CAPÍTULO IV

Entró el barón una mañana en el cuarto de Jeanne antes de que esta se levantase y dijo, sentándose a los pies de la cama:

—El señor vizconde de Lamare nos ha pedido tu mano.

A Jeanne le entraron ganas de taparse la cara con las sábanas.

Su padre añadió:

—Hemos dejado pendiente la respuesta.

Jeanne jadeaba, ahogándose de emoción. Al cabo de un minuto, el barón, sonriente, añadió:

—No queríamos tomar ninguna decisión sin hablarte antes del asunto. Tu madre y yo no nos oponemos a esa boda, pero tampoco pretendemos embarcarte en ella. Tienes mucha más fortuna que él, aunque, cuando lo que está en juego es la felicidad de una vida, no hay que andar pensando en el dinero. No le queda familia, así que, si te casaras con él, ganaríamos un hijo; mientras que, si te casases con otro, serías tú, nuestra hija, la que se iría a casa de unos extraños. El muchacho nos agrada. Y a ti… ¿qué te parece?

Jeanne balbució, ruborizada hasta el nacimiento del pelo:

—Me parece bien, papá.

Y papaíto, mirándola a los ojos y sin dejar de reírse, dijo a media voz:

—Algo así me maliciaba yo, señorita.

Jeanne vivió hasta la tarde como en estado de embriaguez, sin saber lo que hacía, cogiendo automáticamente unas cosas en vez de otras, con el mismo cansancio en las piernas que si hubiera caminado mucho.

A eso de las seis, cuando estaba sentada con mamaíta bajo el plátano, se presentó el vizconde.

A Jeanne empezó a latirle el corazón desordenadamente. El joven se acercaba sin mostrar alteración alguna. Cuando llegó a su lado, tomó los dedos de la baronesa y los besó; luego, llevándose esta vez a los labios la mano trémula de la muchacha, los apoyó con fuerza para depositar en ella un prolongado beso de ternura y agradecimiento.

Y comenzó la radiante etapa del noviazgo. Charlaban a solas en los rincones del salón, o al final del bosquecillo, sentados en los taludes de cara a la agreste landa. A veces, caminaban por el paseo de mamaíta: él hablaba del porvenir; ella, con los ojos bajos, iba mirando el polvoriento rastro del pie de la baronesa.

Ya zanjado el asunto, todos quisieron concluirlo lo antes posible; quedó, pues, decidido que la ceremonia se celebraría seis semanas después, el 15 de agosto, y que los recién casados saldrían inmediatamente de viaje de novios. Preguntaron a Jeanne qué comarca quería visitar; y ella optó por Córcega porque allí, seguramente, disfrutarían de más soledad que en las ciudades italianas.

Esperaban ambos el momento fijado para su unión sin impaciencia excesiva, pero arropados en una deliciosa ternura, que los arrastraba como una ola, saboreando el exquisito encanto de las caricias mínimas, de los apretones de manos, de las miradas rebosantes de pasión y tan prolongadas que las almas parecían enredarse; y los desasosegaba vagamente un inconcreto deseo de abrazos más íntimos.

Quedó decidido que no invitarían a nadie a la boda; sólo a la tía Lison, la hermana de la baronesa, que vivía como señora de piso en un convento de Versalles.

Tras la muerte de su padre, la baronesa quiso que su hermana se quedase a vivir con ella; pero la solterona, a la que obsesionaba la idea de que molestaba en todas partes, de que no servía más que de estorbo, se retiró a una de esas casas de religiosas que admiten en calidad de huéspedes a personas melancólicas que no tienen a nadie en la vida.

De vez en cuando, pasaba un mes o dos con su familia.

Era una mujercita menuda que hablaba poco, se quedaba siempre en segundo plano, sólo se presentaba a la hora de las comidas y volvía luego a su cuarto, en donde estaba continuamente encerrada.

Tenía aspecto bondadoso y avejentado, aunque sólo contaba cuarenta y dos años, y una mirada dulce y triste; nadie la había tenido nunca en cuenta en su familia. De niña, como no era ni guapa ni revoltosa, casi nunca se acordaba nadie de darle un beso; y ella se quedaba en un rincón, quietecita y dulce. Más adelante, la siguieron dando de lado. De joven, nadie le hizo caso.

Era como una sombra o un objeto familiar, un mueble dotado de vida que todo el mundo está acostumbrado a ver a diario, pero del que nadie echa nunca cuenta.

