Entonces dejó de salir, dejó de ir de un lado a otro. Se levantaba todas las mañanas a la misma hora, miraba por la ventana para ver qué tiempo hacía; luego, bajaba a la sala y se sentaba ante el fuego.
Allí se quedaba días enteros, inmóvil, con los ojos clavados en las llamas, dejando que vagasen a la ventura sus lastimeros pensamientos y desgranando el triste desfile de sus infortunios. La oscuridad iba invadiendo poco a poco la reducida estancia sin que Jeanne hubiera hecho más movimiento que el de añadir leña al fuego. Entraba entonces Rosalie con la lámpara y exclamaba:
—Vamos, señora Jeanne, hay que animarse, que si no tampoco me va a cenar esta noche.
La acosaban con frecuencia ideas fijas, hasta obsesionarla, y la atormentaban cuidados insignificantes, pues las cosas más nimias adquirían, en aquella cabeza enferma, una importancia extrema.
Revivía sobre todo al recordar la vida pasada, el pasado remoto; nunca se le iban de la cabeza los primeros tiempos de su vida y su viaje de novios en la remota Córcega. Se le aparecían de pronto, en las brasas de la chimenea, paisajes de aquella isla que tenía olvidados hacía mucho; y recordaba todos los detalles, todos los hechos intrascendentes, todos los rostros que había visto en esa tierra; la perseguía la cara de Jean Ravoli, el hombre que los había guiado; y, a veces, le parecía oír su voz.
Evocaba, luego, los dulces años de la infancia de Paul, cuando el niño le mandaba trasplantar lechugas, y ella se arrodillaba en la tierra feraz, junto con tía Lison, rivalizando ambas en celo para agradarle, compitiendo por ver cuál de las dos mostraría más maña en el arte de hacer que prendieran las plantas jóvenes, quién de ellas conseguiría mejores resultados.
Y sus labios susurraban por lo bajo: «Pollito, mi Pollito pequeño», igual que si le estuviera hablando; y como su ensoñación se atascaba en aquella palabra, pasaba a veces horas intentando escribir en el vacío, con el dedo estirado, las letras que la componían. Las dibujaba despacio, ante el fuego, imaginándose que las veía; luego, creyendo que se había equivocado, comenzaba otra vez a escribir la P con brazo tembloroso de cansancio, esforzándose por trazar el nombre entero; luego, cuando había concluido, volvía a empezar.
Acababa por rendirla el cansancio, lo confundía todo, formaba otras palabras; y los nervios la volvían loca.
Padecía todas las manías de los solitarios. Se irritaba al ver cualquier cosa fuera de su sitio.
Rosalie la obligaba frecuentemente a caminar, la llevaba hasta la carretera; pero Jeanne, al cabo de veinte minutos, declaraba: «Ya no puedo más, hija». Y se sentaba a la orilla de la cuneta.
No tardó en aborrecer cualquier esfuerzo; y se levantaba de la cama lo más tarde posible.
Sólo había conservado, con imperturbable tenacidad, una costumbre de la infancia, la de levantarse sin demora nada más tomarse el café con leche. Por lo demás, le tenía a esa bebida una afición exagerada; y prescindir de ella le hubiera resultado más doloroso que cualquier otra privación. Aguardaba todas las mañanas a que acudiera Rosalie con una impaciencia un tanto sensual; y, en cuanto tenía el tazón lleno encima de la mesilla de noche, se incorporaba en la cama y lo vaciaba con premura, con cierta glotonería. Luego, apartando las sábanas, empezaba a vestirse.
Pero, poco a poco, se fue acostumbrando, tras dejar el tazón en el plato, a quedarse unos segundos pensando en las musarañas; luego, empezó a echarse otra vez en la cama; luego, de día en día, fue prolongando esa pereza, hasta que Rosalie volvía, hecha una furia, y la vestía casi a la fuerza.
