Cuatro días después llegó la berlina que los iba a conducir a Marsella.
Tras la angustia de la primera noche, Jeanne se había acostumbrado al contacto de Julien, a sus besos, a sus caricias tiernas, aunque no había menguado la repugnancia que le inspiraban sus relaciones más íntimas.
Lo encontraba guapo, lo quería; se sentía de nuevo dichosa y alegre.
Los adioses fueron breves y no hubo en ellos tristeza. Sólo la baronesa parecía emocionada; cuando estaba a punto de partir el carruaje, le puso a su hija en la mano una bolsa grande y pesada como el plomo:
—Para tus gastillos de recién casada —le dijo.
Jeanne se la metió en el bolsillo; y los caballos echaron a andar.
Al caer la tarde, le dijo Julien:
—¿Cuánto te dio tu madre en esa bolsa?
Jeanne no se acordaba ya de ella y se la vació en las rodillas. De la bolsa fluyó un chorro de oro: dos mil francos. La joven palmoteó:
—Voy a hacer locuras con esto.
Y volvió a guardar el dinero.
Tras ocho días de viaje, llegaron a Marsella en medio de un terrible bochorno.
Y, al día siguiente, el Rey Luis, un paquebote pequeño, que iba a Nápoles pasando por Ajaccio, zarpó rumbo a Córcega con ellos a bordo.
¡Córcega! ¡El impenetrable monte bajo! ¡Los bandidos! ¡Las montañas! ¡La patria de Napoleón! A Jeanne se le antojaba que estaba saliendo de la realidad para entrar, despierta, en un sueño.
En cubierta, hombro con hombro, miraban pasar los acantilados de Provenza. La mar, inmóvil, de un azul rabioso, parecía coagulada, endurecida en la ardorosa luz que bajaba desde el cielo, dilatándose bajo la infinitud de un cielo tan azul que resultaba casi excesivo.
Jeanne dijo:
—¿Te acuerdas de aquel paseo en la barca del tío Lastique?
Julien, en vez de responderle, le dio un brusco y rápido beso en la oreja.
Las ruedas del vapor batían el agua, turbando su profundo sueño; y, a popa, un largo rastro de espuma, un ancho surco pálido en el que las aguas agitadas burbujeaban como el champaña, prolongaba, hasta que los ojos la perdían de vista, la estela recta del navío.
De pronto, a proa, a muy pocas brazas de distancia, brincó fuera del agua un pez gigantesco, un delfín, que volvió luego a sumergirse de cabeza y desapareció. Jeanne, sobrecogida, se atemorizó, soltó un grito y se refugió en el pecho de Julien. Luego, se echó a reír de aquel susto y empezó a mirar con ansioso interés, por si el animal aparecía de nuevo. Al cabo de unos segundos, volvió a saltar, como un enorme juguete de cuerda. Cayó de nuevo al agua y salió de ella una vez más; luego hubo dos, luego tres, luego seis, y todos parecían dar cabriolas en torno al torpe barco para escoltar a su monstruoso hermano, al pez de madera con aletas de hierro. Pasaban por la izquierda, regresaban al costado derecho del navío; y, ora todos juntos, ora turnándose, como en un juego, se elevaban por el aire, en alegre persecución, con un salto grande que describía una curva; luego, en fila, volvían a desaparecer bajo el agua.
Jeanne batía palmas y se estremecía con embelesado sobresalto cada vez que aparecían los gigantescos y flexibles nadadores. Le brincaba el corazón como si fuera uno de ellos, con un desmedido e infantil regocijo.
De súbito, desaparecieron. Los divisaron una vez más, muy lejos, en mar abierta; luego, no volvieron a verlos ya; y, por unos momentos, su marcha apenó a Jeanne.
Caía la tarde, una tarde apacible, radiante, rebosante de claridad, de paz dichosa. Ni un temblor en el aire o en el agua: y aquel ilimitado reposo de la mar y el cielo se contagiaba a las almas, embotadas, por las que tampoco cruzaba estremecimiento alguno.
El ancho disco del sol se hundía despacio, en lontananza, allá por donde estaba la invisible África, África, la tórrida comarca cuyos ardores parecían notarse ya; pero algo así como una caricia fresca, que no era, no obstante, ni tan siquiera un amago de brisa, rozó los rostros al desaparecer el astro.