Su hermana había adquirido el hábito, en la casa paterna, de considerarla un ser fallido, insignificante por completo. Todos la trataban con una desahogada confianza tras la que se ocultaba algo así como una despectiva bondad. Se llamaba Lise y aquel nombre pimpante y juvenil parecía azararla. Cuando vieron que no se casaba, que lo más probable era que no se casase nunca, empezaron a llamarla Lison. Al nacer Jeanne, se convirtió en «la tía Lison», una pariente humilde, siempre muy aseada, terriblemente tímida incluso con su hermana y su cuñado, que la querían no obstante, pero con un afecto impreciso compuesto de indiferente ternura, compasión inconsciente y espontánea benevolencia.

A veces, cuando la baronesa hablaba de episodios de su pasada juventud, decía para concretar una fecha:

—Eso fue cuando el ramalazo de Lison.

Nunca añadía nadie ningún detalle; y aquel «ramalazo de Lison» seguía como envuelto en una niebla.

Una noche, Lise, que a la sazón tenía veinte años, se arrojó al agua sin que nadie supiera el porqué. Nada en su vida ni en su comportamiento permitía prever esa locura. La sacaron medio muerta; y sus padres, alzando con indignación los brazos al cielo, en vez de indagar el misterioso motivo de aquella decisión, se limitaron a hablar de un «ramalazo», como si se refiriesen al accidente del caballo Cocó, que se había roto una pata poco antes en una zanja y al que no había quedado más remedio que rematar.

Desde entonces, todos opinaron que Lise, que no iba a tardar en convertirse en Lison, estaba un poco trastornada. El apacible desprecio que por ella sentían sus parientes más próximos fue calando poco a poco en el corazón de cuantos la rodeaban. La propia Jeanne, de pequeña, con esa intuición propia de los niños, no le hacía caso alguno, nunca subía a darle un beso a la cama, nunca entraba en su cuarto. Rosalie, la doncella, que se encargaba de limpiarlo lo imprescindible, parecía ser la única que sabía dónde estaba.

Cuando la tía Lison bajaba a almorzar y entraba en el comedor, la «niña» se le acercaba, por costumbre, para que le diera un beso en la frente. Y nada más.

Si alguien quería decirle algo, mandaban a un criado a buscarla; y, si no hacía acto de presencia, nunca se ocupaban de ella, nunca se acordaban de ella, a nadie se le habría ocurrido nunca preocuparse, comentar: «Anda, si no he visto a Lison en toda la mañana».

No ocupaba sitio. Era de esos seres a los que ni sus parientes más próximos llegan a conocer, que quedan siempre como sin explorar y cuya muerte no produce ni un hueco ni un vacío en las casas; uno de esos seres que no saben introducirse ni en la existencia, ni en las costumbres, ni en el cariño de los que viven a su vera.

Cuando alguien decía: «la tía Lison», estas tres palabras no despertaban, por así decirlo, afecto alguno en el pensamiento de nadie. Era como decir «la cafetera» o «el azucarero».

Caminaba siempre con pasitos apresurados y silenciosos; nunca hacía ruido, nunca tropezaba con nada, parecía infundir a los objetos la propiedad de no emitir sonido alguno. Manejaba con tanta levedad y delicadeza cuanto tocaba como si sus manos fueran de algo semejante al algodón.

Llegó a mediados de julio, trastornada al pensar en aquella boda. Traía mil regalos que, por ser suyos, pasaron casi inadvertidos.

Al día siguiente de su llegada, ya nadie se fijaba en su presencia.

Pero en su fuero interno iba fermentando una extraordinaria emoción y no apartaba la vista de los novios. Se ocupó del trusó con singular energía, con febril dedicación, trabajando como una simple costurera, en su cuarto, al que nadie iba a visitarla.

Acudía a cada momento a enseñar a la baronesa unos pañuelos que había ribeteado con sus propias manos, unas toallas cuyas iniciales había bordado, preguntándole: «¿Te parece bien, Adelaïde?». Y mamaíta, al tiempo que examinaba desganadamente la prenda, le contestaba: «No trabajes tanto, Lison, mujer».

Un atardecer de finales del mes, tras un día bochornoso, salió la luna en una de esas noches claras y tibias que turban, enternecen, exaltan, parecen despertar toda la secreta poesía del alma. El suave hálito de la campiña penetraba en el apacible salón. La baronesa y su marido jugaban sin mucho entusiasmo a las cartas bajo la luz redonda que la pantalla de la lámpara proyectaba sobre la mesa; la tía Lison tejía, sentada entre ambos; y los dos jóvenes, acodados en la ventana abierta, contemplaban el jardín inundado de claridad.