Por lo demás, no le quedaba ya ni apariencia de voluntad y cada vez que la sirvienta le pedía un consejo, le preguntaba algo, quería saber su opinión, le contestaba:
—Haz lo que te parezca, hija.
Creía que una mala suerte tenaz la perseguía de forma tan directa que se iba volviendo fatalista como un oriental; y, acostumbrada a ver cómo se desvanecían sus sueños y se derrumbaban sus esperanzas, no se atrevía ya a emprender nada y titubeaba durante días enteros antes de acometer la tarea más sencilla, convencida de que siempre echaría por el camino equivocado y todo acabaría mal.
Repetía continuamente:
—Yo sí que he tenido mala suerte en la vida.
Entonces, Rosalie exclamaba:
—Pues no sé yo qué diría usted si tuviera que trabajar para ganarse el pan, si no le quedara más remedio que levantarse todos los días a las seis de la mañana para ir a servir. ¡Anda y que no hay mujeres que tienen que vivir así! Y cuando son ya demasiado viejas, se mueren de miseria.
Jeanne contestaba:
—Date cuenta de que no tengo a nadie, que mi hijo me ha abandonado.
Y, entonces, Rosalie se indignaba:
—¡Pues vaya una cosa! ¿Y qué me dice de los hijos que se van al servicio militar? ¿Y de los que se marchan a buscarse la vida a América?
América le parecía a Rosalie un país impreciso al que la gente se iba a hacer fortuna y del que no volvía nunca.
Y añadía:
—Siempre llega un momento en que hay que separarse, porque los viejos y los jóvenes no están hechos para vivir juntos —y, de remate, preguntaba con acento feroz—: Pues ¿qué diría usted si se hubiera muerto?
Y, a eso, Jeanne ya no contestaba nada.
Recuperó un poco las fuerzas cuando el aire se dulcificó en los primeros días de la primavera, pero aquella vitalidad renovada no le sirvió sino para hundirse más y más en sus sombríos pensamientos.
Una mañana que había subido al desván a buscar algo, abrió por casualidad un cajón repleto de calendarios viejos, que no se habían tirado por esa costumbre de conservarlos que tienen algunas personas del campo.
Le pareció que recobraba, vivos, los años de su pasado; y la embargó una extraña y nebulosa emoción al ver aquel montón de cartulinas cuadradas.
Cogió los calendarios y se los llevó abajo, a la sala. Los había de todos los tamaños, grandes y pequeños. Y se puso a colocarlos por años encima de la mesa. De pronto, se topó con el primero, con el que se había llevado a Los Chopos.
Estuvo contemplándolo mucho tiempo, mirando los días que había tachado la mañana en que había salido de Ruán, al día siguiente de dejar el convento. Y lloró. Lloró con lágrimas taciturnas y pausadas, pobres lágrimas de vieja, al enfrentarse con su vida infeliz desplegada ante ella, encima de aquella mesa.
Se adueñó de ella una idea que no tardó en convertirse en una obsesión tremenda, continua, encarnizada. Quería recordar, casi día por día, lo que había ido haciendo.
Pinchó en las paredes, en el tapizado de los muebles, uno junto a otro, aquellos cartones amarillentos; y se pasaba las horas muertas frente a este o aquel, preguntándose: «¿Qué me sucedió ese mes?».
Había marcado con rayas las fechas memorables de su vida; y, a veces, conseguía recuperar un mes entero, reconstruyendo uno por uno, agrupando, relacionando entre sí todos los hechos intrascendentes que habían ocurrido antes o después de un acontecimiento importante.
A fuerza de obstinada atención, a fuerza de esforzar la memoria y concentrar la voluntad, consiguió recomponer casi por completo los dos primeros años que había pasado en Los Chopos, pues los recuerdos lejanos de su existencia le volvían con singular facilidad y cierto realce.
