CAPÍTULO VI

Delante de la cerca blanca con pilares de ladrillo, estaban esperando la familia y el servicio. La silla de posta se detuvo y los abrazos duraron mucho. Mamaíta lloraba; Jeanne, conmovida, se secó dos lágrimas; padre, nervioso, iba y venía.

Luego, mientras bajaban el equipaje, se habló del viaje ante el fuego del salón. Las palabras fluían, abundantes, de los labios de Jeanne; y en media hora todo estaba ya contado, salvo quizá algunos detalles de poca monta, olvidados en la rapidez de la relación.

Fue, luego, la joven a deshacer sus bultos. Rosalie, muy emocionada también, la ayudaba. Concluida la tarea, cuando ya estaban en su sitio la ropa blanca, los vestidos, los objetos de aseo, la doncellita dejó sola a su señora; y Jeanne, un poco cansada, se sentó.

Se preguntó a qué iba a dedicarse ahora, buscando una ocupación para el pensamiento, una labor para las manos. No le apetecía volver al salón con su madre, que dormitaba; pensó en dar un paseo, pero el campo estaba tan triste que sólo con mirarlo por la ventana se le ponía en el corazón un peso de melancolía.

Cayó entonces en la cuenta de que no tenía nada más que hacer, nunca tendría ya nada que hacer. Había pasado toda su juventud en el convento dándole vueltas al porvenir, atareada con sus ensueños. El continuo bullir de sus esperanzas le colmaba en aquel tiempo las horas, que se le iban sin sentir. Luego, recién salida de los muros austeros entre los que habían florecido sus ilusiones, su expectativa de amor se había cumplido casi enseguida. El hombre esperado, conocido, amado, desposado en pocas semanas, como suele suceder en las decisiones repentinas, la arrebataba en sus brazos sin permitir que se parase a pensar en nada.

Mas hete aquí que la dulce realidad de los primeros días iba a convertirse en la realidad cotidiana que cerraba la puerta a las esperanzas imprecisas, a las deliciosas inquietudes por lo desconocido. Sí, la espera había concluido.

Y ya no quedaba, pues, nada por hacer, ni hoy, ni mañana, ni nunca. Jeanne sentía todo aquello de forma inconcreta porque notaba algo así como una desilusión, como un lento desplome de sus sueños.

Se puso de pie y fue a pegar la frente a los fríos cristales de la ventana. Luego, tras haber estado un rato contemplando el cielo, por el que corrían oscuras nubes, se decidió a salir.

¿Era aquel el mismo campo? ¿Eran la misma hierba y los mismos árboles que en el mes de mayo? ¿Qué había sido del soleado júbilo de las hojas y de la poesía verde del césped en el que se prendía la llama de los dientes de león, sangraban las amapolas, resplandecían las margaritas, palpitaban, como colgadas de hilos invisibles, caprichosas mariposas amarillas? ¿No existía ya aquella embriaguez del aire cargado de vida, de aromas, de átomos fecundantes?

Los paseos, que habían empapado los continuos chaparrones del otoño, parecían más largos, cubiertos de una gruesa alfombra de hojas secas bajo la desmedrada tiritona de los chopos casi desnudos. Las escuálidas ramas temblaban al viento; tremolaba aún en ellas un escaso follaje a punto de desperdigarse por el aire. Y, durante todo el día, sin tregua, igual que una lluvia incesante cuya tristeza diera ganas de llorar, esas hojas postreras, completamente amarillas ahora, semejantes a anchos céntimos de oro, se desprendían, giraban, revoloteaban y caían.

Jeanne se acercó al bosquecillo. Sentíase en él la misma pesadumbre que en el cuarto de un moribundo. La muralla verde que separaba, convirtiéndolos en escondrijos, los acogedores senderos sinuosos, estaba ahora dispersa por doquier. En los arbustos, enredados como un encaje de palitroques, chocaban entre sí las delgadas ramas; y parecía un doloroso suspiro de agonía el susurro de las hojas secas caídas, que la brisa impulsaba, revolvía, amontonaba en algunos lugares.

Unos pájaros muy menudos iban a saltitos de un lado para otro con un tenue piar friolero, buscando cobijo.

No obstante, protegidos tras la prieta cortina de olmos que hacía las veces de vanguardia contra el viento del mar, el tilo y el plátano, luciendo aún las galas del verano, parecían ataviados uno de terciopelo rojo, otro de seda anaranjada, pues de esos colores los habían teñido los primeros fríos atendiendo a la naturaleza de sus diferentes savias.

Jeanne iba y venía despacio por el paseo de mamaíta, bordeando la casa de labor de los Couillard. Sentía un peso que era como el presentimiento de los largos tedios de la vida monótona que estaba comenzando.

Se sentó, luego, en el talud en el que Julien le había hablado de amor por vez primera; y allí se quedó, perdida en vagos ensueños, casi sin pensar, presa de una languidez que le llegaba al corazón y un deseo de echarse y quedarse dormida para evadirse de la tristeza de aquel día.