El tilo y el plátano esparcían su sombra por el prado de césped, que se extendía luego, pálido y reluciente, hasta la negrura del bosquecillo.

Invenciblemente atraída por el tierno encanto de aquella noche, por la luz vaporosa que iluminaba los árboles y los macizos, Jeanne se volvió hacia sus padres:

—Papaíto, vamos a pasear un poco por el césped, delante de la casa.

El barón dijo, sin distraerse del juego:

—Muy bien, hijos.

Y siguió con la partida.

Salieron los dos y se pusieron a recorrer despacio el gran prado de césped hasta el bosquecillo del fondo.

Se iba haciendo tarde, pero no pensaban en regresar.

La baronesa, cansada, quiso subir a su cuarto.

—Hay que llamar a la parejita —dijo.

El barón abarcó de una ojeada el ancho jardín luminoso en el que las dos sombras vagaban despacio.

—Déjalos, mujer —repuso—, ¡se está tan bien ahí fuera! Lison se quedará a esperarlos. ¿Verdad, Lison?

La solterona alzó la mirada y contestó con su voz tímida:

—Claro que sí.

Papaíto puso en pie a la baronesa y, tan cansado como su mujer del calor del día, dijo:

—Yo también me voy a la cama.

Y salieron juntos. Entonces fue la tía Lison quien se levantó y, dejando en el brazo de la butaca la labor empezada, la lana y la larga aguja, se acercó a la ventana, se acodó en ella y contempló la deliciosa noche.

Los novios paseaban sin fin por el césped, yendo del bosquecillo a la escalinata, de la escalinata al bosquecillo. Fuertemente asidos de la mano, ya no hablaban, como si estuviesen fuera de sí, fundidos por completo con la poesía perceptible que subía desde la tierra.

Jeanne divisó de súbito en el marco de la ventana la silueta de la solterona, que se recortaba contra la luz de la lámpara.

—¡Anda! —dijo—. La tía Lison nos está mirando.

El vizconde alzó la cabeza y respondió, con esa voz indiferente que habla sin pensar en lo que dice:

—Sí, nos está mirando.

Y siguieron soñando, caminando despacio, amándose.

Pero el rocío iba cubriendo la hierba y, con aquel frescor, les dio un leve escalofrío.

—Vamos a volver —dijo Jeanne.

Y regresaron.

Cuando entraron en el salón, la tía Lison se había puesto a tejer de nuevo. Agachaba la frente hacia la labor y los flacos dedos le temblaban un poco, como los tuviera muy cansados.

Jeanne se le acercó:

—Tía, ya nos vamos a dormir.

La solterona la miró; tenía los ojos encarnados, como si hubiera estado llorando. Los enamorados no se percataron de ello; pero el joven se fijó de pronto en que los finos zapatos de Jeanne estaban empapados. Muy preocupado, le preguntó con ternura:

—¿No tienen frío esos piececitos queridos?

Y, de repente, estremeció los dedos de la tía un temblor tan fuerte que se le escapó la labor; el ovillo de lana se alejó rodando por el entarimado. Y, ocultando repentinamente la cara en las manos, se puso a llorar con hondos sollozos convulsos.

Los novios la miraban, atónitos, inmóviles. Jeanne se arrodilló ante ella de pronto y le apartó los brazos, trastornada, diciendo una y otra vez:

—Pero ¿qué te pasa? ¿Qué te pasa, tía Lison?

Entonces, la pobre mujer respondió, balbuciente, con voz llena de lágrimas y el cuerpo crispado de pena:

—Es que te ha preguntado… ¿no tienen frío esos… esos… esos piececitos queridos? A mí… nunca me ha dicho nadie nada así… nunca… nunca…

Jeanne, aunque sorprendida y compadecida, tuvo que contener la risa al pensar en que un galán pudiera decirle ternezas a la tía Lison; y el vizconde se había vuelto de espaldas para disimular su regocijo.

Pero la tía se levantó de pronto, dejando el ovillo en el suelo y la labor en la butaca, y echó a correr, sin luz, por la escalera oscura, buscando su cuarto a tientas.

Los dos jóvenes, al quedarse a solas, se miraron divertidos y enternecidos. Jeanne dijo a media voz:

—¡Pobre tía!

Julien añadió:

—¡Debe de andar un poco trastornada esta noche!

Seguían cogidos de las manos, sin decidirse a separarse; y despacio, muy despacio, se dieron su primer beso delante del asiento vacío del que acababa de levantarse la tía Lison.

Al día siguiente, no se acordaban ya casi de las lágrimas de la solterona.

