Comenzó entonces para Jeanne una vida deliciosa y libre. Leía, soñaba y vagabundeaba sola por los alrededores. Caminaba sin rumbo, con pasos lentos, por las carreteras, perdido el pensamiento en ensoñaciones; o bajaba brincando por valles estrechos y tortuosos, cuyos flancos, a ambos lados, lucían, como si fuese una capa de oro, una cabellera de aulagas en flor, cuyo aroma, fuerte y dulce, que el sol exacerbaba, la embriagaba como un vino aromático; y un oleaje le mecía la imaginación al compás del lejano ruido de la mar rompiendo en la playa.
A veces, sentía una languidez que la obligaba a tenderse en la hierba prieta de una pendiente; y otras, cuando divisaba de súbito, tras una revuelta del valle, un triángulo de mar azul que resplandecía al sol dentro de un embudo de césped, con una vela en el horizonte, le entraban unos desordenados arranques de júbilo como si notase la misteriosa proximidad de esas venturas que sobre ella se cernían.
Rodeada de la dulzura de la lozana comarca y el sosiego de los curvados horizontes, le iba entrando gusto por la soledad; y se quedaba tanto tiempo sentada en la cima de las colinas que unos conejos de monte pequeñitos pasaban brincando junto a sus pies.
Con frecuencia recorría el acantilado, sintiendo el azote del sutil aire de la costa, vibrando con el exquisito deleite de moverse sin cansancio, igual que los peces por el agua o las golondrinas por el aire.
Sembraba recuerdos por doquier como se dejan caer semillas en la tierra, recuerdos de esos que echan unas raíces que duran hasta la muerte. Le parecía que iba dejando un poco de su corazón en todos los repliegues de aquellos valles.
Le entró una entusiasta afición a los baños. Nadaba hasta perder de vista la orilla, pues era fuerte y atrevida y no tenía conciencia del peligro. Se encontraba a gusto en aquella agua fría, cristalina y azul, que la sostenía y la columpiaba. Cuando llegaba mar adentro, hacía la plancha con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada perdida en el hondo azul del cielo, por el que cruzaban a toda velocidad una bandada de golondrinas o la silueta blanca de un ave marina. No se oía ya más ruido que el lejano murmullo de las olas en los guijarros y un impreciso rumor de arena resbalando una y otra vez con las ondulaciones de las olas, pero era un rumor confuso, casi imperceptible. Luego, Jeanne se enderezaba y, loca de alegría, lanzaba agudos gritos golpeando el agua con ambas manos.
A veces, cuando se alejaba demasiado, venía a buscarla una barca.
Volvía a la casona pálida de hambre, pero ingrávida, vivaz, con la sonrisa en los labios y los ojos rebosantes de dicha.
El barón, por su parte, meditaba ingentes planes agrícolas, quería hacer cosas, organizar el progreso, probar herramientas nuevas, aclimatar razas foráneas; se pasaba parte del día charlando con los campesinos, que movían la cabeza, incrédulos ante aquellos propósitos.
También salía con frecuencia el barón a la mar con los marineros de Yport. Tras haber visitado las grutas, los manantiales y los picachos de los alrededores, quiso pescar como un simple marino.
En los días de brisa, cuando la vela henchida de viento lleva velozmente por la cresta de las olas el mofletudo casco de las barcas, y va al arrastre por ambas bordas el largo espinel cuyo movimiento persiguen las bandadas de caballas, sujetaba con mano trémula de ansiedad el cordel que estremecen los desordenados movimientos del pez recién capturado.
Se hacía a la mar a la luz de la luna para recoger las redes echadas la víspera. Le gustaba oír los crujidos del palo, aspirar las sibilantes y frescas ráfagas nocturnas; y, tras haber dado muchas bordadas para localizar las boyas, guiándose por el erizado pico de una roca, la techumbre de un campanario y el faro de Fécamp, disfrutaba quedándose quieto bajo la primera lumbre del sol naciente que hacía relucir el puente de la embarcación, el pegajoso lomo de las anchas rayas, abiertas en abanico, y el grueso vientre de los rodaballos.
En todas las comidas, refería, entusiasmado, esas salidas; y mamaíta correspondía contándole cuántas veces había recorrido el paseo grande de chopos, el de la derecha, junto a la casa de labor de los Couillard, porque en el otro daba menos el sol.
Como le habían recomendado «que se moviera», ponía la baronesa gran empeño en esas caminatas. En cuanto se templaba el frescor de la noche, salía, apoyándose en el brazo de Rosalie, arrebujada en una capa y dos toquillas y con la cabeza apresada en una asfixiante cofia sobre la que se ponía, además, una prenda de punto rojo.