De súbito, divisó una gaviota que cruzaba el cielo, dejándose arrastrar por una ráfaga; y se acordó del águila que había visto allá, en Córcega, en el sombrío valle de Ota. Le inmutó el corazón la fuerte sacudida que trae consigo el recuerdo de algo bueno cuando ya ha concluido; y volvió a ver de golpe la isla radiante, con su montaraz aroma, su sol que madura las naranjas y las cidras, sus montañas de sonrosadas cumbres, sus golfos azules y sus barrancos por los que corrían torrentes.

Entonces, el húmedo e ingrato paisaje que la rodeaba, con aquella lúgubre lluvia de hojas y aquellas nubes grises que arrastraba el viento, la envolvió en un desconsuelo tan denso que regresó a la casona para no romper en sollozos.

Mamaíta, embotada ante la chimenea, dormía a medias, acostumbrada a aquellos días melancólicos de los que ya no se percataba. Padre y Julien se habían ido a dar un paseo mientras charlaban de sus cosas. Y llegó la noche, dejando caer su semilla de taciturnas sombras en el amplio salón que, a ratos, iluminaba el resplandor de los reflejos del fuego.

Por las ventanas, un resto de luz dejaba aún ver, fuera, el ingrato y enlodado paisaje que clausura el año, y el cielo, de un gris sucio como si también lo maculase el barro.

No tardó en presentarse el barón, al que seguía Julien. Nada más entrar en la habitación invadida de tinieblas, llamó al servicio, diciendo a gritos:

—¡Pronto, pronto! ¡Las luces, que esto está muy triste!

Y se sentó ante la chimenea. Mientras la proximidad de las llamas hacía humear sus pies húmedos y la suciedad de las suelas se desprendía, al secarla el calor, se frotaba alegremente las manos:

—Me parece que va a helar —dijo—, el cielo se está aclarando por el norte y hay luna llena. ¡La que va a caer esta noche!

Luego, volviéndose hacia su hija, añadió:

—Qué, niña, ¿estás contenta de haber vuelto a tu tierra y tu casa, con tus ancianos padres?

Bastó aquella sencilla pregunta para trastornar a Jeanne. Se arrojó en brazos de su padre con los ojos llenos de lágrimas para darle nerviosos besos, como si tuviera algo que hacerse perdonar; pues, pese a esforzarse de corazón por estar alegre, se sentía desfallecer de tristeza. Aunque, al acordarse de la dicha que se había prometido al volver a ver a sus padres, la asombraba aquella frialdad que paralizaba su ternura, como si, cuando se ha pensado mucho, desde lejos, en los seres queridos, pero se ha perdido la costumbre de verlos de continuo, el reencuentro pusiese en el afecto algo semejante a una pausa hasta que se van reanudando los lazos de la vida en común.

La cena fue larga; hablaron muy poco mientras duró. Julien parecía haberse olvidado de su mujer.

Jeanne dejó, luego, en el salón, que el fuego la embotase, sentada enfrente de mamaíta, que dormía a pierna suelta; hubo un momento en que la espabiló la voz de los dos hombres, que estaban charlando; y se preguntó, intentando despejarse las ideas, si también iba a apoderarse de ella ese taciturno letargo de los hábitos que nada altera.

Las llamas de la chimenea, deslavazadas y rojizas durante el día, se volvían vivaces, claras, chisporroteantes. Arrojaban claros fulgores repentinos sobre la deslucida tapicería de las butacas, sobre la raposa y la cigüeña, la garza melancólica, la cigarra y la hormiga.

El barón se aproximó, sonriente, separando los dedos y estirándolos hacia las incandescentes brasas:

—¡Ay, y qué bien arde el fuego esta noche! Está helando, hijos, está helando.

Le puso, luego, a Jeanne una mano en el hombro:

—Sabes, chiquilla, esto es lo mejor del mundo: la lumbre, la lumbre en el hogar con nuestra gente alrededor. No hay nada igual. Pero lo que tenemos que hacer ahora es irnos a la cama. Debéis de estar rendidos, hijitos.

De nuevo en su cuarto, la joven empezó a preguntarse cómo podían resultar tan diferentes dos regresos a un mismo sitio al que tan apegada le parecía estar. ¿Por qué se sentía como dolorida? ¿Por qué aquella casa, aquella comarca, que tan queridas le eran, todo cuanto le había hecho brincar el corazón hasta entonces, la afligía tanto ahora?

Mas, de pronto, se quedó mirando el reloj de sobremesa. La abejita seguía revoloteando, de izquierda a derecha, y de derecha a izquierda, con el mismo compás veloz e incesante, por encima de las flores de plata sobredorada. Un arrebato de cariño se apoderó entonces, repentinamente, de Jeanne, emocionada hasta el llanto ante aquella sencilla maquinaria que parecía dotada de vida, que le cantaba la hora y latía como un pecho.