Pero le daba la impresión de que los años siguientes se perdían en la niebla, se mezclaban, saltaban unos por encima de otros; y, a veces, se quedaba un tiempo incalculable con la cabeza inclinada hacia un calendario, con el pensamiento tendido hacia el pasado, sin conseguir recordar siquiera si era en aquella cartulina en donde podía hallar determinado recuerdo.
Iba de calendario en calendario, dando la vuelta a la sala, que cercaban, como si fueran las láminas de un vía crucis, aquellas plasmaciones de los tiempos consumados. De golpe, plantaba la silla ante uno de ellos y allí se quedaba quieta hasta que se hacía de noche, mirándolo, sumida en sus averiguaciones.
Luego, súbitamente, cuando todas las savias despertaron con el calor del sol, cuando las cosechas empezaron a brotar en los campos y los árboles a verdear, cuando los manzanos se esponjaron en los patios como bolas sonrosadas y perfumaron la llanura, un gran desasosiego se apoderó de Jeanne.
No podía parar en el sitio; iba y venía, salía de la casa y volvía a entrar veinte veces al día; y, a veces, se alejaba y deambulaba por las proximidades de las casas de labor, con el enardecimiento de una especie de fiebre nostálgica.
Una margarita agazapada entre una mata de hierba, un rayo de sol resbalando por las hojas, el azul del cielo reflejado en el charco de agua de un roderón le llegaban al alma, la enternecían, la trastornaban al traerle de nuevo sensaciones lejanas, que eran como el eco de sus emociones de muchacha en los tiempos en que recorría soñando la campiña.
En esa época, cuando estaba a la espera del porvenir, se había estremecido con aquellas mismas conmociones, había disfrutado de aquella dulzura y de aquella turbadora embriaguez de los días templados. Ahora que el porvenir estaba concluido, volvía a notar lo mismo. Su corazón disfrutaba aún con ello, pero también la hacía sufrir, como si la sempiterna alegría del despertar del mundo, al infiltrársele en la piel reseca, en la sangre enfriada, en el alma agobiada, no pudiera ya aportarle sino un deleite desfallecido y doloroso.
También le parecía que algo había cambiado hasta cierto punto en cuanto la rodeaba. El sol calentaba indudablemente algo menos que cuando ella era joven, el cielo era algo menos azul, la hierba algo menos verde; y las flores, más apagadas y menos perfumadas, no eran tan embriagadoras como antaño.
Había días, no obstante, en que la invadía tal sensación vital de bienestar que volvía a soñar a medias, a tener esperanza, a aguardar algo: ¿es acaso posible, pese a la encarnizada inclemencia del destino, no aguardar nada cuando el tiempo es hermoso?
Pasaba horas y horas caminando, caminando en línea recta, como si la azuzase su alma exaltada. Y, a veces, se paraba de pronto y se sentaba a la orilla del camino para pensar en cosas tristes. ¿Por qué no la habían querido, como querían a otras? ¿Por qué no había tenido ni tan siquiera las dichas sencillas de una vida apacible?
Y otras veces se le olvidaba que era una vieja, que sólo le quedaban por delante unos pocos años tétricos y solitarios, que ya había recorrido por completo su camino; y elaboraba, como antes, a los dieciséis años, proyectos en los que su corazón hallaba dulzura; combinaba deliciosos fragmentos de tiempos venideros. Luego caía sobre ella la dura sensación de la realidad; se levantaba, dolorida como si se le hubiera venido encima un peso quebrándole la cintura; y regresaba a su casa, con paso más lento, musitando:
—¡Ay, qué vieja loca! ¡Qué vieja loca!
Rosalie se pasaba ahora el día diciéndole:
—Pero estese quieta, señora. ¿Qué le pasa para andar tan alborotada por ahí?
Y Jeanne respondía con tristeza:
—Qué quieres, me pasa lo que le pasaba a Matanza cuando ya le quedaba poco.