No quisieron meterse en el camarote, en donde se notaban todos los fétidos olores de los paquebotes; y se tendieron ambos en cubierta, costado con costado, envueltos en sus abrigos. Julien se durmió enseguida, pero Jeanne seguía con los ojos abiertos, nerviosa ante lo desconocido de aquel viaje. El ruido monótono de las ruedas la acunaba; y contemplaba, allá arriba, en el cielo puro del Sur, las legiones de estrellas, tan claras, de luz aguda, centelleante, húmeda en apariencia.
Ya amanecía casi cuando dio una cabezada. La despertó un ruido de voces. Unos marineros cantaban mientras limpiaban el barco. Jeanne zarandeó a su marido, que dormía muy quieto, y se levantaron los dos.
Jeanne paladeaba con exaltación el sabor de la bruma salada que se le metía dentro hasta llegarle a la punta de los dedos. En derredor, sólo había mar. No obstante, a proa, un bulto gris, aún borroso en la luz del alba incipiente, algo así como un cúmulo de nubes muy curiosas, puntiagudas, con dientes de sierra, parecía posado en las aguas.
El bulto fue haciéndose más concreto; las formas se recortaron con mayor precisión contra el cielo cada vez más claro; apareció una prolongada línea de montañas insólitas, con cuernos: era Córcega, envuelta en una suerte de liviano velo.
Y el sol se alzó tras ella, subrayando con sombras negras todos los salientes de las crestas; luego ardieron todas las cumbres, mientras que el resto de la isla seguía envuelto en los vapores de la bruma.
El capitán, un viejecillo al que los vientos rudos y salados habían curtido, secado, encogido, acartonado y amojamado, se presentó en cubierta y, con voz que habían enronquecido treinta años de mando y desgastado los gritos lanzados durante las tempestades, le dijo a Jeanne.
—¿Nota usted cómo huele la golfa esa?
Jeanne notaba, efectivamente, una peculiar e intensa fragancia a plantas, a aromas silvestres.
El capitán añadió:
—Es el perfume de Córcega, señora; es su olor de mujer hermosa. Aunque estuviera sin venir por aquí quince años, lo reconocería a cinco millas mar adentro. Yo soy de los suyos. Y él, allá, en Santa Helena, dicen que sigue hablando de cómo huele su tierra. Somos parientes.
Y el capitán se descubrió para saludar a Córcega, para saludar, allá lejos, a través del océano, al gran emperador prisionero que era pariente suyo.
Jeanne sintió una emoción tan fuerte que estuvo a punto de echarse a llorar.
Luego, el marino alargó el brazo hacia el horizonte y dijo:
—Las Sanguinarias.
Julien, de pie junto a su mujer, la tenía cogida por la cintura; y los dos miraban a lo lejos para ver el punto indicado.
Divisaron, por fin, unas rocas en forma de pirámides que no tardó el barco en rodear para entrar en un golfo enorme y tranquilo, que circundaba una multitud de altas cumbres, cuyas laderas más bajas parecían cubiertas de musgo.
El capitán señaló la vegetación:
—El monte bajo.
Según iban avanzando, el corro de los montes parecía cerrarse a espaldas de la embarcación, que nadaba despacio por un lago de azul tan transparente que, a veces, podía verse el fondo.
Y, de súbito, apareció la ciudad, toda blanca al fondo del golfo, al filo de las olas, al pie de las montañas.
Algunos barcos italianos pequeños estaban fondeados en el puerto. Cuatro o cinco barcas vinieron a merodear en torno al Rey Luis para recoger a sus pasajeros.
Julien, que estaba reuniendo todos los bultos del equipaje, le preguntó por lo bajo a su mujer:
—Bastará con darle un franco al mozo, ¿verdad?
Llevaba ocho días haciéndole a Jeanne la misma pregunta, que siempre la hería. Respondió ella con cierta impaciencia:
—Cuando uno no está seguro de dar lo suficiente, lo que hay que hacer es dar de más.
Julien discutía continuamente con los maîtres y los mozos de los hoteles, con los cocheros, con los vendedores de cualesquiera mercancías. Y cuando, a fuerza de argucias, conseguía ahorrarse algo, le decía a Jeanne, frotándose las manos: «No me gusta que me roben».
La joven temblaba cuando les traían la nota, sabiendo de antemano lo que iba a comentar Julien de todos y cada uno de los apartados, humillada ante aquellos regateos, ruborizándose hasta la raíz del pelo ante las miradas despectivas del servicio, que, con la cicatera propina en la palma de la mano, seguía a su marido con la mirada.