No se había enternecido tanto, desde luego, al besar a sus padres. El corazón tiene misterios que no puede explicar razonamiento alguno.

Era la primera vez que se metía sola en la cama desde el día de su boda. Julien se había instalado en otro cuarto, pretextando cansancio. Por lo demás, ya estaban de acuerdo en que cada uno tendría su propio dormitorio.

Jeanne tardó mucho en coger el sueño, extrañada al no sentir otro cuerpo junto al suyo; había perdido la costumbre de dormir sola y la desasosegaba el rabioso viento del norte que se encarnizaba con el tejado.

La despertó, por la mañana, un fuerte resplandor que teñía su lecho de sangre: y los cristales de la ventana, que emborronaba la escarcha, estaban rojos como si todo el horizonte ardiese en llamas.

Se envolvió en una holgada bata, corrió hacia la ventana y la abrió.

Una brisa helada, saludable y punzante, se coló de rondón en el cuarto, azotándole el rostro con un frío agudo que le hizo llorar los ojos; y, en medio de un cielo púrpura, el ancho disco solar, reluciente y abotagado como el rostro de un borracho, asomaba por detrás de los árboles. La tierra, que cubría la blancura de la helada, retumbaba, dura y seca ahora, bajo los pasos de los labriegos. En una sola noche, habían perdido todas las hojas las ramas de los chopos que aún conservaban algunas; y, más allá de la landa, se divisaba la larga línea verdosa de las olas salpicadas de regueros blancos.

Unas ráfagas estaban desnudando a toda prisa el plátano y el tilo. Cada vez que pasaba la helada brisa, torbellinos de hojas, que había desprendido la repentina helada, se desperdigaban al viento como una bandada de pájaros. Jeanne se levantó, se vistió y, por hacer algo, fue a ver a los aparceros.

Los Martin hicieron grandes aspavientos, y la granjera la besó en ambas mejillas; luego, no le quedó más remedio que tomarse un vasito de noyó. Fue a la otra casa de labor. Los Couillard hicieron grandes aspavientos; la granjera le picoteó las orejas con breves besos, y tuvo que beberse un vasito de casis.

Luego, volvió a la casona a almorzar.

Y el día transcurrió igual que la víspera, frío en vez de húmedo. Y los demás días de la semana fueron como esos dos; y todas las semanas del mes fueron como la primera.

No obstante, la añoranza de Jeanne por los lugares remotos se fue debilitando poco a poco. La costumbre tendía sobre su existencia una capa de resignación semejante al revestimiento de cal que algunas aguas depositan sobre los objetos. Y algo parecido al interés por mil insignificancias de la existencia cotidiana, una preocupación por las sencillas y mediocres tareas habituales, volvió a nacer en su corazón. Iba creciendo en ella una suerte de melancolía meditativa, un impreciso desencanto por el hecho de estar viva. ¿Qué habría necesitado? ¿Qué deseaba? No lo sabía. No la acuciaba necesidad mundana alguna, ninguna sed de placer, ni siquiera un impulso hacia ciertas alegrías posibles. Y, además, ¿qué alegrías eran esas? Igual que las antiguas butacas del salón, que el tiempo iba desluciendo, todo perdía poco a poco el color para ella, todo se borraba, adquiría una tonalidad apagada y taciturna.

Sus relaciones con Julien habían cambiado por completo. Parecía otro desde que habían regresado del viaje de novios, de la misma forma que un actor que ha concluido de interpretar su papel recupera su aspecto ordinario. Apenas si hacía caso a su mujer, apenas si le dirigía la palabra, incluso; cualquier vestigio de amor había desaparecido de pronto; y pocas eran las noches en que acudía a su dormitorio.

Se había puesto al frente de los bienes familiares y de la casa; revisaba los arrendamientos; metía prisa a los campesinos; reducía los gastos; y, al convertirse en un hacendado, nada le quedaba ya de su lustre y elegancia de novio.

Aunque la tenía llena de lámparas, no se quitaba nunca una chaqueta vieja de caza, de pana con botones de cobre, que había desenterrado de entre sus ropas de soltero: y, cayendo en ese descuido de quienes no necesitan ya agradar, había dejado de afeitarse, de forma tal que la barba, larga y mal arreglada, lo afeaba de forma increíble. Tenía las manos descuidadas y, después de cada comida, se bebía tres o cuatro copitas de coñac.

Cuando Jeanne probó a reprochárselo con ternura, le contestó con tanta brusquedad: «¡Mira, a mí déjame en paz!», que no volvió a atreverse a darle consejo alguno.

Se había hecho a la idea de esos cambios con una facilidad que a ella misma le causaba asombro. Julien se había convertido en un extraño, un extraño cuya alma y cuyo corazón estaban cerrados para Jeanne. Con frecuencia meditaba sobre ello, preguntándose cómo era posible que, después de haberse conocido como se habían conocido, después de haberse querido, de haberse casado en un arrebato de ternura, hubiesen llegado de súbito a aquel estado de mutuo desconocimiento, como si nunca hubieran dormido juntos.

