CAPÍTULO III

El domingo siguiente, la baronesa y Jeanne fueron a misa, movidas por un solícito sentimiento de deferencia para con su párroco.

Acabado el oficio, lo esperaron para invitarlo a almorzar el jueves. Salió de la sacristía en compañía de un joven alto que le daba el brazo muy campechano. En cuanto vio a ambas mujeres, hizo un gesto de alegre sorpresa y exclamó:

—¡Qué oportunas! Señora baronesa, señorita Jeanne, permítanme que les presente a su vecino, el señor vizconde de Lamare.

El vizconde hizo una reverencia, dijo que hacía ya tiempo que quería conocer a las señoras y comenzó a charlar con la soltura de un hombre educado y de mundo. Tenía uno de esos rostros agraciados con los que sueñan las mujeres y que desagradan a todos los hombres. El rizado pelo negro le sombreaba la frente lisa y tostada; y dos anchas cejas, tan correctas como si fueran postizas, tornaban hondos y tiernos los ojos oscuros, cuyo blanco se teñía tenuemente de azul.

Las pestañas, tupidas y largas, prestaban a la mirada esa apasionada elocuencia que, en los salones, turba a la dama hermosa y altanera y, por la calle, hace que se vuelva a mirar la muchacha con cofia que lleva un cesto al brazo.

El lánguido encanto de esa mirada incitaba a atribuir a su dueño profundidad de pensamiento y prestaba enjundia a las palabras más anodinas.

La barba, espesa, lustrosa y fina, disimulaba una mandíbula algo ancha.

Se despidieron con mucha ceremonia.

El señor De Lamare hizo su primera visita dos días después.

Llegó cuando estaban probando un banco rústico que esa misma mañana habían colocado debajo del plátano grande, enfrente de las ventanas del salón. El barón quería colocar otro a juego debajo del tilo; mamaíta, enemiga de la simetría, no quería. Consultaron al vizconde, que dio la razón a la baronesa.

Habló este luego de la comarca, que calificó de muy «pintoresca», pues, en sus solitarios paseos, había encontrado muchos «parajes» preciosos. De vez en cuando, se cruzaban sus ojos, como por casualidad, con los de Jeanne; y ella notaba algo así como una sensación singular ante aquella mirada brusca, que se desviaba en el acto y dejaba traslucir una admiración tierna y una simpatía naciente.

El padre del señor De Lamare, fallecido el año anterior, había tenido, precisamente, amistad con el señor Des Curtaux, el padre de mamaíta; y del descubrimiento de aquella relación nació una charla repleta de incontables alianzas, fechas y parentescos. La memoria de la baronesa hacía proezas, determinando las ascendencias y descendencias de otras familias y recorriendo, sin extraviarse nunca, el complicado laberinto de las genealogías.

—Dígame, vizconde, ¿ha oído usted hablar de los Saunoy de Varfleur? El hijo mayor, Gontran, se casó con una señorita De Coursil, una Coursil-Courville; y el segundo, con una de mis primas, la señorita De La Roche-Aubert, que era pariente de los Crisange. Y resulta que el señor De Crisange era amigo íntimo de mi padre, así que a la fuerza tenía que conocer al de usted.

—Desde luego, señora. ¿No fue ese señor De Crisange quien tuvo que emigrar y tenía un hijo que se arruinó?

—El mismo. Pretendió a mi tía, cuando enviudó del conde de Éretry, pero ella no lo aceptó porque tomaba rapé. Por cierto, ¿sabe usted qué fue de los Viloise? Se fueron de Turena allá por 1813, tras unos reveses de fortuna, para establecerse en Auvernia, y nunca más he vuelto a saber de ellos.

—Creo, señora, que el anciano marqués murió de una caída de caballo, y dejó una hija, casada con un inglés; y otra, con un tal Bassolle, un comerciante rico, a lo que dicen, que la había seducido.