También discutió con el barquero que los llevó a tierra.
¡El primer árbol que vio Jeanne fue una palmera!
Se hospedaron en un hotel grande y vacío que estaba en una esquina de una plaza ancha y pidieron que les dieran de almorzar.
Tras acabar el postre, cuando Jeanne se levantaba para ir a deambular por la ciudad, Julien la abrazó, susurrándole tiernamente al oído:
—¿Y si nos fuéramos un rato a la cama, rica mía?
Jeanne se quedó muy sorprendida:
—¿A la cama? Pero si no estoy cansada.
Él la atrajo hacia sí:
—Llevo dos días deseándote, ¿comprendes?
Ella se puso como la grana y balbució, avergonzada:
—¡Ay! ¿Ahora? Pero ¿qué va a decir la gente? ¿Cómo te vas a atrever a pedir una habitación en pleno día? ¡Ay, Julien, por favor!
Pero él la interrumpió:
—Pues sí que me importa a mí mucho lo que puedan decir y pensar los del hotel. Vas a ver lo poco que se me da.
Y tocó el timbre.
Jeanne callaba ahora, con los ojos bajos; aún se le rebelaban el alma y la carne ante aquel incesante deseo del esposo al que no se plegaba sino con asco, resignada pero humillada, considerándolo bestial y degradante, algo sucio a la postre.
No tenía aún despiertos los sentidos; y su marido se portaba ahora como si Jeanne compartiese sus ardores.
Cuando acudió el mozo, Julien le pidió que los llevase a su cuarto. El hombre, un auténtico corso peludo hasta los ojos, no entendía la pretensión y aseguraba que la habitación estaría preparada para la noche.
Julien, impacientándose, le aclaró:
—No, ahora mismo. Estamos cansados del viaje y queremos descansar.
Entonces una sonrisa se abrió paso por entre la barba del criado y a Jeanne le entraron ganas de salir corriendo.
Cuando volvieron a bajar, transcurrida una hora, no se atrevía ya a pasar por delante de las personas con las que se cruzaba, convencida de que se reirían y cuchichearían a sus espaldas. En lo más hondo, le guardaba rencor a Julien por no entender sus sentimientos, por no mostrar un exquisito pudor ni poseer una instintiva delicadeza. Y notaba que había entre ellos algo así como un velo, un obstáculo; caía en la cuenta por vez primera de que dos personas nunca logran conocerse hasta el alma, hasta el fondo de los pensamientos, de que caminan juntas, enlazadas a veces, pero no fundidas, y que la entidad moral de cada ser permanece en eterna soledad mientras viva.
Pasaron tres días en aquella ciudad pequeña, oculta en lo más recóndito de su golfo azul, calurosa como un horno tras su telón de montañas, que nunca permite que la alcance el soplo del viento.
Luego, escogieron un itinerario para el viaje y, con la pretensión de que no los obligara a retroceder ningún paso dificultoso, decidieron alquilar unas monturas. Eligieron dos caballitos corsos de furibunda mirada, flacos e infatigables, y se pusieron en camino una mañana al alba. Los acompañaba un guía, jinete en una mula, que llevaba provisiones de boca, pues en ese montaraz país no se conocen los mesones.
El camino iba al principio bordeando el golfo para internarse, luego, en un valle no muy profundo que conducía hacia las altas montañas. Cruzaban con frecuencia torrentes casi secos; un remedo de arroyuelo bullía aún bajo las piedras, como un animal escondido, con tímido gorgoteo.
La inculta comarca parecía desnuda. Altas hierbas, amarillas en aquella tórrida estación, cubrían las laderas de las pendientes. A veces se cruzaban con un montañés, ora a pie, ora subido a un caballito, o también montado a horcajadas en un burro del tamaño de un perro. Y todos llevaban a la espalda las escopetas cargadas, unas armas viejas, oxidadas, temibles en sus manos.
El aire parecía espesarse con el mordiente aroma de las plantas aromáticas que cubren la isla; y el camino iba subiendo, despacio, entre los alargados repliegues de los montes.
Las cumbres de granito rosa o azul daban al anchuroso paisaje tonos mágicos; y tan gigantescas son en esta tierra las altas ondulaciones del suelo que, en las laderas menos elevadas, los bosques de altísimos castaños parecían matorrales verdes.