¿Y cómo es que no sufría más de aquel abandono? ¿Así era la vida? ¿Habían cometido una equivocación? ¿No la esperaba ya nada más en el futuro?

¿Acaso habría sufrido mucho si hubiera seguido viendo a Julien apuesto, acicalado, elegante, seductor?

Era cosa decidida que, pasado el día de Año Nuevo, los recién casados se quedarían solos y padre y mamaíta irían a pasar unos cuantos meses en su casa de Ruán. El matrimonio joven no saldría aquel invierno de Los Chopos para concluir así su instalación, acostumbrarse al lugar en que iba a transcurrir su vida entera y acomodarse en él. Por lo demás, tenían unos cuantos vecinos a quienes Julien debía presentar a su mujer. Eran estos los Briseville, los Coutelier y los Fourville.

Pero la joven pareja no podía aún empezar a hacer visitas porque hasta la fecha no había habido modo de que viniese el pintor a cambiar los escudos nobiliarios de la calesa.

El barón, efectivamente, había cedido a su yerno el antiguo coche familiar; y Julien no habría accedido por nada del mundo a presentarse en las casas solariegas del vecindario sin que las armas de los Lamare figurasen junto a las de los Le Perthuis des Vauds.

Ahora bien, no había más que un hombre en toda la comarca que fuera aún especialista en heráldica; se trataba de un pintor de Bolbec, apellidado Bataille, al que recurrían por turnos todas las casas solariegas normandas para colocar tan preciados adornos en las portezuelas de los carruajes.

Por fin, una mañana de diciembre, cuando estaban acabando de almorzar, vieron que un individuo abría la cerca y avanzaba por la recta avenida. Llevaba una caja echada a la espalda. Era Bataille.

Lo hicieron pasar a la sala y le sirvieron el almuerzo como si de un caballero se tratara, pues su especialidad, sus ininterrumpidas relaciones con toda la aristocracia de la provincia, su ciencia de los escudos de armas, de las expresiones consagradas, de la heráldica, lo habían hecho semejante a un blasón de carne y hueso cuya mano no vacilaban en estrechar los miembros de la nobleza.

Mandaron traer en el acto lápiz y papel; y, mientras Bataille comía, el barón y Julien trazaban esbozos de los cuarteles de sus escudos. La baronesa, muy animada en cuanto salían a colación tales temas, opinaba; y hasta la propia Jeanne participaba en la conversación, como si se hubiera despertado de pronto en ella un misterioso interés.

Bataille, al tiempo que almorzaba, daba su opinión, tomaba el lápiz a veces, dibujaba un proyecto, citaba ejemplos, describía los coches de todos los aristócratas de la comarca, parecía traer consigo, con sus ideas, e incluso en su voz, algo así como un ambiente señorial.

Era un hombre menudo, de pelo gris y rapado, con las manos manchadas de pintura y que olía a trementina. Había quien decía que se había visto implicado antaño en un feo asunto de atentado a la honestidad; pero el aprecio generalizado de todas las familias con título había borrado hacía mucho tal mancha.

En cuanto tomó el café, lo condujeron a la cochera y quitaron el hule que tapaba el carruaje. Bataille lo examinó y luego, muy serio, dictaminó el tamaño que creía adecuado para su obra pictórica; y, tras otro intercambio de opiniones, puso manos a la obra.

Pese al frío, la baronesa mandó traer un asiento para mirar cómo trabajaba; luego, pidió un brasero porque se le quedaban helados los pies: y se puso a conversar apaciblemente con el pintor, interesándose por alianzas de las que ella no estaba enterada, por las muertes y los nacimientos recientes, completando así el árbol de las genealogías que llevaba en la memoria.

Julien se había quedado con su suegra, a horcajadas en una silla. Fumaba en pipa, escupía en el suelo, escuchaba y miraba cómo iba naciendo el polícromo dibujo de su noble estirpe.

No tardó el tío Simon, que iba al huerto con la laya al hombro, en detenerse también para contemplar el trabajo; y, como la noticia de la llegada de Bataille había cundido por las dos casas de labor, pronto se presentaron allí ambas granjeras. A pie firme a ambos lados de la baronesa, lanzaban extasiadas exclamaciones y repetían:

—Lo mañoso que tiene uno que ser para hacer dibujitos de esos.

No quedaron concluidos los escudos de ambas portezuelas antes de las once de la mañana siguiente. Todo el mundo acudió en el acto; y sacaron la calesa para poder apreciar mejor el trabajo.

Había quedado perfecto. Elogiaron a Bataille, que se marchó con su caja echada a la espalda. Y el barón, su mujer, Jeanne y Julien estuvieron de acuerdo en que el pintor era hombre muy diestro y habría llegado con toda seguridad a convertirse en un artista si las circunstancias lo hubieran permitido.