La sirvienta entró más temprano una mañana en su cuarto y, dejándole encima de la mesilla de noche el tazón de café con leche, le dijo:
—Venga, tómeselo deprisa. Denis nos está esperando en la puerta. Vamos a Los Chopos porque tengo cosas que hacer por allí.
Jeanne sintió una emoción tal que pensó que iba a desmayarse; y se vistió, trémula, turbada y sin fuerzas al pensar que iba a volver a ver su casa querida.
Un cielo radiante cubría el mundo; y al caballejo le entraban arrebatos de regocijo y echaba a galopar de vez en cuando. Al entrar en el municipio de Étouvent, a Jeanne le latía de tal forma el pecho que le costaba trabajo respirar; y cuando divisó los pilares de ladrillo de la cerca, dijo dos o tres veces en voz baja, sin poderlo remediar: «¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!», como cuando una cosa alborota el corazón.
Desengancharon el carricoche en casa de los Couillard; luego, mientras Rosalie y su hijo atendían a sus asuntos, los colonos propusieron a Jeanne que fuera a dar una vuelta por la mansión, ya que los amos estaban fuera; y le entregaron las llaves.
Fue sola; y, cuando estuvo frente a la fachada de la antigua casa solariega que daba al mar, se detuvo para contemplarla. Por fuera, nada había cambiado. El sol ponía sonrisas aquel día en las paredes del gran edificio grisáceo. Todos los postigos estaban cerrados.
Le cayó en el vestido un trocito de rama seca; alzó la vista, era del plátano. Se acercó al grueso tronco del árbol, de epidermis lisa y pálida, y lo acarició con la mano, como a un animal. Entre la hierba, tropezó con el pie en un pedazo de madera podrida; era el último resto del banco en el que con tanta frecuencia se había sentado con toda su gente, del banco que estaban colocando el primer día que vino Julien de visita.
Fue entonces hasta la puerta de doble hoja del vestíbulo; le costó mucho abrirla porque la gran llave oxidada se negaba a girar en la cerradura. Al fin cedió esta con un áspero chirrido de los muelles; y el batiente, un poco duro también, se abrió tras un empujón.
Jeanne subió enseguida a su cuarto, casi corriendo. No lo reconoció, pues le habían puesto un papel claro en las paredes; pero, al abrir una de las ventanas, la conmocionó hasta lo más hondo aquel horizonte tan querido: el bosquecillo, los olmos, la landa, y la mar, salpicada de velas pardas que parecían inmóviles, allá a lo lejos.
Deambuló entonces por la gran casa vacía. Contemplaba, en las paredes, manchas que le eran familiares. Se detuvo ante un agujerito que había hecho en la escayola el barón, quien, recordando sus años de juventud, se entretenía muchas veces en hacer ejercicios de esgrima y atacaba el tabique con el bastón cuando pasaba por aquella parte de la casa.
En el cuarto de mamaíta, halló, clavado detrás de una puerta, en un rincón oscuro, un delgado agujón con cabeza de oro que había pinchado allí hacía mucho (ahora se acordaba) y, luego, había estado buscando durante años. Nadie lo había encontrado. Lo cogió, como si se tratase de una reliquia de incalculable valor, y lo besó.
Iba recorriéndolo todo; buscaba y reconocía huellas casi invisibles en los cortinones de los cuartos, que eran los mismos; volvía a ver esas extrañas siluetas que la imaginación pone a veces en los dibujos de los tejidos, en los mármoles, en las sombras de los techos que el tiempo ha manchado.
Caminaba con pasos callados, sola en la casona inmensa y silenciosa, como si cruzase por un cementerio. Toda su vida yacía aquí.