Iba y venía entonces, arrastrando el pie izquierdo, algo más torpe, que había marcado ya, por todo el paseo, dos polvorientos surcos, uno de ida y otro de vuelta, en los que se había mustiado la hierba; viajaba interminablemente, en línea recta, desde la esquina de la casa solariega hasta los primeros arbustos del bosquecillo. Había mandado poner un banco en cada extremo del recorrido; y se detenía cada cinco minutos, diciendo a la pobre doncella que la sostenía pacientemente:
—Vamos a sentarnos, hija, que estoy un poco cansada.
Y, a cada parada, iba dejando en los bancos ora la prenda de punto de la cabeza, ora una de las toquillas; luego, la otra; y la cofia; y la capa. Con lo que se iban formando, en ambas puntas del paseo, dos grandes bultos de ropa con los que Rosalie cargaba con el brazo libre cuando volvían a la casona a almorzar.
Y, por la tarde, la baronesa seguía paseando, con menos bríos y ratos de descanso más largos; llegaba incluso a echar, de vez en cuando, cabezadas de una hora en una tumbona que le sacaban de la casa.
Se refería a esas caminatas llamándolos «mi ejercicio», de la misma forma que decía «mi hipertrofia».
Un médico, al que habían ido a consultar hacía diez años porque a la baronesa le daban ahogos, había pronunciado la palabra «hipertrofia». Desde entonces, la tenía metida en la cabeza, aunque casi no la entendía. Se empeñaba en que el barón, Jeanne y Rosalie le pusieran continuamente la mano en el corazón, cuyos latidos no notaba ya nadie por hallarse enterrado bajo la abultada mole del pecho; pero se negaba categóricamente a que la reconociera ningún otro médico por temor a que le descubriese otras enfermedades; y hablaba de «su» hipertrofia viniera o no a cuento y con tal frecuencia que parecía que esa dolencia fuera específica de su persona, que le perteneciera como una circunstancia única a la que no tenía derecho nadie más.
El barón decía «la hipertrofia de mi mujer»; y Jeanne, «la hipertrofia de mamá», de la misma forma que hubieran dicho «el vestido, el sombrero o el paraguas».
La baronesa había sido muy bonita en su juventud, y más esbelta que un junco. Tras haber bailado el vals con todos los uniformes del Imperio, leyó Corinne, y esa novela la hizo llorar. Desde entonces, había quedado como marcada por esa lectura.
A medida que iba ganando centímetros de cintura, su alma tenía arrebatos cada vez más poéticos; y cuando la obesidad la dejó clavada en una butaca, sus pensamientos vagaron entre aventuras tiernas de las que se creía protagonista. Tenía algunas preferidas, que elegía una y otra vez para soñar con ellas, igual que damos cuerda a una caja de música para que repita interminablemente la misma melodía. Todas las romanzas lánguidas en que salían cautivas y golondrinas le humedecían infaliblemente los ojos; e incluso le agradaban algunas canciones pícaras de Béranger por la nostalgia que había en ellas.
Con frecuencia, permanecía inmóvil durante horas enteras, aislada en sus ensoñaciones; y vivir en Los Chopos le gustaba mucho, porque esa morada le proporcionaba un decorado para las novelas que albergaba en el alma, y porque los bosques del entorno, la landa desierta y la proximidad del mar le recordaban las novelas de Walter Scott que llevaba unos meses leyendo.
Cuando llovía, se quedaba encerrada en su cuarto, repasando lo que ella llamaba sus «reliquias». Se trataba de toda su correspondencia pasada: las cartas de sus padres, las del barón cuando eran novios, y otras más.
Las tenía encerradas en un secreter de caoba con esfinges de cobre en las esquinas; y decía con una voz peculiar:
—Rosalie, hija, tráeme el cajón de los recuerdos.
La doncellita abría el mueble, sacaba el cajón, lo colocaba en una silla al lado de su señora; y esta se ponía a leer las cartas despaciosamente, una a una, dejando caer, de vez en cuando, una lágrima sobre ellas.
Jeanne tomaba a veces el lugar de Rosalie y paseaba a mamaíta, que le contaba recuerdos de su infancia. La joven se reconocía en aquellas historias de antaño, asombrándose del parecido de los pensamientos de ambas, del parentesco de sus deseos; pues todos los corazones creen que han sido los primeros en estremecerse ante las mil sensaciones que hicieron latir los de las criaturas primeras y harán palpitar también los de los hombres y mujeres postreros.
El pausado caminar se adaptaba a la pausada narración, que algún ahogo de la baronesa interrumpía a veces por unos instantes: y los pensamientos de Jeanne brincaban entonces por encima de esas aventuras a medias y se lanzaban hacia el porvenir poblado de dichas, remolineaban entre esperanzas.
Una tarde que estaban descansando en el banco del fondo, vieron de súbito que se les acercaba, desde el otro extremo del paseo, un grueso sacerdote.