Volvían a la luz apellidos aún recordados aunque aprendidos en la infancia oyendo conversar a los parientes viejos. Y los enlaces de aquellas familias de su misma clase les parecían a ellos de importancia similar a la de los grandes acontecimientos públicos. Hablaban de personas a las que nunca habían visto como si las conocieran a fondo; y esas mismas personas, en otras comarcas, hablaban de ellos de semejante forma; y, aunque los separase la distancia, se sentían allegados, casi amigos, casi aliados, por el solo hecho de pertenecer a la misma casta y tener sangres parejas.

El barón, de carácter menos sociable y que había recibido una educación ajena a las creencias y los prejuicios de las personas de su mundo, no conocía casi a las familias de los alrededores y le preguntó por ellas al vizconde.

El señor De Lamare respondió:

—No crea que hay mucha aristocracia en el distrito.

Y lo dijo con el mismo tono con que habría apuntado que había pocos conejos en el monte; dio, luego, detalles. Sólo residían tres familias en un perímetro relativamente próximo: el marqués de Coutelier, que venía a ser la cabeza de la aristocracia normanda; el vizconde y la vizcondesa de Briseville, ambos de muy buena familia, pero que vivían bastante aislados; y, por fin, el conde de Fourville, una especie de ogro que, por lo visto, estaba matando a su mujer a disgustos y residía, pensando sólo en cazar, en su castillo de La Vrillette, edificado sobre un lago.

Algunos advenedizos, que se relacionaban entre sí, habían adquirido fincas acá y acullá. El vizconde no los conocía.

Se despidió; su última mirada fue para Jeanne, como si le dirigiera un adiós particular, más cordial y más tierno.

A la baronesa le pareció encantador y, sobre todo, muy como Dios manda. Papaíto le respondió:

—Sí, desde luego, es un muchacho con muy buena educación.

Lo invitaron a cenar la semana siguiente. Y, a partir de entonces, los visitó con regularidad.

Casi siempre llegaba a eso de las cuatro de la tarde, iba a reunirse con mamaíta en «su paseo» y le brindaba el brazo para que hiciera «su ejercicio». Si Jeanne estaba en casa, sostenía a la baronesa por el otro lado, y los tres caminaban despacio de un extremo a otro de la larga avenida recta, arriba y abajo una y otra vez. El vizconde casi no dirigía la palabra a la joven. Pero sus ojos, que parecían de terciopelo negro, se cruzaban con frecuencia con los de Jeanne, que semejaban ágatas azules.

Un día que estaban en la playa, al atardecer, el tío Lastique se les acercó y, sin quitarse de la boca esa pipa sin la que, con toda seguridad, su aspecto habría resultado más sorprendente que si le faltase la nariz, dijo:

—Con este viento, señor barón, bien poco costaría llegarse mañana hasta Étretat y volver.

Jeanne juntó las manos:

—¡Ay, papá! Si quisieras…

El barón se volvió hacia el señor De Lamare:

—¿Le apetece, vizconde? Podríamos comer allí.

Y la excursión quedó decidida en el acto.

Jeanne se levantó al alba. Esperó a su padre, que tardaba más en arreglarse, y se pusieron en camino entre el rocío, cruzando primero la planicie y, luego, el bosque estremecido de trinos de pájaros. El vizconde y el tío Lastique estaban sentados en un cabrestante.

Otros dos marineros los ayudaron a hacerse a la mar. Apoyando los hombros en las bordas, empujaban con todas sus fuerzas. Resultaba muy penoso avanzar por la capa de guijarros. Lastique iba metiendo bajo la quilla rodillos de madera engrasados; luego, regresando a su puesto, entonaba, arrastrando la voz, el reiterado «Oheee hop» que pretendía armonizar los esfuerzos.

Pero, al llegar a la pendiente, la barca empezó de súbito a moverse sola y bajó por los cantos rodados con un fuerte ruido de lienzo rasgado. Se detuvo en seco al tocar la espuma de las breves olas, y todo el mundo se acomodó en los bancos; luego, los dos marineros que se quedaban en tierra pusieron la embarcación a flote.

