó mamaíta, sin aliento, como loca.
Volvieron a meterla en la cama; y, en el acto, cerró los ojos hipócritamente para no tener que hablar, para poder pensar a gusto.
Su madre y su tía la atendían, estaban pendientes de ella, le preguntaban:
—¿Nos oyes ahora, Jeanne, bonita?
Ella se hacía la sorda, no contestaba; y se dio perfecta cuenta de que acababa el día. Cayó la tarde y la viuda, que la cuidaba de noche, se acomodó junto a ella y le daba de beber de vez en cuando.
Jeanne bebía sin decir nada; pero ya no dormía. Pensaba trabajosamente, buscando cosas que se le escapaban, como si hubiera tenido agujeros en la memoria, dilatados intervalos en blanco, y huecos en los que no habían dejado huella los acontecimientos.
Poco a poco, tras grandes esfuerzos, reconstruyó todos los hechos.
Y meditó sobre ellos con tenaz obstinación.
Estaban allí mamaíta, tía Lison y el barón, así que debía de haber estado muy enferma. Pero ¿y Julien? ¿Qué había contado? ¿Estaban al tanto sus padres? ¿Y Rosalie? ¿Dónde andaba? ¿Y qué iba a hacer ahora? Se le ocurrió una idea luminosa: regresar a Ruán con padre y mamaíta, como antes. Sería viuda, y asunto concluido.
Esperó entonces, escuchando lo que decían a su alrededor, entendiéndolo perfectamente sin que se le notara, disfrutando de aquel retorno paciente y astuto de la capacidad de razonar.
Por fin, a última hora de la tarde, la dejaron a solas con la baronesa y la llamó muy bajo:
—¡Mamaíta!
Se asombró al oír su propia voz, pues le pareció cambiada. La baronesa le tomó las manos:
—¡Hija mía, mi Jeanne querida! ¿Me conoces, hija?
—Sí, mamaíta, pero no llores; tenemos mucho que hablar. ¿Te ha dicho Julien por qué me escapé por la nieve?
—Sí, preciosa mía; tuviste un ataque de fiebre alta muy peligroso.
—No fue eso, mamá. La fiebre la he tenido después. Pero ¿te ha dicho por qué me entró esa fiebre y por qué me escapé?
—No, cariño.
—Porque lo encontré en la cama con Rosalie.
La baronesa creyó que seguía delirando y la acarició:
—Duerme, preciosa, tranquilízate e intenta dormir.
Pero Jeanne, obstinada, siguió diciendo:
—Ya he recuperado por completo la razón, mamaíta, ya no digo locuras como las que he debido de decir estos días de atrás. Me sentí mal una noche y entonces fui a buscar a Julien. Rosalie estaba en la cama con él. Perdí la cabeza del disgusto y salí huyendo por la nieve para tirarme por el acantilado.
Pero la baronesa repetía:
—Sí, preciosa mía, has estado muy mala.
—No es eso, mamá. Encontré a Rosalie en la cama con Julien y no quiero seguir con él. Tienes que llevarme contigo a Ruán, como antes.
La baronesa, a quien el médico había recomendado que no llevase a Jeanne la contraria en nada, respondió:
—Sí, preciosa.
Pero la enferma se impacientó:
—Ya veo que no me crees. Vete a buscar a papaíto, que él acabará por entender lo que digo.
Y mamaíta se puso de pie con mil trabajos, cogió los dos bastones y salió arrastrando los pies, para regresar pocos minutos después con el barón, que la sostenía.
Se sentaron junto a la cama y Jeanne comenzó su relato en el acto. Lo refirió todo, despacio, con voz débil y total claridad: las rarezas de carácter de Julien, sus rasgos de dureza, su avaricia y, por fin, su infidelidad.
Cuando acabó, el barón tenía la seguridad de que su hija no divagaba; pero no sabía qué pensar, qué resolución tomar ni qué responderle.
Le cogió la mano con ternura, como antiguamente, cuando la dormía contándole cuentos.
—Mira, querida mía, tenemos que obrar con prudencia. No nos precipitemos; intenta soportar a tu marido hasta que hayamos adoptado una decisión… ¿Me lo prometes?
Jeanne dijo a media voz:
—Estoy conforme, pero no me quedaré en esta casa cuando me cure.
Luego, muy bajito, añadió:
—¿En dónde está ahora Rosalie?
El barón dijo:
—No volverás a verla.