Jeanne pasó las dos semanas anteriores a la boda con bastante paz y sosiego, como agotada de tantas y tan dulces emociones.

Tampoco tuvo tiempo de pensar en nada durante la mañana del día decisivo. Sólo notaba una intensa sensación de vacío en todo el cuerpo, como si la carne, la sangre, los huesos se le hubieran derretido bajo la piel; y notaba, al tocar las cosas, que le temblaban mucho los dedos.

No volvió a ser dueña de sí hasta que se vio en el coro de la iglesia, durante la ceremonia.

¡Casada! ¡Así que estaba casada! Los hechos, los gestos, los acontecimientos que habían ido sucediéndose desde el alba se le antojaban un sueño, un auténtico sueño. Hay momentos en que todo cuanto nos rodea parece trastocado; hasta los ademanes tienen un nuevo significado; hasta las horas no parecen ya ocupar su sitio habitual.

Se notaba aturdida y, ante todo, asombrada. La víspera aún no había cambiado nada en su existencia; sencillamente, la esperanza constante de su vida estaba cada vez más próxima, hasta volverse casi palpable. Se había dormido siendo una muchacha; ahora era ya una mujer.

Así que había cruzado aquella barrera tras la que aparentemente se ocultaba el porvenir, con todas sus alegrías, sus dichas soñadas. Le parecía que tenía delante algo así como una puerta abierta; iba a adentrarse en lo Esperado.

Estaba concluyendo la ceremonia. Entraron en la sacristía casi desierta, pues no habían invitado a nadie. Luego, volvieron a salir.

Cuando aparecieron en la puerta de la iglesia, un formidable estruendo sobresaltó a la novia e hizo soltar un fuerte chillido a la baronesa: eran los labriegos, que disparaban una salva de tiros de escopeta. Y las detonaciones siguieron hasta llegar a Los Chopos.

Allí estaba servida una colación para la familia, el párroco de la casa solariega, el de Yport, el novio y los testigos, elegidos entre los campesinos más ricos de la comarca.

Dieron todos luego una vuelta por el jardín en lo que llegaba la hora de cenar. El barón, la baronesa, la tía Lison, el alcalde y el padre Picot iban y venían por el paseo de mamaíta; y mientras, en el paseo de enfrente, el otro sacerdote leía el breviario caminando a zancadas.

Oían cómo, al otro lado de la casona, se divertían ruidosamente los labriegos, que bebían sidra bajo los manzanos. Todos los habitantes de la región, con los trajes de los domingos, llenaban el patio, por donde se andaban persiguiendo los mozalbetes y las muchachas.

Jeanne y Julien cruzaron el bosquecillo; subieron luego por el talud y, callados ambos, se pusieron a contemplar la mar. El tiempo era algo fresco aunque estaban a mediados de agosto; soplaba el viento del norte y un sol radiante brillaba con descarnada luz en el cielo completamente azul.

Los jóvenes cruzaron la landa, buscando un refugio, y giraron a la derecha para dirigirse al valle ondulante y boscoso que baja hacia Yport. Nada más entrar en el sotobosque quedaron resguardados de las ráfagas de viento; y salieron del camino para tirar por un estrecho sendero que se internaba bajo el follaje. Apenas si podían caminar de frente; notó Jeanne entonces un brazo que se insinuaba despacio en torno a su cintura.

No decía nada, perdido el resuello, con el corazón latiéndole desacompasado y la respiración entrecortada. Algunas ramas bajas les acariciaban el pelo; con frecuencia, se agachaban para poder pasar. Cortó una hoja, encima de la cual, acurrucadas, semejantes a dos frágiles conchas rojas, vio dos vaquitas de San Antonio.

Dijo entonces, candorosa y algo más tranquila:

—¡Anda! Una pareja.

Los labios de Julien le rozaron la oreja:

—Esta noche, será mi mujer.

Aunque Jeanne había aprendido muchas cosas durante su vida en el campo, aún no veía del amor sino su poesía. Se sintió, pues, sorprendida. ¿Su mujer? ¿Es que acaso no lo era ya?

Julien empezó a darle entonces unos besos pequeños y rápidos en la sien y en ese punto del cuello en que se rizaban los primeros mechones de pelo. Jeanne, sobrecogida con todos y cada uno de esos besos de hombre a los que no estaba acostumbrada, inclinaba instintivamente la cabeza en dirección contraria para escapar a unas caricias que, no obstante, la llenaban de arrobo.

Pero se hallaron, de pronto, en las lindes del bosque. Jeanne se detuvo, confusa por haberse alejado tanto. ¿Qué iban a pensar de ellos?