Mas, por ahorrar, Julien había realizado algunos cambios que exigían ahora nuevas modificaciones.

El anciano cochero había pasado a jardinero, pues el vizconde conducía el carruaje personalmente y había vendido los caballos de tiro para no tener que alimentarlos.

Además, como hacía falta que alguien sujetase a los animales tras bajarse del coche los amos, había convertido en lacayo a un vaquerillo llamado Marius.

Finalmente, para disponer de caballos, añadió a las cláusulas de arrendamiento de los Couillard y los Martin una que obligaba a ambos aparceros a proporcionar un caballo cada uno, un día al mes, en una fecha por él fijada, a cambio de lo cual quedaban dispensados de abastecer la casona con aves de corral.

Trajeron, pues, los Couillard un penco grande y amarillo; y los Martin, un caballejo blanco de pelaje largo. Engancharon los dos animales juntos y Marius, perdido en una librea vieja del tío Simon, condujo ante la escalinata de la mansión tan lastimoso conjunto.

Julien, que se había aseado y sacaba pecho, parecía haber recuperado algo de su pasada elegancia; pero la barba larga le daba, pese a todo, un aspecto vulgar.

Examinó el tiro, el coche y al lacayo; y le parecieron satisfactorios, ya que lo único que le importaba eran las armas recién pintadas.

La baronesa bajó de su cuarto del brazo de su marido, subió al coche con gran trabajo y se sentó, apoyando la espalda en unos almohadones. Luego llegó Jeanne. Empezó por reírse de la pareja de caballos, diciendo que el blanco era el nieto del amarillo; luego, cuando se fijó en Marius, cuya cara ocultaba un sombrero con escarapela al que sólo la nariz del muchachito impedía calarse del todo, cuyas manos desaparecían en lo hondo de las mangas, cuyas piernas cubrían los faldones de la librea como si las envolviera un faldellín del que asomaban, causando extraña impresión, unos pies calzados con zapatones; y cuando vio que tenía que echar hacia atrás la cabeza para ver por dónde andaba; que alzar la rodilla para dar un paso, como si fuera a saltar un río; que moverse como un ciego para atender a las órdenes, oculto todo él, escondido en la ancha ropa, se apoderó de ella una risa incontenible, una risa inacabable.

El barón se volvió; miró, pasmado, al hombrecillo y, contagiándose en el acto, soltó la carcajada y, aunque casi no podía articular palabra, llamó a su mujer:

—¡Mi-mi-mira a Ma-Ma-Marius! ¡Qué facha tan graciosa! ¡Pero qué graciosa!

La baronesa se asomó entonces a la ventanilla y, nada más ver al muchacho, le sacudió el cuerpo tal ataque de hilaridad que toda la calesa bailaba sobre las ballestas como si fuera dando tumbos de bache en bache.

Pero Julien, demudado, les preguntó:

—¿De qué se ríen así? ¿Es que se han vuelto locos?

Jeanne, enferma, presa de convulsiones, incapaz de calmarse, se sentó en un peldaño de la escalinata. Otro tanto hizo el barón; y, dentro de la calesa, unos convulsos estornudos, semejantes a un ininterrumpido cacareo, atestiguaban que la baronesa se estaba asfixiando de risa. Y, de pronto, la levita de Marius empezó a palpitar. Debía de haber comprendido lo que sucedía, pues él también se reía con toda el alma desde lo hondo del sombrero.

Entonces Julien, exasperado, se abalanzó sobre el chiquillo y, de una bofetada, le separó la cabeza del gigantesco tocado, que salió volando hasta el césped; luego, volviéndose hacia su suegro, balbució con voz trémula de ira:

—Me parece que no es usted el más indicado para reírse. No andaríamos como andamos si no hubiera usted despilfarrado su fortuna y acabado con sus bienes. ¿Quién es el culpable de que esté usted en la ruina?

Todo el regocijo se heló y cesó en el acto. Y nadie dijo una palabra. Jeanne, a punto ahora de echarse a llorar, subió calladamente al coche y se sentó junto a su madre. El barón, sorprendido y sin habla, tomó asiento frente a las dos mujeres; y Julien subió al pescante tras haber alzado en volandas, para colocarlo a su lado, al lloroso niño cuya mejilla se estaba hinchando.

El camino fue triste y se hizo largo. Todos callaban dentro del coche. Sus tres ocupantes, taciturnos y apurados, no querían confesar lo que intranquilizaba sus corazones. Hasta tal punto los obsesionaba aquel doloroso pensamiento que se daban cuenta de que no habrían podido hablar sino de ese asunto; y preferían guardar silencio antes que sacar a colación tan penoso tema.