A veces, el guía tendía la mano hacia las escarpadas cimas y decía un nombre. Jeanne y Julien miraban, no veían nada y, luego, divisaban al fin algo gris, semejante a un montón de piedras que se hubieran desprendido del pico. Era un pueblo, una aldea de granito aferrada allá arriba, enganchada igual que un nido de pájaro, casi invisible en la montaña inmensa.
Aquel largo viaje al paso ponía nerviosa a Jeanne.
—Vamos a correr un poco —dijo.
Y espoleó el caballo. Luego, al no oír a su marido galopar a su lado, se volvió y comenzó a reír con irrefrenables carcajadas al verlo acercarse pálido, asido a las crines del animal y dando extraños botes. Su apostura, su rostro de gallardo jinete prestaba mayor comicidad a su torpeza y su miedo.
Avanzaron entonces con un trote lento. El camino corría ahora entre dos inacabables sotos que cubrían toda la pendiente como un manto.
Era el monte bajo, ese intrincado monte bajo formado de encinas, madroños, lentiscos, aladiernas, brezos, durillos, arrayanes y bojes, que entrelazan, enmarañándolos como cabelleras, enredaderas de clemátides, monstruosos helechos, madreselvas, cítisos, matas de romero y espliego, zarzales; y todo ello viste el lomo de las montañas con un impenetrable vellón.
Estaban hambrientos. El guía se reunió con ellos y los condujo hasta uno de esos deliciosos manantiales, tan frecuentes en los lugares escarpados: un hilillo tenue y redondo de agua helada que brota de un diminuto agujero de la roca y fluye, encauzado en una hoja de castaño que un viandante ha colocado allí para llevarse ese mínimo caudal a la boca.
Jeanne se sentía tan feliz que tenía que esforzarse mucho para no lanzar gritos de júbilo.
Siguieron caminando y empezaron a bajar, rodeando el golfo de Sagone.
Caía la tarde cuando cruzaron Cargese, el pueblo griego que fundó antaño en aquel lugar una colonia de fugitivos expulsados de su país. Unas muchachas altas y hermosas, de elegantes caderas, manos largas, cintura delgada, de porte singularmente grácil, formaban un grupo junto a una fuente. Julien les dijo a voces:
—Buenas tardes.
Y ellas respondieron con cantarina voz en la armoniosa lengua de la abandonada patria.
Al llegar a Piana, hubo que pedir hospitalidad, como sucedía antiguamente y como sigue sucediendo en las regiones remotas. Jeanne se estremecía de gozo mientras esperaba que se abriese la puerta a la que había llamado Julien. ¡Ay, aquello sí que era un viaje de verdad, con todos los imprevistos de las rutas inexploradas!
Precisamente habían ido a parar a casa de un matrimonio joven. Los recibieron igual que debían de recibir los patriarcas al huésped enviado por Dios; y durmieron en un jergón de hojas de maíz, en una casa vieja y carcomida, de cuyas maderas todas, picadas de gusanos, recorridas por las alargadas tarazas devoradoras de vigas, brotaba un susurro, como si estuvieran vivas y suspirasen.
Reanudaron el viaje al amanecer y no tardaron en detenerse frente a un bosque, un auténtico bosque de granito purpúreo. Eran picachos, columnas, pináculos, figuras sorprendentes que habían esculpido el tiempo, la carcoma del viento y la bruma del mar.
Aquellas sorprendentes rocas, que alcanzaban alturas de trescientos metros, estrechas, redondas, retorcidas, ganchudas, deformes, imprevistas, fantásticas, semejaban árboles, plantas, animales, monumentos, hombres, monjes vestidos de hábito, diablos con cuernos, desmedidas aves, toda una tribu monstruosa, una casa de fieras de pesadilla que había petrificado la voluntad de un Dios extravagante.
Jeanne no decía ya nada, con el corazón oprimido, y tomó la mano de Julien para estrechársela, pues ante aquella belleza de las cosas se adueñaba de ella un afán de amar.
Y, de pronto, al salir de aquel caos, descubrieron otro golfo que ceñía por completo una ensangrentada muralla de granito rojo. Y en la mar azul se reflejaban las rocas escarlata.
Sin poder dar con otras palabras, enternecida de admiración, con un nudo en la garganta, Jeanne balbució:
—¡Ay, Julien!
Y dos lágrimas le brotaron de los ojos. Él la miraba, atónito, y le preguntó:
—¿Qué te pasa, rica mía?