Pero Jeanne se empecinaba:
—¿En dónde está? Quiero saberlo.
Entonces, el barón tuvo que admitir que seguía en la casa; pero le aseguró que iba a marcharse.
Al salir del cuarto de la enferma, el barón, muy airado, herido en su amor de padre, fue al encuentro de Julien y le dijo de golpe:
—Señor mío, vengo a pedirle cuentas de su comportamiento con mi hija. La ha engañado usted con su propia criada, lo cual resulta doblemente indigno.
Pero Julien se hizo el inocente, lo negó todo fogosamente, juró, puso a Dios por testigo. Y, además, ¿qué pruebas había? ¿Acaso no estaba Jeanne loca? ¿Es que no acababa de tener una fiebre cerebral? ¿No había escapado por la nieve una noche, en un ataque de delirio, al principio de su enfermedad? ¿Y era precisamente en pleno ataque, cuando andaba corriendo casi en cueros por la casa, cuando pretendía haber visto a su doncella en la cama de su marido?
Y montó en cólera; amenazó con un pleito; hizo gala de una vehemente indignación. Y el barón, confuso, se disculpó, le pidió perdón y le tendió lealmente una mano que Julien se negó a estrechar.
Cuando Jeanne supo lo que había contestado su marido, no se enfadó y dijo:
—Está mintiendo, papá, pero ya acabaremos por pillarlo.
Y estuvo dos días taciturna y ensimismada, cavilando.
Luego, el tercer día por la mañana, quiso ver a Rosalie. El barón se negó a que subiera la doncella, aseguró que ya se había ido. Jeanne no cedió; y repetía:
—Pues que vayan a buscarla a su casa.
Y ya estaba irritándose cuando llegó el médico. Se lo contaron todo para pedirle opinión. Pero Jeanne, de repente, se echó a llorar, nerviosísima, diciendo casi a voces:
—Quiero ver a Rosalie. ¡Quiero verla!
Entonces, el médico le tomó la mano y le dijo, en voz baja:
—Tranquilícese, señora; cualquier emoción podría perjudicarla porque está usted encinta.
Jeanne se quedó sobrecogida, como si la hubieran golpeado; y le pareció, en el acto, que algo se le movía por dentro. Quedó luego callada, sin escuchar siquiera lo que le decían, sumida en sus pensamientos. No pudo dormir en toda la noche; la mantenía en vela aquella idea reciente y singular de que un niño vivía allí dentro, en su vientre; y estaba triste, apenada de que ese niño fuera hijo de Julien; y preocupada, temerosa de que se pareciera a su padre. Cuando se hizo de día, mandó llamar al barón:
—Papaíto, mi decisión está tomada; quiero saberlo todo, sobre todo ahora. Lo quiero, ¿oyes? Y ya sabes que en mi estado no hay que disgustarme. Atiende. Vas a ir a buscar al señor párroco. Necesito que esté presente para que Rosalie no mienta. Luego, en cuanto llegue, la mandas subir y te quedas aquí con mamaíta. Y, sobre todo, ten cuidado de que Julien no sospeche nada.
Una hora después, entraba en el cuarto el sacerdote, que había seguido engordando y resoplaba igual que mamaíta. Se sentó al lado de esta, en una butaca, con el vientre colgándole entre las piernas separadas. Bromeó, al principio, enjugándose la frente por la fuerza de la costumbre, con el pañuelo de cuadros:
—Qué, señora baronesa, me parece a mí que no adelgazamos nada. Creo yo que somos dos buenos pies para un banco.
Luego, volviéndose hacia la cama de la enferma:
—Vaya, vaya, ¿qué me han contado, jovencita? ¿Que pronto tendremos otro bautizo? Y esta vez no bautizaremos una barca, ja, ja, ja.
Comentó, después, con tono serio:
—Será un defensor de la patria.
Luego, tras quedarse un momento pensativo:
—A menos que se trate de una excelente madre de familia. Como usted, señora baronesa —añadió, haciéndole una venia a esta.
Pero se abrió la puerta del fondo. Rosalie, despavorida, llorosa, se negaba a avanzar, aferrándose al marco de la puerta mientras el barón la empujaba. Este, perdiendo la paciencia, la hizo entrar en el cuarto de un empellón. Entonces, la muchacha se cubrió el rostro con las manos y se quedó a pie firme, sollozando.