Una brisa leve y continua venía de alta mar, pegada a la superficie del agua y rizándola. Izaron la vela, que se abultó un tanto, y la barca zarpó apaciblemente, apenas acunada por las aguas.

Lo primero que hicieron fue alejarse de la costa. En la línea del horizonte, el cielo descendía hasta fundirse con el océano. Hacia tierra, el acantilado, alto y cortado a plomo, proyectaba de trecho en trecho una ancha sombra sobre su parte baja; unas laderas herbosas muy soleadas abrían brechas en él. Allá, a espaldas de los viajeros, unas velas pardas zarpaban del blanco espigón de Fécamp; y veían lejos, de frente, una roca de forma extraña, redondeada y horadada, que recordaba la silueta de un elefante gigantesco cuya trompa se hundiera en las olas. Era la «puerta pequeña» de Étretat.

Jeanne, aferrando la borda con la mano, un poco aturdida por el balanceo de las olas, miraba a lo lejos; y le parecía que en la creación sólo había tres cosas hermosas: la luz, el espacio abierto y el agua.

Todos iban callados. El tío Lastique, que llevaba el timón y la escota, bebía de vez en cuando del gollete de una botella que tenía escondida bajo su banco; fumaba sin parar un muñón de pipa que parecía no apagarse nunca y soltaba un incesante hilillo de humo azul; otro igual le brotaba al marinero de la comisura de los labios. Nunca se lo veía encender de nuevo la cazoleta de arcilla, más negra que el ébano, o llenarla de tabaco. A veces la asía con una mano, se la apartaba de los labios y, por la misma comisura por la que soltaba el humo, lanzaba a la mar un copioso escupitajo de saliva parda.

El barón iba sentado a proa, vigilando la vela y haciendo las veces de un tripulante. Jeanne y el vizconde se sentaban juntos, algo turbados ambos. Un poder desconocido forzaba el encuentro de sus ojos, que alzaban al tiempo como si los avisara una afinidad, pues flotaba ya entre ellos esa sutil e inconcreta ternura que tan poco tarda en nacer entre dos jóvenes cuando él no es feo y ella es guapa. Esa vecindad los hacía sentirse dichosos, quizá porque ambos iban pensando en el vecino.

El sol subía poco a poco, como si quisiera contemplar desde mayor altura la anchurosa mar que se extendía abajo; pero esta, como con coquetería, se envolvió en una bruma ligera que le servía de velo contra los rayos del sol. Era una neblina transparente, muy baja, dorada, que no ocultaba nada pero difuminaba los detalles alejados. El astro lanzaba sus inflamados dardos y deshacía así la brillante nube; cuando alcanzó su ardor máximo, el vaho se evaporó y la mar, lisa como una luna, empezó a espejear bajo la luz.

Jeanne, muy emocionada, dijo a media voz:

—¡Qué hermosura!

Y el vizconde respondió:

—Sí, es muy hermoso.

La serena claridad de aquella mañana hacía que se alzara en sus corazones algo semejante a un eco.

Y, de pronto, divisaron los elevados arcos de Étretat; era como si el acantilado tuviera un par de piernas para ir caminando por la mar, tan largas que servían de portal a los barcos. Y una aguja puntiaguda de piedra blanca se erguía ante el primero de esos arcos.

La barca se acercó a la orilla; y mientras el barón, que había desembarcado antes que los demás, la sujetaba tirando de una cuerda, el vizconde cogió en brazos a Jeanne para dejarla en tierra sin que se le mojasen los pies; luego, subieron juntos por la dura faja de guijarros, turbados ambos por aquel rápido abrazo, y oyeron, de pronto, que el tío Lastique le decía al barón:

—Me parece a mí que no harían mala pareja.

Fue muy grato el almuerzo, que tomaron en una posada pequeña próxima a la playa. El océano, al embotarles la voz y los pensamientos, los había obligado a guardar silencio; la mesa los volvió locuaces, tan locuaces como unos colegiales de vacaciones.

Las cosas más sencillas provocaban interminables regocijos.