La calesa corría, al desigual trote de los dos caballos, orillando los corrales de las casas de labor, espantando a unas gallinas negras que escapaban velozmente para hundirse en los setos y desaparecer en ellos; a veces, la seguía, entre aullidos, un perro lobo que regresaba luego a su casa con el pelo erizado, volviéndose de vez en cuando para continuar ladrando al coche… Algún zagalón de sucios zuecos y largas piernas indolentes, que caminaba con las manos en los bolsillos, con el viento hinchándole por la espalda el blusón azul, se hacía a un lado para dejar pasar el carruaje, quitándose torpemente la gorra, que dejaba a la vista el pelo aplastado y pegado a la cabeza.

Y, entre casa de labor y casa de labor, había otras llanuras, con otras granjas en lontananza, de trecho en trecho.

Entraron, por fin, en un ancho paseo de pinos que desembocaba en la carretera. Los roderones enfangados hacían tambalearse la calesa y gritar a mamaíta. Al final del paseo, había una cerca blanca cerrada; Marius fue corriendo a abrirla, y rodearon un inmenso prado de césped hasta llegar, por un camino en arco, ante un edificio alto, grande y triste, de cerrados postigos.

La puerta principal se abrió de pronto; y un criado anciano y tullido, ataviado con un chaleco rojo a rayas negras que cubría en parte un mandil, bajó a pasitos cortos, caminando de lado, los peldaños de la escalinata. Tras inquirir cómo se llamaban los visitantes, los hizo pasar a un espacioso salón que también tenía las contraventanas cerradas, y las abrió trabajosamente. Unas fundas cubrían los muebles; el reloj de pared y los candelabros estaban envueltos en paños blancos; y era como si un aire enmohecido, un aire antiguo, helado, húmedo, empapase de tristeza los pulmones, el corazón y la piel.

Todos tomaron asiento y esperaron. Algunos pasos que se oían en el corredor de arriba anunciaban unas prisas inusitadas. Los señores de la casa, cogidos por sorpresa, se estaban vistiendo a todo correr. Tardaron mucho. Sonó una campanilla varias veces. Otros pasos bajaron una escalera y volvieron, luego, a subir.

La baronesa, aterida por el penetrante frío, estornudaba sin parar. Julien caminaba arriba y abajo. Jeanne, taciturna, seguía sentada junto a su madre. Y el barón, apoyando la espalda en el mármol de la chimenea, inclinaba la frente hacia el suelo.

Por fin giró sobre sus goznes una de las altas puertas, dando paso al vizconde y la vizcondesa de Briseville. Ambos eran de corta estatura, entecos, de ademanes saltarines, sin edad aparente; ambos se mostraban ceremoniosos y apurados. La mujer, que lucía un traje de seda rameada y se tocaba con una cofia pequeña con lazos propia de una anciana, hablaba deprisa con vocecilla agria.

El marido, enfundado en una levita pomposa, saludaba doblando las rodillas. Todo en él relucía, igual que relucen los objetos cuidados con mimo: la nariz; los ojos; los dientes en las descarnadas encías; el pelo, que parecía dado de cera; el elegante atuendo de gala.

Tras los primeros saludos y las cortesías usuales entre vecinos, nadie supo ya qué decir. Se dieron entonces parabienes mutuos, sin venir a cuento. Unos y otros albergaban la esperanza de que tan excelentes relaciones siguieran adelante. Cuando se vive en el campo, resulta muy socorrido tener a quién visitar.

Y el gélido ambiente del salón se metía en los huesos, enronquecía las gargantas. La baronesa había empezado a toser, sin que por ello se le hubieran pasado del todo los estornudos. El barón dio entonces el toque de marcha. Los Briseville insistieron:

—Pero ¿cómo? ¡Tan pronto! Quédense un ratito más.

Pero Jeanne ya se había puesto de pie, pese a las señas que le hacía Julien, al que le parecía corta la visita.

Quisieron llamar al criado para que pidiese el coche. Pero la campanilla estaba estropeada. El señor de la casa salió a toda prisa y regresó a informarles de que habían metido los caballos en la cuadra.

Hubo que esperar. Todos buscaban una frase, una palabra. Hablaron de lo lluvioso que estaba siendo el invierno. Jeanne, tiritando de angustia sin poderlo remediar, preguntó a sus anfitriones si hallaban algo en que entretenerse, allí metidos los dos solos todo el año. Pero a los Briseville los asombró la pregunta, pues andaban siempre muy atareados; escribían mucho a la noble parentela que tenían repartida por toda Francia; pasaban el día dedicados a microscópicas tareas, tan ceremoniosos entre sí como si fueran dos extraños, y charlando majestuosamente acerca de los temas más insignificantes.

Y bajo el elevado techo ennegrecido del amplio salón que no usaban y tenían envuelto en lienzos de arriba abajo, el marido y la mujer, tan menudos, tan aseados, tan finos, le parecían a Jeanne unos nobles en conserva.

Por fin pasó el coche ante las ventanas, con su desparejado tiro. Pero Marius se había esfumado. Creyendo que estaría libre hasta última hora de la tarde, debía de haberse ido a dar una vuelta por el campo.