Jeanne, nada más verla, se incorporó de golpe, se sentó, más blanca que las sábanas; y el desbocado corazón alzaba con sus latidos el fino camisón pegado a la piel. No conseguía hablar, apenas si podía respirar, se asfixiaba. Por fin, dijo con voz entrecortada por la emoción:
—No… no… no necesito preguntarte… nada. Me… me basta con verte así… con ver… cómo te… avergüenzas ante mí.
Hizo una pausa, pues le faltaba el aire, y siguió diciendo:
—Pero quiero saberlo todo… todo. He mandado llamar al señor párroco para que esto sea igual que una confesión, ¿me oyes?
A Rosalie, inmóvil, se le escapaban voces que casi eran gritos entre las manos crispadas.
El barón, del que se iba apoderando la ira, le cogió los brazos, se los apartó con violencia y, arrojándola de rodillas junto a la cama, le ordenó:
—Venga, habla… Contesta.
Rosalie se quedó en el suelo, en la postura en que suele representarse a las Magdalenas, con la cofia torcida, el delantal arrastrando por el entarimado, el rostro de nuevo oculto tras las manos, otra vez libres.
Entonces, le habló el párroco:
—A ver, hija, atiende a lo que te dicen y responde. No queremos hacerte ningún daño; pero queremos saber lo que sucedió.
Jeanne, inclinándose sobre el borde de la cama, la miraba. Y dijo:
—¿Verdad que estabas en la cama de Julien cuando os sorprendí?
Rosalie gimió a través de las manos:
—Sí, señora.
Entonces, de golpe, la baronesa se echó a llorar también, haciendo mucho ruido, como si se ahogase. Y sus convulsivos sollozos acompañaban a los de Rosalie.
Jeanne, clavándole los ojos a su doncella, preguntó:
—¿Desde cuándo venía pasando?
Rosalie balbució:
—Desde que vino el señor.
Jeanne no la entendía.
—¿Desde que vino? Así que… ¿desde esta primavera?
—Sí, señora.
—¿Desde que entró en esta casa?
—Sí, señora.
Y Jeanne, como si no le cupiesen dentro las preguntas, siguió interrogándola con voz acelerada:
—Pero ¿cómo fue? ¿Cómo te lo pidió? ¿Cómo te hizo suya? ¿Qué te dijo? ¿Cuándo cediste? ¿Y cómo? ¿Cómo pudiste entregarte a él?
Y Rosalie, ahora, había apartado las manos y contestaba, al haberse apoderado también de ella una necesidad febril de hablar, una necesidad de responder:
—Y yo qué sé. Vino a mi cuarto el día que cenó aquí la primera vez. Se había escondido en el desván. No me atreví a gritar para no meterme en líos. Se me metió en la cama; yo ni sabía lo que me hacía; y él me hizo lo que quiso. No dije nada porque el señor me gustaba.
Entonces Jeanne preguntó, en un grito:
—Así que… tu… tu hijo… ¿es suyo?
Rosalie contestó entre sollozos:
—Sí, señora.
Y las dos callaron.
Ya no se oía más que el llanto de Rosalie y el de la baronesa.
Jeanne, sucumbiendo a un terrible agobio, sintió que a ella también se le desbordaban de los ojos unas gotas que le corrieron sin ruido por las mejillas.
¡El hijo de su doncella y el suyo tenían el mismo padre! Se había esfumado su ira. Ahora sentía que la invadía una desesperación lúgubre, despaciosa, honda, infinita.
Dijo, por fin, con voz cambiada, húmeda, la voz de una mujer que está llorando:
—Cuando volvimos de… allí… del viaje… ¿cuándo empezasteis otra vez?
La doncellita, desplomada por completo en el suelo, balbució:
—Vino… la primera noche.
Cada una de aquellas palabras le retorcía el corazón a Jeanne. Así que la primera noche, la noche del regreso a Los Chopos, la había abandonado por aquella muchacha. ¡Por eso la dejaba dormir sola!
Ahora ya sabía bastante, ya no quería enterarse de nada más. Dijo a voces:
—¡Vete, vete!
Y como Rosalie, anonadada, no se movía, Jeanne recurrió a su padre:
—Que se vaya; llévatela.
Pero al párroco, que aún no había dicho nada, le pareció aquel un momento propicio para echar un breve sermón.
—Eso que has hecho está muy mal, hija mía, muy mal; y Nuestro Señor va a tardar mucho en perdonártelo. Piensa en que, si en adelante no te portas bien, lo que te espera es el Infierno. Ahora tienes un hijo y debes sentar la cabeza. No me cabe duda de que la señora baronesa hará algo por ti y de que te encontraremos un marido.