Jeanne se secó las lágrimas, sonrió y, con voz algo trémula, repuso:
—No es nada… son los nervios… Yo qué sé… Ha sido la impresión. Soy tan feliz que todo me trastorna el corazón.
Julien no entendía aquellas reacciones nerviosas de mujer, las conmociones de esos seres vibrantes a quienes turba cualquier nimiedad, a quienes el entusiasmo afecta igual que una catástrofe, que, por una inefable sensación, padecen un trastorno, se vuelven locos de alegría o se desesperan.
Aquellas lágrimas le parecían ridículas; y, como lo único que le preocupaba entonces era lo accidentado del trayecto, dijo:
—Más vale que estés pendiente del caballo.
Por un sendero casi impracticable bajaron hasta lo hondo del golfo y, luego, giraron a la derecha para subir por el sombrío valle de Ota.
Pero el camino tenía trazas de ser pésimo y Julien propuso:
—¿Y si subiéramos a pie?
A Jeanne le pareció de perlas; estaba deseando caminar, estar a solas con su marido después de la emoción de hacía un rato.
El guía tomó la delantera con la mula y los caballos. Y ellos lo siguieron a pasitos cortos.
La montaña, hendida de arriba abajo, se entreabre en una brecha por la que se interna el sendero, recorriendo el fondo entre dos murallas portentosas. Y un caudaloso torrente corre por esta quiebra. El aire está helado, el granito parece negro, y lo que del cielo se divisa, a gran altura, asombra y aturde.
Un repentino ruido sobresaltó a Jeanne. Alzó la vista; un ave enorme salía volando de una oquedad: era un águila. Con las alas abiertas parecía buscar las dos paredes del pozo, y se remontó hasta el azul del cielo por el que se perdió.
Algo más allá, la grieta del monte se bifurca; el sendero trepa, haciendo cerradas eses, entre los dos barrancos. Jeanne, ágil y muy animada, iba delante, haciendo rodar guijarros al pisar, intrépida, inclinándose hacia el abismo. Julien la seguía, algo jadeante, mirando al suelo por temor al vértigo.
De súbito, se hallaron a pleno sol; les pareció que salían del infierno. Tenían sed; un rastro húmedo los fue guiando por entre un caos de piedras hasta un manantial mínimo que, para uso de los cabreros, manaba por la canalización de un palo hueco. El suelo que lo rodeaba estaba alfombrado de musgo. Jeanne se arrodilló para beber; y Julien la imitó.
Y, mientras ella paladeaba el frescor del agua, él la cogió por la cintura e intentó quitarle el sitio, apartándola del conducto de madera. Jeanne se resistió; los labios de ambos luchaban, se encontraban, se rechazaban. Al azar de la pugna, se hacían por turnos con el delgado extremo del tubo y lo mordían para no soltarlo. Y el hilillo de agua fría, tomado y dejado sin cesar, se quebraba y reanudaba su flujo, les salpicaba el rostro, el cuello, la ropa, las manos. Les brillaban en el pelo gotitas como perlas. Y los besos iban corriente abajo.
De pronto, Jeanne, presa de amorosa inspiración, se llenó la boca del transparente líquido y, con las mejillas henchidas como odres, dio a entender a Julien que quería calmarle la sed labio con labio.
Él tendió el cuello, sonriente, echando la cabeza hacia atrás, con los brazos abiertos; y bebió de un solo trago de aquel manantial de carne viva que derramó por sus entrañas un inflamado deseo.
Jeanne se recostaba en él con inusitada ternura; le latía el corazón; se le arqueaba la cintura; tenía la mirada más lánguida, húmeda. Susurró muy bajo:
—¡Julien… te quiero!
Y, tomando esta vez la iniciativa de aproximar el cuerpo del hombre al suyo, se tendió de espaldas y ocultó en las manos el rostro encarnado de vergüenza.
Julien se desplomó sobre ella, con un abrazo fogoso. Jeanne jadeaba de nerviosa espera; y, de súbito, gritó, mientras la esperada sensación la golpeaba como el rayo.
Tardaron mucho en alcanzar la cima de la montaña, pues Jeanne seguía vibrante y con las articulaciones doloridas. Hasta la noche, no llegaron a Evisa, a casa de un pariente del guía: Paoli Palabretti.