—Vamos a volver ya —dijo.

Julien apartó el brazo con que le rodeaba la cintura y, al volverse a un tiempo, se encontraron frente a frente, tan cerca que sintieron en el rostro los respectivos alientos; y se miraron. Se miraron con una de esas miradas fijas, agudas, penetrantes en que dos almas creen fundirse. Se buscaron en lo hondo de los ojos del otro, detrás de los ojos del otro, en esa incógnita impenetrabilidad del ser; se sondearon con una muda y obstinada interrogación. ¿Qué iban a ser él para ella y ella para él? ¿Cómo iba a ser aquella vida conjunta que estaba empezando? ¿Qué alegrías, qué dichas o qué desilusiones tenían en reserva para dárselas mutuamente durante el prolongado e indisoluble mano a mano del matrimonio? Y a los dos les pareció que no se habían visto nunca.

Y, de súbito, Julien apoyó ambas manos en los hombros de su mujer y, con toda la boca, le espetó un beso profundo; nunca había recibido ella otro así. Fue un beso que se le metió por las venas y la médula; y sintió una sacudida tan fuerte y misteriosa que apartó, despavorida, a Julien con ambos brazos y estuvo a punto de caer de espaldas.

—Vayámonos, vayámonos —balbucía.

Él no repuso nada, pero le tomó las manos y ya no se las soltó.

No cruzaron palabra hasta llegar a la casa. El resto de la tarde se hizo muy largo.

Se sentaron a la mesa al caer la noche.

La cena fue sencilla y bastante breve, en contra de lo que suele suceder en Normandía. Algo semejante a una tirantez parecía entorpecer a los comensales. Sólo los dos sacerdotes, el alcalde y los cuatro granjeros invitados hicieron gala, hasta cierto punto, de esa grosera jovialidad sin la que no se concibe una boda.

La risa parecía difunta, una frase del alcalde la resucitó. Eran alrededor de las nueve; iban a servir el café. Fuera, bajo los manzanos del patio delantero, estaba empezando el baile campesino. Por la ventana abierta se veía la fiesta entera. Unos farolillos colgados de las ramas ponían en las hojas tonos de cardenillo. Los patanes y las rústicas brincaban en corro, vociferando una melodía bárbara que acompañaban los apagados sonidos de dos violines y un clarinete; los músicos que los tocaban estaban subidos en una mesa grande de cocina que hacía las veces de tarima. Las tumultuosas voces de los labriegos cubrían a veces por completo con su canto el de los instrumentos; y aquel hilillo de música que hacían jirones los gritos desenfrenados parecía bajar del cielo en retazos, en trozos menudos que constasen de unas pocas notas dispersas.

Dos grandes barriles rodeados de antorchas encendidas daban de beber al gentío. Dos sirvientas enjuagaban sin tregua los vasos y las tazas en una tina para colocarlos, chorreando agua aún, bajo los grifos de los que corría el rojo y delgado chorro del vino o el dorado de la sidra pura. Y los danzarines sedientos, los viejos apacibles, las muchachas sudorosas se agolpaban, estiraban los brazos para hacerse también con un recipiente cualquiera y echarse al coleto, inclinando hacia atrás la cabeza, copiosos tragos del brebaje preferido.

Había encima de una mesa pan, mantequilla, queso y salchichas. Todos acudían a tomar un bocado de vez en cuando; y aquella fiesta sana y violenta, que transcurría bajo un techado de hojas iluminadas, inspiraba a los taciturnos comensales del comedor un deseo de bailar también, de beber del vientre de los grandes toneles comiendo rebanadas de pan con mantequilla y un diente de ajo crudo.

El alcalde, que llevaba el compás con el cuchillo, exclamó:

—¡Mecachis, y qué jolgorio! Si esto parece, como suele decirse, las bodas del Gañán.

Corrió un temblor de risas ahogadas. Pero el padre Picot, enemigo natural del poder civil, replicó:

—Querrá usted decir de Caná.

El otro no aceptó la lección:

—No, señor cura, yo me entiendo; y si digo Gañán, es que quiero decir Gañán.

Todos se levantaron y pasaron al salón. Fueron luego a confraternizar un rato con los festejos plebeyos. Y, a continuación, los invitados se retiraron.

Parecía como si el barón y la baronesa discutieran en voz baja. Ella, con el resuello más perdido que de costumbre, se negaba, al parecer, a hacer lo que le pedía su marido y acabó por decir casi a voces:

—No, amigo mío, no puedo; no sabría por dónde empezar ni qué decir.