Habría seguido hablando un buen rato, pero el barón volvió a coger a Rosalie por los hombros, la puso en pie, la arrastró hasta la puerta y la arrojó, como un fardo, al pasillo.
No bien hubo regresado, más pálido aún que su hija, el párroco siguió hablando:
—¿Qué quieren ustedes? Todas son iguales por aquí. Es desesperante, pero no hay quien lo remedie y es menester mostrar cierta indulgencia ante las flaquezas naturales. Estas chicas no se casan nunca, señora baronesa, pero es que nunca, más que encintas.
Y añadió, sonriente:
—Es como una costumbre local.
Luego, con tono de indignación:
—Si hasta los niños andan en esas lides. ¡Creerá usted que me encontré el año pasado, en el cementerio, a dos críos del catecismo, una parejita! Avisé a los padres. ¿Y sabe lo que me dijeron? «¿Qué quiere, señor cura? De nosotros no han aprendido esas bellaquerías. ¡A ver qué vida! ¿Qué se le va a hacer?». Así que, señor barón, su doncella ha hecho lo mismo que las demás.
Pero el barón, presa de un temblor nervioso, no lo dejó acabar:
—¿Mi doncella? ¿Y a mí qué me importa esa? El que me indigna es Julien. Lo que ha hecho es una infamia y pienso llevarme a mi hija.
Y andaba de un lado para otro, con una exasperación que iba en aumento:
—¡Es una infamia haber traicionado así a mi hija, una infamia! Ese hombre es un cualquiera, un canalla, un miserable; y se lo voy a decir. ¡Lo abofetearé y lo mataré a bastonazos!
Pero el sacerdote, que estaba tomando rapé calmosamente, sentado junto a la llorosa baronesa, y pretendía cumplir con su cometido de pacificador, tomó de nuevo la palabra:
—Vamos a ver, señor barón, de usted para mí, su yerno ha hecho lo que todos. ¿Conoce usted a muchos maridos fieles?
Y añadió, con socarrona bonachonería:
—Mire, le apuesto lo que quiera a que usted mismo no ha sido ningún santo. A ver, con la mano en la conciencia, ¿tengo razón o no?
El barón, sobrecogido, se había detenido frente al sacerdote, que siguió diciendo:
—Pues claro que sí. Se portó usted como todos. ¿Y vaya usted a saber si no le hincó el diente a alguna criadita como esta? Le digo que todo el mundo hace lo mismo. Y su mujer no fue menos feliz ni tuvo menos cariño, ¿a que no?
El barón, consternado, se había quedado inmóvil.
Pardiez, claro que era cierto que él había hecho otro tanto, y con frecuencia además, siempre que había podido; y tampoco había respetado el hogar conyugal; y, cuando eran bonitas, nunca había hecho ascos a las criadas de su mujer. ¿Acaso era por ello un miserable? ¿Por qué juzgaba con tanta severidad el comportamiento de Julien si nunca se le había ocurrido que el suyo pudiera ser culpable?
Y la baronesa, aún asfixiada de sollozos, esbozó una sonrisa al acordarse de las canas al aire de su marido, pues pertenecía a esa raza sentimental que enseguida se enternece y se deja llevar por la benevolencia, pues opina que las aventuras amorosas forman parte de la vida.
Jeanne, desplomada en la cama, con los ojos abiertos y la mirada perdida, tendida de espaldas y con los brazos inertes, estaba sumida en dolorosas meditaciones. Se acordaba de una frase de Rosalie que le hería el alma y le entraba en el corazón como una barrena: «No dije nada porque el señor me gustaba».
También a ella le había gustado; y sólo por eso se había entregado, se había vinculado de por vida, había renunciado a cualquier otra esperanza, a todos los proyectos intuidos, a todo lo desconocido del día de mañana. ¡Había caído en aquel matrimonio, en aquel agujero sin bordes que le permitieran izarse fuera, en aquella miseria, en aquella tristeza, porque, igual que a Rosalie, Julien le había gustado!
Cedió la puerta a un rabioso empellón y apareció Julien con cara feroz. Había visto, en la escalera, a la quejumbrosa Rosalie y acudía a enterarse de qué había sucedido, dándose cuenta de que tramaban algo; de que, probablemente, la doncella había hablado. Al ver al sacerdote, se quedó clavado en el sitio.