Al sentarse a la mesa, el tío Lastique metió con esmero la pipa, humeante aún, en la boina; y todos se echaron a reír. Una mosca, a la que llamaba sin duda la atención la nariz encarnada del marinero, acudió una y otra vez a posarse en ella; y, cuando este la ahuyentaba de un manotazo sin ser lo bastante rápido para atraparla, iba a apostarse en un visillo de muselina, que muchas de sus hermanas habían mancillado ya, y parecía acechar con avidez las encendidas napias, pues, a poco, volvía a alzar el vuelo para aposentarse en ellas.

A cada viaje del insecto todos soltaban el trapo. Y cuando el viejo, al que fastidiaba aquel cosquilleo, dijo a media voz: «¡Pero qué tozuda!», Jeanne y el vizconde lloraron de risa, desternillándose y tapándose la boca con la servilleta para no gritar.

Después del café, Jeanne dijo:

—Podríamos ir a dar un paseo.

El vizconde se puso en pie; pero el barón prefería tomar el sol en los guijarros como un lagarto.

—Id vosotros, hijos; aquí me encontraréis dentro de una hora.

Cruzaron en línea recta entre las escasas chozas de la comarca, y, dejando atrás una casa solariega pequeña que parecía una alquería grande, llegaron a un valle abierto, que se extendía ante ellos.

El balanceo de las olas los había desmadejado, alterando su acostumbrado equilibrio; la brisa salina de la mar abierta les había despertado el apetito; luego, el almuerzo los había aturdido y la risa los había puesto nerviosos. Ahora se sentían un tanto alborotadores, con ganas de correr como locos por el campo. A Jeanne, soliviantada por la rápida sucesión de aquellas sensaciones nuevas, le zumbaban los oídos.

Caía un sol feroz. A ambos lados del camino, el calor encorvaba las cosechas maduras. Había tantas cigarras como briznas de hierba, y se desgañitaban, esparciendo por doquier, entre el trigo y el centeno, entre los juncos marinos de la costa, su canto agrio y ensordecedor.

No se alzaba ninguna otra voz bajo el cielo tórrido, cuyo azur espejeante amarilleaba y parecía estar a punto de ponerse al rojo, como les sucede a los metales cuando los arriman demasiado a una fogata.

A la derecha, algo apartado, divisaron un bosquecillo y se dirigieron a él.

Encajonado entre dos taludes, un paseo estrecho corría bajo altos árboles que no dejaban pasar el sol. Al entrar, se apoderó de ellos algo así como una enmohecida frescura, una humedad de esas que escalofrían la piel y se meten en los pulmones. La carencia de luz y de aire libre había acabado con la hierba; pero una capa de musgo cubría el suelo.

Siguieron andando y Jeanne dijo:

—Mire, allí podemos sentarnos un rato.

Dos árboles viejos se habían muerto; y, aprovechándose del hueco dejado en el follaje, entraba un chaparrón de luz que calentaba la tierra; despertaba gérmenes de césped, de dientes de león y de lianas; hacía brotar florecillas blancas, finas como una niebla, y dedaleras que semejaban fuegos artificiales. Mariposas, abejas, macizos abejorros, mosquitos enormes que parecían esqueletos de mosca, mil insectos voladores, vaquitas de san Antonio sonrosadas y salpicadas de lunares, papones de reflejos verdosos y otros negros y cornudos eran los pobladores de aquel pozo luminoso y cálido que se ahondaba en la helada oscuridad de las densas frondas.

Se sentaron con la cabeza a la sombra y el calor del sol en los pies. Contemplaban todo ese hervidero de vidas menudas que revela un rayo de sol; y Jeanne, enternecida, repetía:

—¡Qué bien se está aquí! ¡Qué bueno es el campo! Hay veces en que querría ser mosca o mariposa para esconderme en las flores.

Hablaron de sí mismos, de sus costumbres, de sus gustos, con ese tono más quedo, íntimo, al que se recurre para las confidencias. Él decía que estaba ya hastiado de la vida en sociedad, cansado de esa existencia intrascendente: nunca pasaba nada nuevo; nunca se topaba uno con algo que fuera auténtico y sincero.