Era un hombre de elevada estatura, un poco cargado de espaldas, con la expresión taciturna de un tísico. Los llevó a su cuarto, un cuarto triste de piedra desnuda, aunque excepcional para esa tierra en que nada saben de lujos; y les estaba diciendo en su lengua, un dialecto corso, un refrito de francés y de italiano, cuánto se alegraba de recibirlos en su casa cuando una voz clara lo interrumpió: y una mujercita morena, de grandes ojos negros, piel de soleada calidez, cintura delgada y dientes que una continua risa dejaba siempre al aire, se abalanzó a besar a Jeanne y estrechar vigorosamente la mano de Julien, al tiempo que repetía:
—Hola, señora; hola caballero. ¿Qué tal?
Se llevó los sombreros, los chales, lo guardó todo con un solo brazo, pues llevaba el otro en cabestrillo, y luego puso a todo el mundo en la calle, diciéndole a su marido:
—Llévatelos a dar una vuelta hasta la hora de la cena.
Al señor Palabretti le faltó tiempo para obedecer; caminando entre los dos jóvenes, les enseñó el pueblo. Arrastraba los pies y las palabras, tosía con frecuencia y repetía tras cada ataque de tos:
—Es por el aire del Val, que es muy fresco y se me ha puesto en el pecho.
Los guio por un sendero perdido, bajo unos castaños prodigiosamente grandes. De pronto, se detuvo y dijo, con su monótono tono de voz:
—Aquí fue en donde mató Mathieu Lori a mi primo, Jean Rinaldi. Fíjense, yo estaba aquí, muy cerca de Jean, cuando, a diez pasos de nosotros, apareció Mathieu. “Jean —voceó—, no vayas a Albertacce; no vayas, Jean, o te mato, ya te lo aviso”.
»Yo cogí a Jean del brazo: “No vayas, Jean, que seguro que te mata”.
»Era por una chica detrás de la que andaban los dos, Paulina Sinacoupi.
»Pero Jean empezó a decir a gritos: “Voy a ir, Mathieu; y no serás tú quien me lo impida”.
»Entonces, Mathieu se echó a la cara la escopeta y, antes de que pudiera yo apuntarlo con la mía, disparó.
»Jean pegó un brinco tremendo con los pies juntos, como cuando un niño salta a la comba; así mismo fue, caballero; y se me cayó encima; y a mí se me fue la escopeta de las manos y salió rodando hasta ese castaño grande de allá.
»Jean tenía la boca abierta de par en par, pero no dijo nada más; estaba muerto.
Los jóvenes miraban, atónitos, la tranquilidad del testigo de aquel crimen. Jeanne preguntó:
—¿Y el asesino?
Paoli Palabretti estuvo un buen rato tosiendo y añadió, luego:
—Se echó al monte. Lo mató mi hermano, el año siguiente. Ya saben, mi hermano, Philippi Palabretti, el bandido.
Jeanne se estremeció:
—¿El hermano de usted? ¿Un bandido?
Por la mirada del plácido corso pasó un fulgor de orgullo.
—Sí, señora. Y bien famoso que era. Acabó con seis gendarmes. Lo mataron con Nicolas Morali, cuando los acorralaron en el Niolo, después de seis días de lucha, cuando estaban a punto de morirse de hambre.
Y añadió luego, poniendo cara de resignación:
—Son cosas de esta tierra.
Y lo dijo con el mismo tono con el que decía: «Es por el aire del Val, que es muy fresco».
Regresaron luego para cenar, y la mujercita corsa los trató como si los conociera desde hacía veinte años.
Pero a Jeanne no se le iba de la cabeza una preocupación: ¿Volvería a sentir entre los brazos de Julien aquella extraña y vehemente conmoción de los sentidos que había experimentado tendida en el musgo del manantial?
Cuando se quedaron a solas en su cuarto, la atemorizaba la posibilidad de ser una vez más insensible a sus caricias. Mas no tardó en tranquilizarse; y aquella fue su primera noche de amor.
Y al día siguiente, cuando llegó la hora de marchar, no se decidía a irse de aquella humilde casa en donde le parecía que había comenzado para ella una dicha nueva.
Hizo entrar en el cuarto a la mujer de su anfitrión y, dejándole bien claro que no pretendía hacerle un regalo, insistió, llegando a enfadarse incluso, en enviarle desde París, en cuanto llegase a esa ciudad, un recuerdo, un recuerdo al que prestaba un significado casi supersticioso.