Papaíto se apartó entonces de ella con brusquedad y se acercó a Jeanne:

—¿Te importa venir a dar una vuelta conmigo, chiquilla?

Ella, muy turbada, respondió:

—Lo que tú digas, papá.

Y salieron juntos.

En cuanto cruzaron la puerta de la fachada que daba al mar, los envolvió un vientecillo seco. Uno de esos vientos fríos de verano que huelen ya a otoño.

Unas nubes pasaban al galope por el cielo, velando las estrellas para descubrirlas luego.

El barón estrechaba el brazo a su hija, oprimiéndole la mano con ternura. Caminaron unos minutos. El padre parecía indeciso, violento. Al fin se decidió.

—Monina, voy a cumplir con un cometido difícil que en realidad le correspondería a tu madre. Pero como se niega en redondo, no me queda más remedio que ocupar su puesto. No sé de qué cosas de la vida estás enterada. Hay misterios que ocultamos cuidadosamente a los hijos, a las hijas sobre todo, pues una joven debe permanecer pura de espíritu, irreprochablemente pura hasta que llegue la hora de entregársela al hombre que ha de tomar a su cargo la tarea de hacerla dichosa. A él es a quien corresponde alzar ese velo tras el que se recata el dulce secreto de la vida. Mas las muchachas, ajenas a cualquier sospecha previa, suelen rebelarse con frecuencia ante la realidad un tanto brutal que se esconde tras los ensueños. Heridas en el alma, heridas incluso en el cuerpo, niegan al esposo lo que la ley, la ley de los hombres y la ley natural, le reconocen como un derecho absoluto. No puedo decirte más, querida mía; pero que no se te olvide que perteneces por completo a tu marido.

¿Qué sabía Jeanne con exactitud? ¿Qué adivinaba? Había empezado a temblar y la oprimía una melancolía agobiante y dolorosa como un presentimiento.

Regresaron a la casa. Una sorpresa los hizo detenerse en el umbral del salón. La baronesa sollozaba sobre el pecho de Julien. Era como si aquellos sollozos, unos sollozos muy sonoros que parecía impulsar el fuelle de una fragua, le brotasen al tiempo de la nariz, de la boca y de los ojos; y el joven, apurado, torpe, sostenía a aquella mujer obesa que se le había echado en los brazos para pedirle que cuidase bien a su hija querida, a su niña preciosa, a su chiquilla adorada.

El barón se abalanzó hacia ellos:

—Nada de escenas, nada de enternecimientos, por favor.

Y, tomando a su cargo a su mujer, la sentó en una butaca en tanto que ella se secaba el rostro. Luego, se volvió hacia Jeanne:

—Anda, pequeña, dale un beso ahora mismo a tu madre y vete a acostar.

Jeanne, a punto de llorar también, besó a toda prisa a sus padres y se fue corriendo.

La tía Lison se había retirado ya a su cuarto. El barón y su mujer quedaron a solas con Julien. Y los tres estaban tan violentos que a ninguno de los dos hombres, de pie, con traje de etiqueta y la mirada perdida, ni a la baronesa, desplomada en el asiento y con algunos sollozos atravesados aún en la garganta, se les ocurría nada que decir. La tirantez se hizo tan intolerable que el barón empezó a hablar del viaje que los dos jóvenes iban a emprender pasados unos días.

Jeanne, en su cuarto, dejaba que la desnudase Rosalie, que lloraba como una fuente. Le erraban las manos al azar, sin dar con los cordones ni con las horquillas, y parecía, por cierto, mucho más turbada que su señora. Pero Jeanne no se fijaba en las lágrimas de su doncella; le parecía que había penetrado en otro mundo, que había llegado a otra tierra, separada de cuanto había conocido, de cuanto había amado. Todo, en su existencia y en su pensamiento, le parecía trastocado; e incluso se le ocurrió esta extraña idea: ¿quería acaso a su marido? De pronto lo veía como un extraño al que casi no conocía. Tres meses atrás, ni siquiera sabía de su existencia. Y ahora era su mujer. ¿Por qué había sucedido todo aquello? ¿Por qué haber caído tan pronto en el matrimonio, igual que en un agujero que se abre bajo los pasos?

Vestida ya para la noche, se metió en la cama. Y las sábanas frescas le dieron un escalofrío y acrecentaron esa sensación de soledad, de tristeza que llevaba dos horas pesándole en el alma.

Rosalie salió a toda prisa, sin dejar de sollozar; y Jeanne esperó. Esperó ansiosa, con el corazón crispado, ese no sé qué que ella intuía y su padre le había anunciado con palabras confusas, la revelación misteriosa de esos hechos en los que reside el gran secreto del amor.