¡La vida en sociedad! Bien le habría gustado a Jeanne conocerla: pero estaba convencida de antemano de que era mejor el campo.

Y cuanto más próximos se sentían sus corazones, más se llamaban, ceremoniosamente: «caballero» y «señorita»; y también sus miradas se sonreían y se enredaban más. Les parecía que calaba en ellos una bondad nueva, un afecto más dilatado, un interés por mil cosas que nunca les habían llamado la atención.

Volvieron en busca del barón; pero este se había ido a pie hasta la Cámara de las Doncellas, una gruta encaramada en una cresta del acantilado, y lo esperaron en la posada.

No regresó hasta las cinco de la tarde, tras un prolongado paseo por la costa.

Volvieron a subir a la barca, que navegó blandamente, con viento de popa, sin sacudida alguna, como si no se moviera. La brisa llegaba en ráfagas calmosas y tibias que tensaban la vela un segundo y la dejaban caer luego, lacia y colgando del palo. El agua opaca parecía muerta; y el sol, agotado de tanto calentar, proseguía su curvo camino aproximándose a ella.

La mar los embotaba otra vez a todos, haciéndolos callar.

Jeanne dijo al fin:

—¡Cuánto me gustaría viajar!

El vizconde respondió:

—Sí, pero resulta muy triste viajar solo; hay que ser dos al menos, para compartir las impresiones.

Jeanne se quedó pensativa:

—Es cierto… y, sin embargo, me gusta pasearme sola; qué a gusto se está cuando se sueña a solas.

Él la miró:

—También pueden soñar dos juntos.

Jeanne bajó la vista. ¿Era acaso una alusión? Quizá… Miró el horizonte como si quisiera ver qué había más allá. Luego, con voz pausada, dijo:

—Me gustaría ir a Italia… y a Grecia… ¡ay, sí! A Grecia… y a Córcega. ¡Debe de ser tan agreste y tan hermosa!

Él prefería Suiza porque había chalés y lagos.

Ella decía:

—No, a mí me gustaría ver países muy nuevos, como Córcega, o muy antiguos y llenos de recuerdos, como Grecia. Debe de ser tan entrañable encontrarse con las huellas de esos pueblos cuya historia sabemos desde la infancia, ver los lugares en donde han sucedido las cosas importantes.

El vizconde, menos exaltado, manifestó:

—A mí me atrae mucho Inglaterra; es una comarca muy instructiva.

Se pusieron entonces a recorrer el universo, debatiendo los encantos de cada país, desde los polos hasta el ecuador, extasiándose ante paisajes imaginarios y ante las curiosísimas costumbres de algunos pueblos tales como los chinos o los lapones; pero a la conclusión a la que llegaron fue que el país más hermoso del mundo era Francia, con su clima templado, fresco en verano y suave en invierno, con su feraz campiña, sus verdes bosques, sus anchurosos ríos apacibles, y aquella veneración por las bellas artes que no se había dado en lugar alguno desde los espléndidos siglos de Atenas.

Callaron luego.

El sol, más bajo, parecía desangrarse; y un ancho rastro luminoso, un deslumbrante camino, corría por el agua desde los confines del océano hasta la estela de la barca.

Cesaron las últimas bocanadas de viento; se allanó en las aguas toda ondulación y la vela, inmóvil, se puso roja. Una calma ilimitada parecía embotar el espacio, forjar el silencio en torno a aquel encuentro de dos elementos; y, en tanto, combando bajo el cielo el rutilante y líquido vientre, la mar, descomunal novia, esperaba al amante de fuego que descendía hacia ella. Bajaba cada vez más deprisa, como acalorado por el deseo de aquella unión. Por fin llegó a la mar; y, poco a poco, ella se lo tragó.

Entonces vino una bocanada fresca desde el horizonte; un escalofrío rizó el movedizo seno de las aguas, como si el abismado astro hubiese exhalado un suspiro de sosiego que recorría el mundo.