Las saludó de lejos, puso cara alegre, volvió a saludarlas a una distancia de tres pasos y exclamó:
—Bueno, señora baronesa, ¿cómo andamos?
Era el párroco de la comarca.
Mamaíta, que había nacido en el siglo de los filósofos y a la que había educado, en tiempos de la Revolución, un padre no muy creyente, pisaba pocas veces la iglesia, aunque le gustaban los sacerdotes por una suerte de instintiva devoción femenina.
No se había acordado ni poco ni mucho del padre Picot, su párroco, y se ruborizó al verlo. Se disculpó por no haberse anticipado a aquella visita. Pero el buen hombre no parecía ofendido; miró a Jeanne, la felicitó por su saludable aspecto, se sentó, se puso la teja en las rodillas y se secó el sudor de la frente. Era muy grueso, muy encarnado, y sudaba a mares. Se sacaba continuamente del bolsillo un pañuelo de cuadros enorme y empapado y se lo pasaba por la cara y el cuello; mas apenas la prenda húmeda había vuelto a las profundidades de la sotana, ya le estaban asomando a la piel nuevas gotas que, cayendo sobre la abultada tela del vientre, materializaban en manchitas redondas el polvo volandero de los caminos.
Era de carácter alegre, un auténtico cura de campo, tolerante, charlatán y buena persona. Contó anécdotas, habló de los moradores de la comarca, no demostró que se hubiera percatado de que sus dos parroquianas no habían hecho aún acto de presencia en los oficios, pues en la baronesa iban a la par la indolencia y una fe desvaída y Jeanne estaba muy satisfecha de verse libre del convento, en donde la habían hartado de ceremonias religiosas.
Llegó el barón. Sus creencias panteístas hacían que los dogmas le resultaran indiferentes. Se mostró amable con el sacerdote, al que conocía desde hacía mucho, y lo invitó a cenar.
El sacerdote supo agradar merced a esa inconsciente astucia que el hábito de manejar almas proporciona incluso a los hombres más mediocres si el azar de los acontecimientos les concede el ejercicio de ese poder sobre sus semejantes.
La baronesa lo trató con muchos miramientos, atraída quizá por una de esas afinidades que hacen simpatizar entre sí a dos personas de iguales atributos físicos, ya que su jadeante obesidad se complacía en el rostro congestionado y la falta de resuello de aquel hombre grueso.
Al llegar a los postres, el sacerdote mostró una jovialidad de cura que echa una cana al aire, esa campechana confianza que acompaña el alegre remate de una comida.
Y, de súbito, exclamó como si se le acabara de ocurrir una idea feliz:
—¡Pero si cuento con un parroquiano nuevo que les tengo que presentar a ustedes: el señor vizconde de Lamare!
La baronesa, que se sabía por lo menudo todos los escudos nobiliarios de la provincia, preguntó:
—¿Es de los Lamare de Eure?
El sacerdote hizo un ademán de asentimiento:
—Sí, señora, es hijo del vizconde Jean de Lamare, que falleció el año pasado.
Y entonces, la baronesa, cuya afición máxima era la aristocracia, hizo mil preguntas y se enteró de que, tras pagar las deudas del padre, el joven, que había vendido la casa solariega de la familia, había convertido en vivienda de soltero una de las tres casas de labor que poseía en la comuna de Étouvent. Todas sus posesiones juntas equivalían sólo a cinco o seis mil libras de renta, pero el vizconde era de talante poco derrochador y prudente y contaba con vivir dos o tres años sin lujos en aquella modesta casita para ahorrar una cantidad que le permitiera alternar y hacer una buena boda sin entramparse ni tener que hipotecar sus fincas.
El párroco añadió:
—Es un muchacho encantador; y tan formal, tan sosegado. Pero no encuentra muchas distracciones en la comarca.
El barón le dijo:
—Tráigalo por aquí, padre; así tendrá algún entretenimiento de vez en cuando.
Y cambiaron de conversación.
Cuando pasaron al salón, después del café, el sacerdote pidió licencia para dar una vuelta por el jardín, pues tenía costumbre de hacer algo de ejercicio después de las comidas. El barón lo acompañó. Paseaban despacio a lo largo de la fachada blanca de la mansión y daban, luego, media vuelta. Sus sombras, flaca la una, redonda y tocada con una seta la otra, iban y venían, tan pronto precediéndolos como siguiéndolos, según caminasen de cara a la luna o dándole la espalda. El cura mascaba el extremo de algo parecido a un cigarro, que se había sacado del bolsillo. Explicó para qué servía con la llaneza de los hombres del campo:
—Es para eructar mejor, porque tengo las digestiones un poco pesadas.
Luego, de pronto, mirando el cielo por el que viajaba el astro de clara luz, dijo:
—Nunca se cansa uno de un espectáculo como este.
Y entró en la casona para despedirse de las señoras.