No oyó pasos en la escalera, pero llamaron a su puerta con tres leves golpes. Tuvo un tremendo sobresalto y no contestó. Volvieron a llamar, luego la cerradura chirrió. Jeanne metió la cabeza debajo de las mantas, como si un ladrón se hubiera colado en su cuarto. Unas botinas crujieron suavemente por el entarimado, y, de pronto, alguien rozó la cama.

Tuvo un estremecimiento nervioso y soltó un gritito; asomó la cabeza y vio a Julien de pie ante ella y mirándola sonriente.

—¡Ay, qué susto me ha dado! —dijo.

Él respondió:

—¿Es que no me esperaba?

Jeanne no contestó. Julien iba vestido de punta en blanco, con su cara seria de joven guapo. Y a ella le dio una tremenda vergüenza verse en la cama en presencia de un hombre tan correcto.

No sabían ni qué decir ni qué hacer, ni siquiera se atrevían a mirarse en aquella hora grave y decisiva de la que depende la íntima dicha de toda la existencia.

Quizá Julien sentía de forma imprecisa cuán peligrosa era esa batalla, y qué dúctil dominio de uno mismo, qué astuta ternura se precisan para no herir ninguno de los sutiles pudores, de las infinitas delicadezas de un alma virginal y nutrida de ensueños.

Entonces, muy despacio, le tomó a Jeanne la mano, se la besó y, arrodillándose al lado de la cama como ante un altar, le susurró con una voz tan tenue como el aliento:

—¿Querrá usted amarme?

Jeanne, tranquilizada de súbito, alzó de la almohada la cabeza velada por nubes de encaje y sonrió:

—Si ya le amo, amigo mío.

Él se llevó a la boca los finos y menudos dedos de su mujer y, con la voz alterada por esa mordaza de carne, preguntó:

—¿Quiere darme pruebas de ese amor?

Jeanne respondió, turbada de nuevo, sin entender bien qué estaba diciendo, pero acordándose de las palabras de su padre:

—Suya soy, amigo mío.

Julien le cubrió la muñeca de besos húmedos e, incorporándose despacio, se fue acercando al rostro de su mujer, que esta empezaba a taparse de nuevo.

De pronto, cruzando un brazo sobre la cama, estrechó a Jeanne por encima de las sábanas, mientras que, deslizando el otro brazo bajo la almohada, la alzaba, incorporándole la cabeza. Y, en voz baja, muy baja, le preguntó:

—Entonces ¿querrá hacerme un sitito a su lado?

Jeanne sintió miedo, un miedo instintivo, y balbució:

—¡Ay, todavía no, por favor!

Julien pareció chasqueado, un poco ofendido; y añadió, sin dejar el acento suplicante, pero con brusquedad algo mayor:

—¿Por qué andar con esperas si al final acabaremos por ahí?

A ella le dolió la frase; pero, sumisa y resignada, dijo por segunda vez:

—Suya soy, amigo mío.

Él se metió entonces a toda prisa en el cuarto de aseo; y Jeanne oía con toda claridad cómo se movía, el roce de la ropa mientras se desnudaba, el ruido de unas monedas en el bolsillo, la sucesiva caída de las botinas.

Y, de súbito, Julien cruzó velozmente el cuarto, en calzoncillos y con los calcetines puestos, para ir a dejar el reloj en la repisa de la chimenea. Luego, regresó a la carrera a la estrecha dependencia contigua, anduvo aún un rato trasteando en ella, y Jeanne se volvió rápidamente de espaldas y cerró los ojos cuando se dio cuenta de que ya se acercaba a la cama.

Dio un brinco como si fuera a saltar al suelo cuando resbaló contra su pierna otra pierna fría y velluda; y, con el rostro entre las manos, despavorida, a punto de gritar de miedo y de azaramiento, se acurrucó en un extremo de la cama.

Julien la tomó en el acto en sus brazos, aunque ella le daba la espalda; y le besaba con voracidad la nuca, los encajes flotantes del tocado de noche y el cuello bordado del camisón.

Jeanne estaba inmóvil, tiesa, presa de una terrible ansiedad, sintiendo que una mano recia le buscaba el pecho, que ella ocultaba entre los codos. Jadeaba, trastornada por el contacto brutal; lo que más deseaba era escapar, correr por toda la casa, encerrarse en algún lugar, lejos de aquel hombre.

Él se había quedado quieto. Jeanne notaba su calor en la espalda. Se calmó entonces su espanto y se le ocurrió de repente que le bastaría con volverse para poder besarlo.