El crepúsculo duró poco; se tendió la noche, salpicada de astros. El tío Lastique cogió los remos; y descubrieron que la mar era fosforescente. Jeanne y el vizconde, sentados juntos, miraban los movedizos fulgores que la barca iba dejando en pos. Ya casi ni pensaban; miraban vagamente lo que los rodeaba, aspirando la noche con delicioso bienestar, y, al apoyar Jeanne una mano en el banco, un dedo de su vecino se posó junto a ella, como por casualidad, rozándole la piel; la joven no se movió, sorprendida, dichosa y turbada ante aquel contacto tan sutil.

Más tarde, ya en su cuarto, se sintió extrañamente alterada y tan sensible que por todo le entraban ganas de llorar. Miró su reloj y pensó que la abejita latía como un corazón, un corazón amigo, que iba a ser testigo de toda su existencia y acompañaría con su tictac rápido y regular las alegrías y las penas que le fueran viniendo; y detuvo el dorado insecto para besarle las alas. Hubiera besado cualquier cosa. Se acordó de que había guardado en lo hondo de un cajón una muñeca vieja de tiempos pasados; la buscó y verla de nuevo le deparó la misma dicha que da volver a encontrarse con unas amigas muy queridas. Oprimiéndola contra el pecho, acribilló de ardientes besos las mejillas pintadas y la estropajosa cabellera rizada del juguete.

Y, sin dejar de estrecharla entre los brazos, se puso a reflexionar.

¿Era de verdad ÉL ese esposo que le prometían mil voces secretas? ¿Lo había puesto de esa forma en su camino una Providencia soberanamente bondadosa? ¿Era de verdad el hombre creado para ella, al que iba a consagrar su existencia? ¿Eran ambos esos dos seres predestinados cuyas mutuas ternuras tenían que unirse, que mezclarse de forma indisoluble para engendrar EL AMOR?

Aún no notaba esos arrebatos tumultuosos de todo el ser, esos arrobos enardecidos, esas hondas conmociones que, según ella, constituían la pasión; no obstante, le parecía que ya empezaba a amarlo, pues, a ratos, se sentía desfallecer al pensar en él; y pensaba en él continuamente. Su presencia le inmutaba el corazón; se ruborizaba y palidecía cuando su mirada se encontraba con la del joven, y se estremecía al escuchar su voz.

Aquella noche durmió muy poco.

Y, entonces, el turbador deseo de amar se fue apoderando de ella día a día. Se preguntaba por sus sentimientos continuamente; y preguntaba también a las margaritas, a las nubes, a las monedas que arrojaba al aire.

Así estaban las cosas cuando su padre le dijo una noche:

—Ponte bien guapa mañana por la mañana.

Jeanne preguntó:

—¿Por qué, papá?

Y él contestó:

—Es un secreto.

Y cuando bajó al día siguiente, tan lozana con su vestido claro, encontró la mesa del salón repleta de cajas de caramelos; y, encima de una silla, un ramo de flores gigantesco.

Entró en el patio un carruaje en el que podía leerse: «Lerat, pastelero. Fécamp. Banquetes de boda»; y, de una trampilla de la parte trasera del carricoche, Ludivine sacó, con ayuda de un pinche, gran cantidad de cestas planas que despedían un grato olor.

Llegó el vizconde de Lamare. Vestía un pantalón que se sujetaba y tensaba bajo unas primorosas botas de charol que le permitían lucir la pequeñez del pie. De la levita, larga y entallada, asomaban los encajes de la pechera; y una delgada corbata le daba varias vueltas al cuello, obligándolo a llevar erguida la hermosa cabeza morena que destacaba por su aristocrática elegancia. No parecía el mismo de los demás días, sino que tenía ese peculiar aspecto que un atuendo más cuidado presta repentinamente a los rostros más familiares. Jeanne, asombrada, lo miraba como si no lo hubiera visto nunca; lo encontraba caballero a más no poder, gran señor de la cabeza a los pies.