Julien, furioso, pidió que lo mandasen volver a pie; y, tras muchos saludos por ambas partes, tomaron el camino de Los Chopos.

En cuanto se vieron dentro de la calesa, Jeanne y su padre, pese a que aún les duraba la agobiante obsesión de la brutalidad de Julien, recobraron el buen humor y comenzaron a imitar los ademanes y la forma de hablar de los Briseville. El barón remedaba al marido. Jeanne hacía el papel de la mujer; pero la baronesa, un tanto agraviada porque se mofaban de lo que ella respetaba, les dijo:

—Hacéis mal en burlaros de ellos; son personas muy como Dios manda y de muy buena familia.

Callaron para no disgustar a mamaíta; mas, pese a todo, padre y Jeanne se miraban y volvían a la carga de cuando en cuando. Él hacía un saludo ceremonioso y decía, con tono solemne:

—Debe de hacer mucho frío en su mansión de Los Chopos, señora baronesa, con ese viento del mar tan fuerte que corre por allí todo el día.

Jeanne, con gesto afectado, decía, melindrosa, con breves y rápidos movimientos de cabeza como los de un pato dentro del agua:

—¡Ay, señor barón, si es que aquí no me falta quehacer en todo el año! Y, además, tenemos tanta familia con la que mantener correspondencia. Y el señor de Briseville lo deja todo a mi cargo. Anda metido con el padre Pelle en investigaciones eruditas. Están escribiendo entre los dos la historia religiosa de Normandía.

Ahora también sonreía la baronesa, contrariada e indulgente, repitiendo:

—No está bien burlarse así de la gente de nuestra clase.

Mas, de pronto, el coche se detuvo; Julien llamaba a voces a alguien que los iba siguiendo. Entonces, Jeanne y el barón, que se habían asomado a las ventanillas, divisaron a un ser singular que parecía venir rodando hacia ellos. Con las piernas trabándosele en el flotante faldellín de la librea, cegado por el sombrero que se le venía continuamente a la cara, agitando las mangas como alas de molino, chapoteando en los grandes charcos que cruzaba como un poseso, tropezando con todas las piedras del camino, retorciéndose, brincando y cubierto de barro, Marius iba en pos de la calesa a cuanta velocidad le permitían las piernas.

No bien la hubo alcanzado, Julien, inclinándose, lo asió por el cuello de la librea, lo izó a su altura y, soltando las riendas, empezó a acribillar a puñetazos el sombrero, que, retumbando como un tambor, se le caló hasta los hombros al chiquillo. El muchacho vociferaba desde dentro, intentaba escapar, saltar del pescante, en tanto que su amo, sujetándolo con una mano, lo seguía golpeando con la otra.

Jeanne, descompuesta, balbucía:

—¡Padre! ¡Pero… padre…!

Y la baronesa, soliviantada de ira, agarraba del brazo a su marido:

—Pero, Jacques, no se lo consienta.

Entonces, de repente, el barón bajó el cristal delantero y aferrando la manga de su yerno, le dijo con voz trémula:

—Deje usted ahora mismo de pegar al niño.

Julien se volvió hacia él, estupefacto:

—¿Es que no ve en qué estado se ha puesto la librea?

Pero el barón, metiendo la cabeza entre ambos, exclamó:

—¿Y a mí qué más me da? No se puede ser tan bruto.

Julien volvía a enfadarse:

—Tenga la bondad de dejarme en paz y no meterse en lo que no le importa.

Y ya alzaba de nuevo la mano cuando su suegro se la cogió bruscamente y lo obligó a bajarla con tanta fuerza que le dio un golpe contra la madera del pescante, diciéndole a gritos:

—Si no lo suelta ahora mismo, me bajo del coche y ya verá si soy capaz de hacérselo soltar.

Con tal violencia habló que el vizconde se calmó de pronto y, encogiéndose de hombros sin responder, dio un latigazo a los caballos, que arrancaron a trote largo.

Las dos mujeres, lívidas, no se movían; y podían oírse con toda claridad los fuertes latidos del corazón de la baronesa.

Durante la cena, Julien estuvo más agradable de lo que solía, como si nada hubiera sucedido. Jeanne, su padre y la baronesa, con aquella apacible benevolencia que se lo hacía olvidar todo enseguida, enternecidos ante tanta amabilidad, cedían al regocijo del convaleciente que nota una sensación de bienestar; y, cuando Jeanne volvió a sacar a colación a los Briseville, incluso su marido bromeó, aunque se apresuró a añadir:

—Lo cual no quita para que sean unos señores.

No hicieron ninguna otra visita, pues todos temían que saliera de nuevo a relucir el tema de Marius. Se limitaron a tomar la decisión de enviar a los vecinos unas tarjetas por Año Nuevo y esperar, para ir a verlos, a los primeros días cálidos de la siguiente primavera.

Llegó la Navidad. El párroco, el alcalde y su mujer fueron a cenar. Volvieron a invitarlos en Año Nuevo. Estas fueron todas las distracciones que alteraron el monótono correr de los días.