La joven corsa se negó durante un buen rato a aceptarlo. Al fin, accedió a ello:
—Está bien —dijo—, mándeme una pistolita, una que sea muy pequeña.
Jeanne abrió unos ojos como platos. La otra añadió muy bajo, hablándole casi al oído, igual que se hace para confiarle a alguien un íntimo y dulce secreto:
—Es para matar a mi cuñado.
Y, sonriendo, se quitó con presteza las vendas del brazo que tenía inútil y, enseñando la carne turgente y blanca, que atravesaba de parte a parte una herida de estilete ya casi cicatrizada, dijo:
—Si no hubiera tenido tanta fuerza como él, me habría matado. Mi marido no es celoso; él me conoce bien. Y, encima, está enfermo, ¿sabe? Y eso le templa la sangre. Además, yo soy una mujer honrada, señora; pero mi cuñado se cree todo lo que le cuentan. Tiene celos en nombre de mi marido; y estoy segura de que volverá a intentarlo. Así que, si tuviera una pistolita, estaría tranquila y tendría la seguridad de poder vengarme.
Jeanne prometió enviarle el arma, besó con ternura a su reciente amiga y se puso en marcha.
El resto del viaje no fue ya sino un sueño, un abrazo sin fin, una embriaguez de caricias. No vio nada, ni los paisajes, ni a las personas, ni los lugares en los que se detenían. Sólo miraba a Julien.
Comenzó entonces la infantil y gratísima intimidad de las puerilidades amorosas, de las palabras ñoñas y deliciosas; el bautismo, con nombres mimosos, de todos los recovecos, perfiles y pliegues de los cuerpos en los que gustaban de demorarse las bocas.
Como Jeanne dormía del lado derecho, solía tener destapado el pecho izquierdo cuando se despertaba. Julien, habiéndose fijado en ello, lo llamaba «Don Juerguista»; y al otro, «Don Amador», porque la sonrosada flor que lo coronaba parecía más sensible a los besos.
La hondonada que había entre ambos se convirtió en «el paseo de mamaíta», porque Julien transitaba por él continuamente; y otra más recóndita recibió el nombre de «el camino de Damasco», en recuerdo del valle de Ota.
Al llegar a Bastia, hubo que pagar al guía. Julien rebuscó en los bolsillos y, al no hallar en ellos lo necesario, le dijo a Jeanne:
—Ya que no estás gastando los dos mil francos de tu madre, deja que los lleve yo. Estarán más seguros en mi cinturón y así me ahorraré el andar cambiando.
Y ella le dio la bolsa.
Llegaron a Livorno, visitaron Florencia, Génova, toda la Cornisa.
Una mañana en que soplaba el mistral volvieron a pisar Marsella.
Habían transcurrido dos meses desde que salieran de Los Chopos. Estaban a 15 de octubre.
Jeanne, sobrecogida por el violento viento frío que parecía llegar desde la remota Normandía, estaba triste. Julien llevaba una temporada cambiado, cansado, indiferente; y la joven estaba asustada, sin saber de qué.
Retrasó otros cuatro días el viaje de regreso, pues no podía decidirse a salir de aquella grata comarca de sol. Tenía la impresión de que ya había agotado la dicha.
Partieron por fin.
Tenían que hacer en París todas las compras necesarias para acabar de instalarse en Los Chopos; y a Jeanne la regocijaba la idea de volver cargada de tesoros gracias al regalo de mamaíta; pero lo primero que quiso comprar fue la pistola que le había prometido a la joven corsa de Evisa.
Al día siguiente de llegar a París, le dijo a Julien.
—Querido, haz del favor de devolverme el dinero de mamá porque voy a ir de compras.
Él se volvió a mirarla con cara de enfado.
—¿Cuánto necesitas?
Jeanne, sorprendida, balbució:
—Pues… lo que a ti te parezca.
—Te daré cien francos —dijo él—; y, sobre todo, no los malgastes.
Jeanne se había quedado sin saber qué decir, desconcertada y confusa:
Al fin, repuso, titubeando:
—Pero… yo… te había dado ese dinero para…
Él no le dejó acabar la frase:
—Sí, claro. Qué más dará que lo tengas tú o que lo tenga yo si el dinero es de los dos. Y ya ves que no te lo escatimo porque te estoy dando cien francos.
Jeanne cogió las cinco monedas de oro sin añadir palabra, pero no se atrevió a pedirle más y sólo compró la pistola.
Ocho días después, emprendieron el regreso a Los Chopos.