Él le sonrió, haciéndole una reverencia:

—Comadre, ¿está usted está lista?

Jeanne balbució:

—Pero ¿esto a qué viene? ¿Qué sucede?

—Ya lo sabrás dentro de un rato —dijo el barón.

El tiro de caballos trajo la calesa. La baronesa bajó de su habitación hecha un brazo de mar, apoyada en Rosalie, que se alteró tanto ante la elegancia del señor De Lamare que papaíto dijo a media voz:

—Oiga, vizconde, me parece que es usted muy del gusto de nuestra criada.

Este se ruborizó hasta las orejas, hizo como que no había oído y, tomando el gran ramo de flores, se lo ofreció a Jeanne. Ella lo cogió, cada vez más atónita. Subieron los cuatro al coche; y Ludivine, la cocinera, al traerle a la baronesa un tentempié consistente en un caldo frío, le dijo:

—¡La verdad, señora, es que esto parece una boda!

Pusieron pie en tierra a la entrada de Yport y, según iban cruzando el pueblo, los marineros, luciendo ropa nueva con los dobleces marcados, salían de sus casas, saludaban, le estrechaban la mano al barón y echaban a andar detrás, como en procesión.

El vizconde, dándole el brazo a Jeanne, caminaba con ella delante de todos.

Se detuvieron frente a la iglesia; salió de ella la gran cruz de plata, que llevaba enhiesta un monaguillo tras el que caminaba otro rapaz, vestido de rojo y blanco, llevando el recipiente del agua bendita con el hisopo dentro.

Iban luego tres ancianos chantres, uno de los cuales cojeaba; detrás, el serpentón; y cerraba la marcha el párroco sobre cuyo orondo y puntiagudo vientre se cruzaba la estola dorada. Saludó con una sonrisa y un ademán de la cabeza; luego, entornando los ojos y musitando una oración, con el birrete calado hasta la nariz, caminó tras las sobrepellices de su estado mayor en dirección al mar.

En la playa, estaba esperando un gentío en torno a una barca nueva muy emperifollada; largas cintas que revoloteaban a impulsos de la brisa engalanaban el palo, la vela y el aparejo; y el nombre, JEANNE, se leía a popa en letras de oro.

El tío Lastique, patrón de aquel barco construido a expensas del barón, salió al encuentro del cortejo. Todos los hombres se descubrieron al tiempo; y una fila de beatas, cuyas cabezas cubrían grandes capas negras que les caían por los hombros en anchos pliegues, se arrodillaron en corro al aparecer la cruz.

El cura, entre los dos monaguillos, se acercó a uno de los extremos de la embarcación, mientras, en el otro, los tres chantres ancianos, mugrientos pese al blanco atavío y con la barbilla erizada de pelos, desafinaban a grito herido en la luminosa mañana, muy serios y sin quitarle ojo al libro de canto llano.

Cada vez que se detenían para recobrar el aliento, el serpentón seguía bramando solo; y al músico no se le veían los ojillos grises, hundidos en el bulto de las mejillas henchidas de viento. Tanto se inflaba al soplar que incluso el pellejo de la frente y el del cuello parecían despegársele de la carne.

Era como si la mar, quieta y transparente, asistiese con recogimiento al bautizo de aquella barquilla suya; unas olitas de un dedo de altura apenas si rompían, con levísimo rumor de rastrillo, rascando los guijarros. Y las grandes gaviotas blancas pasaban, con las alas desplegadas, trazando líneas curvas en el cielo azul; se alejaban para regresar luego con arqueado vuelo y cruzar sobre el gentío arrodillado, como si quisieran enterarse de qué estaba sucediendo.

Cesó entonces el canto, tras un amén voceado durante cinco minutos; y el sacerdote cacareó con voz pastosa unas cuantas palabras en latín de las que sólo se entendieron los sonoros finales.

Dio luego una vuelta en torno a la barca, rociándola con agua bendita; se colocó después junto a una de las bordas y empezó a soltar oremus a media voz, de cara al padrino y la madrina, cogidos de la mano e inmóviles.