Julien pareció impacientarse a la postre y dijo con voz triste:

—¿Así que no quiere ser mi mujercita?

Ella preguntó a media voz, entre los dedos:

—¿Es que no lo soy ya?

Y Julien contestó con un matiz malhumorado en la voz:

—Pues claro que no, querida Jeanne, no se burle de mí.

Notó ella que se enternecía ante el tono descontento de la voz; se volvió de súbito, de cara a él, para pedirle perdón.

Julien se apoderó de ella, estrechándola por la cintura con rabia, como hambriento de su cuerpo; y le recorría con rápidos besos, con besos mordientes, con besos desatinados, el rostro entero y la parte de arriba de los pechos, aturdiéndola a caricias. Jeanne había abierto las manos y permanecía inerte bajo aquellos esfuerzos, no sabiendo ya qué hacía ella, qué hacía él, con el pensamiento tan alterado que no conseguía entender nada. Pero, de súbito, la desgarró un dolor agudo; y rompió en quejas, retorciéndose entre los brazos del hombre, mientras este la poseía sin miramientos.

¿Qué sucedió luego? Jeanne casi no conseguía recordarlo, pues había perdido la cabeza: tuvo sólo la impresión de que Julien le ponía en los labios una granizada de besos breves y agradecidos.

Luego debió de hablarle, y ella debió de responderle. Luego hizo él otros intentos, que Jeanne rechazó con espanto; y, mientras luchaba, tropezó, en el pecho de Julien, con el mismo vello espeso que ya había sentido contra la pierna. Y se echó hacia atrás de puro sobrecogimiento.

Él, cansado al fin del fracaso de sus pretensiones, se quedó quieto, echado de espaldas.

Jeanne se puso a reflexionar entonces: la desesperaban hasta lo más hondo del alma la desilusionada pérdida de una embriaguez soñada, tan diferente de aquello, la ruina de una cara esperanza, el pinchazo del globo de la felicidad; y se dijo: «¡Así que es a esto a lo que él llama ser su mujer! ¡Así que es a esto! ¡Así que es a esto!».

Así estuvo mucho rato, desconsolada, dejando vagar los ojos por los tapices de la pared, por la antigua leyenda de amor que rodeaba su cuarto.

Pero, como Julien ni decía nada ni se movía, volvió despacio los ojos hacia él y se dio cuenta de que estaba dormido. ¡Dormido con la boca entreabierta y el rostro sereno! ¡Dormido!

No podía creerlo; estaba indignada, la ofendía más aquel sueño que la anterior brutalidad; sentía que la trataba como a una cualquiera. ¿Cómo podía dormir en semejante noche? ¿Así que lo que había sucedido entre ellos no era para él nada del otro mundo? ¡Ay, habría preferido mil veces que la golpease, que volviera a violentarla, que la mortificase con odiosas caricias hasta dejarla desmayada!

Estuvo un rato sin moverse, apoyada en un codo, inclinada sobre Julien, escuchando el leve hálito que le salía de los labios y tomaba, a ratos, apariencia de ronquido.

Llegó el día, mortecino al principio, claro después, luego rosa, y luego resplandeciente. Julien abrió los ojos, bostezó, se desperezó, miró a su mujer, sonrió y preguntó:

—¿Has dormido bien, querida mía?

Jeanne se dio cuenta de que ahora la tuteaba y respondió, atónita:

—Muy bien. ¿Y usted?

Él dijo:

—¡Huy, yo de maravilla!

Volviéndose hacia ella, le dio un beso y empezó luego a charlar tranquilamente, explicándole por lo menudo proyectos de vida y propósitos de ahorro. Y esa palabra, que volvió varias veces en la conversación, asombraba a Jeanne. Lo escuchaba sin entender bien lo que le decía; lo miraba; mil ideas le cruzaban raudas por el pensamiento, rozándolo apenas.

Dieron las ocho.

—Hay que levantarse —dijo Julien—. Haríamos el ridículo si nos quedásemos en la cama.

Y fue el primero en hacerlo. Después de haberse aseado, ayudó con gentileza a su mujer en todos los menudos detalles del aseo de ella y no consintió en que llamase a Rosalie.

Antes de salir del cuarto, la detuvo:

—Sabes, ya podemos tutearnos cuando estemos solos. Aunque delante de tus padres vale más que esperemos un poco. Será lo más natural cuando volvamos del viaje de novios.

Jeanne no se presentó hasta la hora del almuerzo. Y el día transcurrió como siempre, como si no hubiera sucedido nada nuevo. Había otro hombre en la casa, y nada más.