Padre y mamaíta iban a marcharse de Los Chopos el 9 de enero; Jeanne quería que se quedasen más tiempo, pero a Julien no parecía agradarle la idea. Y el barón, viendo la creciente frialdad de su yerno, mandó traer de Ruán una silla de posta.

La víspera de la partida, hechos ya todos los paquetes, como helaba pero el tiempo estaba despejado, Jeanne y su padre resolvieron bajar hasta Yport, adonde no habían ido desde el regreso de Córcega.

Cruzaron el bosque que Jeanne había recorrido el día de su boda, estrechamente abrazada al hombre en cuya compañera estaba en trance de convertirse para siempre; aquel era el bosque en el que había recibido la primera caricia, en que la había sobresaltado el primer escalofrío, en que había presentido el amor sensual que no había de conocer hasta el montaraz valle de Ota, junto al manantial del que habían bebido ambos, mezclando los besos con el agua.

Ya no quedaban hojas, ni plantas trepadoras, sólo el ruido de las ramas y ese murmullo seco que se oye, en invierno, en los sotos desnudos de follaje.

Entraron en la aldea. En las calles vacías, silenciosas, quedaba un olor a mar, a algas y a pescado. Las grandes redes oscurecidas por el uso seguían puestas a secar, colgadas delante de las puertas o extendidas en la playa de guijarros. La mar, gris y fría, con su eterna espuma rugiente, estaba bajando y dejaba al aire, por el lado de Fécamp, las rocas verdosas del pie del acantilado. Y, a lo largo de la playa, las grandes barcas varadas de costado parecían enormes peces muertos. Caía la tarde y los pescadores llegaban en grupos hasta los cantos de la orilla, entorpecido el paso por las altas botas marineras, abrigado el cuello con una prenda de lana, llevando un litro de aguardiente en una mano y el farol de la barca en la otra. Se afanaron mucho rato junto a las embarcaciones escoradas, dejando a bordo, con calma normanda, las redes, los salvavidas, una hogaza, un tarro de mantequilla, un vaso y la botella de aguardiente de 85º. Enderezaban luego y llevaban al agua la barca, que bajaba con estruendo por los guijarros, se columpiaba unos minutos, abría las alas pardas y desaparecía en la noche con su lucecita en la punta del palo.

Y las vigorosas mujeres de los marineros, vestidas con ropas de poco abrigo bajo las que abultaban los esqueletos, se quedaban allí hasta que salía el último pescador y regresaban luego a la aldea dormida, perturbando con sus voces chillonas el pesado sueño de las calles negras.

El barón y Jeanne contemplaban, inmóviles, cómo se alejaban entre las sombras esos hombres que cada noche partían así, desafiando a la muerte para no reventar de hambre y tan pobres, empero, que nunca comían carne.

El barón, a quien exaltaba la contemplación del océano, dijo a media voz:

—Esto es algo terrible y hermoso. Y también lo es esta mar sobre la que descienden las tinieblas y cuya superficie surcan tantas vidas en peligro, ¿a que sí, Jeannette?

Ella contestó con aterida sonrisa:

—A mí que me den el Mediterráneo…

Pero su padre se indignaba:

—¡El Mediterráneo! Aceite, agua con azúcar, el agua con azulete de un barreño de colada. ¡Mira lo pavorosa que es esta mar, con sus crestas de espuma! Y piensa en todos esos hombres que se han alejado por ella y ya no se divisan.

Jeanne se avino a darle la razón con un suspiro:

—Bueno, como tú digas.

Pero aquella palabra que le había subido a los labios: «el Mediterráneo», la había vuelto a punzar en el corazón, encarrilando su pensamiento hacia las lejanas comarcas en que yacían sus sueños.

El padre y la hija, luego, en vez de regresar cruzando los bosques, fueron hacia la carretera y subieron la cuesta despacio. Casi no hablaban, entristecidos por la proximidad de la separación.

A veces, al bordear las zanjas medianeras de las casas de labor, les daba en el rostro un olor a manzanas machacadas, ese perfume a sidra recién hecha que, en esa estación, parece flotar por el aire de toda la campiña normanda; o un denso aroma a establo, esa grata y tibia fetidez que se desprende de los excrementos de las vacas. Una ventanita iluminada indicaba la vivienda, al fondo del corral.

Y a Jeanne le parecía que se le ensanchaba el alma con la comprensión de cosas invisibles; y aquellos diminutos fulgores esparcidos por el campo le proporcionaron de pronto la sensación viva del aislamiento en que viven todos los seres, pues todo los desune, todo los separa, todo los arrastra lejos de aquello que aman o desean.

Entonces, con acento resignado, dijo:

—Qué vida esta tan triste.

El barón suspiró:

—¿Qué quieres, chiquilla? Así son las cosas.

Y, al día siguiente, tras la marcha de padre y mamaíta, Jeanne y Julien se quedaron a solas.