Bajó al salón. Estaba oscuro tras los postigos cerrados y tardó un rato en ver algo; luego, se le acostumbraron los ojos a la penumbra y fue reconociendo, poco a poco, los altos tapices por los que cruzaban pájaros. Dos butacas se habían quedado delante de la chimenea, como si sus ocupantes acabaran de levantarse de ellas; y el olor de la estancia, un olor que había tenido siempre, de la misma forma que las personas tienen el suyo propio, un olor impreciso, aunque fácil de reconocer, ese suave aroma desvaído de las moradas viejas, se infiltraba en Jeanne, la rodeaba de recuerdos, le embriagaba la memoria. No se movía, jadeante, aspirando aquel hálito del pasado, con los ojos clavados en las dos butacas. Y, de pronto, en una repentina alucinación nacida de su idea fija, le pareció ver, vio realmente, como los había visto tantas veces, a su padre y a su madre calentándose los pies al fuego.
Retrocedió, espantada, dio con la espalda en el filo de la puerta, se agarró a ella para no caerse, sin apartar la mirada de las butacas.
La visión había desaparecido.
Allí se quedó unos minutos, trastornada; luego, se recobró poco a poco y quiso escapar, por miedo a volverse loca. Puso por casualidad los ojos en el zócalo de madera en el que estaba apoyada; y vio la escala de Pollito.
Todas las tenues marcas iban pared arriba, por la pintura, a intervalos desiguales; y unos números marcados con navaja indicaban la edad, el mes y lo que había crecido su hijo. A veces, era la letra del barón, más grande; a veces, la suya, más menuda; otras, la de la tía Lison, un poco temblona. Y le pareció que tenía delante al niño de antaño, con su pelo rubio, arrimando la cabecita a la pared para que lo midieran.
El barón decía a voces:
—Jeanne, ha crecido un centímetro en seis semanas.
Se puso a besar el zócalo en un frenesí de amor.
Pero la estaban llamando desde fuera. Era la voz de Rosalie:
—Señora Jeanne, señora Jeanne, que la estamos esperando para almorzar.
Salió, con la cabeza perdida. Y no se enteraba ya de nada de lo que le decían. Comió lo que le sirvieron; oyó que la gente hablaba, pero no supo de qué; conversó, seguramente, con los campesinos, que le preguntaban por su salud; dejó que la besasen; correspondió besando las mejillas que le presentaban; y volvió a subir al carruaje.
Al perder de vista, a través de los árboles, la elevada techumbre de la mansión, sintió en el pecho una desgarradura espantosa. El corazón le decía que acababa de despedirse para siempre de su casa.
Regresaron a Batteville.
Cuando estaba a punto de entrar en su nuevo domicilio, vio algo blanco bajo la puerta; era una carta que el cartero había metido allí mientras estaban fuera. Se dio cuenta en el acto de que era de Paul y la abrió, estremeciéndose de angustia. Su hijo decía:
Querida mamá: no te he escrito antes porque no quería obligarte a venir inútilmente a París, ya que yo debía ir a verte muy pronto. Me sucede en estos momentos una gran desgracia y me hallo en un tremendo apuro. Mi mujer está muriéndose, después de haber dado a luz a una niña hace tres días; y no tengo un céntimo. No sé qué hacer con la criatura; la portera la alimenta con biberón como Dios le da a entender, pero temo perderla. ¿No podrías hacerte cargo de ella? No se me ocurre nada y no tengo dinero para dársela a criar a un ama. Contéstame a vuelta de correo.
Tu hijo que te quiere
PAUL
Jeanne se desplomó en una silla y apenas si le llegaron las fuerzas para llamar a Rosalie. Cuando acudió la sirvienta, volvieron a leer la carta juntas y se quedaron, luego, calladas, una enfrente de otra, durante mucho tiempo.
Al fin habló Rosalie:
—Voy a ir a buscar a la niña, señora. No podemos dejarla así.
Jeanne le contestó:
—Ve, hija.
Estuvieron calladas otro rato; luego, la sirvienta añadió:
—Póngase el sombrero, señora, y vamos a Goderville, a ver al notario. Si esa se va a morir, el señorito Paul tiene que casarse con ella, por la niña, por lo que pueda pasar más adelante.