Preguntó con voz trémula pero pausada:
—¿Qué hay? ¿Qué ocurre?
El barón, tan violento hacía un rato, no se atrevía a decir nada, amedrentado por el argumento del párroco y por la posibilidad de que su yerno lo pusiera como ejemplo. Mamaíta lloriqueaba a más y mejor; pero Jeanne se había incorporado, sosteniéndose con las manos, y contemplaba, jadeante, al hombre que tan cruelmente la hacía sufrir. Balbució:
—Ocurre que ya estamos enterados de todo, que sabemos todas sus infamias desde… desde el día en que entró usted en esta casa… ocurre que el hijo de la criada es de usted… lo mismo… que el mío… que los dos van a ser hermanos…
Y, sucumbiendo al exceso de dolor que le produjo aquel pensamiento, se desplomó entre las sábanas llorando con frenesí.
Julien se había quedado con la boca abierta, sin saber qué hacer ni qué decir. El párroco intervino de nuevo.
—Vamos, vamos, no hay que disgustarse tanto, jovencita, hay que ser razonable.
Se levantó, se acercó a la cama y puso la tibia mano en la frente de la desesperada. Aquel simple contacto bastó para ablandarle los nervios; notó en el acto una languidez, como si el recio contacto de aquella mano rústica hecha a los gestos que absuelven, a las caricias que reconfortan, le hubiera aportado un inexplicable apaciguamiento.
El santo varón, que seguía de pie al lado de la cama, añadió:
—Hay que perdonar siempre, señora. Esto que le sucede es una gran desgracia; pero Dios, en su misericordia, le ha concedido la compensación de una gran dicha, ya que va usted a ser madre. Ese hijo será su consuelo. En su nombre le imploro, en su nombre la insto para que perdone a su señor esposo la equivocación que ha cometido. Será este perdón un vínculo más entre los dos, una prenda de la fidelidad que le guardará a partir de ahora. ¿Puede usted acaso permanecer apartada de corazón del hombre cuyo fruto lleva en el vientre?
Jeanne no contestaba, arrollada, dolorida, rendida ya, sin fuerzas siquiera para la ira y el rencor. Notaba los nervios sueltos, como si se los hubieran cortado poco a poco, apenas si estaba ya viva.
La baronesa, que no concebía el resentimiento y cuya alma era incapaz de un esfuerzo prolongado, cuchicheó:
—Vamos, Jeanne.
Tomó entonces el sacerdote la mano del joven y, tirando de ella para aproximarlo a la cama, la juntó con la mano de su mujer, dando luego un cachetito en ambas como para dejarlas definitivamente unidas. Y, desechando el tono profesional de los sermones, dijo, con cara de contento:
—Bueno, pues ya está. Es lo mejor, créanme.
Luego, las dos manos prendidas durante un momento se separaron deprisa. Julien, que no se atrevía a darle un beso a Jeanne, besó en la frente a su suegra, dio media vuelta, se cogió del brazo del barón, que se lo consintió, satisfecho en el fondo de que el asunto estuviera arreglado; y ambos se fueron juntos a fumar un puro.
Entonces, la enferma, anonadada, se adormiló mientras el sacerdote y mamaíta charlaban pausadamente en voz baja.
El sacerdote explicaba y desarrollaba sus opiniones; y la baronesa le daba continuamente la razón con un ademán de la cabeza. Acabó aquel por decir, a modo de conclusión:
—Pues estamos de acuerdo. Ustedes le dan a la muchacha la alquería de Barville, y yo me encargo de encontrarle un marido, un chico bueno y formal. Con una finca de veinte mil francos, ya verá que lo que sobrarán serán pretendientes. Podremos elegir a gusto.
Y la baronesa sonreía ahora, contenta; se le habían quedado en las mejillas dos lágrimas a medio camino, cuyo húmedo rastro estaba ya seco.
Y remachaba:
—Estamos de acuerdo; Barville vale como poco veinte mil francos. Pero pondremos la finca a nombre del niño y los padres tendrán el usufructo mientras vivan.
Y el párroco se levantó y estrechó la mano de mamaíta:
—No se moleste en acompañarme, señora baronesa, no se moleste. Bien sé yo lo que cuesta dar un paso.
Al salir, se cruzó con la tía Lison, que venía a ver a la enferma. Esta no se dio cuenta de nada, no le contaron nada y de nada se enteró, como de costumbre.