El joven conservaba su cara seria de hombre guapo; pero la muchacha, sintiendo que la ahogaba una repentina emoción, se sentía desfallecer, presa de tal temblor que daba diente con diente. Como si de una alucinación se tratara, el sueño que la rondaba insistentemente desde hacía tiempo acababa de tomar, de súbito, visos de realidad. Se había pronunciado la palabra «boda»; allí estaban un sacerdote echando bendiciones y unos hombres con sobrepelliz salmodiando oraciones. ¿No era como si la estuvieran casando?

¿Acaso le corrió por los dedos un escalofrío nervioso? ¿Acaso los pensamientos que obsesionaban su corazón le fluyeron por las venas hasta alcanzar el corazón del hombre que tenía al lado? El caso es que, de pronto, Jeanne se dio cuenta de que él le estaba apretando la mano, flojito al principio, luego más fuerte, cada vez más fuerte, como si se la fuera a romper. Y, sin descomponer el rostro, sin que nadie lo notara, dijo, sí, no fue una ilusión, dijo con mucha claridad:

—Ay, Jeanne, si usted quisiera, esto podría ser nuestro compromiso.

Ella agachó la cabeza con un ademán muy lento que quizá era un «sí». Y unas gotas del agua bendita que el sacerdote estaba rociando otra vez les salpicaron los dedos.

Ya había concluido la ceremonia. Las mujeres se iban poniendo de pie. El regreso fue una desbandada. El crucifijo había perdido toda dignidad entre las manos del monaguillo: iba a todo correr, penduleando a derecha e izquierda, o se inclinaba hacia delante, a punto de caer de bruces. El sacerdote, que ya no rezaba, iba trotando detrás de él; los chantres y el músico del serpentón habían hecho mutis por una callejuela para mudarse de ropa lo antes posible; y los marineros caminaban deprisa, en grupos. Un mismo pensamiento, que les llenaba la cabeza de algo parecido al aroma de un guiso, les hacía alargar el paso, les humedecía de saliva las bocas, les bajaba hasta lo más hondo del vientre y, allí, les hacía cantar las tripas.

Un suculento almuerzo los estaba aguardando en Los Chopos.

La larga mesa estaba dispuesta en el patio, bajo los manzanos. Sesenta personas se sentaron a ella: marineros y labradores. La baronesa, en el centro, tenía a ambos lados a los dos párrocos: el de Yport y el de Los Chopos. El barón, frente por frente, estaba entre el alcalde y su mujer, una campesina flaca y vieja ya, que dirigía acá y acullá innumerables y breves reverencias. La voluminosa cofia normanda le enmarcaba el rostro largo y estrecho, en todo semejante a la cabeza de una gallina de cresta blanca y ojillos redondos y siempre pasmados. Comía con bocados cortos y muy seguidos, como si picotease el plato con la nariz.

Jeanne, sentada al lado del padrino, vagaba por un mundo de dicha. Ya no veía nada, no se enteraba de nada; y callaba, con la cabeza aturdida de gozo.

Le preguntó al vizconde:

—¿Cómo se llama usted de nombre de pila?

Este respondió:

—Julien. ¿No lo sabía?

Pero ella no le contestó, y se quedó pensando: «¡Cuántas veces voy a repetir de ahora en adelante ese nombre!».

Al concluir el almuerzo, dejaron el patio a los marineros y pasaron al otro lado de la mansión. La baronesa se puso a hacer su ejercicio, apoyándose en el brazo del barón y con la escolta de los dos sacerdotes. Jeanne y Julien llegaron hasta el bosquecillo, se internaron por los enmarañados senderos; y él, de súbito, le tomó las manos:

—Dígame si quiere ser mi mujer.

Jeanne agachó más la cabeza; y alzó la mirada hacia Julien, muy despacio, cuando este balbució:

—¡Contésteme, se lo ruego!

Y el joven leyó la respuesta en sus ojos.