Y Jeanne, sin responder una palabra, se puso el sombrero. Una alegría honda e inconfesable le llenaba el corazón, una alegría pérfida que quería ocultar a toda costa, una de esas alegrías abominables que nos avergüenzan, pero de las que disfrutamos fervorosamente en el secreto arcano del alma: la amante de su hijo se iba a morir.
El notario dio a la sirvienta indicaciones muy concretas; y Rosalie hizo que se las repitiera varias veces; luego, segura de no equivocarse, manifestó:
—No se preocupe por nada; ahora me hago yo cargo de todo.
Y se fue a París esa misma noche.
Jeanne pasó dos días con un aturdimiento en las ideas que la incapacitaba para pensar en nada. Al tercer día, por la mañana, recibió únicamente una nota de Rosalie que le anunciaba que volvía en el tren de la tarde. Nada más.
A eso de las tres, mandó enganchar el carricoche de un vecino y se fue a la estación de Beuzeville a esperar a su criada.
Se quedó de pie en el andén, con la mirada vuelta hacia la línea recta de las vías, que huían para unirse a lo lejos, al tocar horizonte. De vez en cuando, miraba el reloj. «Todavía faltan diez minutos. Todavía faltan cinco. Todavía faltan dos. Ya es la hora». No se divisaba nada en la lejanía de los raíles. Luego, de súbito, vio una mancha blanca, una humareda; después, debajo, un punto negro que fue creciendo, acercándose a toda velocidad. La enorme locomotora, aflojando la marcha, pasó por fin, rugiendo, por delante de Jeanne, que acechaba con avidez las portezuelas. Se abrieron varias; bajaba gente, campesinos con blusón, granjeras con cestas, pequeños burgueses con sombreros de fieltro. Por fin divisó a Rosalie, que llevaba en los brazos algo parecido a un lío de ropa.
Quiso ir a su encuentro, pero le daba miedo caerse, pues las piernas se le habían aflojado. La criada, que la había visto, se le acercó con su habitual aspecto sosegado; y le dijo:
—Muy buenas, señora. Ya he vuelto; menos mal.
Jeanne balbució:
—¿Qué ha pasado?
Rosalie repuso:
—Pues que se murió anoche. Casados quedan. Aquí traigo a la niña.
Y le tendió a la criatura, a la que tapaba por completo la ropa.
Jeanne la cogió maquinalmente y salieron de la estación; luego, subieron al coche.
Rosalie siguió diciendo:
—El señorito Paul vendrá en cuanto la entierren. Mañana a esta misma hora, seguramente.
Jeanne dijo a media voz:
—Paul…
Y no añadió nada más.
El sol bajaba hacia el horizonte, inundando de luz las planicies cuyo verdor moteaban de tanto en tanto el oro de la colza en flor y la sangre de las amapolas. Un infinito sosiego se cernía sobre la tierra apacible en la que germinaban las savias. El carricoche corría a toda velocidad y el labriego chasqueaba la lengua para espolear el caballo.
Y Jeanne miraba al frente, al vacío, al cielo, que rayaba, como estela de cohetes, el vuelo curvo de las golondrinas. Y, de pronto, una suave tibieza, una calidez viva le atravesó las faldas, le llegó hasta las piernas, se le adentró por la carne; era el calor del ser pequeño que dormía en sus rodillas.
Entonces la invadió una emoción infinita. Destapó de golpe la cara de la niña, a la que aún no había visto: la hija de su hijo. Y cuando la frágil criatura, al notar el violento resplandor, abrió los ojos azules moviendo los labios, Jeanne se puso a besarla rabiosamente, alzándola en los brazos, cubriéndola de caricias.
Pero Rosalie, contenta y rezongona, la detuvo:
—Venga, venga, señora Jeanne, que la va usted hacer llorar —luego añadió, respondiendo sin duda a sus propios pensamientos—: Ya ve usted, la vida nunca es ni tan buena ni tan mala como nos creemos.